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¿amar? ¿no amar?

en Erotismo y Amor

¿AMAR? ¿NO AMAR?

Magdalena, más conocida como Magda por cuantos la tratan, era una mujer que, a sus  treinta y dos años, estaba ya de vuelta de todo pues había tenido que vivir a marchas forzadas. Puede decirse que, a pesar de seguir vivos tanto su padre como su madre, estaba huérfana de ambos desde sus seis años, pues sus progenitores por esa época de su vida se divorciaron y cada uno, como ahora se dice, rehízo su vida con la misma pareja con la que, de antiguo, se “los ponía” al otro cónyuge. Y desde ese principio la niña estorbó tanto al padre como a la madre. Consecuentemente, cuando todavía no había alcanzado los siete años, se vio recluida, interna, en un colegio de monjas. Y si desde el divorcio poco caso le habían hecho ambos progenitores, desde entonces éste brilló por su ausencia. Poco cariño materno-paterno recibió durante sus primeros seis años más o menos, pero a partir de casi agotarse ese sexto año de su vida el cariño de sus progenitores se convirtió en algo nulo.

Esta sensación de abandono, de práctica orfandad, se agudizaba los fines de semana, cuando veía cómo los padres de casi todas sus compañeras aparecían por el colegio para llevarse a sus hijas desde el viernes hasta el lunes por la mañana a sus propias casas; o cómo, las pocas que quedaban en esos días en el “cole”, pues sus hogares quedaban lo suficientemente alejados para permitir la marcha durante las tres noches del fin de semana, recibían la llamada telefónica de sus familiares más queridos, y no pocas veces la de la familia menos cercana; incluso, a veces, la visita de sus padres durante todo el fin de semana, que incluso sacaban a las niñas que pasaban así esos días en el hotel que los padres ocupaban hasta el domingo a última hora o el mismo lunes por la mañana.

Y qué decir de las vacaciones de Navidad y Semana Santa, todas, todas, sempiternamente en el internado. En las vacaciones de verano sí que solía pasar un tiempo con su madre y con su padre, aunque no de manera revuelta, pues durante el mes de Julio se la solía llevar una decena de días la madre y otra decena, a veces hasta una quincena, el padre, pues resultaba que la nueva esposa del padre toleraba mejor a la niña que el nuevo marido de la madre. El resto del verano lo pasaba en un campamento de verano que le proporcionaba el internado previo pago de sus padres; aunque, generalmente, era el padre quien afrontaba este pago extra.

De todo esto se derivó que Magda, a sus once-doce años fuera una niña dura y autosuficiente, con un acusado sentido de rebeldía y a sus diez y seis-diez y siete una jovencita adolescente no solamente dura, autosuficiente y rebelde, sino acentuadamente independiente, lo que hizo en que deviniera en una veinteañera por entero independizada que, desde que abandonó el internado a los diez y ocho años, nunca más quisiera ver a su madre, asqueada más que temerosa de “ciertas” maneras que en los últimos dos años venía observando en su padrastro hacia ella y que su madre siempre se negó a admitir, acusando en cambio a la muchacha de lianta y mal metedora entre ella y su nuevo esposo; y a su padre, aunque sin romper por entero la relación, pues su nueva esposa no acabó de caerle del todo mal, apenas si le trataba de todas formas.

Estudió la carrera de económicas y logró trabajo como técnico comercial, algo así como asistente-adjunto al Director de Ventas en la filial española de una empresa de automoción alemana. Seguidamente, alquiló un apartamento-estudio en una cómoda y tranquila urbanización del extrarradio madrileño, al norte del Gran Madrid de aquellos años finales del caduco siglo XX, con un saloncito bastante amplio gracias a haber absorbido la pequeña terraza que se abría a una calle ajardinada y un tanto ancha, casi una recoleta avenida. El salón por la noche se hacía dormitorio merced a la cama en que podía convertirse por la noche un sofá. El apartamento se completaba con un cuarto de baño completo y una cocina que no resultaba tan minúscula. A los cuatro o cinco años de trabajar en aquella filial alemana pudo por fin comprar.

Así, Magda llegó a la treintena de años convertida en una mujer que apabullaba al más atrevido representante masculino del género humano más que por su increíble belleza, por la fría seguridad y aplomo que mostraba. A ella nadie la elegía, sino que era ella quien elegía. Además, siempre lograba lo que se proponía, pues era fría y dura como el acero, inteligente a la hora de jugar sus cartas, voluntariosa y tesonera tras el objetivo que se propusiera, ya fuera éste comercial u hombre que la atrajera. Y muy, muy ardorosa en lo tocante al hombre, aunque sin poner nunca el corazón en ninguna de esas relaciones. Nada de sentimentalismos en su vida, nada de poner sentimiento alguno en nada, salvo el empeño por lograr lo que quería.

Amar, querer a alguien o a algo, incluso un simple perro de compañía, era un absurdo, una verdadera rémora que tanto le amargara la niñez, pues ella había querido profundamente a sus padres y ambos la habían hecho excesivo daño. Le amargaron sus años infantiles, tal vez cuando más cariño y apoyo necesitó, pero ellos entonces la abandonaron a su suerte, prescindieron de ella por completo pues no encajaba en sus nuevas vidas. Y se dijo que nunca más nadie le volvería a hacer daño, pues a nadie más volvería a querer nunca. La dureza más despiadada ante todo y ante todos y el más materialista pragmatismo frente a la vida fueron las dos piedras angulares sobre las que levantó el edificio de su existencia, un edificio que a veces se le hacía frío y deshumanizado, pero en el que se sentía segura y, por lo tanto, más bien cómoda. Y, si alguna vez casi añoraba algo más, un hombro amigo en el que aliviar la gigantesca soledad en que realmente vivía, lo solucionaba bien enfrascándose en la pragmática realidad del trabajo intensivo, bien sumiéndose en la música a todo volumen de cualquier discoteca  para después encamarse con el “ligue” de turno.

Pero, a pesar de todo esto, también Magda había sostenido alguna que otra relación semi estable con algún, digamos, novio. Y decimos que semi, pues a la convivencia nunca llegó. Era demasiado celosa de su independencia para consentir en ello. Salir durante algún tiempo con un mismo tío, comer y cenar juntos e invitarle a su cama con bastante asiduidad, hasta permitir que él, de forma espontánea, apareciera por su apartamento de vez en cuando, podía ser, pero cuando la fiebre erótica había pasado, en la calle hace falta gente, nene, con que a tu casita y a soñar con los angelitos, o con las “angelitas”, siempre y cuando se parecieran a ella….

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Tomás no había tenido suerte en la vida. Ya en el paritorio, recién nacido y sin siquiera haber abierto aún sus ojos al mundo al que acababa de llegar, su madre no quiso saber nada de él, se desprendió de él como quien se desprende de algo inútil y molesto, depositándolo en manos de una institución benéfica. Enseguida supo que estaba solo, que había sido abandonado a su suerte, pues tan pronto se repuso algo del tremendo trauma que para cualquier infante es eso de llegar a este mundo de dichas, sí, pero también de no pocas desventuras, dejó de escuchar esa voz que desde tanto tiempo, desde que su cortísima memoria podía recordar, venía escuchando y que tanto le había calmado en los muchos momentos de zozobra que a lo largo de su desarrollo embrionario había conocido. Tampoco escuchó más ese rítmico pulsar, esa especie de tic-tac que era el latido del corazón materno, que también ayudara a aplacarle en esos tensos momentos de su existencia de poquísimos meses.

Así, recién nacido, Tomás fue a parar a algo que, por más que el nombre tratara de ocultar la triste realidad de su naturaleza con un rimbombante Hogar de no sé qué, no era más que un orfelinato u hospicio, descansando, y es un decir lo de descansar, en una fría cuna, no porque en verdad no resultara cálida en las frías noches de invierno, sino por la absoluta orfandad de cariño de madre; y no porque las cuidadoras no volcaran su cariño en los pequeños a su cargo, no, pues bien que lo ponían, sino porque Tomás resultó ser un bebé sumamente llorón. Cuando empezaba con la barraquera, que era un momento sí y al otro también, lo mismo de día como de noche, no había manera de callarle. De modo que las cuidadoras acabaron por dejarle a su aire y allí se pasaba el tiempo, en su cunita, berreando como un demonio y sempiternamente mojado, pues casi ni para cambiarle se le acercaban, entre otras razones, porque el roro tenía la mala baba de volver a mojarse tan pronto le cambiaban: Que el nene tenía ese “caprichito”, vaya. Como era de esperar, ese estar continuamente llorando, haciendo sus necesidades casi que a cada momento y, además, la carita morena, muy, pero que muy morena que el “angelito” tenía, pues era gitano, no ayudó en nada a encontrarle un hogar donde poderse desarrollar como cualquier hijo de vecino. Pero lo malo fue que cuando empezó a crecer, cuando de bebé llorón fue pasando, primero a niño adusto que no se reía ni por equivocación y más tarde a un casi adolescente reservón, introvertido, retraído y muy, pero que muy poquito alegre a sus doce-trece años, tampoco coadyuvó demasiado para que unos padres de ocasión se hicieran cargo de él y pudiera acabar de educarse en un ambiente mínimamente hogareño, con lo que a sus catorce-quince años la vida de Tomás seguía desarrollándose entre los muros de aquél orfanato u hospicio. Así, a los diez y seis años empezó a trabajar en Correos, como auxiliar postal, gracias a los buenos oficios de la Fundación Benéfica que le acogió desde que fuera un recién nacido, frente a la correspondiente Administración del Estado. Desde entonces, salía por la mañana a trabajar, sobre las siete y media-ocho de la mañana, con un bocadillito para media mañana, regresando al orfanato a eso de las cuatro de tarde, cuando podía comer. Y ya, la tarde la pasaba allí, con los “pupilos” más pequeños del orfanato, ayudando a cuidadores-cuidadoras a atenderlos. También, a veces estudiaba algo, pues se le había metido en la mollera hacer uno de esos cursos por correspondencia de los que la propaganda dice que al instante te solucionarán la vida, así, por ensalmo… La propaganda, la publicidad... Que miente más que dice, pero que logra convencer a infinidad de incautos que, sin pestañear, se tragan el anzuelo de la nueva versión del antiquísimo “Timo de la Estampita”, y acaban comprando céntimos a “duro” (Información para lectores no españoles: Cuando existía la peseta, había una moneda llamada “duro”, cuyo valor era de cinco pesetas. Una curiosidad respecto a esta moneda española que, por cierto, era de 1848. Pues bien, el término “Dólar”, la célebre moneda USA, deriva de “Duro”; es el nombre que los “Usacos” realmente quisieron dar a su moneda, sólo que usaron una fonética digamos alemana y por eso la llamaron “Dólar”. En un principio el “Dólar” tuvo paridad 1:1 con el “Duro” español, que por aquél entonces era una de las monedas más fuertes del concierto financiero internacional. ¡”Oh Témpora”-Oh tiempos!- que diría un romano)

Durante tres años Tomás anduvo callejeando con la enorme cartera del oficio al hombro de portal en portal, distribuyendo el correo por cada vecindad. Pero cuando se iniciaba su tercer año en Correos se dio un cambio en su destino, pues fue ascendido a agente postal y, en la misma oficina donde venía trabajando, pasó al servicio de ventanilla en Giros y Certificados, con el consiguiente alivio para sus pies.

Allí conoció a otro chaval, Juan, casi de su edad, pues si Tomás estaba a punto de celebrar su 19 cumpleaños Juan estaba abocado al estreno de los veinte años. Ambos muchachos eran diametralmente distintos, pues mientras Juan era dicharachero, alegre por naturaleza y amigo de chanzas y bromas, Tomás era, cual lo fuera desde su más tierna edad, introvertido y reservado, mas, además, tremendamente tímido y falto de gracia, a pesar de su innegable etnia gitana. Para completar el cuadro de un ser insignificante e insulso, era muy, pero que muy desgarbado. Lo único en cierto modo agradable que en él había de eran sus ojos, grandes e insondablemente negros cual el fondo de un pozo y su cabello, negro como los ojos, tan negro como el tan mencionado ala de cuervo; amén de bellamente ensortijado, cualidades ambas derivadas de su condición gitana. Pero eso no fue obstáculo para que entre ellos naciera una profunda amistad.

