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La tía tula

en Erotismo y Amor

LA TÍA TULA

 

En la Salamanca de un momento intemporal, que bien podría situarse en los más que antediluvianos años veinte del precedente siglo, como en los 40, 50 o, incluso, de la sexta década de tal siglo, la de los años felices, siempre que se sitúen los hechos con antelación a aquel famoso Mayo parisino, el del 68, vivían  Gertrudis, Tula por cariñoso diminutivo, como ya antes lo llevara su señora madre y su hermana Rosa, dos años más joven que ella; huérfanas de padre y madre desde muy niñas, quedaron bajo la crianza y tutela de un tío, hermano mayor de su madre, D. Primitivo, cura de “misa y olla” que, en tocante a enseñanza académica de sus sobrinas y ahijadas, sólo se ocupó de que se supieran de “pe a pa” el Catecismo y la Historia Sagrada, ampliando el cultural acervo con lecturas de Santa Teresa, la abulense, San Juan de la Cruz, “La Imitación de Cristo”, el famoso Kempis, y demás, pero con el buen juicio de, cuando las niñas empezaron a no serlo tanto, espigando hacia mocitas de buen ver, no intervenir en sus vida privada, dejándolas decidir según su libre albedrío, fiado en el buen natural de ambas semi mozas. Y es que se decía aquél buen cura, “los hombres poco sabemos de las inclinaciones y sentimientos íntimos de las mujeres; y los curas menos aún”

En fin, que esa su orfandad desde un principio devino en una unión a machamartillo entre las dos hermanas hasta formar tándem inseparable, pareja de hermanas-amigas íntimas, hasta el punto de apenas separarse en todo el día de modo que, fueran donde fueren, siempre lo hacían juntas. Y claro, juntas iban cuando Ramiro empezó a rondar en torno a ellas atraído por la joven y hermosísima Rosa que, a decir verdad, en absoluto era impávida a la planta de buen mozo del galán.

Así que no pasó demasiado tiempo hasta que Rosa y Ramiro fueron novios formales, y tampoco se retrasó demasiado, a partir del momento en que las relaciones se formalizaran y Ramiro empezara a entrar en casa el señalamiento del día del casorio y, por finales, de la propia boda de Rosa y Ramiro que, lógico, bendijo el tío de la contrayente, D. Primitivo.

Gertrudis, Tula para Rosa, visitaba de vez en vez el hogar del flamante matrimonio, pero sin pasarse, ya que pensaba, y con razón, que entre jóvenes recién casados, dos es compañía, mas tres se hace multitud, por lo que procuraba ser lo más discreta posible, aunque su hermana pequeña reclamara casi constantemente su presencia en el nuevo hogar, pero Gertrudis/Tula, sabedora que a Ramiro le caía más en gracia cuando no aparecía por allá, como incrustada entre los dos, procuraba aparecer por la casa lo menos posible y, en especial, cuando sabía sola a su hermana, haciendo mutis por el foro cuando el hombre de la casa volvía al lar hogareño tras los trajines del día.  

Y como todo en esta vida algún día llega, también llegó el primer fruto de la unión de la pareja Ramiro-Rosa, un precioso Ramirín, que por poco si pone a Rosa de patitas en el Otro Barrio. Pero todo quedó, por finales, en un buen susto, pues Rosa logró salir del trance, y qué queréis, que apenas un año más tarde Ramiro y Rosa completaron la parejita con la pequeña Tulita, nombre puesto por Rosa a su hija honrando así a su hermana y tía de la criatura amén de la madrina que en sus brazos la llevó a que recibiera las aguas del bautismo de manos de su tío-abuelo, el bueno de D. Primitivo.

Para esos entonces ya venía sucediendo algo, que Tula, Gertrudis en buen nombre, venía desempañando en la casa de su hermana y su cuñado un papel  muy cercano al de madre de sus pequeños sobrinitos, papel que empezó a ejercer durante los primeros tiempos de vida de Ramirín, dado lo inhábil del estado físico de su madre, Rosa, pero que después, cuando Rosa ya se hubo recuperado, siguió desempeñando, ya que decía a su hermana

  • Tú dedícate a tu marido, que del niño ya me ocupo yo. Atiéndele, sé cariñosa con él y no te preocupes del pequeño

Y sí, Rosa se preocupaba de su marido, Ramiro, con lo que la llegada de la niña quedó más que asegurada. Pero cuando nació la niña, Tula siguió en sus trece de ejercer como madre sustituta para que su hermana quedara más libre para Ramiro, pues no en balde le dijo a poco de nacer la niña, a propósito de que dejara en sus manos, las de Tula, el cuidado de los dos niños, Ramirín y la pequeña Tula, más o menos recién nacida.

  • Tú, a querer mucho a tu marido, a hacerle dichoso y… ¡¡A darnos muchos hijos!!

Y así pasó, que Rosa hizo tan feliz a Ramiro que acabó por llegar el tercer fruto del amor entre ellos.

Pero esta vez la cosa pintó en bastos, porque Rosa no se recuperó tras el parto. Al contrario, pues se fue debilitando más y más, día a día… Hasta podría decirse que de minuto en minuto. Se iba apagando poco a poco, como la luz de una vela cuya cera se va agotando poco a poco.

Una tarde, Rosa quiso que su hermana acudiera a ella. Quería hablarla, hablarla a solas… Sí solas las dos…  

  • Mira Tula… Yo me muero… Me muero sin remedio
  • Calla hermana… No digas esas cosas… Ya verás…
  • No Tula. Lo sé…Y también tú lo sabes… Me muero… Te dejo a mis hijos, los pedazos de mi corazón… Y a Ramiro, que es más bien como otro hijo… Un niño, Tula; un niño grande y, a veces, antojadizo… Pero bueno Tula… Más bueno que el pan… Nunca, nunca, me ha dado el más mínimo disgusto y supo hacerme la mujer más feliz de este mundo… Te los dejo, Tula…
  • Descuida Rosa, sé lo que debo hacer. A tus hijos no les faltará nada mientras yo viva.
  • Y... ¿Qué pasará con Ramiro?
  • Tampoco te preocupes por él. Sabré cuidarle... Nunca le faltará plato en la mesa, ropa limpia y planchada y la casa en orden…
  • Tula no quiero que mis hijos tengan madrastra… Quiero que tengan madre, tú Tula…
  • Claro Rosa. Si ya soy, en buena parte, su madre…
  • Tula, Ramiro es joven. Se volverá a casar… Es lo lógico, lo natural… Necesitará una mujer… Una mujer en su cama… No podrá vivir sin ello… Lo sé, lo conozco bien… ¡No permitas que entre ninguna otra en casa!... ¡Ninguna Tula, ninguna!...
  • ¿Qué?... ¿Qué quieres decir?
  • ¡Que seas tú su mujer!... ¡Que me sustituyas cuando él te necesite!... Cuando vuelva a necesitar una esposa, una mujer junto a él…
  • ¡De ninguna manera Rosa! ¡Eso no lo haré!... ¡Nunca!... ¡Nunca!... ¡Nunca!...
  • ¡Sí Tula; debes hacerlo!... ¡Por mí Tula, por mis hijos!... ¡No quiero que tengan madrastra!... ¡Me lo prometiste antes, que no tendrían madrastra!... ¡Prométeme que te casarás con Ramiro, Tula!... ¡Prométemelo, hermana querida!...
  • No Rosa; no te lo prometo… ¡No puedo prometértelo, te lo juro Rosa, te lo juro!...

Tula salió de la habitación, sollozando a lágrima viva. Hasta casi que con violencia se alzó de la cama, al lado de su hermana, donde antes se sentara para escucharla, y corriendo bastante más que andando, escapó del conyugal dormitorio mientras a su espalda todavía oía cómo Rosa, desde su mortal lecho le reclamaba la promesa encomendada.

Tula, a toda prisa, buscó un cuarto vacío donde dar rienda suelta a sus lágrimas. Lo cierto es que estaba horrorizada ante la petición que Rosa le hiciera… En manera alguna podía ella haberse esperado tal locura de su hermana, al menos así calificaba ella el pedido fraterno. ¡Casarse ella con Ramiro, el marido de su hermana!... ¡En jamás! ¡Cómo podía una mujer desear que otra ocupara nunca su lugar en el lecho conyugal!... ¡Era de locos!... Hasta anti-natural… Desde luego, si ella estuviera en el mismo caso que Rosa, a las puertas de la muerte, bajo ningún concepto lo admitiría…

Para ella, Ramiro debería guardar la fidelidad a su mujer hasta la muerte… Eso es lo que juró ante Dios cuando la tomó por esposa, serle fiel hasta morir… Y si “eso” le picaba alguna vez, duchas de agua fría, bien higiénicas y la mar de relajantes aún en tales casos. Si ella fuera alguna vez viuda, eso es lo que haría, conservarse inmaculada a la memoria de su difunto marido… Y eso es lo que Ramiro tendría que hacer…

Lo de los niños era otra cosa, ya que desde siempre los había considerado y querido como deudos propios, hijos biológicos suyos, en definitiva. Y es que así venía sucediendo desde el primer embarazo de Rosa, y bien claro lo dijo ella cundo a su hermana un día le espetara

  • y… ¡¡A darnos muchos hijos!!

