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JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 2º

en Erotismo y Amor

Capítulo 2

Los éxitos de Rafael prosiguieron. Un mes más tarde, un día de Mayo de aquel mismo año, Rafael hacía el paseíllo en la plaza Monumental de Las Ventas de Madrid, por primera vez en su vida, en una novillada del ferial de San Isidro; una tarde que resultó ser una más de las triunfales de Rafael, pues cortó dos orejas, una en cada novillo, y salió a hombros por la puerta grande.

Y lo mismo pasó en la Monumental de Barcelona y cuando se presentó en la plaza Vista Alegre, de Bilbao, como “Nuevo en esta plaza”, en la novillada extraordinaria anual de junio; en Pamplona, en una novillada de sus Sanfermines; en Valencia, en una novillada de su Feria de Julio. Y ni se sabe en cuántas plazas más, pues aquel año encabezó el escalafón novilleril con más de setenta tardes toreadas.

Aquel invierno Rafael cruzó “el charco” por primera vez, para torear cinco novilladas en Méjico que al final se convirtieron en casi docena y media en aquellos Estados Unidos y otras cuantas más en Colombia y Ecuador.

En Mayo del año siguiente, en la Monumental de las Ventas de Madrid y en una corrida del ciclo Isidril, Rafael tomó la alternativa ante toros de Pablo Romero de manos del maestro Antonio Ordoñez y con Paco Camino de testigo… ¡Totar, “na” de cartel!

Al cederle estoque y muleta el veterano maestro Ordoñez, le dijo

  • Que tengas suerte a partir de hoy, Rafael. Que los éxitos no se te suban a la cabeza ni los fracasos te hundan, que de todo habrá en tu vida de torero… ¡Si lo sabré yo!...

Pero antes, cuando vestido ya de torero con el típico terno de alternativa en blanco y oro, el traje de “primera comunión”, como suelen decir los taurinos, bajaba las escaleras del hotel desde la habitación al vestíbulo para tomar el coche que le llevaría a Las Ventas; cuando casi al pie de la escalera le rodeaba una verdadera nube de chavalitas en busca del típico autógrafo, por la puerta batiente del hotel entró la “señorita” Sol, acompañada de un hombre. Rafael la vio nada más entrar, ella segundos después, cuando alzó la vista atraída por el bullicio de la escalera. Sus miradas se cruzaron y al momento dijo la “señorita” a su acompañante

  • Espérame arriba.

Este asintió y se marchó hacia el ascensor en tanto ella avanzó hacia el torero con esa sonrisa de sorna en la boca y en los ojos; con esos andares suyos tan felinos, tan ligeros, como si se deslizara sobre el suelo. Llegó hasta Rafael

  • Hola “mataor”
  • Hola
  • ¿No estás contento de verme?
  • ¿Debería estarlo?
  • ¡Claro!... Mira, si le preguntas a mis amigos, te dirán que yo siempre doy buena suerte. ¿No te gustaría tener buena suerte esta tarde?
  • Pero yo no soy amigo tuyo. ¿Por qué ibas a darme suerte?

La mujer sonrió más coquetamente aún si cabe. Entornó los párpados y con voz leve, suave, absolutamente sensual, replicó

  • Podías serlo, si quisieras
  • Me gustaría invitarte a una copa antes de ir a la plaza.
  • Prefiero que me invites a la corrida
  • Vaya, eso es nuevo… ¿No recuerdas que los toros no te gustan, que los consideras una salvajada propia de bárbaros y que nunca vas a verlos?
  • Sí, así es. Siguen sin gustarme, siguen pareciéndome una salvajada propia de gente bárbara y sigo sin querer ir a los toros. Pero contigo haré una excepción. Contigo es distinto pues quiero que seas mi amigo
  • ¿Irás tú sola o acompañada?
  • Acompañada hijo, acompañada…

Al hablar, la “señorita” había suspirado con evidente desgana respecto al “acompañamiento”, y Rafael sonrió para sus adentros. Al parecer, para el “acompañante” que entrara con ella, empezaban a pintar “Bastos”

  • ¿Dos localidades pues?
  • Sí, dos localidades (La desgana aumentaba por momentos)
  • D. José, dos barreras de sombra, por favor.