Pero esa amistad sufrió un serio contratiempo cuando, recién cumplidos los 21 años, Juan comunicó a Tomás que en un par de meses, más o menos, se incorporaría al CIM  de Cádiz (Centro de Instrucción de Marinería en San Fernando, Cádiz). Sí, Juan se había alistado en la tropa profesional, eligiendo la Armada. Su inquietud juvenil le impelía a conocer mundo, visitar países lejanos y eso se lo ofrecía la Armada, cuyos buques, en contra de lo que el vulgo pueda creer, en absoluto permanecen atracados a puerto, sino que permanecen navegando casi continuamente por todos los mares de la tierra (Doy fe de ello: Mi hijo mayor es oficial de la Armada y años hay que navega hasta 300 días)

En efecto, poco después de los dos meses, Juan partió hacia San Fernando, en Cádiz, para al mes, tras concluir la instrucción militar y jurar bandera, marchar de inmediato a  Ferrol, donde a los tres meses obtuvo el título de operador de radio. Y no pudo descansar apenas nada, pues a las pocas horas de recibir el título también recibió la orden de presentarse en el buque oceanográfico Hespérides, en Cartagena, en el plazo de cuatro días. De manera que sí, llegó a casa, en Madrid, pasó allí tres días y al cuarto partió hacia su destino en Cartagena. Y a los ocho o diez días de incorporarse, el buque “Hespérides” partió de Cartagena rumbo a la Antártida en singladura de, más o menos, ocho-nueve meses.

Para cuando Juan marchó al CIM de Cádiz, Tomás hacía tiempo que conocía a la madre de su amigo, Julia, una viuda que tiempo ha alcanzara  los cincuenta tacos de almanaque, pues se casó tarde y no le fue sencillo concebir a Juan, que nació cuando Julia estaba próxima ya a la añada de los cuarenta. Con Juan de once años, su padre falleció, se lo llevó un cáncer de páncreas, uno de los incurables, y Julia quedó sola con su hijo. Así, cuando Juan dio la noticia de su ingreso en la Armada, y cuando aún tardaría el hijo en marcharse unos dos meses, Julia propuso a ambos amigos que Tomás fuera a vivir con ellos dos, Julia y su hijo. Se había encariñado con el bueno de Tomás y le asustaba quedarse sola en su casa, no porque temiera agresión alguna, sino porque la soledad la aterraba.

Y Tomás no tuvo inconveniente en aceptar la propuesta de la madre de su amigo, más aún por la franca insistencia de éste, que lamentaba dejar a su madre tan sola. El quería vivir aventuras, salir de su casa y las faldas de su madre, pero le apenaba (En España, la palabra “pena”, el verbo “apenar” sólo tiene el sentido de “lástima”, “dar lástima”, nunca “vergüenza” , “avergonzar” por lo que el verbo “apenar” lo empleo como “dar o sentir lástima”)

Además, para Tomás resultaba mucho más cómodo y útil vivir en casa de la madre de Juan que en el orfelinato, pues la oficina de Correos donde prestaba servicio estaba allí mismo, en la misma urbanización donde se situaba la casa de Julia, la madre de Juan.

Y así, por una de esas casualidades que tan a menudo se dan en la vida, las vidas de Magda y Tomás se cruzaron, pues no sólo esa urbanización, donde la casa de Julia se ubicaba, era la que Magda eligiera para vivir, sino que además ambos edificios el de la madre de Juan y el de Magda, estaban uno frente al otro, con las ventanas también enfrentadas entre sí.

Incluso, desde el ventanal de la habitación que antes fuera de Juan y donde ahora dormía Tomás, se divisaban a la perfección las ventanas del estudio de Magda.

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Cuando Tomás se trasladó a casa de Juan, este le informó de sus “hazañas”: Justo enfrente vivía una “prójima” de las de “toma pan y moja” que se vestía y desvestía frente a la ventana sin la menor precaución. Incluso recibía a menudo a algún que otro “maromo” y hacían sus “cositas” ante la fabulosa ventana, , con lo que el “nene” se ponía “morao” día sí, día también. Para sus “incursiones” en domicilio ajeno se había provisto de unos más que modestos binoculares, pues apenas si alcanzaban a algo más que unos de teatro; eso sí, sin el lujo que éstos suelen presentar, pues lo habitual es que sean verdaderas piezas de joyería antes que objetos ópticos.

Ni que decir tiene que Tomás siguió las “hazañas” de su amigo con verdadero fervor. El arsenal oteador se enriqueció, primero, con unos buenos prismáticos de precisión para luego pasar a un excelente teleobjetivo que Tomás compró por el popular sistema del “Compre hoy y pague… Ni se sabe “.

Eso de espiar más que observar a la espléndida mujer que habitaba justo enfrente , poco a poco se fue convirtiendo en obsesión para Tomás. A través de sus prismáticos primero su teleobjetivo después, el poco más que adolescente a sus 20 años casi escasos, se introducía subrepticiamente en la vida diaria de la mujer, violando su intimidad en la mayor de las impunidades. Se puede decir que casi únicamente vivía para eso, introducirse por sus medios de la visión a distancia en la vida de su espectacular vecina. Así, asistía a actos de la mayor cotidianidad como verla regresar a casa cada anochecer tras pasar todo el día fuera, prepararse la cena y cenar, o verla ante el televisor o leyendo, oyendo música… ¡Quién sabe cuántas nimiedades más! Pero también estaba allí, desde la distancia, cuando la mujer se desnudaba al llegar a casa para echarse por encima cualquier prenda cómoda, una tenue bata de satín las más veces pues Magda, que no otra era la tan espiada mujer, solía tener la calefacción lo suficientemente alta las tarde-noche del gélido invierno madrileño para poderse permitir estar con ese tipo de prenda tan liviano; y cuando se desnudaba después para ponerse el ligero camisón de dormir, pues Magda no gustaba de los más populares pijamas ahombrados: Era demasiado femenina para permitirse esas prendas. También aprovechaba Tomás las noches de verano que la luna iluminaba lo suficiente el saloncito-dormitorio del objeto de su obsesión para admirar casi embelesado aquel divino cuerpo desnudo, pues si la famosa Brigitte Bardot decía que para dormir sólo se ponía encima dos gotitas de “Chanel nº 5”, Magda hasta prescindía de las dos gotas de perfume a la hora de irse a la cama en esas candentes noches del tórrido verano de Madrid. Pero Tomás también estaba allí, en el apartamento-estudio de Magda, cuando la mujer recibía a sus amantes, más o menos esporádicos, más o menos estables; cuando se “pegaban” juntos la “gran paliza” sobre el sofá. Y también Tomás estaba allí cuando, trocado el sofá en cama ocurría lo que suele suceder tras la mutua “paliza” del sofá.

La intensa actividad de espionaje desembocó en una auténtica obsesión de Tomás hacia esa mujer que cada día le subyugaba más y más. Esa obsesión le llevó, en un principio, a adquirir un segundo reloj-despertador que puso a las ocho en punto de la tarde, hora a la que casi con marcial disciplina Magda solía llegar a su domicilio tras salir del trabajo , hacer las compras necesarias y demás. Este segundo despertador lo compró a fin de que no se le olvidara ningún día ponerle para que le avisara a las ocho de la tarde, pues como su despertador de siempre le ponía a las siete y media de la mañana para que le despertara, temía que algún día se le pasara ponerlo en hora para los oteamientos de las tardes-noches. Pero pronto este mantenerse siempre en la distancia no le satisfizo, pues acabó necesitando un sutil acortamiento de distancias. Y lo primero que anheló en ese acercamiento al objeto de su obsesión fue escuchar su voz. Una tarde, al regresar a casa del trabajo, se metió en el portal de Magda y averiguó su nombre en los buzones de Correos: Sólo uno de ellos se limitaba a un único nombre y éste era de una mujer, lo que no dejaba duda alguna. Con nombre y apellidos anotados buscó en la Guía Telefónica de Madrid y allí supo cual era el número de la mujer que tanto le obsesionaba, pero que ahora tenía un nombre concreto: Magdalena. Tan pronto el despertador le indicó que ya eran las ocho de la tarde, volvió a su lugar de observación, el teleobjetivo colocado sobre la pequeña mesa-escritorio que Julia colocara en la que fuera habitación de su hijo y que ya Juan colocara justo debajo de la ventana. No pasaron ni cinco minutos hasta que Tomás vio aparecer a Magda que, como de costumbre, fue directamente a la pequeña cocina donde sacó del frigorífico la sempiterna botella de leche, se escanció un buen vaso que tomó a cortos sorbos sentada a la mesa que campeaba en la cocina, sin cambiarse, sin quitarse ni ponerse nada de ropa, ataviada simplemente con la misma que luciera cuando entró en el piso.

Luego, cuando hubo terminado la leche, se levantó para en el mismo salón-dormitorio desprenderse de todo cuanto llevaba encima hasta quedar tal y como su mamá la incorporó a este mundo; a continuación pasó al cuarto de baño de donde regresó con la conocida bata de suave satín que apenas si daba para cubrir las exiguas braguitas con encajes que generalmente solía ponerse. Luego, Magda tomó un libro de la librería inserta en el pequeño mueble mural que adornaba el saloncito, puso en marcha el equipo de música para, finalmente, sentarse en el sofá que posteriormente convertiría en cama, a leer tranquilamente al tiempo que escuchaba una música que Tomás imaginó sería de ese tipo suave que sirve de acompañamiento a la lectura sin impedir la concentración en ella.

Ese fue el momento que Tomás eligió para marcar, por fin, el número telefónico que acababa de anotar no mucho antes. Mientras esperaba que su llamada obtuviera respuesta, Tomás siguió embebido en su tarea preferida, espiar a la todavía casi desconocida Magda. Así, pudo ver cómo Magda levantaba la cabeza, sin duda al escuchar el destemplado pitar del teléfono, dejó sobre la mesita que había ante el sofá el libro y corrió a una pequeña mesa auxiliar que en un rincón, junto al mueble mural, sostenía un teléfono bastante coqueto esmaltado en un vivo color rojo. Tomás percibió perfectamente cómo aquella mujer descolgaba el teléfono, durante algún segundo escuchó la fuerte respiración de Magda y luego una voz de mujer de timbre recio, seguro, pero a un tiempo matizado en dulce suavidad que hacía de esa voz algo sumamente agradable. Respondía fielmente a lo que Tomás trazara en su mente al imaginar cómo sería esa voz que tanto ansiaba escuchar.

  • Ok. ¿Dígame?... ¿Dígame?...

Magda repitió varias su requerimiento, pero Tomás no abrió la boca, no dijo nada… Se contentó con escuchar esa voz de mujer durante los cortos minutos que duró la comunicación entre ellos, si es que a eso se le puede llamar comunicación. Magda era consciente de que al otro lado de la línea había alguien, pues escuchaba nítidamente su respiración por el auricular. Pensó que sería uno de tantos moscones pervertidos; casi optó por soltarle una “fresca” y colgarle, pero al final pensó aquello de que “No hay mayor desprecio que el no hacer aprecio” y, simplemente, colgó el auricular

Tomás quedó absorto en ella, observándola tal vez con más detenimiento, más interés aún del que hasta el momento lo hiciera… Y a los pocos minutos repitió la llamada. De nuevo Magda se levantó del sofá, otra vez dejó el libro sobre la mesita de centro y una vez más se llegó hasta la mesita que sostenía el teléfono allá, donde el rincón junto al mueble mural. Magda, como antes hiciera, descolgó el auricular y, mientras lo acercaba a su boca para empezar a hablar. Como antes también Tomás pudo percibir la respiración de la mujer, tal vez ahora más agitada que la vez anterior. Y al segundo, escuchó por segunda vez en su vida aquella voz femenina que desde minutos antes espoleara, y de qué manera, la obsesión que hacia aquella mujer que, en realidad, ni tan siquiera conocía, se estaba apoderando de él. De nuevo los requerimientos de Magda al ser que sabía estaba al otro lado de la línea telefónica se repitieron

  • ¿Dígame?... ¿Dígame?... ¿Dígame?...

Por respuesta a sus nuevos requerimientos volvió a obtener el silencio de aquella persona que desde luego estaba allí, escuchándola, lo mismo que ella, Magda, escuchaba la respiración de la persona “muda”. Al final, Magda optó por cortar por la vía rápida

  • Escucha, tío degenerado. Puede que a ti te gusten estas cosas tan asquerosas, pero sucede que a mí no, así que vete a tomar por…

Y tras mandarle a tomar por donde todos adivinamos, Magda, ya furiosa de verdad, colgó el teléfono.

Tomás quedó un tanto sorprendido, aunque sería más propio decir que quedó bastante “corrido”, avergonzado, y de momento no insistió con más llamadas. Incluso cortó por esa noche su insistente espionaje y, cosa rara, canceló sus actividades de observador permanente de la monumental vecina durante un par de días, al cabo de los cuales volvió a satisfacer lo que era su mayor apetencia, lo más deseado, lo que cada día le obsesionaba más: Espiar, observar a esa mujer a diario. Aunque puede que mejor fuera decir que Tomás admiraba rendidamente a esa mujer, más que simplemente observarla o espiarla.