A darles pues, muchos hijos a ellos dos,a Ramiro y a ella misma, Gertrudis, Tula, la tía Tula, convertida así en madre por medio de su hermana

La verdad es que, cuando Ramiro se acercó a ellas dos, a Tula y a Rosa, rondando a esta, a ella, a Gertrudis-Tula, también le pareció que el mancebo era buen mozo, bien plantado y hasta guapo, pues ojos tenía en la cara y de gusto no andaba descompuesta, pero el galán solo lo fue para su hermana, Rosa, y en ella, ni se fijó.

Luego vio cómo su hermana se “colaba” de todas, todas, por el apuesto mocito y ahí se acabó todo su propio interés hacia él que, a decir verdad, tampoco es que la sangre hubiera llegado al río, ni muchísimo menos. Cuando Rosa y Ramiro se hicieron novios, algo como gélida mano le oprimió el corazón, pero no fueron celos de su hermana, sino la ominosa presunción de su propia soledad que a pasos agigantados se le empezaba a echar encima, pues qué duda podía caber que, a partir de entonces, aquél tándem inseparable que de siempre formaran Rosa y ella, dejaría de serlo

El día de la boda, Tula estuvo alegre como nadie lo estuviera durante el jubiloso festejo, pero a más de uno y a más de dos de cuantos bien la conocían, al bueno de su tío D. Primitivo por ejemplo, le pareció que tal alegría tenía más que mucho de anormal, de forzada. Y sí, de forma para ella por entero inexplicable, amaneció melancólica y un tanto triste… O, mejor, bastante triste…

Pero luego, cuando los hijos de Ramiro y Rosa empezaron a venir, sucedió que también para ella llegaron y en ellos, en los hijos de su hermana Rosa, en la maternidad de su hermana Rosa, también ella fue madre. En tal maternidad se realizó su propio sentido maternal, su propia maternidad tuvo efecto…

Tal caudal de pensamientos, de hondos sentimientos, se truncó cuando percibió tenue rumor de pasos en el pasillo al que aquél aposento se abría y, al momento, quedos golpecitos sonaron, amortiguados, en la puerta. Tula se incorporó, poniéndose en pie; se alisó el vestido, se secó las lágrimas lo que pudo y Dios le dio a entender y, con paso firme, seguro, abrió la puerta. Era Ramiro. Venía demudado, desencajado, desmadejado podría perfectamente decirse, y pálido; blanco cual pared recién encalada     

  • ¡Se acabó!... ¡Se ha ido!... Sin una queja... Sin una mala palabra… Al final, hasta parecía feliz

Y Ramiro, sin poderse aguantar ya ni un solo momento más, rompió a llorar con el mayor desconsuelo…

 Ramiro, efectivamente, quedó roto, destrozado tras la muerte de su mujer, de Rosa. Se dice que cuando más apreciamos una cosa es cuando la perdemos, y algo así le pasó a él, que entonces, cuando quedó viudo, se apercibió de todo lo que, realmente, había querido a su mujer… Más, bastante más de lo que él nunca fue por entro consciente.

Durante los días, las semanas incluso, que siguieron apenas si salía del conyugal dormitorio, tendido más de contínuo que a veces, en aquél tálamo donde tanto, tanto, la había amado… Donde tan feliz y dichoso tantas, tantísimas veces ella le hiciera… No podía creerlo; no podía ser cierto, verdad, que ella, su Rosa, su queridísima Rosa, se hubiera ido para siempre… Porque cuando tendido en aquella cama que fue de vida y de muerte, de amor y alumbramientos de vida, pero también de enfermedad y lánguido apagar del ser, intentaba dormir, inútilmente por lo normal, a veces todavía le parecía inhalar el dulce olor de ella, el inconfundible aroma de su gloriosa piel, esa desnuda piel que él tantas veces besara, tantas veces acariciara… O el rítmico sonar de su tranquila respiración… Hasta no pocas veces sentía junto a sí el acogedor calor de su cuerpo… Cuando tal sucedía él, a veces más adormilado que otra cosa, la buscaba; extendía su brazo, su mano sobre aquella parte del lecho que ella solía ocupar en demanda de sus caricias, pero sólo encontraba la frialdad de las sábanas… Entonces se volvía a dar cuenta de la terrible verdad: Que ella ya no estaba, que nunca más estaría… Y, sin poderlo aguantar, volvía a llorar una vez y otras, y otra más…

Gertrudis, Tula para su hermana y sus hijos, desde que Rosa diera a luz a su último rorro, una niña que sí, esta vez se llamó Rosa, Rosita como ella, Tula-Gertrudis, gustaba llamarla, se había instalado, transitoriamente, eso sí, en casa de ellos, Rosa y Ramiro, siguiendo allí mientras duró la no tan larga enfermedad de la señora de la casa, al regresar del sepelio de su hermana participó a su cuñado que, definitivamente, se quedaba a vivir allí, con ellos, padre e hijos. Trasladaría allí todos sus efectos, los personales y aquellas cosas que, disfrutadas hasta entonces en la casa que con su tío, D. Primitivo, compartiera, deseaba seguir disfrutándolas en su nuevo hogar. A Ramiro aquello le pareció una bendición del cielo, por lo que dijo

  • ¡Gracias Tula! Dios te lo pague
  • De Tula, nada. Ya lo sabes, Ramiro; para ti, soy Gertrudis. ¿Entendido? Gertrudis
  • Pero… ¿Qué más dará? Es lo mismo, ¿no?
  • No es lo mismo… Y yo sé lo que me digo…

Y allí quedó la cuestión.

El tiempo fue pasando, días y semanas primero, meses y meses después, y la vida en aquél hogar, poco a poco, fue asentándose y estabilizándose. No fue que Ramiro olvidara a Rosa, la que fuera su mujer por tan poco tiempo, algo más de cuatro años pero sin alcanzar los cinco, quién piensa en eso, pero sí que la herida fue dejando de sangrar. Tampoco fue que cicatrizara, pues ni amago, de momento al menos, pero sí pasó que él se fue haciendo a vivir con ella sin que le doliera tanto como antes. Vamos, que se acostumbró a convivir con tal costurón en el alma, de modo que, por lo menos, pudo dejarlo como aletargado, durmiendo más o menos y, más o menos, dejándole dormir a él.

El hombre volvió a integrarse enteramente en el trabajo, que a raíz de la muerte de Rosa casi no pudiera desempeñar, no siendo pocos los días que, en determinado momento, tenía que tirar la toalla y decir que no podía más, que no aguantaba más y se iba a casa. O los que, sin más, ni siquiera se levantaba, quedando allí, en aquel lecho que antes compartiera con ella, llorando su ausencia más como un crío que como un “magdaleno”, y tenía que ser Tula la que llamara a la oficina diciendo que su cuñado estaba indispuesto y no podría ir a trabajar.

El jefe, dueño del negocio en cuya contabilidad Ramiro era punto fuerte, hacía la vista gorda a todo y lo toleraba, compadecido ante la situación de su empleado, al que sinceramente apreciaba, pues Ramiro era persona de fiar, trabajador como pocos, además de animoso como nadie y, claro está, en trances como el que el hombre estaba pasando, habiéndole afectado la tragedia en la forma que le afectara, también había que tener un ten con ten, que todos somos humanos e hijos de Dios, como por aquellos entonces solía decirse, que no ahora, tan avanzados, civilizados y materialistas que somos, que a ver a quién le importa un rábano cuanto no sea YO, YO, después, YO y, para finalizar, YO.

Tula le reprendía, le decía que fuera hombre, que aguantara como tal, por sus hijos, pues si, desgraciadamente, Rosa se había ido, las criaturitas aquí estaban, y había que criarlas y sacarlas adelante. Trataba de golpearle allá donde más puede herir a un hombre, en su propia hombría, machacándole podría decirse que sin piedad, pero con el único propósito de hacerle reaccionar, y no solo por los niños, que sí y en primerísimo lugar, sino también por el propio Ramiro, pues por aquél tobogán, cuesta abajo y sin frenos como iba, el “trompazo” que al final podría pegarse sería de los que hacen época.  