Rafael había dicho esto en voz bastante alta y el apoderado acudió en el acto, al tiempo que del bolsillo interior de su americana, extraía dos entradas de un fajo de ellas que llevaba. Se las entregó a Rafael, mirando a la mujer con cara de pocos amigos. No, a D. José aquella mujer no le gustaba nada. Preveía “tormentas” en ella

  • ¿Cuándo vuelves a Sevilla Rafael?
  • Mañana
  • Entonces mañana daré una fiesta en tu honor. Intima, muy íntima… A las diez de la noche y en mi casa. Recuerdas dónde está, ¿verdad?
  • Perfectamente. Pero no sé si asistiré. Lo pensaré
  • La fiesta, sin ti, no podrá ser.
  • No te faltarán motivos para darle otro rumbo, otra dedicatoria
  • Eres cruel conmigo.
  • De eso, creo tú sabes más que yo
  • Lo dicho, cruel, cruel. Pero recuerda: Mañana, a las diez de la noche, en mi casa

Riendo, la “señorita” Sol se alejó de Rafael en dirección al ascensor

Él la siguió con la mirada hasta que ella desapareció al entrar en el ascensor. Entonces D. José, el apoderado, se acercó a Rafael

  • Sin duda es una gran señora. Y una mujer que puede quitar el sentido al hombre más pintado. Pero cuídate de ella, puede ser muy peligrosa. Puede destrozarte la vida
  • Vamos D. José. Habla usted como “Nacional”
  • Ya. Pero cuídate de ella Rafael. Es un consejo de amigo.

La tarde discurrió como era lo normal en las de Rafael: Entre ovaciones, trofeos y vueltas al ruedo. El balance final, dos orejas, una en cada toro, y salida por la puerta grande a hombros.

A la noche siguiente, a las diez de la noche en punto, con puntualidad taurina, se apeó Rafael del taxi que hasta la puerta de la casa de la señorita Sol le llevara. Pagó el importe de la carrera y subió al piso de la señorita. Ella salió a recibirle y le condujo al mismo saloncito donde la otra vez le abofeteara e hiciera salir por la puerta de servicio. La escena recordaba la otra vez: Ella había salido a recibirle con la misma bata de seda que entonces llevara y, como aquel día, bajo la bata nada, absolutamente nada salvo su completa desnudez. Sin embargo, una cosa no coincidía con la otra vez: Sobre la mesita de centro no aparecían las “rayas” de coca.

  •  ¿Ya no esnifas?
  • Sí; de vez en cuando. Pero esta noche eso no me apetece tanto. Me apetece mucho más otra cosa…. Aunque… Si a ti te apetece…
  • No. Creo que sabes que yo no uso de nada de eso…

Rafael abarcó el saloncito con la mirada. Más cosas habían entonces allí que diferían de lo que vio la primera vez que estuvo en aquel piso, pues el centro del saloncito ahora lo ocupaba una mesa redonda, pequeña, de no más de 60-80 cm., primorosamente puesta con dos servicios de mesa completos. El policromado “Bajoplatos” de porcelana al fondo de la pila con los platos llano y hondo superpuestos; las copas frente a los platos, alineadas de izquierda a derecha en orden decreciente en altura, agua, vino blanco y jerez; los cubiertos, de plata como está mandado y ordenado a esos niveles de alta alcurnia, alineados junto a la pila de platos, a la derecha la cuchara y la pala de pescado, a la izquierda el  tenedor de cuatro púas para los entremeses y el de pescado de sólo tres púas. De todo ello claramente se deducía que la cena se compondría de pescado como plato principal y de primero sopa o similar, amén de los aperitivos de entrada, aunque puede que la perspicacia de Rafael, o, mejor dicho, su absoluta ignorancia respecto a mesas más o menos elegantes, seguramente no le permitiera deducir.

El servicio de mesa lo completaba, o lo iniciaba según se mire el orden de colocación de la mesa, una hermosa mantelería de esterilla de algodón en color crema muy clarito, rematadas sus orillas con encajes del mismo color y realzada la trama textil con bordados de flores multicolores, verde, beige muy oscuro, casi marrón, azul, rojo… Y, esto sí, como final al espléndido servicio, un par de velas rojas sobre la mesa servida y el servicio de las viandas, con dos tazas de consomé y sus correspondientes platos incluidos, dispuesto sobre la mesita de centro donde la vez anterior campeaban las “rayas” de coca

La “señorita” Sol invitó a Rafael a sentarse y, con sus “blancas manitas”, ejerció de impecable anfitriona, sirviendo primero las pequeñas fuentes de los entremeses entrantes, fríos y calientes, el consomé que abría la cena en sí y una hermosa merluza al horno dispuesta después a la espalda con angulas, que no gulas, y gambas rehogadas con ajos, una pizca de pimentón dulce y una punta de guindilla, que constituía el plato fuerte de la cena.