Las llamadas telefónicas en las que mantenía una mudez absoluta, limitándose a escuchar la respiración, la voz de Magda, la mujer para él prácticamente desconocida, que cada día sonaba más agria cuando tomaba el auricular para encontrarse con tan molesto invasor de su privacidad, pues insultaba y maldecía al “invasor” hasta en arameo; pero tales insultos y maldiciones no molestaban a Tomás en lo más mínimo y, ni mucho menos, influían en su deseo de seguir escuchando esa voz, aunque sólo la oyera dedicarle denuestos a cual más hiriente y enérgico.

Las cosas siguieron así hasta casi concluirse los primeros doce meses de espionaje, tiempo en el cual las cosas se habían deslizado más y más por el camino de la intromisión de Tomás en la vida de Magda, llegando a casi iniciar un verdadero “asedio” pues, en gran medida, Tomás llegó a casi cortar las “comunicaciones” de la “plaza sitiada”: Ni más ni menos que el mozo empezó a bloquear el correo de Magda, revisando cada mañana el correo del día y sustraía las cartas dirigidas a Magda. No las leía, ni siquiera las abría; simplemente se guardaba las cartas cuyo remitente fuera masculino, devolviendo las demás al correo.

La vigilancia a distancia sobre Magda se tuvo que interrumpir durante un tiempo bien que a su pesar, pues la singladura de Juan por la Antártica, como todas las cosas de este mundo, también tuvo su final; por lo que un día, tras de cerca de nueve meses desde que la  nave “Hespérides” zarpara de Cartagena, regresó al puerto “que los de Cartago dieron nombre” como dice Cervantes en la segunda parte de su inmortal obra, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, y pocos días después apareció por su casa.

Cuando Tomás supo que al día siguiente su viejo amigo volvería a dormir, junto a él mismo, en la habitación que antes ocupara Juan en exclusiva, el hospiciano decidió esconder el teleobjetivo y los prismáticos de precisión, llevándoselos a la oficina de Correos donde trabajaba. Los sencillos gemelos que heredara de su amigo, sencillamente los tiró a la basura. Y es que, por razones que ni él mismo entendía, no quería que Juan volviera a ver a Magda desnuda; sin saber bien por qué, lo cierto era que, desde hacía algún mes ya, a Tomás le repelía que cualquier otro hombre la pudiera ver desnuda o, simplemente, “ligerita” de ropa. Así, cuando por fin Juan llegó a casa y se vieron a solas en la común habitación, Tomás dijo a su amigo que los viejos gemelos se rompieron un día; intentó arreglarlos pero no merecía la pena, pues la reparación costaría casi tanto como unos nuevos, y adquirirlos estaba fuera de su presupuesto. Así, libró a su espiada de los ojos lujuriosos de Juan, aunque, ¿eran menos lujuriosos los ojos de Tomás al observar a Magda con todo detalle cada día?... Pero bueno, lo de los ojos de Tomás, más o menos libidinosos, es otra cuestión que, ahora al menos, no viene al caso.

Juan estuvo en casa poco más de una semana, once días para ser exactos, y entonces supimos que, en la práctica, pocas veces volveríamos a verle, a no ser que fuéramos nosotros quienes nos desplazáramos a Cartagena. Juan se había puesto novio con una compañera del “Hespérides”, y la relación llegaba al punto de haber alquilado entre los dos un apartamento en Torre Pacheco, pueblo muy cercano a Cartagena, donde los alquileres resultaban algo más asequibles que en Cartagena.

Lo que tanto temiera Julia por fin se había producido: Su hijo la abandonaba, la dejaba sola, para formar su propia vida lejos de ella. Eso la afectó enormemente, pues le tenía pavor a la soledad. De modo que se dirigió a Tomás, su esperanza entonces de cara al futuro      

  • Tomás… Esto… ¿De verdad estás a gusto aquí, conmigo? O… ¿También tú te marcharás algún día? No… no… te irás… ¿Verdad?
  • No Julia, no me marcharé. ¿Dónde podría ir?... Aquí, en tu casa, por primera vez en mi vida tengo un hogar, una familia; y tú eres la única madre que en mi existir he conocido. ¿Sabes lo que eso para mí representa? No, no te abandonaré nunca, eres mi madre…
  • ¡Gracias Tomás…! ¡Gracias Hijo mío!

Julia, llorosa, se refugió entre los brazos de Tomás, el hijo que quedaría junto a ella. El muchacho la acogió con todo cariño, la acariciaba el pelo, el rostro, y dejó un beso cariñoso entre sus cabellos. La consolaba con toda la ternura de su alma sedienta de cariño maternal. Para él, el cariño que desde que llegara a su casa, Julia le dispensó, había sido agua revitalizadora para el erial de su existencia.

Julia se empezó a calmar; o, mejor dicho, el cariño con que Tomás entonces la rodeó hizo que la mujer se sintiera a gusto, tranquila y, sobre todo, segura de cara al futuro; al próximo futuro por lo menos.

Y ya más tranquila, volvió a hablar a su nuevo “hijo”  

  • Tomás, no lo sé, pero supongo que seguramente tendrás alguna amistad, aluna relación con alguna chica…
  • No Julia, no tengo ninguna amistad ni relación con chicas. No tengo novia, si eso es lo que te preocupa…
  • No, no es que me preocupe,,, Sería lo natural… Edad ya vas teniendo, a tus veinte años ya cumplidos… Lo que quería decirte es que, si alguna vez quisieras traer una chica a casa… Bueno, ya me entiendes… Pues no te preocupes… Hazlo, yo lo entenderé… ¿De acuerdo?

Tomás se echó a reír alegremente y, cogiendo en vilo a la diminuta mujer al tiempo que con ella en alto empezó a girar sobre sí mismo, le decía en el tono más efusivo que imaginarse pueda

  •  ¡No te preocupes tú, Julia! De verdad que no tengo novia ni siquiera amiga “especial” alguna, pero si algún día apareciera algo así en mi vida, tú serías quién primero lo sabría, antes incluso que ella misma, pues una alegría así no la podría guardar para mí sólo, la compartiría contigo incluso antes que con la interesada. Mi palabra Julia, de verdad.

Y aquí se acabaron, de momento, las tribulaciones de la pobre Julia, que volvió a ver, desde ese momento, una hermosa y tranquila vida ante ella.

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La obsesión de Tomás por Magda había tomado dimensiones que desbordaban la propia obsesión incluso, para desembocar en un amor, un enamoramiento realmente ferviente. Sí, por finales Tomás se había enamorado perdidamente de esa mujer inconmensurable para él. Pues la veía muy, pero que muy por encima de él. Ella era independiente como pocas personas, aún para estos principios del siglo XXI. Independiente y resuelta. Ni tan siquiera cabría definirla como mujer enteramente liberada de cualquier tipo de ataduras, lo mismo morales que afectivas, pues en ella todo era al máximo. Al mayor nivel su iniciativa y empuje profesional, y al máximo nivel también sus iniciativas, digamos, personales, en el plano puramente íntimo de su existencia. Así, en ninguno de sus planos vitales admitía más norma o regla que su libre albedrío.

Tomás en cambio era todo lo contrario: En él la norma era el retraimiento, la timidez, la falta de iniciativa en suma. Pero era de alma tierna, con una enorme capacidad para dar cariño y una atroz demanda del mismo. En él todo parecía ser inseguridad, y así era en muchos aspectos, pero poseía una inmensa seguridad en sus afectos. Todo él era, en realidad, necesidad de dar y recibir afecto, cariño, y en este aspecto era firme como una roca.

Sí, Tomás se había enamorado firmemente de Magda, la quería con una efervescencia que apenas si encontraría parangón en nuestra sociedad actual… Pero sucedía que ni él mismo se había enterado aún de eso, de que adoraba más que quería a esa, para él, inalcanzable mujer

De modo, que el estado actual de su “relación” con Magda acabó por no satisfacerle, pues no era suficiente para sus crecientes demandas de acercamiento a la mujer. Quería, necesitaba más concretamente, estar más cercano a ella, tenerla en la distancia corta, no le bastaba con verla, admirarla en la lejanía. Le era imprescindible tenerla a un metro, a centímetros de distancia frente a él, aunque sólo fueran pocas poquísimas veces; aunque solamente fuera una sola vez, pero esa única vez al menos le resultaba imprescindible.

Pero… ¿Cómo lograrlo? ¿Se atrevería a abordarla simplemente? ¡No, en forma alguna, impensable! ¡Se moriría de vergüenza con sólo intentarlo!

No, ese procedimiento era ilusorio, tenía que encontrar una fórmula que le permitiera acercarse a ella, tenerla todo lo cerca que sus deseos demandaban, pero en forma que pareciera casual, sin aparente provocación por su parte.

La primera solución al problema la concibió el día que observó en las cristaleras del supermercado próximo un cartel demandando repartidor mañanero de leche a domicilio. El sabía que al edificio de Magda cada mañana repartían leche de ese mismo supermercado, el único cercano. Luego si Magda era uno de los vecinos que entonces recibían la leche pues… ¡Verla cada mañana muy de cerca estaría hecho! Dicho y hecho; de inmediato Tomás entró en el establecimiento para informarse del asunto. Efectivamente, era para atender esa misma calle amén de alguna otra próxima, pues el anterior repartidor acababa de despedirse, cualquiera sabía el por qué. Consiguió la plaza empezando de inmediato a ejercerla, lo que significaría levantarse sobre las cinco y poco de la mañana pues debía estar en la tienda a hacerse caro del carrito con las botellas cuyo reparto debía empezar no más tarde de las seis. De seis a ocho tenía tiempo suficiente para concluir el reparto y estar en Correos antes de las ocho y media, la hora de entrada.

Y sí, tuvo suerte pues Magda figuraba entre las clientas que así recibían cada día su botella de leche, y cada mañana era ella la que salía a la puerta del apartamento a recoger la leche pues madrugaba bastante, no después de las seis estaba de pie, pues le gustaba hacer algo de ejercicio cada mañana antes de partir al trabajo.

Pero aquello no fue suficiente pata Tomás. Sí, la veía cada mañana, y cerca, muy cerca de él, más que seguramente nunca la tendría, a someros centímetros; pero el tiempo que duraba su embeleso era tan, tan corto, tan cortísimo, que se le hacía en exceso ínfimo. Luego ideó otra forma de acercarse a ella. O mejor sería decir que haría que fuera ella la que, involuntariamente, se acercara a él hasta distancia inverosímilmente corta también.

Así, al volver a casa después del trabajo, un día pasó por el portal de Magda y depositó en su buzón un aviso de certificado. Falso, absolutamente falso, pero logró lo que quería, pues dos días después tenía a Magda ante él, al otro lado de la ventanilla y a sólo centímetros de distancia. Por vez primera pudo admirar su gran belleza en todo su esplendor, sin distancia alguna que velara nada de esa hermosura…

Como es lógico, el diálogo mantenido fue en verdad ínfimo

  •  Este certificado, por favor

Tomás representó a la perfección el papel de buscar el certificado entre los entonces disponibles, para a continuación consultar el libro registro

  • Pues aquí no hay nada, señorita. No hay ningún certificado para usted
  • Entonces, ¿este aviso qué significa?
  • No lo sé señorita. No puedo explicármelo. Pero compruébelo usted misma si quiere. Tome el registro de entrada de certificados. Verá que ese certificado ahí no existe.
  • ¡De locos! ¡Esto es de locos!

Magda tomó el aviso que Tomás le devolvía, lo estrujó con su mano, lo lanzó encolerizada al suelo y abandonó la oficina postal con un sonoro portazo tras de sí

Un par de semanas después Tomás repitió su “hazaña”, introduciendo en el buzón de Magda un aviso de giro postal, tan falso como el aviso de certificado, con lo que la escena en la estafeta de Correos y ante él se repitió casi punto por punto a la vez anterior.

Cerca de un mes después, Tomás, una vez más, introdujo en el buzón de Magda un nuevo aviso falso, otra vez de giro postal. Pero esa atardecida, cuando volvió a su función observadora al timbrazo de aviso que el reloj despertador le lanzara, el espectáculo que su admirada Magda le ofreció, fue inusitado, increíble en aquella fría y dura mujer.