Y así siguió transcurriendo el tiempo. Una tarde, allá por cuando el invierno decae y van templando las temperaturas, con plácidamente en la salita adultos y niños, Tula en aquella mecedora que antes Rosa usara, con la pequeña Rosita, todavía más bebé que otra cosa, arrullada entre sus brazos, haciéndole mil y una carantoñas que arrancaban la risa feliz de la pequeña, Ramirín y Tulita jugando a un lado de ella y, por finales, Ramiro, arrellanado a modo en su preferido sillón, ojeando entretenido un diario.

Así estaban, como tantas y tantas tardes antes estuvieran, cuando Ramiro alzó la vista del periódico y la posó en Tula, su cuñada; o en Gertrudis, que ya sabemos que lo de Tula a él le estaba por entero vedado decir. Y le pareció que, por vez primera, veía a su cuñada. En ese momento, ante su vista apareció toda la esencia de la femineidad personificada en ella, en Tula, en Gertrudis. Porque allí, en ella y en ese momento, percibió la esencia de la maternidad, de la mujer-madre, en esa Tula arrullando a la pequeña entre sus brazos. Pero también vio en ella, en Tula, a la mujer que sabe ser médico y enfermera; que sabe ser pañuelo que seca lágrimas, las consuela y sabe borrar; y dadora de miriadas de dulzura, de ternura que consuela y cura los peores males, los del alma; y palo mayor que con toda firmeza sostiene el principal velamen de la nave del hogar, pero que también sabe ser su timonel y oficial de derrota si se terciara

Pero también vio más; mucho más de lo que antes viera, pues tampoco escapó a su sorprendida mirada el negro brillar del azabache de su cabello, el más que bello ovalo de su rostro, la grácil majestuosidad de aquellos senos tremolantes al ritmo de los maternales arrullos o la curva más que sensual que trazaban nalga y muslo al doblarse merced a la sedente posición de Tula.

Y cómo no, aquellos ojos de infinita negrura, ojos de luto que antes le parecieran, que frente a frente le miraron cuando Tula, como adivinando ser atentamente observada, levantó la cara hacia él. Entonces, en ese momento fue cuando mejor que nunca, aunque mejor sería decir que también por primera vez, apreció la soberana belleza de aquellos ojos, grandes, negros cual la más oscura noche, profundamente abismales como las más hondas simas marinas, a la vez que serenos.

Pero, sobre todo, de hermética seriedad… Una seriedad que imponía, que le imponía a él, cuando, de novios, intentaba el más mínimo acercamiento a su novia Rosa, con lo que la tenía por aquellos entonces más retestinada que el diablo a la cruz. También ahora Tula puso en sus ojos aquella misma seriedad que, cuando ella quería, era capaz hasta de helar la sangre al más pintado, pero de momento, sus esfuerzos se estrellaron contra la firme voluntad de Ramiro en admirar, más que a sus anchas, aquella inenarrable belleza de esos ojos que te traspasaban cuando te miraban

Y sí, Ramiro aguantó aquél mensaje que, sin sonido alguno, podía atronarle más a uno que toda una salva de mil cañones abriendo fuego al unísono. De modo que se miró, y de qué manera, en aquellos ojos que le miraban casi sin parpadear. Y se sintió despeñar hasta lo más profundo de la más profunda sima; una sima oscura hasta la negritud absoluta, esa que, hipotéticamente, es la total ausencia de luz. Incluso sintió, físicamente, los síntomas de la inercia cuando, por ejemplo, caemos casi en vertical por un tobogán gigantesco, como esos de los parques de atracciones o ferias: El típico vacío en el estómago y el ponérsete el corazón en la garganta.

Fue una terrible sensación rayana incluso en el horror, pero a la vez extrañísimamente placentera. Fue como si cayera al infierno pasando a la vez por el cielo. Era hundirse en la sima de esos ojos que bien podían llevarle al Averno o transportarle al cielo que, al propio tiempo que miraban severos, amenazadores más bien, también hacían una muda promesa de infinita felicidad, infinita dulzura, infinita ternura a quien lograra traspasarlos hasta alcanzar el corazón de esa mujer y lograr tocarlo, entrar en él.

Por finales, Ramiro no pudo seguir sosteniendo esa mirada que, no por minutos, sino por segundos, se hacía más y más fría, gélida como el hielo más bien, al tiempo que de una dureza como el más templado acero seguramente no tendría. Una mirada que, en suma, decía a gritos, aunque silenciosamente, “Cuidadito; conmigo no se juega”.

De modo que acabó desviando la mirada para volver a posarla en la página del periódico que ya no pudo seguir leyendo pues en su mente no cabían ni letras ni imágenes, plena como estaba con la visión de aquellos negros ojazos, aquél pelo negrísimo, el maravilloso óvalo de aquél divino rostro, los senos que palpitaban a su amor de madre para con unos hijos que nunca pariera, o esa gloriosa curva de sus nalgas, d sus muslos…

Y, desde entonces, esa imagen de mujer única que acababa de descubrir se metió en el alma, en la mente, en todo el ser de Ramiro. Desde esa tarde, ya fue incapaz de no verla, no mirarla cada vez que la tenía cerca, a hurtadillas unas veces, directamente al rostro, a los ojos, otras, para siempre, siempre, encontrarse con la dura mirada de ella diciéndole sin palabras: “Cuidadito, de bromas nada” Y de miradas, menos. Y tenía, siempre, que bajar la mirada, desviarla desarmado, avasallado por aquellos negrazos ojos, grandes como platos, como día sin pan.

El pensar en ella, en Tula, en Ramiro acabó por ser lo normal, lo cotidiano. Su imagen nunca se iba del todo de su mente, y en sus noches, de nuevo en casi constante vigilia, la figura de esa mujer era como un tantálico tormento, teniéndola tan cerca y sin embargo tan lejos.

Como es obvio, Tula, desde el primer momento, fue consciente de lo que en su cuñado de día en día causaba, lo que, indefectiblemente, calificó y entendió como sucia y lujuriosa bajeza, lo que hacía que le viera con inusitado desprecio. Y tomó sus precauciones, pues desde entonces, tan pronto le veía asomar por casa, se parapetaba tras uno de sus sobrinos-hijos, que tomaba en brazos usándolo como dique de contención ante cualquier “ardor” o casa por el estilo que a Ramiro pudiera sobrevenirle, huyéndole además todo cuanto le fuera posible

Y así, en ese enrarecido aire de deseos, (¿quereres tal vez?) prevenciones y desprecios, la vida iba transcurriendo. A veces, Tula reprendía a Ramiro cuando le sorprendía mirándola 

  • Así no me mires Ramiro. No me gusta. Y, menos, delante de los niños

Ramiro intentaba encontrarla a solas y hablar con ella de lo que estaba pasando en casa, pero no había manera, pues nunca lograba encontrarla a solas ya que siempre ella procuraba estar rodeada de los niños, los tres, y tan pronto como le sentía más o menos cerca, tomaba a uno de ellos en brazos, por lo general a la pequeña Rosita, poniéndola entre ella y él.

Luego, cuando llegaba la noche, después de cenar, ponía los pijamitas a  Ramirín y  Tulita, hacía que rezaran sus oraciones, sin olvidar encomendaran el alma de su madre, acostándolos después. Por finales, y con la pequeña Rosita en brazos, se asomaba al comedor para desear buenas noches a Ramiro yéndose seguidamente a su habitación para acostar a la niña en su cunita y acostarse ella en la cama.

Una de aquellas noches, cuando Tula pasó a desearle las buenas noches, Ramiro dijo a su cuñada

  • Un momento Tula… Bueno, Gertrudis. Espera un segundo ¿quieres?

Ella quedó un momento como dudando, pero al fin, volviéndose hacia él, dijo

  • ¿Qué quieres?
  • Hablarte un momento
  • No Ramiro; no creo que tengamos nada que hablar tú y yo. Además, estoy cansada, y la niña tiene que estar ya en su cuna. Déjalo, marido de Rosa… ¿Entiendes?... MARIDO DE ROSA, DE MI HERMANA… Aunque esté muerta, para mí sigues siendo su marido… Y le juraste fidelidad hasta morir cuando os casáteis… O, ¿lo has olvidado ya?