Tras la cena, la “señorita” Sol tomó dos copas de champán de la mesita de centro con una mano e hizo que Rafael cogiera el cubo enfría botellas que, con una de champán, también estaba sobre la mesita. Tomó de la mano a Rafael y, tirando de él, dijo

  • Vamos “matador”. Tomaremos el champán con el otro “postre” que tengo reservado para ti

Y así, cogidos de la mano y bajo la iniciativa de la “señorita”, entraron los dos en el dormitorio de ella. Allí, la “señorita” dejó las copas en una mesita de noche e indicó a Rafael que dejara el cubo con la botella de champán en la otra mesita. Luego, se dirigió a la cama de matrimonio que presidía la alcoba y, retirando la colcha que la cubría, abrió la cama. Rafael la miraba absorto, apoyado en la cómoda que quedaba frontera a la cama, quieto, sin creer todavía en lo que era evidente. Cuando la cama estuvo abierta Sol, pues desde ese momento se acabaría lo de “señorita”, se volvió hacia él diciendo

  • ¿No te desnudas?

Rafael se despojó de toda la ropa en un segundo. De toda, calzoncillos y calcetines incluso. Entonces, Sol se despojó de la bata que hasta entonces la cubriera, quedando a la vista en todo su esplendor la maravillosa desnudez de su cuerpo; y así se fue aproximando al hombre, con paso lento a la par que se contoneaba con increíble sensualidad resaltando hasta el infinito los encantos de esa desnudez ante la vista masculina. Llegó al fin junto a él, frente a él; alzó ambos brazos y los pasó por el cuello del hombre hasta que las manos femeninas acariciaron con increíble suavidad la nuca de Rafael, que se sintió transportado al séptimo cielo al momento. Entonces, en voz baja si bien que tremendamente insinuante musitó a su oído

  • ¿Te gusta lo que ves?
  • Me enloquece. Pero al mismo tiempo lo odio. Lo deseo con locura, pero también lo odio con toda mi alma
  • ¡Deseo entreverado, condimentado, con odio! ¡Qué apasionante mezcla tan, tan…explosiva! ¡Me enloquece! ¿Me harás enloquecer esta noche “mataor”? ¿Harás que explote?

Y aquella noche fue la primera que Rafael pasó en brazos de aquella enloquecedora mujer; aquella hembra de fiera en celo, que eso es lo que resultó ser la niña Sol entre las sábanas y en brazos de un hombre; o, mejor dicho, con un hombre entre sus brazos como si fuera un juguete, un juguete animado, que tenía vida y respondía a sus anhelos de gata en celo, pero juguete al fin. Pues, permítaseme que por una vez me exprese en forma no muy correcta, a la niña Sol no se la “tiraba” ningún hombre, sino que era ella quien, jugando con ellos como las niñas juegan con sus muñecos, se los “tiraba” para su propia y única diversión. Todos ellos, Rafael también, no eran más que eso, sus juguetes; sus juguetes de niña caprichosa y sin conciencia que, cuando se cansaba de ellos los tiraba a la basura del olvido y se “mercaba” otro nuevo… hasta que también del nuevo se cansaba….

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Aquella noche fue el inicio de una época de vino y rosas para Rafael. Los encuentros sexuales con Sol menudearon desde aquella noche, pues acabaron siendo cotidianos de cada día que Rafael pasaba en Sevilla, que  a su vez se hicieron más numerosos de día en día: Cada vez que acababa de torear allá donde fuera le faltaba tiempo para emprender la ruta a Sevilla, al domicilio de Sol, pues ya era allí donde de verdad moraba siempre que estaba en Sevilla, sin acordarse de su madre, de sus hermanos; de nada cuanto no fuera ella, Sol. Antes decía que sexuales eran las encuentros entre Rafael y la niña Sol, la niña Sol pues en Andalucía a toda mujer joven y bonita se le suele llamar “niña”, no eran, al final más que eso, sexo; puro y duro sexo. Además, casi se podría decir que puro sexo duro, pues la niña Sol, cuando se metía en “harina” se convertía en una verdadera hembra en celo; pero en celo subido, pues en tales casos llegaba a convertirse en hembra ninfómana y multiorgásmica que nunca acababa de sentirse “llena” de hombre, pidiendo siempre más y más y más, en forma de verdad insaciable que hacía que el macho que  compartía sus anhelos sexuales, si sabía y podía estar a la altura de tales circunstancias casi gozara de las delicias celestiales aquí, en la Tierra.