Y es que aquella noche, sí, noche pues no era ya la tarde sino la noche bien entrada, Tomás vio llorar a Magda…

Como de costumbre, cuando el timbrazo del reloj despertador le avisó que eran ya las ocho de la tarde, el muchacho dejó el libro en que hasta entonces se ocupara para ponerse a observar el apartamento de Magda, pero no vio nada, todo estaba a oscuras, la mujer no debía haber llegado todavía. Esperó pacientemente hasta las ocho y media, después hasta las nueve, las nueve y media, hasta las diez incluso, pero su admirado objetivo, su obsesión de observador no apareció por allí, cosa rara en ella, pues pocas veces vio que faltara a su rutina de regresar a casa sobre las ocho, minuto antes, minuto después. Cenó con Julia cuando ésta le llamó con la mesa ya preparada y después volvió a “asomarse” al apartamento de sus obsesiones con idéntico resultado de antes: Magda no aparecía por allí, y el lugar estaba totalmente a oscuras.

Tomás acabó por acostarse poco más allá de las once, como solía hacer y se durmió. Pero ya de madrugada, casi la una después vio que eran en el despertador, al detenerse un coche en la calle le despertó. Cosa bastante rara, pues el coche se detuvo con absoluta normalidad, sin ruido de frenos alguno; más bien, pareció una especie de sobresalto, un impulso de su ser autónomo de voluntad o motivo externo alguno. Una de esas sensaciones imprevistas que a veces hacen que nos despertemos sin razón ni motivo aparente, pero que hace que estemos como sobresaltados. Así fue como Tomás se despertó esa madrugada e instintivamente corrió a la ventana, a tiempo de ver cómo del interior de un automóvil aparcado justo debajo de las ventanas de Magda, esta se apeaba con mucho ímpetu, casi se diría que furiosa, y al instante se escuchaba una voz masculina.

  • ¡Eres idiota, idiota de remate!

En ese momento un hombre también se apeó del coche por la puerta del conductor y, de inmediato, Magda volvió sobre sus pasos hasta llegar donde el vehículo y descargó un fuerte puñetazo sobre la cubierta del techo. Seguidamente, volvió la espalda a vehículo y hombre y a paso rápido se dirigió a su portal desapareciendo en él en segundos. El hombre volvió a entrar en el coche y partió de allí chirriando neumáticos.

Al momento, Magda apareció en el teleobjetivo de Tomás, que al ver desaparecer de su vista a la chica corrió a su puesto de impenitente observador, esperando verla aparecer en el apartamento. Y Magda apareció en él y en el visor del teleobjetivo que la enfocaba. Se quitó los zapatos junto a la puerta de entrada, como solía hacer y, también como de costumbre, sacó del frigorífico la botella de leche que colocó sobre la mesa. Se sentó entonces a la mesa, cosa nada habitual, y al sentarse rozó la botella que se volcó, derramando parte del contenido sobre la mesa. Magda levantó la botella, la dejó de nuevo sobre la mesa… y empezó a llorar… Desconsolada, agitándosele todo el cuerpo a los sentidos sollozos que la convulsionaban por completo. Con la cabeza hundida entre los brazos, el torso totalmente echado sobre la mesa y las manos mesando las bellísimos cabellos, convulsionado todo el cuerpo a cada espasmo provocado por los sollozos, Magda era la viva estampa del dolor más intenso. Tomás quedó anonadado ante esta visión; el dolor de la mujer parecía sentirlo en su propio yo, en lo más hondo de su ser, y entonces lo comprendió; entonces fue nítidamente consciente de lo que aquella mujer, aquella casi desconocida, había obrado en él sin que él mismo se diera cuenta, fuera consciente de ello: La quería, la amaba casi con desesperación. O bueno, sin el casi, pues también entendió que su amor era desesperado, sin posibilidad alguna de nada; esa mujer siempre le estaría vedada, pues ¿cómo pretender que una diosa se fijara en el mortal más insignificante de la tierra? Imposible de los mayores imposibles.

Tomás dejó de observar a Magda. Tapó el visor del teleobjetivo y le cubrió con el pequeño paño que tapaba el aparato cuando no estaba de “servicio”. Y desde entonces se olvidó de sus “vigilancias” vespertino-nocturnas.

Estuvo así, sin observar a la mujer de sus sueños un par de días, durante los cuales sólo la veía por las mañanas, cuando le dejaba la leche en su puerta. Pero al tercero la vio aparecer por la oficina de Correos; venía con el segundo aviso de giro, falso claro está, que recibiera, el que Tomás dejó en su buzón la misma mañana del día en que la vio llorar. Se lo había dejado al salir del edificio tras dejar las correspondientes botellas de leche.

Como las dos veces anteriores, la muchacha se llegó hasta la ventanilla que Tomás atendía, y como en las anteriores ocasiones le presentó el aviso reclamando el dinero correspondiente. Y, como en las anteriores veces, Tomás le dijo que el tal giro no aparecía entre los que el registro de entradas contenía. Pero esa mañana Magda no se rindió tan fácilmente como en las anteriores, sino que demandó la presencia del director de la oficina. Pronto Magda pudo comprobar que tal pretensión había sido una de las peores decisiones que en su vida tomara, pues se encontró con un ente femenino que más asemejaba fiera corrúpea que ser humano alguno, y lo de “femenino” es por decir algo, pues en un antiguo sargento de coraceros napoleónicos, con su fiero mostacho y todo, habría más femineidad que en semejante búfalo cafre, que aunque fuera en búfalo hembra más cafre no podía ser. En fin, que la “fiera corrúpea” apabulló de tal manera a la entonces, y puede que por primera y única vez en su vida, infeliz Magda que ésta salió despavorida de la oficina postal. Y no era para menos, pues aquel energúmeno con faldas llegó a acusarla de querer estafar al Estado, y de milagro no llamó a la policía, la Benemérita y cuantas Fuerzas del Orden hay en España.

Al momento Tomás salió despendolado tras el amor de sus amores. Tan pronto estuvo en la calle la divisó y emprendió la carrera tras de ella hasta alcanzarla; entonces, aminoró el paso y quedó tras ella pero muy junto a ella. Así caminaron ambos algún metro, hasta que ella se detuvo un momento para decirle

  • ¿Quiere usted algo de mí?

Magda le recordaba ahora perfectamente: Era el mismo agente de Correos que la atendiera tras la ventanilla de giros; y recordó también que era el mismo que las veces anteriores la atendiera. La mujer volvió la espalda a Tomás y siguió caminando; y de nuevo Tomas apretó el paso tras ella hasta volver a alcanzarla

  • Sólo quería decirle que no había dinero para usted
  • ¿Y los avisos? ¿De dónde salieron? ¡Yo los encontré en mi buzón, no son invención mía!
  • Lo sé. Yo se los coloqué. Son falsos, enteramente falsos
  • ¿Por qué? No lo entiendo ¿Por qué?... Es de locos… ¿Está usted loco acaso?
  • Porque quería verla de cerca
  • ¿Qué quería verme? ¡Está loco, francamente loco!

Dicho esto Magda volvió a andar, volvió a dar la espalda a Tomás apretando el paso para alejarse de quién le parecía loco y tal vez, hasta peligroso. Tomás quedó un minuto viendo cómo ella se alejaba de él, y al poco reaccionó para gritarle a la que se alejaba

  • ¡Porque hace dos días la vi llorar!

Al escuchar eso, Magda se detuvo en seco, se volvió hacia el joven y casi corriendo estuvo ante él. Tomás la veía acercarse y sintió que un nudo taponaba su garganta, haciendo que le costara trabajo tragar la saliva, respirar casi

  • ¿Cómo sabe usted eso?

Sí, le habían atrapado, se acababa de denunciar a sí mismo. Pues bien, esa resolución que tantas veces antes apareciera cuando se encontró en situación difícil, reapareció ahora. Casi dominó el pánico que segundos antes se apoderara de él, y decidió mantener el tipo a toda costa. El ser apocado que de por sí era, desapareció como por ensalmo.

  • La estaba observando entonces. La observo a diario, a través de la ventana. Cada día invado su intimidad con un teleobjetivo

Ahora la que quedó clavada por un momento fue Magda. Indignada le dijo con heladora frialdad

  • ¡Fuera de mi vista! –Le dio un empellón y prosiguió- ¡Vete a la mierda, degenerado, hijo de mala madre!

Magda volvió a darle la espalda y alejarse de él, pero se detuvo de nuevo. Le enfrentó otra vez y no lo preguntó, sino que rotundamente lo afirmó

  • Y también serás el cornudo que se entretiene en llamarme sin pronunciar palabra ¿No es así?

Tomás se limitó a asentir con la cabeza. Magda le miró con infinito desprecio, desprecio que expresó seguidamente

  • Eres un ser miserable, absolutamente despreciable. Ni tan siquiera me puedo enfurecer contigo, pues no ofende quien quiere sino quien puede, y tú, moralmente, eres tan “enano” que tus ofensas no pueden alcanzar a nadie.

A continuación, Magda expresó más gráficamente su enorme desprecio arrojando un salivazo en dirección a Tomás, salivazo que por poco no le alcanza, pues quedó en el suelo a menos de un metro de sus zapatos. Luego, como la diosa que para el muchacho era, volvió a darle la espalda alejándose de él definitivamente. Tomás quedó un momento parado, observando cómo su reina se marchaba y al final regresó a su oficina.

A las ocho en punto de la tarde el despertador volvió a avisarle y Tomás regresó a su diaria “vigilancia”. El apartamento de Magda estaba por entro a oscuras, pero eso fue sólo unos segundos, pues no habrían pasado ni diez cuando se iluminó, se iluminaron las dos ventanas por las que el apartamento se abría a la calle, el amplio ventanal del salón y la normal ventana de la cocina. Allí estaba ella, esperándole sin duda, pues tenía el rostro pegado a la cristalera del ventanal y oteaba con interés hacia el frente, haciendo incluso pantalla con sus manos. Llevaba encima una bata que no recordaba el muchacho haberle visto antes, pues no era nada de escotada y diría que le llegaba hasta los pies, sin dejar ver absolutamente nada de su cuerpo escultural. Tomás se retiró un momento del teleobjetivo, casi asustado ante la casi seguridad de que ella le observaba a su vez a él, aunque sin ayuda alguna de aparato óptico alguno, sólo con su agudeza visual. Estaba seguro de que sus miradas se habían cruzado un segundo antes. Y así debió de ser pues Magda al instante suspendió su atención visual, se despojó lentamente de la monumental bata y entonces apareció un atuendo de verdadero ensueño. Era algo así como un camisón en raso negro adornado con encajes del mismo color, pero conformando un conjunto de lo más sensual. La parte superior la formaban unos tirantes anchos y abombados que caían descuidados sobre la cintura dejando sus pechos con muy poco para la imaginación; por su parte la, digamos falda, era larga, llegando hasta el suelo pero por entero abierta por delante, con lo que las braguitas del mismo raso negro que el camisón y, como éste, también adornadas con blonda negra, quedaban enteramente a la vista. Lo que nunca percibió Tomás es que atuendo tan perturbador lo había escogido Magda especialmente para él, no porque exactamente deseara recrearle la vista, no, ni mucho menos; era pura y simple venganza, venganza maquiavélica podría decirse, pues el propósito era someter al entrometido muchacho a algo así como el tormento de Tántalo: Quería que apreciara sus encantos en todo su esplendor, que la deseara como nunca desearía en su vida a una mujer, para a continuación aplicar el “Lo verás, pero nunca, nunca lo catarás”. Quería, en definitiva, ponerle los “dientes largos” para que se quedara con más “ganas” que nunca, y, al final lo de “Pies fríos y cabeza caliente”.

Tras despojarse de la bata dio unos pasos por el saloncito acercándose lenta, muy, muy lentamente al sofá convertible; extendió la cama, que empujó hacia el centro de la salita con lo que la visión del mueble mejoró considerablemente, hasta casi formar un primer plano ante el teleobjetivo. Una vez la cama puesta a su gusto, Magda tomó el teléfono y con el auricular empezó a hacer señas a Tomás. Indudablemente, ella quería que él la llamara. Tomás así lo hizo escuchando estas palabras de la muchacha tan pronto ella descolgó el teléfono al primer timbrazo

  • Nenito no te pierdas ni un detalle de lo que aquí pase en adelante. Te dedico a ti, y muy  especialmente, el espectáculo que enseguida verás.

Efectivamente, apenas unos minutos después Tomás vio cómo Magda iba hasta la puerta y la abría dando paso a un hombre que ya Tomás viera aparecer por aquel apartamento unas cuantas veces antes, acabando siempre la pareja en la cama, manteniendo esa dulce “brega” cuerpo a cuerpo. Sólo que en aquellas ocasiones precedentes la susodicha cama no estaba tan en primer plano de su teleobjetivo como en ese momento estaba.