Y, sin decir más, dio olímpicamente la espalda a Ramiro encaminándose pasillo adelante hacia su cuarto. Al momento, el hombre se levantó y a zancadas fue tras su cuñada, llegando casi juntos a la puerta del dormitorio de ella. Tula abrió la puerta mientras decía

  • Te he dicho que nada hay que hablar entre tú y yo, salvo en lo concerniente a los niños o a la casa… Márchate a tu cuarto Ramiro y trata de dormir. Y quítate ideas raras de la cabeza…

Diciendo esto Tula entró en su habitación y fue a cerrar la puerta, pero Ramiro se lo impidió, colándose tras ella en la estancia. Tula, entonces miró a su cuñado como solía hacerlo, con frialdad de hielo y dureza de acero, para decir con la mayor sequedad que le fue dado hacer

  • ¡Sal inmediatamente de mi dormitorio!
  • No Tula, no me voy. Mientras no me oigas no me moveré de aquí

Ramiro acababa de mencionar el nombre prohibido sin enmendarse a continuación, como solía hacer por lo normal y ella supo que aquella noche él no se conformaría tan fácilmente como otras veces. Se volvió, dándole la espalda de nuevo y fue a dejar a la niña en la cuna que junto a su cama instalara. La arropó y estampó un delicado beso en su minúscula frente. Luego se giró de nuevo hacia el intruso que permanecía impertérrito junto a la puerta, se dirigió a la cama, sentándose en su borde, frente a él. Luego habló

  • De acuerdo Ramiro. Te escucho.

Y al momento, toda la seguridad, el aplomo con que Ramiro entrara en la habitación, se fue al traste. Volvió a ser el hombre inseguro, casi avasallado se diría, que siempre acababa siendo ante ella, cuando le miraba con aquella mirada de acero que siempre lograba acoquinarle. Se empezó a refrotar las manos entre sí y dio unos pasos hacia ella

  • Vamos Ramiro. Di lo que tengas que decir; ya te dije que estaba cansada… Y no hables alto, que la niña duerme y dormida debe seguir…

Ramiro se acercó algo más a ella; miró a su alrededor, como buscando dónde sentarse y, por fin, casi temblequeando, empezó a hablar

  • Gertrudis, esto no puede seguir así. No descanso, no duermo… Tula… Perdona… Gertrudis, creo que me conoces, que sabes cómo soy. Serio, formal, leal… Gertrudis, si tú… Si tú quisieras…
  • Si yo quisiera… ¿Qué?... ¿Qué, Ramiro?

Ramiro tragó saliva, más y más azorado, temblándole más y más el cuerpo entero

  • Si quisieras… Si quisieras… Casarte conmigo…

La mirada que Tula le dedicó fue todo un poema. Un poema al desaire, al desprecio…

  • Con que quieres casarte otra vez… Y conmigo además… No te basta con serle infiel a mi hermana, a tu mujer, Ramiro, a la que juraste fidelidad… A la que decías querer… Poco la querías, Ramiro… Te ha bastado un año para guardarla en el cajón de las cosas viejas, las cosas desusadas, las que no sirven ya para nada… ¡Eres un sátiro Ramiro! ¡Un libidinoso que nunca quiso a mi hermana, a tu mujer, a Rosa!... ¡Un puerco que a lo único que aspira es a refocilarse con hembra placentera!... Y te has creído que yo soy una de esas busconas que sólo quieren eso, refocilarse con cualquier cerdo que se les arrime… ¿No es así, cerdito? ¡Sal de mi dormitorio!... ¡De inmediato!...

La rabia ante aquello, aquella forma tan baja, tan injusta de tratarle, estalló en su pecho. Y se abalanzó sobre ella, sobre Tula, derribándola, larga, en la cama. Se encaramó encima de ella y trató de besarla; de besarla en los labios, en la boca… Y la besó… La besó con ansias… Pero con ansias de hacerle daño, de ofenderla, de herirla, tal y como ella acababa de herirle en lo más hondo del alma…

Así, buscó sus labios, su boca, y los encontró. Encontró unos labios fríos, gélidos cual hielo… Una boca no menos helada que los labios, y herméticamente cerrada… Y de nuevo, como un inevitable imán que le atraía igual que la ominosa mirada de la víbora atrae hasta inmovilizarle al ratoncillo que en instantes será presa del letal ofidio, los nigérrimos ojazos de Tula le atrajeron “sine remissionem. Y, como siempre que tal sucedía, Ramiro quedó inerme ante ellos… Desarmado, vencido, anulado

Tula no había movido ni un músculo, por lo que no hizo oposición alguna al alocado ataque de su cuñado que, por finales, se quedó en agua de borrajas, pues el hombre, consciente de lo abyecto de su proceder, precisamente, cuando fijó sus ojos en el insondable abismo de los de Tula, detuvo todo su violento proceder, irguiéndose de sobre ella para retomar su anterior posición vertical sobre el suelo.

  • ¡Anda valiente, concluye tu obra, tu hazaña! ¡Viólame! ¿No es eso lo que pretendías?... Sí, delante incluso de tu inocente hija… ¿llamamos también a tus otros dos hijos, para que no se pierdan la proeza de su padre? ¡Venga valiente, acaba lo que empezaste! ¿No es eso lo que quieres, satisfacer en mí tus más bajos instintos?... Tus instintos de cerdo humano, esos que antes satisfacías en mi hermana… Claro, y como la pobre ya no está aquí, como ya no es tu esclava, quieres que lo sea yo, ¿no es eso?... ¡Cerdo!... ¡Fauno bestial!... ¡Bestia inmunda!... ¡Eso, eso es lo que eres!... ¡Lo único que eres!…
  • ¡Perdona! ¡Perdóname Tula; por favor, perdóname!...

No siguió hablando; no pudo. Ramiro no pudo seguir hablando porque se lo impidió el nudo que se le formó en la garganta, impidiéndole casi, casi, que respirar. Se volvió hacia la puerta y salió del cuarto, diríase, que más volando que corriendo… Demudado, descompuesto, desencajado y pálido… Pálido como la pared, como un muerto…

Al momento, Tula escuchó el portazo de la puerta al cerrarse. Y allí quedó, tal y como estaba, tendida sobre la cama, un tanto de través, el pelo descompuesto, la ropa un tanto descompuesta, más alzada de lo normal en ella y el rostro arrebolado por el furor, la ira que entonces la embargaba… Pero también la frustración, el desengaño… Ella jamás pensó que Ramiro, su cuñado, llegara a lo que por poco no llegó. Al fin, rompió a llorar en sollozos más ininterrumpidos que otra cosa, agitándole, fustigándole el cuerpo cada sollozo, hasta hacerle temblar como una hoja de pies a cabeza.

Faltaba ya bien poco para que la luz diurna se enseñoreara del día que amanecía, pues eran ya más pasadas que por llegar las seis de la mañana, cuando Tula, que en toda la noche pegara ojo, pendiente en todo momento del regreso de su cuñado, oyó abrirse la puerta. Automáticamente, de un salto, salió de la cama para ponerse en pie y, descalza y cubierta solo por el austero camisón que le tapaba de cuello a pies, corrió hasta la puerta que al momento abrió en una estrecha rendija, pero suficiente para advertir lo que, desde la puerta hasta los dormitorios, sucedía.

Así le vió; vio a su cuñado, a Ramiro, entrar en el piso y cómo, bandeándose de pared a pared, trastabillando a cada paso y, a cada paso también, tropezando con cuanto mueble salía a su encuentro, avanzaba pasillo adelante rumbo a las habitaciones y a su propio dormitorio en particular. La primera ojada que le dedicó le bastó y sobró para apreciar la tremenda borrachera que el hombre traía.

Al momento, Tula abrió la puerta de par en par para acudir en ayuda de esa lástima de hombre, pero llegó tarde, pues al segundo de venir ella hacia él por el pasillo Ramiro desaguó por su boquita lo que no está en los escritos. Intentó apoyarse en la pared, pero lo que hizo fue deslizarse pared abajo hasta quedar sentado en el suelo, en un sí es no es, junto o sobre, la gran vomitona.

Tula apretó el paso hasta por fin llegar junto a él

  • ¡Pero, hombre de Dios!... ¡Cómo vienes! ¿Por qué, Ramiro, por qué has hecho esto? ¡Si tú nunca has bebido!
  • Pee… Peer…do…na…Tuu…Tuuu…laaa… E… est…estoy… booo…rraaa…chooo… Pee…peer…doonaaa… Tuuulaaa
  • No, si eso ya lo veo… ¡Señor, Señor y qué hombre!... ¡Estás hecho un “Ecce Homo”, Ramiro!... ¡Dios santo!... ¡Dios santo!... ¡Qué desastre de hombre!

Allí se imponía hacer algo casi heroico y Tula ni sabía qué hacer, pues la cosa no era baladí que se diga… No podía limpiar la vomitona pues en parte Ramiro estaba encharcado en ella y levantar al hombre aquél de sus pecados, para apartarle y poder limpiar, y cambiarle, que esa era otra, a ver quién era el/la guapo/guapa que lo hacía porque, desde luego, ella no.