Y los encuentros de menudear casi, casi que a diario, pasaron a ser diarios casi al pie de la letra pues la “niña” Sol, la que no le gustaban los toros y pensaba que eso era una salvajada propia de bárbaros acabó por acompañar a Rafael allá donde quiera que éste fuera a torear, sin perderse ni una tarde de corrida, aunque tampoco una sola noche de ese otro tipo de “corrida”.

Así fueron pasando los meses, en auténtica y constante “Luna de Miel” sexual, sólo eso, sexual, sin mezcla de sentimiento anímico alguno. La “niña” Sol se lo había dejado bien claro a Rafael: Ella sólo quería eso, saciarse de sexo, a poder ser cada noche y cada día; pero sólo eso, sexo, sin más complicaciones, sin sentimentalismo alguno. Tan pronto venteaba el peligro para su indómita libertad en forma de un interés que trascendía el más duro y primitivo hecho sexual, sus “novios” debían asumir que su momento había llegado a su fin por consunción.

Pero en esta relación Sol estaba haciendo excepciones sonadas, pues ella, la mujer a la que los toros le parecían una salvajada propia de bárbaros, una mujer que, per sé, casi aborrecía el campo y que comúnmente ponía mil y un reparos a acudir a la finca de su padre, en esta ocasión gustaba de ir hasta allá en compañía de Rafael. En esos días montaban a caballo y galopaban al paso o al trote por los campos de labranza o por las veredas que delimitaban las zonas donde las manadas de vacas o toros pastaban, para acabar por bajarse de los caballos, asegurar las riendas a cualquier arbusto y sentarse o tenderse en cualquier lugar cubierto de mullida hierba al amor de algún, algunos árboles a descansar, besarse, acariciarse y, más veces que alguna que otra, hacer el amor en la hermosa paz de la Naturaleza.

Uno de esos días en que estaban sentados al abrigo de unos árboles muy cerca de donde pastaba una punta de vacas de vientre, a poca distancia de ellos, no más de treinta-cuarenta metros, una solitaria vaca les miraba al tiempo que mugía repetidas veces, pero sin amenazar con arrancarse, sin escarbar la hierba ni subir y bajar la cabeza. Sol miraba la vaca con franca insistencia, por lo que Rafael le dijo

  • ¡Bah! No hay cuidado, no te asustes. Esa sólo quiere advertirnos de que no nos aproximemos más. Al parecer la “señora” no quiere compañía más cercana, prefiere descansar solita y en paz, sin que nadie turbe su descanso con su presencia.

Entonces Sol se acabó de poner en pie y avanzó unos pasos hacia la vaca, que insistió en sus mugidos reculando un tanto. Sol se quitó la pequeña chaquetilla corta que llevaba, muy al estilo de las camperas que visten por lo general los vaqueros en sus faenas pero sin llegar a serlo, y el acortamiento de distancia respecto a la vaca se hizo más patente. Esta, indudablemente, se empezaba a irritar con la actitud de la mujer, pues sus mugidos se incrementaron al tiempo que perdían la medio placidez anterior para hacerse más contundentes, más amenazadores. Entonces Sol, antes que retroceder, lo que hizo fue agitar la chaquetilla ante la vaca al tiempo que gritaba con voz más que estentórea

  • ¡Vacaaa! ¡Hey, hey vacaaa!...

La vaca avanzó unos pasos, bramó más que mugió y alzó y bajó la cabeza repetidas veces al tiempo que sus pezuñas levantaban pellas de tierra y yerba al escarbar varias veces en la tierra. Desde luego estaba presta a arrancarse contra la atrevida figura que osaba molestarla en sus mismos territorios como aquel que dice. Rafael montó a caballo de un salto hundió talones en los flancos del animal que salió disparado hacia la vaca hasta cruzarse en su viaje; el jinete llamó su atención a grandes voces mientras agitaba su propia chaquetilla, esta sí, campera por entero, y la vaca varió su galopada tras el nuevo intruso que venía a molestarla. Caballo y jinete se la llevaron tras ellos hasta alejarla lo suficiente de la mujer. Entonces Rafael sacó al caballo de del área donde las vacas pastaban, con lo que la que estaba en cuestión perdió todo interés por ambos intrusos, retirándose hacia el interior de la semi manada a seguir pastando tranquilamente.