En esta ocasión Magda fue muy, pero que muy “efusiva” con su visitante; ni comparación con lo que viera en “visitas” anteriores. Cuando el “maromo” entró en el apartamento, Magda, toda solícita, se hizo cargo de la gabardina que llevaba y, cuando se medio acomodó en una butaca con Magda sobre sus rodillas, se desprendió también del grueso jersey de esos llamados de cuello de “cisne” quedando con sólo una ceñida camiseta de colorines, camiseta que salió volando, junto con los ceñidos pantalones vaqueros tan pronto como Magda le arrastró hasta la cama preparada al efecto, con lo que sólo podía lucir los diminutos calzoncillos tipo “slip” que calzaba, así como algún que otro tatuaje de tipo duro que adornaba parte de sus espalda, allá por donde se ubicaban los hombros y la cintura.

Tomás estaba pasando todas las penas del infierno observando aquella maldita sucesión de escenas, que cada una de ellas le arrancaba un girón del alma. Quiso acabar con aquello, cerrar la dichosa sesión de vigilancia, pero no pudo hacerlo. Era superior a sus fuerzas; a pesar del dolor que le causaba no podía renunciar a seguir mirando. Casi, casi, se diría de él que era un verdadero masoquista; o… ¿Quizás, un degenerado, tal y como la propia Magda le acusara? ¿Quién podría responder a eso? Desde luego, Tomás no. Ni tampoco le interesaba, ni preguntárselo ni, mucho menos, responderse.

Pero lo cierto es que, por finales, se apartó de la ventana… Y lloró… Sí, lloró amargamente. Por eso, por suspender su “vigilancia”, no vio cómo, cuando Magda y el “fulano” se revolcaban a modo por la cama, ella paró un momento y, señalando en la dirección de la ventana desde la que estaba segura que Tomás les observaba atentamente, le dijo algo a su compañero de cama. Este, al momento saltó de la cama, se escurrió alrededor de la cama procurando sustraer su desnudez al, de par en par, abierto ventanal, se vistió lo mejor y más rápidamente que pudo desapareciendo de la visión que Tomás hubiera podido tener de haber estado observando la escena, como Magda creía que hacía el muchacho en ese momento. Aquí, señalar que, desde que la mujer informara a su “partenaire” sobre las “hazañas” de su joven vecino, se estaba partiendo de risa ante la reacción del “maromo” que momentos antes la “trabajara” tan a fondo… Porque lo que es “trabajarla”, a ciencia cierta que la “trabajó”

Pero como queda dicho de nada de esto se enteró el pobre Tomás, de forma que la primera noticia sobre lo “popular” que para entonces era para el antedicho “maromo” fue el berrido que éste lanzó tan pronto se vio en la calle y bajo la ventana señalada por Magda

  • ¡Maldito mirón de mierda! ¡Cornudo hijo de siete padres! ¡Baja aquí, mamón cobarde! ¡Baja si tienes lo que debes de tener! ¡Baja si entre las piernas tienes algún rastro de hombría!

Sólo entonces Tomás se enteró de que algo debía haber ocurrido en el piso de Magda. Se asomó a la ventana y vio abajo al enfurecido “ligue” de Magda. Había escuchado nítidamente sus retos y sabía perfectamente lo que de él se demandaba: Hacer frente, como bueno, a las consecuencias de sus actos. Tomás no era ningún “valentón” y mucho menos un “musculitos”, pero tenía su “alma en su almario” y, desde luego no se iba a echar para atrás ante semejante compromiso, aunque supiera de antemano que toda oposición sería inútil, pues todas las “tortas” se las iban a dar en la misma mejilla, no habría lugar a presentar la otra. Así que, con parsimonia y sin siquiera echarse por encima prenda de abrigo alguna, por más que en Madrid hacía ya tiempo que empezara a refrescar, sobre todo desde que oscurecía, Tomás salió de la casa, bajó a la calle y se llegó hasta donde el “pavo” le esperaba, quedando por entero frente a  él. Este era un hombre de unos cuarenta años, tal vez algo menos; barbudo y melenudo, pero con gafas. Y la verdad es que a Tomás, realmente, no le pareció mala persona. Era un hombre más, como cientos, miles, que cada día deambulaban no por Madrid, que sería mucho decir, sino por aquella misma urbanización

  •  ¿Estabas mirando?

Tomás respondió a la pregunta asintiendo con la cabeza. Entonces volvió a decir el hombre aquel

  • Prepárate. Vamos, “capullo”

Tomás apenas si se preparó, simplemente amagó con subir ambos puños cerrados, como en un ensayo de posición defensiva pugilística, pero el devenir del “combate” fue rápido cual rayo que se cierne sobre la Tierra: Se limitó a un solo puñetazo que puso a la “virulé” un ojo de Tomás. Entonces el hombre se inclinó sobre el muchacho y señalándole con el índice extendido le dijo

  • No vuelvas a hacerlo. A tu edad eso no es sano… Te puede causar muchos disgustos.

A la mañana siguiente Tomás, con un ojo enteramente amoratado, estaba en la tienda para hacerse cargo de su reparto de leche. Subió al piso de Magda y fue a dejar la botella de cada día a la puerta de la mujer y recoger la botella vacía del día anterior. Pro no llegó a hacer ninguna de ambas cosas pues la puerta se abrió tan inopinada como violentamente empujada por Magda, que por poco si incrementa los “desperfectos” de la noche anterior, pues a punto estuvo de estrellarse contra su cabeza. Por suerte así no fue, y ante él apareció la dama de sus sueños. Pero esa mañana no estaba por entero vestida, como habitualmente aparecía ante él al recoger su leche diaria, sino con una bata larga, también de seda, y abierta por entero, dejando al descubierto una especie de pijama de raso y de una sola pieza: Sujetador arriba y un cortito calzón que no le llegaba más abajo del nacimiento de los muslos. Algo muy parecido a un sugestivo “Baby Doll” A Tomás le pareció la cosa más hermosa que jamás sus ojos vieran, incluso más hermosa que la noche anterior, con aquel camisón de ensueño, porque ahora la tenía allí delante, de cuerpo entero y sin que entre ellos mediara distancia alguna, como aquel que dice. Ella le miró sonriente y se apoyó por un momento en la jamba de la puerta observando al chaval que tan asiduamente la espiaba. No sentía en ese momento animadversión alguna hacia él; a decir verdad venía esperándole desde antes de que amaneciera.

Por cierto, que el acompañante de la noche anterior se tuvo que marchar por donde vino una vez que subió a su apartamento tras propinar el puñetazo al chavea que entonces estaba frente a ella. Había cumplido el cometido que ella pretendía cuando le citó a las ocho en punto y, tras ver cumplido su propósito de humillar a aquel chaval tan molesto, el “maromo” le estorbaba y en la calle precisaban gente, de lo solitaria que estaba.

  • ¡Suponía que eras tú!

Dijo Magda sonriendo. La puerta no llegó a alcanzar al joven porque éste se hizo hacia atrás a tiempo, aunque no pudo evitar perder el pie, por lo que ahora estaba prácticamente sentado en el suelo. Magda se agachó quedando más o menos en cuclillas frente al chaval

  • ¡Vaya aspecto tienes!... ¿No sabes pelear?

Magda había avanzado su mano hasta tomar el rostro de Tomás por la barbilla y volverle hacia ella, pero el muchacho se soltó y digamos que corrió hasta la pared de enfrente, donde quedó entre las dos puertas frente al lado de la puerta de Magda.

Ella le vio alejarse y calmosamente se levantó para, seguidamente y con no menos calma, avanzar a su vez hacia donde el muchacho se encontraba, de pie y completamente ruborizado, con los ojos bajos. Cuando la vio aproximarse, Tomas le volvió la espalda, quedando frente a la pared. La mujer llegó a su lado y le habló

  • Dime chico, ¿Por qué me espías?
  • Porque te quiero

Tomás había respondido sin mirarla y con todo su cuerpo temblando. Magda no repuso nada, de momento, a la espontánea declaración de aquel joven tan raro. Sólo se acentuó aún más la sonrisa de sus labios y su garganta dejó exhalar algo así como una risa, o mejor cabría decir que la propia sonrisa que sus labios exhibían, sólo que acompañada de una especie de sonido agradable, muy agradable. Tomás entonces se volvió hacia ella y sus ojos la miraron llenos de un inmenso amor, pero carente de deseo alguno, pues esa mirada era limpia, sólo expresaba eso, amor, cariño inagotable

Magda seguía mirándole también, pero no supo ver esa verdad en los ojos posados en ella; antes bien, creyó ver otra cosa en el brillo intenso de esos ojos

  • ¿Me quieres?... ¿Por qué me quieres?...
  • No lo sé. Simplemente te quiero; así, sin más.
  • Acaso… ¿Quieres besarme?
  • No.
  • ¿Quieres que vayamos a la…? ¿Quieres que hagamos el amor?
  • No
  • ¿Te gustaría que hiciéramos un viaje juntos? A Barcelona, o a Sevilla… ¿A una playa quizás? A las Canarias, que ahora empieza allí la temporada.
  • No
  • Entonces… ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué deseas de mí?
  • Nada, nada
  • ¿Nada?
  • Nada. Nada en absoluto

Magda estaba alucinada, no podía salir de su asombro. Aquello sí que no se lo esperaba. Miró a Tomás aún más intensamente, como no dando crédito a lo que escuchaba, como si quiera averiguar una verdad arcana, insondable. Pero Tomás entonces escapó a todo correr. Salió corriendo en dirección opuesta a los ascensores y alcanzó las escaleras, trepando por ellas como alma que lleva el diablo hasta llegar al último piso, con el cuarto de máquinas del ascensor y la puerta que daba paso a la terraza que servía como azotea, poblada de antenas de todo tipo, las ya inservibles analógicas las digitales actuales y las parabólicas…

Tomás Salió a la terraza, se llegó al borde y respiró hondo, agradeciendo el frescor un tanto intenso de aquella mañana del otoño madrileño, un otoño lo suficientemente adelantado para que ese agradablemente cálido “Veranillo del Membrillo”, tan típico de Madrid, hiciera alguna semana que se despidiera hasta el siguiente año.

Las rachas de aire fresco aclararon poco a poco el pandemónium existente en su cerebro, librándole de la tremenda tensión a que la presencia de Magda, su enervante cercanía le sometieran hasta el punto de casi anular toda reacción que no fuera mirarla, escucharla embelesado, pero con la mente en blanco, incapaz no ya de razonar, sino que ni de pensar siquiera. Había quedado como un “zombi” tan pronto la vio, tan pronto aspiró ese inconfundible aroma de mujer única que tan bien recordara de las escasas escenas ante su ventanilla de Giros y Certificados; tan pronto percibió junto a sí el embriagador calor que el cuerpo femenino irradiaba a su alrededor.

Ahora, en cambio, sí fue capaz de pensar. Recordó la pregunta final de Magda: “¿Qué es lo que quieres? ¿Qué deseas de mí?. Ahora, más calmado sí sabía lo que deseaba de ella. Abandonó pues la terraza-azotea y bajó las escaleras a mayor velocidad que las subió, llegó a la puerta de la mujer y llamó

  • ¿Puedo invitarte a tomar algo? Un café, una cerveza, un helado si lo prefieres…

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Por fin Tomás tenía a Magda enfrente de él, y para él sólo. Bueno, eso de “Para él sólo” no era sino una metáfora, pues su adorado tormento seguía siendo para él la cosa más inalcanzable de la tierra. Pero allí estaba, enfrente de él, sentada con él a la misma mesa, como si fueran, por lo menos, dos buenos amigos. ¿Cómo imaginar siquiera esto, ayer mismamente? ¡Inimaginable! Pero… ¡Allí estaban los dos! Una inmensa felicidad se enseñoreaba de su ser, pero seguía siendo el ser apocado, tremendamente tímido que siempre fue y, por añadidura, el ser más inseguro del universo estando frente a ella. Total, que, como siempre también, era incapaz de elevar los ojos hasta el rostro de Magda.

  • ¿Cuánto tiempo hace que me espías?
  • Un año

Magda lanzó un suave silbido, casi de admiración

  • Hace tiempo que no lo oía. Tú lo has dicho esta mañana. ¿Cómo era lo que me dijiste?