Y como de heroicidades se trataba ella decidió tragarse las nauseas, el puro asco a lo “arrojado”, y tratar de despejarle un tanto, a fin de que el “maromo” la ayudara, al menos, a ponerle en pie, llevarle al dormitorio y desnudarle. Cuando le desnudó, comenzó por meterle en la bañera, que falta le hacía, y fue cuando Ramiro empezó a “coscarse”, de lo que le circundaba, pues fue cuando se percató de su desnudez ante Tula

  • ¡Por Dios Tula! ¡Que mira cómo estoy! ¡Déjalo, por favor!
  • Tonterías… ¿Te crees que me voy a asustar por “esto”?

Y, sin disimulo ni melindres que valieran, señaló sin más la parte, para el hombre, más preciada de su anatomía. Sí, era la primera vez que a un miembro del humano masculino género veía de tal guisa y, si digo que no sintió cierta repulsión a su vista, mentiría cual bellaco, pero no lo exteriorizó en absoluto.

Se hizo la cuenta que “aquello” no era lo que era y significaba, convenciéndose de que era una parte más del humano organismo, como la mano o la cabeza, y lo increíble es que lo consiguió, digamos que logró verlo bajo tal prisma, por lo que procedió a, incluso, lavar “aquello” con sus propias manos, en directo contacto, tal y como si se tratara de la “cosita” de su sobrino-hijo Ramirín.

Por fin, lo del baño quedó concluido, y Tula pudo llevarse a Ramiro a su dormitorio, que no era poco lo logrado hasta entonces. Aquí convendrá aclarar que, en esta ocasión, la participación de Ramiro en el evento fue más bien íntegra, ya que, prácticamente, fue él por su propio pie, si bien apoyándose en los hombros de ella hasta el cuarto.

Una vez allí, le ayudó a calzarse el pijama, pantalones y chaqueta, para finalmente abrirle la cama, ayudándole así mismo a entrar en ella, arropándole después antes de desearle descanso y decirle que no se preocupara de nada más que de dormir. Entonces, cuando Tula hacía intención de salir de la habitación, Ramiro la detuvo, tomándola de la mano para decirle

  • Gracias Tula… Perdón, Gertrudis
  • Así está mejor, Ramiro. Y no me agradezcas nada; no ha lugar… No hace falta…
  • Sí Gertrudis; sí hace falta… Sí es necesario… Anoche me comporté muy mal contigo. Lo que hice no tuvo nombre… Fui un canalla, un degenerado… Y tú, conmigo, has sido un ángel; me devolviste bien por mal. Gracias, Gertrudis.

Tula suspiró un momento; movió la cabeza, como quitando importancia a lo que él decía, y después, acercándose de nuevo a la cama, se sentó en un ladito, junto a Ramiro

  •  Ramiro no te preocupes; no te tortures. Verás, sí que me hiciste mucho, mucho daño con “aquello”, y me enfurecí contigo, me enfadé mucho, muchísimo… Pero eso fue sólo al principio, pues enseguida me di cuenta de que ese proceder tuyo no era el normal tuyo. Si hiciste lo que no llegaste a hacer, fue porque, a tu vez, estabas muy, pero que muy enfadado conmigo. Y con razón. Tú viniste a mí por derecho, con la verdad, con la buena, y yo te dije cosas horribles… Nada hay que perdonar pues, porque si debieras pedirme perdón, también yo tendría que pedírtelo a ti.

Por un segundo Tula calló, pero enseguida prosiguió

  • Ramiro, realmente yo te quiero; te quiero mucho… ¿Sabes?, esta noche no pude dormir nada, pendiente de ti, de lo que pudiera pasarte y reconviniéndome de contínuo por haberte tratado como te traté… Sí, Ramiro, te quiero, pero no como tú deseas… Nunca me casaré Ramiro; ni contigo ni, menos aún, con cualquier otro hombre… No me quiero casar, Ramiro; no quiero y punto. No lo necesito. “Eso” que tanto te interesa, que tanto os interesa a todos, yo, sencillamente, no lo quiero… Lo haría sólo para tener hijos, y esos ya los tengo, los que, casi por igual, nos diste tú a Rosa y a mí, porque no los parí, pero si los hubiera parido no serían más hijos míos de lo que lo son, ni los querría más. De modo que, por favor Ramiro, no me agobies más, no me persigas más. No me gusta, me disgusta en realidad… Y me hace daño verte tras de mí, como animal en celo…

Tula calló por fin, y aquellos negros ojazos que a él le atraían como imán y le arrastraban a dejarse engullir por su insondable sima en un ejercicio de suma placidez entreverada de terribles horrores, se posaron de nuevo en él, pero sin mostrar frialdad, menos dureza que valiera, sino entre dulces y anhelantes… Anhelantes por saber lo que él le diría al momento

  • Descuida Gertrudis, que nunca, ¿entiendes?, nunca, en jamás, volveré a molestarte… Serás una hermana para mí… Y punto

Entonces Tula tuvo la reacción menos esperada por Ramiro, pues inclinándose sobre él, depositó sus virginales labios en la masculina frente, al tiempo que, con suma ternura, suma dulzura, acariciaba sus cabellos, sus mejillas, para seguidamente levantarse y desearle reparador descanso

Desde aquél día el comportamiento de Ramiro dio un giro de casi 180º. Para empezar, nunca más volvió a mirar a Tula, ni siquiera a hurtadillas, tal y como casi a diario antes viniera haciendo; mucho menos, directamente, frente a frente a sus ojos. Si alguna vez su mirada recaía en ella, era de forma general, sin fijarse y, menos todavía, con aquella pasión con que antes posaba sus ojos en ella. Lo regular es que bajara la vista ante ella, rehuyendo todo contacto visual.

Pero es que, por otra parte, sus estancias en casa casi que desaparecieron. Por de pronto, en la oficina, súbitamente, desde el mismísimo día siguiente al de la gran borrachera, el trabajo creció a alturas casi estratosféricas, lo que desde entonces le impedía presentarse en casa a comer. Y luego, a la noche, aparecía por casa a la hora casi exacta de la cena, sobre las nueve de la noche, si es que no eran ya pasadas incluso.

Cenaba en un pis pas y tan pronto acababa la cena se iba a la calle pretextando irse a tomar café; luego regresaba pasadas las doce de la noche, cuando no era tras quedar atrás la una de la madrugada.

Tula, como siempre, no descansaba hasta que oía cómo la puerta se abría, anunciando que él estaba de nuevo en el hogar. Entonces, presurosa, se levantaba e iba hasta la puerta de la habitación. No la abría, pero quedaba allí, con el oído pegado a la puerta, escudriñando todo ruido que llegara de fuera, del pasillo, de la otra cara de esa misma puerta.

Así, seguía toda la secuencia que, noche tras noche, sin saltarse ni siquiera una, Ramiro realizaba nada más volver a casa. Invariablemente, se llegaba hasta su puerta, la de Tula, y allí se quedaba, minuto tras minuto. Oía perfectamente como ese hombre, que decía quererla con toda su alma, acariciaba con delicadeza, con todo su amor puesto en las yemas de sus dedos, aquella madera inanimada, carente de alma, de sentimientos, y cómo, después, la besaba…

¡Sí, besaba aquél cuerpo inerte, ni siquiera muerto pues nunca tuvo vida, pero era como si esa madera que no podía sentir nada, porque carecía de sentimientos, pudiera no obstante apreciar la caricia de sus labios! Eso, se repetía una y otra vez, noche sí, noche también… Luego, como colofón, un “Hasta mañana, Tula, querida mía”  yéndose al fin a su habitación.

De tal comportamiento Tula era silencioso testigo, escuchándolo todo, sin perder ripio, a través de aquella inanimada madera. Era como la intermediaria entre los dos, pues ella sabía, desde el principio, que la destinataria de esos afectos no era sino ella misma, Tula. Entonces sentía una extremadamente placentera laxitud que la llenaba de dulce dicha, de inmensa y apacible felicidad.

Entonces, cuando él por fin se despedía tan quedamente que sólo por su oído pegado a aquella madera era capaz de percibir, si bien que como si le llegara de las antípodas, por lo tenue y quedo, también ella regresaba a la cama y, entonces sí, se dormía plácidamente, arrullada por la voz de Ramiro permanentemente presente en su mente, en su memoria.

¿Y qué hacía Ramiro en aquel casi perenne trasnochar? Lo más sencillo, lo más natural del mundo: Caminar, caminar, y más caminar. Andar sin rumbo fijo, a la ventura o a la buena de Dios, como se prefiera, hasta acabar roto, agotado, sin resuello y casi imposibilitado de paso más alguno. Entonces emprendía el regreso al hogar trocado en durísimo infierno, y en querencia de reparador sueño y descanso, cosas no escasamente negadas, al final, por la muy injusta diosa Fortuna, que más parecía, a veces, ser la diosa Infortunio.