Rafael llegó hasta donde Sol quedara de pie, pelín alejada de los árboles junto a los que antes se sentaran. Saltó del caballo que quedó solo, suelto a su aire, con lo que empezó a ramonear en tanto el jinete se lanzaba raudo hacia la mujer 

  • ¿Te volviste loca Sol? Iba a arrancarse contra ti y cualquiera sabe lo…

Rafael no pudo seguir hablando pues la muchacha se abalanzó sobre él, besándole con una pasión, un ansia casi desconocida en ella. Se lo comía casi que literalmente con sus besos, mordiéndole ambos labios, la lengua, las mejillas… Casi con violencia le lanzó al suelo y, en un acto poco menos que de equilibrio circense, logró desnudarle al tiempo que ella misma se desnudaba, hasta quedar ambos allá tendidos entre los matojos de arbustos y yerba fresca tal y como sus mamás les trajeron a este mundo, el con toda la espalda en tierra y ella sobre él. Con su mano la mujer tomó la virilidad del que entonces era su hombre aproximándola a la parte más íntima de su femenina anatomía; entonces empujó con furia hacia abajo hasta que esa masculinidad invadió enteramente su interior y empezó el acto más de puro sexo que de amor entre los dos de mayor intensidad que mente humana pueda imaginar pues Sol, en esos momentos no era ser humano sino alguien por entero salvaje. Una verdadera tigresa en celo que nunca tenía suficiente; un ser salvaje y anhelante ávido de toda la esencia masculina de su partenaire. Al fin, hasta Sol quedó agotada y se derrumbó, no sobre Rafael, sino a su lado, y allí quedó, aún anhelante, aunque no aita, sino simplemente agotada, sin fuerzas con que seguir exprimiendo aquella fuente de masculinidad.

Respiraba con gran dificultad, aspirando el aire a bocanadas por la boca abierta a más no poder, lo que hacía que sus senos desnudos se elevaran para volver a caer a toda velocidad. Cuando la respiración se le hubo normalizado al menos un poquitín, habló sin mirar a Rafael, tendida a su lado boca arriba, con la vista fija, perdida en el cielo diáfano que pendía sobre ellos dos   

  • Es esto lo que sentís ¿Verdad?
  • ¿El qué?
  • Esta locura maravillosa; esta enervación que te saca de quicio hasta casi enloquecerte de placer, de gusto que casi se hace sexual. Cuando te llevaste la vaca lejos de mí, estaba enteramente enervada, en celo como pocas veces en mi vida. Necesitaba el sexo más que respirar…

Rafael no contestó y Sol guardó silencio unos momentos

  • He oído que, a veces, los toreros os vaciáis, eyaculáis, cuando os pasáis muy, muy cerca al toro; cuando más aguda sentís la sensación de peligro, de riesgo: En el cénit del placer por el puro peligro que corréis… ¿Es cierto eso? ¿Te ha ocurrido alguna vez?

De momento Rafael siguió en silencio. Al fin replicó

  • Sí… Alguna vez (1)

Rafael era parco en sus respuestas; diríase que no le gustaba hablar de eso… Pero Sol quería saber, saber más, mucho más. Los toros seguían sin gustarle, no se había hecho “afisioná” de golpe, por arte de birli birloque, pero ahora estaba interesada en conocer esas reacciones más íntimas del torero ante el toro, el verdadero motivo que les ata al toro más allá de la gloria o el dinero. Se volvió hacia el hombre tendido junto a ella en silencio y volvió a preguntar

  • Dímelo Rafael, dime lo que sientes cuando estás allá abajo, pisando la arena del redondel y ante el toro… Dime lo que sientes al matarle. Dímelo Rafael, dímelo, por favor…