De nuevo Tomás bajó la vista, otra vez bastante “cortado”

  • Te quiero
  • ¿En serio?
  • Si.
  • (Al tiempo que negaba con la cabeza) Ts, ts, ts. Olvídalo…

Siguió un corto silencio entre ambos

  •  Dime chico. Además de quererme a mí y trabajar de repartidor de leche y en Correos, ¿Qué más haces?
  • Poco… Casi nada… Estudio algo por las noches. Intento sacar el título de Radio-Aficionado por correspondencia.
  • Eres muy raro, chico
  • Tal vez. Lo cierto es que tengo pocos amigos… Bueno, en realidad ninguno. Tenía uno, pero se fue a la Armada. Quiere viajar, conocer mundo… Yo me quedé a vivir en su casa, con su madre, que ya es como mi propia madre.
  • ¿No te tratas con tus padres?
  • No tengo padres. Me abandonaron nada más nacer, en el mismo paritorio, según tengo entendido. Me crié en un hospicio, mi primer hogar ha sido la casa de Julia, la madre de Juan, mi amigo. Y ellos dos, mi única familia…

Magda calló. La historia del chaval le resultaba arto familiar. Le volvió a mirar, tal vez con más atención. Le había dicho que la quería… ¿Cuántas veces había escuchado esas palabras de labios de un hombre? Pocas, muy pocas… Realmente, ninguna. Las veces que las oyó, sólo escondían tras de sí el deseo más primario, pero de sentimiento auténtico, nada de nada… En este chico, en cambio, parecía latir la verdad… ¡Bah, y qué importaba eso! ¡Nada, absolutamente nada! ¿No era su norma de vida “No al sentimentalismo”? Pues eso…

  • Supongo que habrás visto cómo en casa recibo a algunos hombres, incluso lo que “hacemos”

De nuevo Tomás bajó la cabeza y, sin mirarla, asintió agitando la testa de arriba abajo

  • La verdad es que mucha suerte con el género masculino no he tenido. Algunos me buscaron, pero ninguno se quedó.

Una pausa de silencio

  • ¿Recuerdas al que venía hace unos meses, por la primavera pasada más o menos?
  • Sí. Ese no me parecía mal. Se me hacía buena gente
  • . Ni me llamó siquiera. Claro, que creo que no se llevó mi teléfono, pero sí recuerdo que le di mi dirección electrónica en oficina. Supongo que sabes que en casa no tengo ordenador. Pues ni un e-mail he recibido tampoco de él. Pero, ¿sabes? ¡Que le den! Me dije. A mí, la verdad, tampoco me gustan las ataduras. Prefiero vivir como lo hago, al día y sin ligarme realmente a nadie. El sentimentalismo es un atraso. ¿Para qué poner sentimientos en nada? ¿Para qué inmiscuirse con nadie? Créeme, para al final sufrir. Si no pones el corazón en nada, nadie te lo destrozará. Por eso te dije que olvides lo de quererme, lo de querer a nadie, pues al final, un alguien te romperá el corazón…. Aunque… ese tipo me gustaba, me gustaba mucho… Casi llego aA mí me gustaba bastante. Pero me dejó. Era ingeniero pero aquí, en España, no encontraba lo que buscaba. Vio una ocasión para mejorar su suerte en Alemania y, sin pensarlo un segundo, se “largó” para allá. Me prometió escribirme y llevarme con él cuando estuviere medianamente afianzado allá, pero nunca me escribió poner el corazón en él… ¿De qué me hubiera servido? De nada… Menos mal que, por finales, reaccioné… Volví a mis principios de siempre… ¡Nada de sentimentalismos!... Esto no obstante, la verdad es que… que sufrí un poco… No, un poco no, bastante en realidad… ¡Me llegué a ilusionar con él, y… ¡Craso error que no volveré a cometer!

Pero lo cierto es que Magda se puso triste, melancólica cuando hablaba. Tomás fue consciente de que aquella vieja herida todavía sangraba un poco… El mismo había quedado cabizbajo escuchándola. De vez en vez, lanzaba lastimeras miradas a su pecho, como si allí llevara algo que le pesara mucho.

Al fin, con la cara baja, sin mirar a su acompañante, metió la mano en el interior de su americana, pues para la ocasión Tomás se vistió de traje completo y camisa más corbata a juego. Al verle de tal guisa, Magda no había podido contener la risa: “¡Pero chico, si así ya no viste casi nadie desde hace años! Pero Tomás era así, clásico en sus gustos y con más motivo en ocasión como la de esa tarde. No es que quisiera impresionar con falsas formas a quién ya lo era todo para él, ni muchísimo menos; era, simplemente, el acto de respeto hacia una dama, su dama, para él, la dama por excelencia.

Pero decíamos que Tomás introdujo su mano en el interior de la americana. Pues bien, de allí sacó un manojo de cartas, sobres íntegros, enteramente cerrados, a la espera de que el destinatario, destinataria en este caso, abriera y leyera las misivas. Y colocó los sobres sobre la mesa, a la disposición de Magda, la destinataria.

  • Yo… Yo… Cogí tus cartas. No sabía que eran de él… Como trabajo en Correos…

Magda estaba atónita, pero no dijo nada. Eso sí, se puso bastante seria, pero sin pronunciar palabra. Tomó las cartas y abrió una de ellas, al azar, la que se le vino antes a la mano y la ojeó un minuto, no mucho, no mucho más.

  • Me espías, me traes la leche, me haces ir a Correos en balde… Y robas mis cartas… Eres un ladrón chico, un puñetero ladrón además de un mirón…

Magda de nuevo guardó silencio. Ojeó de nuevo la carta que había abierto y la dejó, la apartó a un lado. Volvió a encarar a Tomas, descansó los brazos cruzados sobre la mesa, tal y como antes los tuviera, y prosiguió

  • Pero ¿sabes chico? La verdad es que ya no me importa… No es sino agua pasada. Me gustó, sí, pero ya no me gusta, y ahora no me gustaría estar con él allá en Alemania… ¡Brr…! ¡Qué frío, madre, qué frío…!

En ese momento llegó el camarero a pedir la comanda. Magda dijo

  • Yo prefiero una copa de vino tinto; de Rueda, Ribera del Duero, hasta un Sangre de Toro de Zamora valdría. De Rioja no, por favor
  • Dos copas de vino de las que la señorita dijo
  • Perfectamente. ¿Algo para picar?
  • ¿Qué prefieres, Magda?
  • No, de comer no me apetece nada… Bueno, unas patatas, si dan “tapa” con el vino
  • Desde luego señorita

El camarero marchó y los dos volvieron a quedar solos

  • Con que… Me quieres… Y de verdad, afirmabas esta mañana… ¿Qué significa para ti eso de “De verdad”?
  • Pues no lo sé muy bien… Pensar en ti continuamente… Desear verte a todas horas… No lo sé, de verdad… Algo así, digo yo
  • Pero chico, también puede ser eso una obsesión; que, simplemente estés obsesionado conmigo. Seguro que si hacemos el amor, tu obsesión desaparece...

Tomás volvió a bajar los ojos. El sesgo que la conversación estaba tomando le ponía de un rojo subido hasta las orejas. En fin, que su inseguridad estaba al borde de hacerle levantarse y echar a correr, pues estaba pasando, realmente, un mal rato

  • No Magda, no desaparecería nada… Entiéndeme… Si tal llegara a suceder… ¡A qué ir al Cielo de Dios… El cielo ya lo tendría en la Tierra… Pero no es eso concretamente lo que deseo…. ¡Ni lo sé…! Ni lo sé explicar: Vivir contigo… Verte día y noche… Oler tu perfume, el perfume de tu pelo… El aroma de tu cuerpo… Sentir junto a mí, en mí mismo, el calor de ese cuerpo tuyo que me embriaga… Me enloquece… Eso sería mi paraíso terrestre… Aunque nunca te tocara… Aunque nunca te acariciara… Aunque nunca quisieras darme… “Eso”… ¡Qué más daría, si te podía ver, aspirar, sentir tu aroma, sentirte a ti!... ¡Tú, tú misma. Tú, en definitiva, eres lo único que me interesa. Te dije esta mañana, allá en tu casa, que de ti no quería nada, y es verdad. ¿Ves? Con estar aquí, contigo, tengo bastante… Y si te veo con otros… No voy a decir que me agrade, pues la verdad es que lo paso fatal… Me entran las penas del infierno pues me asaltan unos celos horripilantes… Pero al final, pues tampoco es tan malo… Quiero que seas feliz Magda, que tu vida sea agradable… Yo sé que para ti nunca podré ser nada… Tú eres una Diosa del Olimpo y, ante ti, yo no llego ni a gusano… Luego otros tendrán que ser los que te hagan feliz… ¡Es la vida, Magda, así hay que tomarla…! Y así la tomo. Puede que por eso sea por lo que no puedo dejar de espiarte… Aunque te juro que quisiera dejarlo; sé que no está bien, que mereces tu intimidad y que nadie, menos yo, debería quebrarla… Pero, de verdad, me es imposible, es superior a mí…
  • ¡Anda chaval, déjate de esos pensamientos…!

Magda se había puesto un poco triste al escucharle; o mejor dicho, melancólica. Le agradaba lo que oía… A qué mujer no le agradaría verse tan limpiamente querida, amada de la manera que ella veía en ese chico, sin egoísmo alguno... Porque Magda veía claramente que aquél chaval, aquél casi adolescente con sus apenas veinte años, le hablaba con el corazón en la mano. Y, viéndolo bien, no le parecía entonces tan joven; en un momento Tomás se agrandó ante ella, pues esa convicción de lo poco más que adolescente que él era; aquel chico que, ante ella, indudablemente era un crío, desapareció como por arte de magia, para ver ante ella a un hombre: Un hombre, además, atento, cariñoso, pendiente de ella en todo momento… ¡Qué bonita hubiera podido ser la vida…!

Pero la vida era como era, y los cuentos de hadas sólo son eso, fantasías. Fantasías bellas, idílicas, maravillosas,… Divinas…Pero cosas irreales, oníricas, imposibles en la realidad… La vida era como era, dura, cruel… Y el edén de “Alicia en el País de las Maravillas” era eso, una quimera irrealizable… ¡Qué lástima, Señor, qué lástima…!

  • De verdad chico, borra todas esas ideas de tu mente, arrójame de ti y quema el telescopio, teleobjetivo o lo que sea… Destrúyelo. Olvídate de mí. Yo no soy buena, no soy la mujer con que sueñas… Realmente, estoy segura de que no tengo ni alma ni corazón. Soy egoísta, vivo al día y no me interesan las relaciones profundas, pues el alma, los sentimientos no soy capaz de ponerlos en nadie. No puedo querer a nadie. En mí, todo es materialismo. Esto quiero, y lo quiero ahora; lo tomo porque lo quiero y lo quiero en ese momento. Pero lo normal es que al día siguiente, cuanto el precedente me interesaba y quería, ya no lo quiera ni me interese. Y lo tire a la basura. En realidad soy mala, muy mala chico, y al final, no sabes bien el daño que te causaría.

Al poco, más o menos las nueve-nueve y media de la noche, la pareja salió de la cafetería y se vio en la calle. Caminaron un trecho uno junto a otro, podría decirse que hombro con hombro. Los dos en silencio, aunque mirándose de vez en vez. A un trecho, ni corto ni largo, vieron cómo se aproximaba el autobús que los conduciría a su calle, justo enfrente de sus hogares respectivos. Magda se volvió a Tomás

  • Te propongo un trato chico. Si alcanzamos el autobús, si nos subimos a él, subimos los dos a mi casa; si no, cada mochuelo a su olivo: Tú a tu casa y yo a la mía.

Al momento, Magda tomó a Tomás de la mano y, riendo como una quinceañera echó a correr en busca del autobús 

  • ¡Vamos, chico, vamos! ¡Corre más o no lo alcanzamos! ¡Hay Señor, qué muermo de tío! ¡Si parece que tienes sangre de horchata! ¡Pues sí que está bien la cosa! ¡Menudo amante serías tú! ¡De pena, de verdadera pena! ¡Ja, ja, ja!

Los dos corrieron hacia el autobús, prendidos de la mano y riendo los dos, aunque en honor a la verdad fuera Magda la que tiraba de Tomás, siempre él un paso por detrás de la mujer, mucho más decidida y activa que él.

Cuando por fin llegaron a la parada, jadeando por la corta carrera, el autobús había ya cerrado sus puertas y echado a andar. ¡Lo habían perdido irremisiblemente! Pero se obró el milagro, pues el conductor, al verles llegar a la parada, puede que porque a todas luces llegaran acalorados por el esfuerzo hecho aunque éste no había sido para tanto, se apiadó de ellos; detuvo un momento el vehículo y abrió la puerta delantera, donde se sienta el conductor y se cobra el billete. Cosa esta cuasi milagrosa, pues menudos son en estos los conductores de la EMT madrileña. Pero la cosa es que la pareja logró encaramarse a esa especie de máquina para fabricar ruidos, que son los coches de la EMT. Eso sí, de nuevo gracias a Magda que, impetuosa cual era, tiró nuevamente de Tomás y prácticamente le arrastró hasta el interior del traqueteante autobús.