Y es que las noches de insomnio y magnificada soledad de su primer año de viudez, añorante de su dulce esposa Rosa, eran pálida sombra comparadas con el contínuo tormento actual, ansiando el amor de esa otra mujer, la hermana de la que antes fuera su esposa, que ahora le había atrapado el sentido como aquélla nunca lo hiciera.

Porque el íntimo dolor, las noches en zozobra, sin alivio alguno a sus amorosos pesares, eran infinitamente más onerosos que aquellos de la añoranza de un ser que se fue para jamás volver. Aquello no tenía remedio en sí mismo, era lo que era, y así acabó por tomarlo, librándose pues de tales males; pero esto de ahora era distinto.

Ella, Tula, estaba viva y bien viva, habitando bajo su propio techo, durmiendo a un paso de distancia… Tan tremendamente cerca y, a la vez, tan infinitamente lejos, lejos y más lejos aún… Rosa, con su dulzura, su innata ternura que desde kilómetros desgranaba y, por qué no decirlo, su fresca hermosura, también tangible, constatable a distancia, enamoraba. Pero Tula, con ese imán irresistible de sus ojos, embrujaba, subyugaba más bien.

El tiempo no se detuvo y llegó el verano; un verano demasiado cálido, casi insufrible, incluso allí, en Salamanca, cuyos veranos suelen ser bastante templados. En tal tesitura Tula dijo de ir a pasar el mes de vacaciones de Ramiro a una no gran finca, antigua propiedad de ambas hermanas, mitad por mitad y en indiviso, y que así continuó a la muerte de Rosa, aunque ahora fueran sus hijos los copropietarios y, en su nombre Ramiro, como padre y tutor de ellos.

Así que un día de Julio aparecieron todos por allí, instalándose en la ancestral casona familiar, habitada comúnmente por una pareja, el tío Eusebio y su mujer, la Joaquina, que trabajaban el predio, rindiendo cuentas a Tula, administradora general de la propiedad.

Como tantas veces se dice, a la vejez viruelas, pues cuando sus tres hijos mayores, dos mocetones y una muchacha, andaban cerca del casorio, si es que no estaban ya dentro de tan ilustre “cofradía”, que la muchacha sí que lo estaba y hasta con descendencia, les llegó el cuarto encargo a la cigüeña, una niña, Elvirita, que a la sazón contaba entre dieciséis y diecisiete años, chica que si bien no podía decirse que fuera guapa, pues en absoluto lo era, sí que resultaba la mar de deseable, pues su más que juvenil cuerpecito había granado en cuerpo de mujer hecha y derecha, destacando sus “pectorales”, la mar de respetables, sus caderas, deliciosamente rotundas y a qué seguir detallando las “virtudes” de tan lozana y mujeril anatomía, que de eso bien y en extenso que el probo varón que era Ramiro podría disertar hasta la saciedad.

Y como el diablo nunca ceja en su desmedido afán por jorobarle el parque a la sufrida humanidad, qué otra cosa podía suceder, más  que al engendro del Averno se le pasara por los pelendengues, es un decir, claro está, jorobar la cosa al probo Ramiro, calentándole los cascos con el juvenil atractivo de la Elvirita, cuyos femeniles encantos, a poco de llegar, empezaron a no dejar vivir en paz a tan probo varón, a fuer del encendido amor que el honrado mancebo profesara a su esquiva cuñadita.

Y es que, haber, ¿acaso no se suele decir que “eso” no tiene enmienda”?... Pues eso, que “lo” del Ramiro, por más probo que el mocer fuera, tenía menos enmienda que el latrocinio de un españolito ascendido a concejal de Urbanismo; y si a esto sumamos que al probo de Ramiro, las sendas turgencias pectorales de la niña Elvirita tiraban de él más que dos carretas.

En fin, que con lo que antecede se completa el cuadro en que, a más o menos avanzada hora de la noche, sucedieron los hechos que las crónicas de la época narran. Fijado queda que, temporalmente, fue noche y no día de autos, hacia la séptima u octava de pernoctar la familia en la amplia casona… O tal vez fuera entre la novena y la décima.

Aquella noche el calor, aunque la cosa no llegara a preferir estar uno en el Polo Norte, para lo normal de los veranos salmantinos, la verdad era que los calorines molestaban algo. En especial al pobre Ramiro, que veía avanzar la noche y, de pegar ojo, ni “flowers”. Y es que a la no tan gran molestia del calor, se le sumaba el más que enervado estado sicológico que aquella noche le atormentaba, con la mente ocupada enteramente, y en exclusiva, por la imagen de niña-mujer que Elvirita era.

Y es que  al ominoso Señor de las Tinieblas no se le ocurrió marranada más fina que prender fuego al ladito mismo de la más que seca yesca que en tal momento era el cuerpecito serrano de Ramiro. En fin, que a una hora que Dios sabría cuál era, porque él ni idea, el probo varón no pudo aguantar ni un segundo más, con lo que, armándose de un valor que no tenía y una supina desvergüenza, que al final resultó que sí tenía, salió al pasillo, dispuesto a cometer en la niña Elvirita la mayor ignominia que hombre alguno pueda cometer.

Pero podría decirse que Dios envió un extraordinario Ángel de la Guarda en la persona de Tula, que evitó que Ramiro destruyera su vida para los restos, amén de que, por esas cosas que en la vida a veces también suceden, acabó por solucionar el “contencioso” existente entre la adulta pareja de aquella rara familia, en la que habían padre, madre e hijos, pero no pareja conyugal, ni siquiera de esas que de antíguo se decía lo eran “por detrás de la iglesia”

Y es que vino a suceder que, cuando Ramiro avanzaba metro tras metro a través del entonces para él proceloso pasillo, recto y cabal al personal mayor oprobio, una voz surgió a su espalda

  • ¿Qué haces aquí, Ramiro?

En tal instante, aquella especie de atrevido galán de vía estrecha, sintió que la sangre se le helaba en las venas o, cuando menos, se le evaporaba, pues quedó frío cual témpano; mudo y quieto; anonadado. Pasó algún segundo que otro hasta que logró articular sonido en su garganta

  • Esto… Iba… Iba al servicio… Bueno, y a la cocina. Hace calor; tengo mucho calor y voy a beber un poco de agua…

Tula miró a Ramiro, entre burlona y recriminatoria, para al final decir

  • De acuerdo; vayamos a la cocina… Yo también tengo algo de sed…

A Ramiro no es que la iniciativa de su cuñada le hiciera saltar de alegría, pues bien que lamentaba su inesperada intervención, pero, como se dice, a la fuerza ahorcan, luego acompañado de ella varió su rumbo hacia la culinaria dependencia. Llegados allí, ella abrió el grifo de la pila y, llenando dos vasos, ofreció uno a su cuñado.

Bebieron un par de sorbos, pues para más no daba la sed que realmente ambos tenían, tras lo cual Tula empezó a rebuscar entre los armarios y anaqueles de la estancia hasta dar con una botella cuyo contenido, francamente, tenía bastantes más grados alcohólicos que el agua, ya que se trataba de un eminente aguardiente de hierbas que se las traía al trasegarlo. Puso la botella sobre la mesa de la cocina y, tomando otros dos vasos más, los depositó junto a la botella

  • Me parece que algo más fuerte que el agua no nos vendrá mal.

Se sentó a la mesa al tiempo que también lo hacía Ramiro.

  • ¿Te das cuenta de lo que ibas a hacer?... ¡Dios, y cómo has podido llegar a esto! ¡A querer violar a esa pobre chica!... ¿Te das cuenta, Ramiro?... ¿Qué te ha pasado para llegar a esto?