Una vez más, Rafael tardó en responder

  • Es difícil explicarlo… ¿Sabes?... Realmente te sientes solo, solo con él, con el toro y el toro es lo único que entonces ves y te importa. En especial durante la faena de muleta. Cuando estás con él allá abajo, solos los dos, se establece una relación muy especial entre ambos. Diríase que formamos como una pareja de baile, que los pases de capote o muleta y las idas y venidas del animal son como pases de baile perfectamente aprendido y sincronizado entre los dos tras mucho ensayarlos. Y las sensaciones que llegan a tu cerebro son de puro placer; de placer muy cercano al sexual, cuando no es incluso superior. Pero ese placer está basado en el dominio; en el hecho de dominar al toro, una fuerza bruta incomparablemente superior a ti, una fuerza bruta sobre la que no tienes más ventaja que tu inteligencia y saber hacer; romper su voluntad, restar sus fuerzas a base  de sólo eso, inteligencia. Obligarle a hacer lo que tú deseas, lo que tú le ordenas en contra de su voluntad. Es, digamos, la erótica del poder, del poder absoluto. Y eso está por encima de la fama y, sobre todo, del dinero. Cuando paseas el ruedo triunfador con los trofeos obtenidos en tus manos, orejas o rabo; cuando sientes a los miles de espectadores aclamándote rendidos a tus pies, te sientes el ser más grande del universo, el más poderoso… Es inenarrable. Y cuando entras a matar, cuando le hundes el estoque en pleno morrillo buscando su corazón, partírselo, en ti hay dos seres, dos naturalezas: Cuando montas la espada, te perfilas ante él para enseguida irte a herirle, deseas matarle más que todas las demás cosas y cuando le ves rodar ante ti de una certera estocada te alegras hasta el infinito. Entonces te has convertido en un ser bestial, primitivo, que se recrea en la muerte de otro ser; pero después, cuando esa adrenalina del momento ha disminuido hasta casi desaparecer, sientes pena de él. Sientes la muerte de un ser para ti muy querido, un ser al que, realmente, quieres, pues te ha ganado el afecto a lo largo de toda la lidia. Como te dolería la muerte de un buen amigo, podría decirse; o de una muy especial pareja de baile.

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A fines de Octubre, con las corridas de la Feria del Pilar en Zaragoza, última tarde que aquel año Rafael hizo el paseíllo en España, acabó la temporada española y se abrió la americana, con lo que en los últimos días del mes Rafael embarcó en el avión que le llevaría a Méjico, punto inicial del ciclo americano con la Feria de Guadalajara que daba comienzo el 29 de ese mes. Pero Rafael no subió solo al avión, sino que, como venía siendo habitual siempre que toreaba fuera de Sevilla, Sol estaba a su lado para no privarse ni de una sola noche sin él bajo las sábanas.

Así pasó Noviembre y casi todo Diciembre, hasta que el día 21 embarcó de nuevo la pareja rumbo a Sevilla, pasando antes por Madrid-Barajas, para pasar las Navidades en el terruño. Aquella Noche Buena, del 24 al 25, Rafael la repartió entre la casa familiar y la de Sol, a la que llegó pasadas las dos de la madrugada. La noche del 31 de Diciembre al uno de Enero la pasó Rafael enterita en la casa de Sol, cruzando de nuevo “el charco” en avión en la mañana del uno de Enero para poder torear el día dos en la Feria de Manizales, en Colombia. Pero esta vez era diferente; muy diferente a otras salidas recientes, pues casi por vez primera, desde aquella memorable primera noche que compartiera con Sol, ella no se sentaba a su lado.

Había preferido volar esa misma tarde a Londres, a pasar algunos días con su familia materna, en especial su abuela, días que se alargaron hasta prácticamente la sevillana Feria de Abril.

Para Rafael aquellos tres meses de ausencia de aquella mujer fueron para definitivamente olvidarlos, pues la añoranza de la presencia de esa mujer se le hizo en verdad insoportable, lo que llevó consigo que, ante toros que realmente no habían presentado ningún problema, se viniera abajo, dando un espectáculo de pitos y almohadillazos por entero desconocidos en él: Por primera vez, las cañas del éxito se trocaban para él en las lacerantes lanzas del fracaso y la repulsa.

Con todo ello, “Nacional” andaba que se subía por las paredes de pura rabia, puro odio hacia aquella mujer que tan bien calara tan pronto la vio. Y D. José, el apoderado, andaba de tal “mosca” con todo aquello que apenas si la camisa le llegaba al cuerpo, pensando que “eso” sólo fuera la “puntita” del gigantesco “iceberg” que antes o después emergería en el océano de la vida de Rafael, tanto en el genuino plano vital, como en el específico del gran torero que podía ser. Pues, como “Nacional”, también D. José era buen conocedor del tipo de hembras que “la duquesa zorra”, como en Sevilla también era conocida la “niña” Sol, representaba. De sobra sabían el daño atroz que al final hacían a los pobres hombres que caían en sus garras, que no en sus brazos pues éstos, como sus manos, no son sino garras de fiera depredadora que se alimenta no de la carne del hombre atrapado, ni tan siquiera de su sangre, a no ser en sentido figurado del indefectible final de la relación: Con la pobre presa depredada, el hombre, hecha un guiñapo y totalmente desmoronada tanto moral como físicamente.

Y no porque tan letal momento hubiera llegado ya, que no era así pues el balance final de aquella segunda etapa de la campaña americana era realmente halagüeña, con bastantes más éxitos que fracasos, sino por la naturaleza de éstos, ante reses que no encerraban peligro o dificultad especial alguna. Había sido sólo desidia de Rafael, desánimo insuperable pero sin sentido.