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Por primera vez, Tomás estaba en el apartamento de Magda, en su cocina, ante esa mesa a la cual la viera llorar; en el salón, donde tantas veces la viera revolcarse…  ¿Con cuántos hombres? Ni lo sabía, pero con bastantes… Ni sabía ya tampoco las veces que, a la vista de tales escenas creyera morir de celos, puros, puros celos… Hasta algún día llegó a llorar al presenciar esas escenas, y más de una vez se volvió de espaldas para no seguir sufriendo el tormento de los celos. Pero era igual; igual porque las escenas estaban en su cerebro, y su cerebro las reproducía incansablemente, sin tregua ni descanso… Hasta día hubo que creyó enloquecer de celos… Una vez, una sola, la vio hacer el amor con uno de esos hombres… No podía recordar con cual. Entonces todavía no sabía que la quería, pero su reacción fue como la de las otras veces: El íntimo desconsuelo de los celos, ese dolor casi inaguantable. Esa vez, tuvo que cerrar los ojos poco más que de inmediato, pues enseguida se le hizo insufrible lo que veía. No les oía, claro está, pero estaba seguro de que Magda gritaba casi histérica; la vio moverse como una tigresa, clavando sus dientes en el hombro, el cuello del hombre intuyendo que sus uñas rasgaban la espalda masculina… No lo aguantó. De un manotazo lanzó al suelo el teleobjetivo y salió corriendo de la habitación donde dormía en la casa de Julia, refugiándose en el baño donde vomitó, pues la experiencia vivida a través del teleobjetivo acabó por desordenarle el cuerpo hasta sentirse enfermo, con tremendas nauseas. Luego, abrió el agua fría y, sin siquiera quitarse la camisa y el pantalón que llevaba puesto, se metió debajo del agua. No porque necesitara enfriar erotismo alguno, no, sino porque precisaba apaciguar el sordo arder de su indignación, la tremenda cólera que se le desató en el pecho en un segundo; dar escape al profundo odio que entonces sentía hacia los dos, Magda y su acompañante.

Nunca más volvió a ver esos momentos, que de todas formas se siguieron sucediendo. Pero jamás quiso volver a repetir aquella terrible experiencia.

De su ensimismamiento, de esos pensamientos tenebrosos, vino a sacarle la propia Magda. Cuando llegaron al apartamento, su dueña invitó a Tomás a sentarse donde quisiera y quitarse la prenda de abrigo que llevaba sobre el traje. A, incluso, servirse cualquier cosa que le apeteciera, pues la carta de licores de su mueble-bar no era precisamente parca. A la mujer le apetecía vivir bien, y lo ostentaba. Mientras, dijo que se daría una ducha rápida.

Y así estaba ante él, luciendo la bata de seda que tantas veces viera de lejos, esa que apenas si le tapaba hasta una línea indefinida que no se sabía bien si la delimitaba el final de las nalgas o el principio de los muslos, ahora enteramente abierta pero no de par en par, pues los extremos de ambos lados se encontraban en el centro de su cuerpo, de forma que los senos de la mujer sólo se insinuaban en ese centro del cuerpo, pero dejaba adivinar perfectamente que, bajo aquella bata, no había nada más, ni tan siquiera las diminutas braguitas que la bella gustaba ceñir. El pelo, no es que estuviera chorreando agua, pero se mostraba absolutamente húmedo, dejando caer alguna que otra gota de agua sobre su rostro límpido, y, como siempre le gustaba estar en casa, venía descalza, dejando que sus pies desnudos descansaran sobre la moqueta que alfombraba el salón y el breve vestíbulo.

Ella entonces se acercó al muchacho lenta, felinamente, y cuando estuvo ante él, bajó la cabeza para inmediatamente alzarla mientras la agitaba, moviéndola violentamente a un lado y otro, salpicando de agua al chico que tenía enfrente, pero quedando con el cabello perfectamente en su cabeza. Entonces, sonriente, decía al que sólo solía llamar “chico”

  • ¿Es esto lo que hago?
  • No lo sé
  • ¿No lo sabes? ¿Es que no me ves cuando lo hago?
  • No sé. No me he dado cuenta
  • ¡Cómo sois los hombres! ¡Sólo os fijáis en lo mismo, en nuestra desnudez!

Tomás sacó del bolsillo una de esas bolas que, al agitarlas, parecen un paisaje nevado. Y se lo acercó a Magda, diciéndole

  • Esta bola, podías quedártela
  • ¿Qué es esto?
  • Hace tiempo que la tengo. La compré una vez que estuve en Zaragoza, como recuerdo. Ahora quiero que sea para ti.

Magda miró la bola; la agitó y el paisaje nevado en torno al Pilar se puso de manifiesto. Sonrió una vez más y la dejó sobre el mueble mural, junto al cual se encontraban los dos.

  • Me la das, me la regalas… Gracias chico… Me gusta… Pero… Yo no soy buena, y lo sabes. No debieras regalármela.

Magda se había ido acercando a Tomás, más y más, mientras hablaba. Y Tomás había ido retrocediendo, reculando hacía atrás según la mujer más le empujaba que se le acercaba, hasta quedar abocado a caer al sofá que se convertía en cama por la noche.

  • Yo sólo sé que te quiero –Respondía Tomás- Y nada más me importa, nada más quiero saber

A todo esto, resultaba que ambos dos estaban siendo observados en aquellos momentos. De alguna forma, se repetía lo del “cazador cazado”. Era Julia, la madre de Juan, el amigo marinero de Tomás y casi madre del muchacho, que a través del teleobjetivo del amigo de su hijo no se estaba perdiendo detalle de lo que sucedía en el apartamento de enfrente. Y nada de lo que estaba viendo le estaba gustando. Desconfiaba de aquella mujer. De tiempo atrás sabía de la pasión que en el que consideraba como un hijo provocara aquella mujer; una mujer que, para empezar, era demasiado mayor para Tomás. ¿Cuántos años les separaban? Con seguridad no lo sabía pero, desde luego, al menos diez-doce años y muy posiblemente más años. No. Para ella, aquella mujer no podía ser nada bueno para el que quería como auténtico hijo; sin duda, Tomás saldría de esa relación, la que casi horrorizada veía que podría avanzar muchos, muchísimos pasos desde esa noche, muy tocado, muy herido. Y eso sí que no.

Pero volvamos a lo que entonces pasaba en el apartamento de Magda. Cuando ella escuchó cómo “el chico” le decía que él sólo sabía que la quería y que nada más le importaba ni quería saber, seria, muy seria le repuso

  • ¿Qué más sabes de mí? Dime lo que ves cuando viene uno u otro hombre.
  • Te… Te… Te veo hacer el amor…

Tomás casi tartamudeaba. No se atrevía ahora a mirar a la mujer que estaba ante él, y la lengua se le trababa que era una vida mía. Temblaba, sudaba, se retorcía las manos

  • Bue… Bueno… so… sólo te… te vi una vez. Lo pasé muy mal y no pude seguir mirando. Tiré el teleobjetivo al suelo y salí de la habitación de inmediato. Y nunca más quise ver esos momentos… Nunca más te he espiado hasta esos extremos

Tomás, paulatinamente, había ido adquiriendo seguridad en sí mismo. La lengua dejó de trabársele y se acabó el tartamudear, el temblar… Todas esas cosas se acabaron.

Por su parte, Magda había vuelto la espalda al “chico” mientras éste hablaba. Y así, de espaldas a él, comenzó a hablar

  • Error. Tremendo y craso error
  • ¿El qué?
  • La definición que has utilizado para expresar lo que, al menos una vez, viste: “Hacer el amor”. No, lo que viste no era amor. Era sexo. Unica y exclusivamente, sexo, sin mezcla de amor, de afecto alguno. El hombre desea sexualmente a la mujer y la mujer desea sexualmente al hombre, pues al final sólo somos un macho y una hembra de una misma especie que responden al impulso atávico que la Naturaleza impuso a todo ser vivo para perennizar la existencia de las especies biológicas sobre la Tierra. Biológicamente hablando, la razón de ser de todo organismo vivo, ya sea planta, ya sea animal, es asegurar que sus genes estén presentes en las siguientes generaciones de su especie. Es la fórmula que la Naturaleza “inventó” cuando la vida se implantó sobre la Tierra, la reproducción. Primero fue la reproducción asexuada de las simples células, luego la reproducción sexuada de los organismos complejos, pluricelulares o multicelulares. Y el acicate para que los individuos no tengan más remedio que procrear, reproducirse, es el placer que el sexo conlleva en sí mismo, sin mezcla alguna de afectos o sentimientos.

Aquí, Magda se había vuelto de cara al “chico” tras ajustarse la bata abrochándose un par de botones y ciñéndose a la cintura el cinturón de pura seda que hasta entonces colgara por ambos costados. Así, empezó a avanzar hacia el “chico” mientras proseguía

  • Mira chico, lo que tú realmente sientes por mí no es más que deseo. Deseas mi cuerpo y nada más; nada más hay detrás de tus palabras, de tu pretensión sentimental. En lo que hacia mí sientes no hay afecto alguno, sólo la natural querencia sexual ante una hembra humana atractiva que despierta tu lívido

Magda había tomado una silla que acercó hasta situarla por entero frente al “chico” sentado en el sofá. Se sentó en la silla y la acercó todavía más, quedando al final a escasos centímetros del muchacho. Las rodillas de ambos francamente chocaban entre sí, pues la distancia que entre ambas mediaba no alcanzaba para que las de él y ella pudieran estar por entero extendidas, pues mutuamente se lo impedían. Entonces, Magda abrió sus muslos, acogiendo entre ambos las rodillas, las piernas podría decirse de Tomás. Al hacerlo, la bata cedió por ambos costados dejando en su entera desnudez los dos muslos femeninos y dejando entrever, allá al fondo, en el mismo nacimiento de esos muslos, la tenue oscuridad del rizoso vello púbico, suave como la seda

Tomás, tan pronto tuvo a Magda tan cerca, empezó a sudar, a temblequear y sin capacidad de habla. Una especie de volcán entraba en erupción en su interior y su naturaleza masculina emergió esplendorosa, vibrante, totalmente enervada. Los sudores se le iban para inmediatamente volver y acalorarle cada vez más. Todo su cuerpo temblaba como una hoja y el nudo de su garganta escasamente le permitía respirar, mientras sentía cómo su corazón galopaba a toda velocidad, cual corcel emancipado a todo control.

Para completar el cuadro, Magda se inclinó sobre él musitando muy, muy cerca suyo; muy, muy quedamente, como si solamente le hablara al oído

  • Sabes que no llevo nada debajo… ¿Verdad?

Tomás sudaba aún más y su masculinidad cada vez adquiría más y más potencia; pero no se atrevía a mirar ese rostro femenino que estaba ya a escasos centímetros de él. Aspiraba intensamente el perfume de aquella mujer y el aroma que ese cuerpo escultural esparcía; sentía en lo más íntimo el calor que también ese inmenso, maravilloso cuerpo femenino irradiaba por doquier; pero, sobre todo, a su olfato llegaba con toda nitidez un aroma nuevo, nunca antes sentido en su no muy larga existencia: Era un olor raro, acre, muy acre y muy fuerte; un olor que embriagaba pero al propio tiempo casi repelía a veces, pero la embriaguez que provocaba era lo determinante del nuevo aroma, que le atraía, le atrapaba como el imán al hierro. Era el aroma que el sexo de Magda exhalaba

  • ¿Sabes otra cosa chico?... Cuando a una mujer le gusta mucho un hombre se moja por dentro… Ahí dentro… Y ahora yo estoy mojada, muy, muy mojada

Magda había llevado sus manos al pecho del chico. Le desabrochó dos, tres botones de la camisa e introdujo dentro su mano, que acarició suavemente el poco vello pectoral del “chico”, mientras sus labios, directamente ya, sin disimulo alguno, se habían puesto en contacto con el pabellón auditivo de chaval, deslizando en el oído masculino sensuales y enervantes, más aún se diría mejor, palabras que volvían cada vez más loco a Tomás, al que ya poco le faltaba para estallar.

Entonces Magda sacó su mano del pecho del joven y, tomando cada una de ellas una mano del “chico”, las llevó a ambas sobre sus muslos, una mano de Tomás sobre cada muslo de la mujer. Moviendo las manos masculinas con sus propias manos, Magda hizo que Tomás acariciara cada muslo femenino, haciendo avanzar cada vez más las manos del “chico” hacia el fondo, hacia el pubis.