Ramiro se mantenía en silencio, apesadumbrado y visiblemente decaído, con la vista tan baja que casi se diría que la arrastraba por el suelo… O, al menos, por la superficie leñosa de la mesa

  • Te das cuenta de que, aparte de la intrínseca vesania de la acción, habrías arruinado tu vida. La cárcel, Ramiro; hasta a la cárcel podrías haber ido…

Tula calló mientras servía unos dedos de licor en cada vaso y alargaba uno a Ramiro

  • Anda bebe; seguro que no te vendrá mal, a pesar del calor. Tampoco me venfdrá muy mal a mí…

Los dos bebieron algún sorbo del más que alcohólico brebaje, para proseguir a continuación Tula

  • ¿Tan “necesitado” estás Ramiro?... (Ligera pausa antes de seguir) Sí; desde luego, mi hermana tenía razón: Sin una mujer a tu lado, sin una esposa, no puedes vivir…

Nuevos segundos más que minutos de silencio para degustar otros sorbos más de aguardiente

  • ¡Ufff! ¡Es fuerte, ¿he?!... Seguro que “pegará” lo suyo, ¿no te parece Ramiro?... ¡Lo mismo terminamos “piripis” los dos! (Tula se rió su propia gracieta antes de proseguir) Fue la misma tarde en que murió y muy poco antes… La última vez que la vi con vida… Me dijo que no tardarías demasiado en volverte a casar… Que te conocía bien y que sin una mujer a tu lado, sin una esposa no podías vivir… Que era superior a ti; a tus fuerzas… Y, ¿sabes lo que quería, lo que me pidió?... Que fuera yo la mujer que, sin duda, volvería a ser tu esposa… Tu mujer… Que fuera yo quien la sustituyera en tu corazón… Y en vuestra cama…

De nuevo se hizo el silencio entre ellos, y no porque ahora Tula volviera a libar de su vaso, sino porque su vista se perdió en un horizonte vacío; vacío porque no existía, pues ella realmente no veía nada, sino las imágenes que su mente le traía de su hermana, de Rosa, suplicándole que se casara ella, Tula, su hermana más adorada que querida… Y de sus ojos, inopinadamente húmedos, empezaron a deslizarse sendos finos regueros acuosos, dos más que diminutos arroyos de dolientes lágrimas

  • Aquella petición, para mí, era impensable. Impensable, en primer lugar, que tú volvieras a mirar con ojos de hombre a mujer alguna, pues eras suya… Te habías otorgado a ella, como ella se te otorgó a ti, y jurado fidelidad… Fidelidad que yo entendía perpetua… Y si eso pensaba de ti, qué iba a pensar de mí misma: Que sería la más rastrera de las traiciones hacer lo que me pedía. Era abominable, anti natural sustituir a mi propia hermana junto a su marido…

Pero esta vez sí que fue para sorber otro poco de licor por lo que calló unos momentos.

  • Pues… ¿Sabes Ramiro? Esto hasta me está pareciendo que está bueno…

Y la risa que soltó también empezó a expresar el efecto que la alcohólica bebida estaba haciendo en ella que, lo que es beber, escasamente alguna que otra copa de sidra, que no champán, por Noche Buena y Noche Vieja, que un día al año, no hace daño… Y tampoco dos, qué narices

  • Por eso, cuando me empezaste a acosar, con aquellas tan incendiarias miradas que me dedicabas… Que hijo, parecía que querías comerme con los ojos… Y de desvestirme así, mejor no mencionarlo, que me ponías de un desagradable que para mí se quedaba…  Pero bueno, a lo que decía. Que cuando te veía andar tras de mí como perro encelado, me dabas un asco terrible… Me enfadabas cosa mala… Te veía como un sátiro libidinoso; como una bestia sub humana tras de una hembra de su especie… Te aborrecía entonces, Ramiro…
  • No Tula. Yo me enamoré de ti de verdad, por derecho… Te quise… Bueno te…
  • Lo sé Ramiro; lo sé... O… ¿Acaso crees que no sé lo que hacías; bueno, lo que haces cuando, de madrugada o casi, regresas a casa tras “tomar café”? Crees que no sé cómo vienes a la puerta de mi habitación; que no sé cómo me acaricias y me besas a través de esa puerta cerrada; que no escucho cada noche susurrar que me quieres... Cómo te despides diciendo “Tula, querida mía”…

Nueva pausa, pero esta vez para beber agua, que agotó el vaso casi lleno, levantándose luego para volverlo a llenar. Y mientras lo llenaba decía

  • La verdad es que hace un poco de calor… Estoy seca, cuñado. Con la boca como un estropajo…

Bebió casi la mitad del nuevo vaso y, rellenado lo consumido, volvió a la mesa con el flamante vaso

  • Sí Ramiro, lo he estado escuchando todo… Y lo he sentido; lo he sentido en mí, en mi cuerpo, en mi piel… A través de la puerta cerrada llegaron hasta mí; besos y caricias las sentí ardiendo en mí, quemando deliciosamente mi piel enardecida… Y me he sentido feliz y dichosa porque me he sabido amada… Amada por ti, Ramiro (Aquí Tula se rió con ganas, con muchas ganas) ¡Y deseada!... ¡Que anda y no se te notaba!
  • ¡Por Dios Tula!… ¡No me digas que!... ¡Que!...

Ramiro había saltado de su silla y acercado a ella. Estaba como en una nube. Había escuchado perfectamente lo que Tula decía y entendido a la perfección su sentido, pero no acababa de creérselo… Le parecía estar soñando y que todo no fuera sino eso, un sueño…

  • Pues no te lo digo… No hasta que te lo merezcas…
  • Tula, ¿quieres casarte conmigo?
  • Hombre… Si me lo pidieras como Dios manda, puede que aceptara
  • Y… ¿Cómo es como Dios manda en estas lides?
  • Pues… Que, por ejemplo, te arrodillaras ante mí para solicitar mi blanca mano        

Y Ramiro, ni corto ni perezoso, se postró de hinojos ante su amada para decirle

  • ¿Te quieres casar conmigo, mi amadísima Tula?

A lo que ella, riendo la mar de gozosa, en vez de responder con palabras, lo hizo tendiéndole los brazos en muda demanda de labiales caricias que sellaron y formalizaron el nuevo estatus de la pareja; es decir, que en ese mismo momento ambos dos, y recíprocamente, se constituyeron en formalísima pareja de novios con evidente objetivo de casorio a cortísimo plazo.

Si hemos de decir toda la verdad de lo que en el momento en que la deseada Tula dio el ansiado “Sí” a su amado, Ramiro intentó no remitirse a las tiernas y, hasta lo que cabe, castas caricias, sino que sus manitas, un tanto tontas, quisieron ir algo más allá, a lo que Tula, más o menos, consintió, pero con una muy clara advertencia

  • Cariño, por encima de la ropa, ¿de acuerdo?; porque como intentes pasarte de la raya del bofetón que te “arreo” te siento de culo

Y es que eran otros tiempos, otras maneras, otras reglas, muy distintas a las actuales. ¿Mejores?... ¿Peores?… Eso, creo, va en gustos y, sobre todo, en personalísimas opiniones. Ya lo decía un viejo adagio de estas tierras: “En este mundo traidor; nada es verdad ni es mentira; todo es según el color; del cristal con que se mira”

Como la pareja tenía más bien que prisa por hacer efectiva su cosa matrimonial, el día de  la boda no se hizo esperar tanto, ya que aquél viejo cura “de misa y olla” que era D. Primitivo, por la cuenta que le tenía de cara a su sobrina Tulilla, que buena era ella cuando le tocaban las “narpias”, abrevió en muy notable medida el imprescindible papeleo y otras gabelas inherentes al por entonces llamado “Santo Sacramento del Matrimonio”, cosa que hoy más bien estimo un tanto “demodé”, si es que no por entero superado por aquello de que “Con dos en una cama, sobran alcalde, cura y juez”, como reza, es un decir, que conste, la letra de una de las canciones del Sabina.

En fin, que la exquisita diligencia del buen cura “de misa y olla” aceleró el ansiado enlace matrimonial más que aceleraba el TALGO por aquellos tan pretéritos años, con lo que también arribó para la pareja la noche más soñada por cualquier pareja de novios a la más que vieja, añeja usanza, la de “Bodas” o primera en la vida de intimidad marital. Pero entonces sucedió algo con lo que el  más que “salido” novio, Ramiro, en absoluto esperaba:

Que de toda la vida su muy tierna mujercita Tula, le tenía fobia y horror a la, digamos, intimidad conyugal. Vamos, que para la mujer eminentemente fuerte y entera que era ella, paradójicamente, era una tragedia que no fuera inefable realidad,  lo de que a los niños los trae la cigüeña, o que los mandan desde París, pues el tenerse que someter a las Horcas Caudinas de ser impunemente invadida por in cuerpo eréctilmente bravío y por más agresivo, lo cierto es que la aterraba.

De tan infausta nueva el más que enervado Ramiro no se enteró hasta que su dulce mujercita se integró en el tálamo conyugal luciendo un primoroso camisón aunque, a pesar de lo asaz delicado de la prenda, resultaba de un pacato que tiraba de espaldas, con esa especie de esbozo de escote que no dejaba ver ni el famoso “canalillo” amén de resultar largo hasta los pies. Vamos, que si su flamante marido esperaba disfrutar recreando su vista en la desnudez de su gentil esposa, iba dado el infeliz.

Hace tiempo leí una novela del español Tomás Salvador de cuyo título no quiero acordarme, y no por nada en especial, sino, simplemente, porque ni repajolera idea tengo ahora mismo del ídem y, francamente, ponerme a buscar en su bibliografía es lo que menos me apetece.