Para D. José, de “eso” lo que más le preocupaba era la cara económica, el presentir que Rafael Romera “Macareno” era torero con fecha de caducidad, sin tampoco esto querer decir que la ruina moral que a Rafael esperaba no tuviera su cuarto a espadas, pues lo cierto también era que había tomado “ley” al muchacho, como por aquellos “abajos” españoles se solía decir también al afecto, al cariño.

Para “Nacional” en cambio la cosa era distinta, pues lo que en verdad le importaba era el propio Rafael, pues al chaval de veras le tomó “ley” desde un principio: El muchacho se había presentado ante él, en la taberna que en su Jerez natal abriera cuando colgó los inherentes a su profesión de banderillero capote y banderillas en “cuadrillas” de más o menos campanillas, taberna que le aseguraría una vejez, cundo menos, con lo imprescindible asegurado. Allí se le presentó Rafael una noche, cuando ya estaba barriendo el local para cerrar hasta el día siguiente. No supo bien por qué, pero el chico le gustó. O sí lo sabía: La firme decisión y seguridad que de él emanaba y sus ojos confirmaban. También su mirada franca, de hombre sin doblez, de hombre honrado en definitiva; aunque, eso sí, muy, muy pagado de sí mismo, muy, muy orgulloso…. Y ambicioso. Aquella misma noche Rafael comenzó su “aprendizaje” acabando de barrer la taberna y con un modesto catre en la, digamos, trastienda de la taberna, amén del encargo de abrir por la mañana a la clientela mañanera. Él, “Nacional”, enseñó a Rafael casi todo lo que ahora sabe, le presentó a D. José al que convenció para que apoderara a su torero… Por él, volvió a tomar los “palos” y el capote vistiendo otra vez el traje de seda y plata o azabache propio de los banderilleros y de nuevo sentir el desagradable hormigueo del miedo en el estómago. Y es que, “Nacional” llegó a querer de veras a aquél chaval, en el que acabó viendo al hijo que nunca tuvo pues el veterano banderillero, lo más seguro, moriría como nació: Solterito “per in sécula seculorum”. Y no digamos “Amén”, es decir, “Así sea”, pues nunca se sabe qué podrá ser mejor para un veterano, que no viejo, banderillero.

Y es que sí, en Rafael había pesado la no presencia de Sol a su lado; añoró su compañía hasta el punto de caer en el desánimo y apatía más de una tarde. Si no estuvo bien con más de un toro y más de dos, sólo fue por eso, porque a la hora de la verdad ni siquiera quiso verlos por su absoluto hundimiento moral ante la soledad en que Sol le dejara al irse a Londres con su madre. Y el que él comprendiera la decisión de ella, en absoluto le servía de lenitivo. Pero nada de eso era nada frente a la verdad que en esas cortas semanas se había revelado ante Rafael: Que lo que comenzó como simple atracción sexual hacia Sol había evolucionado a un total, empedernido enamoramiento de ella. Sí, la extrañaba y añoraba pero no como un simple objeto sexual, sino como a la mujer de su vida, la razón de ser de todo él. Ella era su razón de vivir, hasta su razón para torear había acabado por ser. Cuando llegó a esta conclusión, las neuras y desánimos de poco antes cedieron y las ganas de comerse el mundo volvieron a él, pero ahora para poner ese mundo a los pies de su amada.

Al fin los días en América acabaron y pudo tomar el avión rumbo a España, donde llegó a inicios de la segunda quincena de Marzo, pues la nueva temporada española la comenzaba en Valencia, en la tercera de las corridas falleras en honor de San José, corrida que acabó, una vez más, con “Macareno” saliendo a hombros por la puerta grande del coso de la valenciana calle de Játiva. A la corrida que iniciaba su nueva temporada en España siguieron otras dos o tres, todas en plazas de menor importancia excepto una dominguera que toreó en Barcelona, hasta prácticamente enlazar con la abrileña Feria sevillana, donde el curso de la temporada verdaderamente cobraba vigor e interés. Poco más de una semana antes del ciclo ferial sevillano su adorada Sol aterrizó en el aeropuerto sevillano con Rafael esperándola poco menos que a pie de pista. Aquella noche volvió a dormir en casa de su amada, reanudándose así las memorables que pasara con su querida Sol, que le recibió, de nuevo, como la tigresa en celo que se le revelara aquella tarde en la dehesa de su padre, desnudos los dos, con la espalda de él a merced de hierbajos y maleza ante la vacada de D. Damián que en paz pastaba ajena a todo cuanto no fuera el fresco pasto verde.