Al “prota” de tal historia, un verdadero anti-héroe, algo así como el tonto de su pueblo, le llaman “Collarón”, porque su santa madre, que si el hijo venía a ser el tonto del lugar ella debía ser la tonta de la comarca, en la mañana que siguió a su noche nupcial decía que, tras tirarse un par de días plancha que te plancha el camisón elegido, se la pasó, enterita, con el susodicho camisón rodeándole la garganta cual “collarón”

Pues bien, lo que a Tula le pasó con su flamante y primoroso camisón no fue que su amado Ramiro se lo pusiera la noche entera de “collarón”, sino que, tan pronto se acercó al lecho, sentándose en él presta a meterse entre las sábanas, con más miedo que vergüenza, y eso que de ésta había para tomar, dar y vender, su encendido Ramiro agarró tan esmerada prenda y, poco menos que arrancándosela, la mandó a hacer puñetas por el santo suelo.

Fue entonces, cuando se vio abocada al más que temido momento, cuando reveló a Ramiro su tremendo secreto, con lo que el mocer quedó a cuadros. Se mantuvo un momento en silencio, como asimilando la noticia, para finalmente decir

  • No te preocupes Tula. No pasa nada…

Seguidamente, el hombre se levantó de la cama, tomó del suelo el camisón de su mujer y, volviendo a la cama le dijo

  • Anda Tula, póntelo. Dormiremos tranquilamente; ya habrá tiempo para todo… Tenemos toda la vida por delante… Esperaremos; esperaremos a que estés mejor… A que, de verdad, lo desees…

Tula vaciló un momento, mirando la prenda que su marido le tendía, para por fin tomarla y lanzarla, definitivamente, al suelo. Luego, se volvió hacia su marido diciéndole

  • No Cariño, nunca habrá mejor momento que este. Ya dormiremos después, cuando todo acabe. Vamos mi amor, hagámoslo…

Tula se dispuso al sacrificio pero, por finales, no fue así. Claro que tembló como una hoja y su cuerpo se tensó como cuerda de piano cuando su marido se le acercó e inclinó sobre ella. Pero luego, poco a poco, la inmensa ternura de él, el inenarrable cariño, el rendido amor que Ramiro le transmitió, lentamente, caricia a caricia, fueron abatiendo cuantas barreras el instintivo temor de ella levantara.

Y es que la delicadeza con que Ramiro trató en esos esenciales momentos a su mujer fue de lo que difícilmente se encuentra. Deliberadamente evitó, durante un buen e inicial rato, todo contacto directo, piel a piel, en esas zonas del femenino cuerpo de inmemorial recuerdo como las más atrayentes al masculino deseo, es decir, las de cuello para abajo.

Se centró pues, en esos primeros momentos en acariciar sus labios, sin siquiera intentar profanar su interioridad bucal, su pelo, su rostro, sus orejas, su lindísimo cuello… Y, sobre todo, en declararle, una y otra vez, su desmedido amor por ella…

Y Tula fue feliz, feliz… Inmensamente feliz y dichosa escuchando a su marido, recibiendo sus rendidas caricias… Su más que entregado amor… Porque se sintió, se supo, amada por aquél hombre como jamás ella imaginara que nadie pudiera quererla nunca

Y, en verdad, que así era, pues el amor de Ramiro por su mujer, por su más que adorada Tula, más bien se trocaba en devoción, en intensísima veneración… Pero también ese amor supo ser sabio y llevar a Tula, pasito a pasito, como cierto ministro franquista en un momento dijera, “Sin prisas, pero sin pausas”, a todas las metas que Tula aquella crucial noche debía cubrir en aras del espléndido futuro conyugal que, por natural Ley les correspondía y a la que tenían pleno derecho

De modo que, como no podía ser de otra manera, aquella primera relación conyugal entre los flamantes esposos culminó, finalmente, en un rotundo éxito gracias al tacto y delicadeza que Ramiro supo poner al tratar a su esposa en aquella su primera y tan temida vez, tacto, delicadeza, dulzura y rendido amor del marido hacia su mujer abatió los fuertes muros que, el casi infantil temor de la mujer edificara en dura piedra de sillería pero que el buen saber y mejor hacer del paciente y más que enamorado Ramiro, supo dar al traste, derribándolos, asolándolos…

En fin, que ese espléndido futuro conyugal de infinito amor e intensa felicidad fue una placentera realidad prolongada a través del tiempo… Una unión por amor que sobrevivió, indefinidamente, pues el amor entre la pareja persistió a través de años y más años y, cómo no, produciendo sus frutos en las cuatro vidas que Tula fue poniendo en el mundo a lo largo de los primeros ocho años… Tal vez, diez.

Y con el nacimiento del primer hijo que directamente alumbrara se derrumbó otro de los mitos que su mente levantó para no casarse: Que los hijos de sus entrañas demeritaran el cariño que puso en sus tres primeros hijos, los que parió a través de su hermana, pero cuando tuvo en sus brazos al primer hijo brotado de ella misma comprobó que, aunque a ese nuevo hijo lo quería al lado de su alma, el amor, el cariño, que a sus tres primeros hijos les tuviera, seguía siendo el mismo, sin mácula alguna que mermara nada.

¿Que, posiblemente, se diera algún que otro matiz diferenciador entre lo que unos y otros representaban para ella? Pues sí; tan posible, que de hecho podría decirse que, efectivamente, se daba, pero, ¿es que no se dan también diferentes matices en lo que cada hijo, cada hija es para su padre, para su madre?... Y… ¿es que, en definitiva, a todos los hijos no se les quiere por igual?...

Pues eso, que, por finales, Tula y Ramiro fueron padres, padre él, madre ella, de siete hijos, unos, la verdad, los menos, chicos; otras chicas, que a los chicos ganaron por goleada, cinco futuras mocitas contra dos futuros buenos mozos, pues se dice que bendita sea la rama que al tronco sale, y mejores troncos que Ramiro, Rosa y Tula, casi imposible sería dar con ellos.

Pero, como el tiempo no es estático, sino que está en perpetuo movimiento, pasando que te pasarás, también los días se fueron pasando uno tras otro y tras los días las semanas, los meses… Incluso los años… Y… Qué se le va a hacer, ley de vida… También llegó el día en que los hasta entonces polluelos, polluelas, fueron, poco a poco, uno a uno, una a una, abandonando el nido paterno/materno para ir fundando sus propios nidos familiares, con lo que, por primera vez en su vida, Ramiro y Tula quedaron solos, teniéndose, pues, sólo el uno a la otra; la otra al uno…

Y como el tiempo siguió sin detenerse, qué manía de nunca tomarse descanso que valga, Tula y Ramiro fueron envejeciendo juntos, amándose como el primer día aunque lo del amor físico tuvo que, con el tiempo, abandonarse por imposible, ya que al bueno de Ramiro le aquejó una diabetes que, mire usted por dónde, sólo le afectó a su viril capacidad, pero no vea usted de qué manera le afectó, hasta el punto de que las milagrosas pastillitas “resucitadoras” de los más recalcitrantes muertos resultaron más que inútiles.

Pero con el correr del tiempo también llegaron momentos en verdad terribles: La disolución de la pareja, por fallecimiento de uno de sus miembros, Ramiro, que un mal invierno, a sus ya casi ochenta años, le atrapó una gripe o enfriamiento que, mucho más a la corta que a medio plazo, devino en atroz pulmonía que se lo llevó en menos tiempo que se tarda en decirlo.

La muerte de su marido fue un golpe mortal para Tula, que perdió todo interés por vivir, pues para ella la vida perdió su sentido, ya que su marido era el sentido de la vida de Tula. Sus siete hijos y sus nietos intentaron llenar el vacío que su padre, su abuelo, dejara en la vida de su madre, su abuela.

Pero ese vacío ni sus hijos ni sus nietos fueron capaces de llenarlo, pues para ella, frente a su marido, acabó por no haber nadie… Y lo irreparable acabó por suceder, que Tula se fue apagando y no tan poco a poco, sino más bien deprisa, deprisa, hasta que llegó el momento más feliz en la vida de Tula desde que su marido, Ramiro, se le fuera para jamás volver.

Fue en el mismo instante en que constató que, bien en minutos, bien en horas, aquél mismo día emprendería el Gran Viaje, ese del que nunca se vuelve, y fue dichosa porque, más que para sí, para su tan añoradísimo marido, pudo, por fin, decir: “Ramiro, amor mío, por fin volveremos a encontrarnos. Y ahora, para nunca más separarnos; para estar juntos por toda la eternidad”…

FIN DEL RELATO

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