Aquel año toreó Rafael tres tardes en la feria sevillana y otras tres en el ciclo de San Isidro, en la Monumental de Las Ventas de Madrid. Quiso la casualidad que su segunda tarde en esa Feria, la más importante de las taurinas del mundo, coincidiera con la fecha exacta en que, un año antes, recibiera la alternativa. Esta otra tarde también fue triunfal para el torero sevillano, con tres orejas en su esportón y la habitual salida a hombros por la puerta grande de la Monumental. Cuando Rafael llegó al hotel tras la corrida, venía más eufórico que nunca y el beso con que obsequió a Sol nada más entrar en el vestíbulo y verla fue de los que hacen época. Luego, cuando los dos solos celebraban una cena íntima en la habitación, Rafael se armó de valor y, decididamente, le pidió a Sol que se casara con él. Ella se quedó fría al oír la propuesta y Rafael la vio envarada por unos momentos. Luego, Sol rompió en carcajadas mientras respondía.   

  •  ¿Yo? ¿Casarme? ¿Estás loco?
  • Te quiero Sol. Lo eres todo para mí y sé que serías feliz conmigo. Yo te haré feliz, lo sé. Más feliz que nadie podría hacerte nunca.
  • Mira Rafael. Me gusta acostarme contigo, y eso es más de lo que puedo decir de muchos hombres. Pero no olvides esto: A mí no me ata nadie. Nadie mandará nunca en mí y a nadie me entregaré. Y no  otra cosa más deberías tener siempre en cuenta, mi querido matador: Que por muchas orejas y rabos que cortes; por muy “alto” que llegues y por mucho dinero que ganes, para siempre serás el hijo de una criada…

Al oír aquello a Rafael le pareció que la sangre se le helaba en las venas. El resto de aquella cena, que en principio tan halagüeña se le presentaba, transcurrió bajo el signo de la frialdad. Apenas si despegó ya ella los labios y el torero no los despegó en absoluto.

Tras la cena, se sentaron juntos en el sofá del saloncito que hacía como antecámara de la lujosa habitación y vieron un poco de televisión. En el último Telediario del día por la tele salieron imágenes de la corrida de esa tarde, con Rafael como plato fuerte de las fugaces imágenes del Telediario. Acabó la programación poco después de la media noche y, tras tomarse una copa más de champán, Sol dijo que se encontraba cansada y quería irse a la cama. Rafael se levantó del sofá para acompañarla pero ella le detuvo.

  • Rafa, cariño, de verdad que estoy esta noche muy cansada. De verdad cariño. Y verás, preferiría dormir sola. No te importa ¿verdad? En el sofá podrás dormir bien. Es cómodo y ancho, y en el armario tienes mantas. Hasta mañana cariño.

Y, tras recibir un beso de ella que más parecía un tanto protocolario, Rafael la vio desaparecer tras la puerta del dormitorio que Sol cerró al dejarla detrás de ella. También aquellos “cariño” tuvieron bastante de protocolarios, de falsos en suma, en primer lugar porque era la primera vez que Sol usaba con él semejante epíteto. Pero fue incapaz de reaccionar, de decir nada. Simplemente se quedó allí, de pie como un pasmarote, mirándola, y con el alma también helada, como volvía a sentir la sangre en sus venas. Se giró lentamente al mueble-bar con televisión que cubría la pared del saloncito frente al sofá, con la mesita de centre entre ambos muebles, y sacó una botella de coñac francés, sin requerir copa alguna, pues a morro empezó a dar prolongados tragos a la botella, hasta que no mucho después, aunque con bastante licor dentro del cuerpo, se tumbó en el sofá, sin manta que valiera y en minutos quedó dormido entre los vapores del alcohol y las pesadillas que poblaban su mente. La tortura que le esperaba no había hecho más que empezar aquella noche.

NOTAS AL TEXTO

  1. Verídico. A más de un torero le ha sucedido. En sus memorias el maestro Domingo Ortega cuenta cómo, cuando aún era “maletilla”, una noche, a la luz de la luna, toreó un toro estando completamente desnudo. La desnudez se debía a que, para llegar al toro, había que cruzar un curso de agua a nado; dice que el placer que disfrutó cuando notó que los pitones del toro le rozaron la piel desnuda, con ninguna mujer lo experimentó nunca 

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