Y Tomás no pudo más, no aguantó más. Cerró los ojos, enclavijó fieramente las  mandíbulas hasta casi hacerse daño y clavó los dedos de ambas manos en los muslos de la mujer mientras exhalaba jadeos, gemidos, gruñidos… hasta bufidos de toro semental en el cénit de la monta de una hembra bobina, mientras una oleada de espasmos placenteros surcaba su columna vertebral hasta estallar, explotar en lo más genuinamente masculino de su anatomía al tiempo que de esa genuinidad masculina sentía brotar verdaderos chorros de su germen de vida que anegaban sus calzoncillos y hasta hacían brotar extrañas manchas obscuras en sus pantalones, allí donde precisamente se unen en su origen las dos perneras de pantalón, al mojarse esa parte tan típica, tan asociada a la masculinidad de la vestimenta del hombre, el individuo macho de la especie humana.

Pero en ese momento cumbre del más puro y absoluto instinto sexual, Tomás se derrumbó. Hundió la cara en el pecho y empezó a llorar con desconsuelo, sollozando y agitando los hombros a cada sollozo que emitía. Los espasmos de esos sollozos se parecían demasiado a los espasmos de placer de segundos antes: En ambos se agitaba todo el cuerpo con endiablada violencia

  • ¿Ya está? ¿Has acabado?

Tomás no respondió. Siguió como estaba, el rostro hundido en el pecho, los ojos cerrados, apretados más bien, los dedos enclavijados en los muslos de la mujer y sollozando; aunque ahora sus sollozos eran más quedos, más tenues, como si le avergonzara llorar ante esa mujer que adoraba más, mucho más que quería

  • Pues esto es todo. Esto, sólo esto es el amor. No hay más, sólo esto, el placer que acabas de experimentar. Lo del amor romántico, el cariño y demás no es más que pura novelería. De verdad, chico, el amor no es más que esto, sexo y nada más que sexo. Y cuando el sexo se acaba, el amor también se acaba. Usa el baño para lavarte. Dúchate si quieres. Allí encontrarás toallas con que secarte.

Tomás alzó el rostro hacia ella, los ojos aún llorosos y la faz demudada  en una mueca de intenso dolor

  • ¡No! ¡No es verdad, no es así! ¡No puede ser así! ¡El amor es más, mucho más! ¡Tiene que ser más, mucho más”

Tomás se levantó de improviso y echó a correr, saliendo del apartamento de Magda. Su reacción a lo dicho por la mujer fue emotiva, hasta un punto violenta, pues en su desesperada huida, pues su salida del apartamento más fue verdadera huida que otra cosa, topó con Magda derribándola al suelo donde quedó sentada, viendo desaparecer ante sus ojos al “chico”.

De momento quedó allí, sentada, con la vista fija allá por donde el “Chico” desapareciera de su vista. Se pasó una mano por el cabello todavía húmedo, mientras en su rostro surgía una sombra de duda. Porque Magda no había pretendido, en modo alguno, herir al “chico”, pero estaba claro que así había sido al final: El “chico” había abandonado su casa muy, pero que muy herido. Y eso, amén de desconcertarla al pronto, acabó por herirla también. Y es que en las últimas horas había llegado a tomarle un cierto afecto al muchacho, pues para ella apareció diáfano, sin doblez alguna y con una inocencia, casi que un candor que llegó a conmoverla. Ni recordaba ya la última vez que trató con una persona así.

Se levantó y se acercó al ventanal. Así pudo ver cómo el “chico” cruzaba la avenida y desaparecía en el portal de enfrente, el de la casa donde vivía. Se quedó frente a la ventana, mirando fijamente hacia adelante. Al poco, vio iluminarse la que sabía era la ventana de la habitación del “chico”; aplicó entonces el rostro al cristal del ventanal, intentando que su vista llegara a penetrar en esa habitación, empresa inútil como era de esperar. Se quedó un momento, digamos, que entre desconcertada y desilusionada, al ver lo imposible de su pretensión. Pero al segundo, su cuerpo cobró actividad lanzándose sobre el mueble mural, uno de cuyos cajones más inferiores abrió y revolvió cuanto allí había hasta encontrar lo que buscaba: Unos pequeños binoculares semejantes a los usados en el teatro, algo muy parecido a los que heredara Tomás de su amigo Juan. Provista de los binoculares volvió al ventanal. La ventana del “chico” todavía estaba iluminada y aún alcanzó a divisar la figura del muchacho un segundo antes de que la ventana quedara a oscuras al apagarse la luz de la habitación. De nuevo Magda quedó como desorientada, sin saber bien lo que hacer, pero otra vez tomó una decisión. Como antes, corrió al mueble mural y, de otro de sus cajones, extrajo una gran cartulina, mayor incluso que un pliego de doble folio y unas pinturas de esas llamadas de cera. A continuación, escribió con letras bien grandes

                                                                                                Lo siento mucho.

                                                                                                Por favor, llámame

Regresó al ventanal y allí exhibió el improvisado cartel durante un, dos, tres minutos, tal vez más, tal vez bastantes más, esperando anhelante la llamada que no llegó… Al fin, más desconcertada, más inquieta que nunca seguramente, se deslizó al suelo quedando allí sentada, con los brazos rodeando las piernas flexionadas, en imagen de desolación. Así permaneció varios minutos, con la vista perdida al frente aunque sin ver nada; permanecía como sonámbula. Al fin, se levantó y volvió al mueble mural y del mismo cajón de antes sacó un rollo de cinta autoadhesiva. Se llegó una vez más al ventanal y, valiéndose del autoadhesivo, pegó el cartel al cristal.

Entonces, sonó el timbre de la puerta. Corrió ilusionada y miró por la mirilla: Allí no estaba quién ella ahora quería ver, sino el mismo fulano que la noche anterior citara para darle una lección al “chico”. Su, digamos, “novio” del último par de meses. Pero esta noche su sola vista por poco le causa nauseas, así que dijo en voz alta  

  • ¡No estoy en casa!

En la calle se escucharon dos ruidos fuertes, seguidos; como dos portazos. Corrió al ventanal a tiempo justo de ver cómo arrancaba una ambulancia al tiempo que una mujer entre madura y mayor, en camisón y con un abrigo encima, se volvía para ir al mismo portal donde el “chico” vivía.

El corazón le dio un vuelco y lo sintió totalmente en su garganta. Se retiró del ventanal y, en ese momento, reparó en que el chaval había olvidado al huir de allí la ligera gabardina que traía al llegar a casa. La tomó resueltamente y se dirigió a la puerta. Allí, junto a la puerta había un perchero y colgando de él un abrigo de mujer. Se lo pasó por encima y salió. Una vez en la calle, presurosa la cruzó para penetrar en el portal del “chico”. En el ascensor subió hasta el piso que, por la altura de la ventana, debía ser donde él viviera. Salió del ascensor y se quedó un momento, pensando, en el rellano al que saliera. La disposición del edificio era la misma que la de su propio edificio, sólo que, lógico, aplicada al revés que en el edificio suyo, pues ambos estaban enfrentados, por lo que lo que en su casa era la mano derecha, aquí sería la izquierda. Así, dedujo perfectamente cual debía ser la puerta que buscaba y, decidida, llamó. Al momento le abrió una mujer en la que reconoció a la que viera en la calle

Sí, era Julia, la madre de Juan el amigo de Tomás.

  • Perdone señora. ¿Vive aquí…?
  • Se dejó la gabardina
  • Pase señorita, hágame el favor

Magda entró al piso y Julia la condujo hasta la habitación de Tomás. Magda entró, y se quedó mirando. Primero el teleobjetivo, entonces cubierto por un paño; después al frente, a su propia ventana que, como supusiera, quedaba justo enfrente de la de la habitación. Enfrente las dos, la de la cocina y la del salón-dormitorio, aunque ésta última quedaba más centrada que la otra frente a la del “chico”.

Julia entonces repuso, señalando la silla que estaba frente a la mesa donde descansaba el teleobjetivo

  • Puede dejarla ahí

Magda dejó la gabardina en la silla y preguntó

  • ¿Ha salido?
  • No, está en el hospital
  • ¿Qué ha pasado?
  • Nada serio. Estará de vuelta en unos días; un par de semanas a lo sumo.
  • Me gustaría visitarle. Estuvo en mi casa hace un momento
  • Lo sé 
  • Creo que le he hecho daño
  • Le ruego que no le visite. Volverá
  • Dígame… ¿Qué ha ocurrido? Por favor, señora.
  • Posiblemente a usted le cause risa. Se ha enamorado de usted. Es un teleobjetivo; con él la observa cada día. El despertador. Puesto a las ocho de la tarde. ¿Llega usted a esa hora a casa?
  • Más o menos
  • Fijarse en usted creo que ha sido una mala elección.
  • Sí señora… Muy mala
  • Mire señorita. Estoy sola y él es mi única compañía. Para mí es como un hijo. Y no deseo verle sufrir
  • Sí señora. Lo comprendo. Adiós señora, buenas noches.

Ya en la puerta, a punto de marcharse, se volvió a Julia para preguntar

  • La podría llamar para preguntar por Tomás
  • No tenemos teléfono señorita

¡Mentira cochina! Pero no objetó nada ante el embuste. Magda salió del piso mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Se dirigió al ascensor. Pero se detuvo y volvió sobre sus pasos.

  • Señora, él… ¿Cómo se llama?
  • Tomás
  • Gracias señora

Mientras Magda bajaba en el ascensor su mente repetía una y otra vez

  • Tomás, Tomás, Tomás…

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A la mañana siguiente Magda despertó en su cama, pero con los zapatos que la noche antes se pusiera para ir a casa del que ahora sabía que se llamaba Tomás y con el mismo abrigo que entonces se pusiera: Había regresado a casa, se había echado en la cama para un momento,  tal y como estaba, pero se durmió en nada. Era más bien temprano, las ocho de la mañana, pero tarde para el día a día, pues la entrada a la oficina era a esa misma hora, las ocho de la mañana. Se levantó, se duchó, se vistió lo primero que encontró y salió para el trabajo. Disculpó el retraso con el típico “He pasado mala noche” y ahí quedó zanjada la deshora.

Pasó mal la mañana, pues era incapaz de prestar la mínima atención a nada. Tenía la cabeza como un tambor, como si hubiera pasado la noche de copas y estuviere ahora bajo los efectos de una feroz resaca, pues en su mente sólo una idea había, una idea con nombre propio: Tomás, Tomás, Tomás…

Ella, Magda era la obsesión del joven que proclamaba amarla, Tomás, pero ahora Tomás se estaba convirtiendo en su propia obsesión, pues era incapaz de pensar en nada que no fuera ese joven que, no le cabía ya duda alguna, la quería de verdad, con absoluto desinterés, un desinterés que incluso llegaba a no haber querido, ni por un instante, tomar su cuerpo. Eso era algo absolutamente nuevo para Magda, encontrarse con un hombre que la respetara hasta tal punto, que dijera que se contentaba con, más que mirarla, admirarla, adorarla como a una diosa lejana, inalcanzable. Y eso le gustaba, le gustaba sentirse respetada pero, sobre todo, querida. Era la primera vez que sentía el cariño, el afecto de alguien y Tomás el primer hombre que la quisiera, no solamente la deseara, como con todos los demás le sucediera. Pero ella había pagado esa generosidad haciendo daño al “chico”. Eso, ahora, la trastornaba.

Poco después del mediodía ya no pudo más y, diciendo que se encontraba mal, se fue a casa. Durmió un poco y a última hora de la tarde, sobre las siete, se presentó en la consulta del médico. Alegó problemas transitorios, una noche de arcadas sin motivo aparente, pero que la mantuvieron en el baño con intermitentes vomitonas y un consecuente mal cuerpo general que la obligó a dejar el trabajo aquella mañana. Vamos, que se encontraba hecha polvo, cosa nada lejana a la verdad, aunque por motivos muy diferentes a los declarados. El médico no era de esos más bien un tanto inflexibles, como son los de la Seguridad Social, sino un doctor de la Compañía Médica incluida en los Servicios Sociales de la empresa donde trabajaba, cuyas “bajas temporales” en la empresa valían tanto como las de la Seguridad Social pues era la Mutua de la empresa y también cubría tales bajas, como sucede, por ejemplo, con las Mutualidades de los Funcionarios del Estado, pero cuyos médicos eran menos “pejigueros” , lo que le valió una baja médica por tres días.

Aquella misma noche, Magda fue a la cafetería donde la tarde anterior estuviera con Tomás. Allí revivió los momentos que junto al “chico” transcurrieran, recordando así mismo los que sucedieron a los de la tarde, cuando con Tomás subió a su apartamento. Cuando tanto daño causara al muchacho. Involuntariamente, eso sí, pues en ningún momento pretendió ofenderle, menos aún humillarle, pero el resultado práctico fue el daño y la humillación del pobre chaval, cosa que ahora le pesaba sobremanera.

En aquellos momentos, no sabía ni lo que daría por que aquello no hubiera sucedido; ni sabía qué hubiera dado por que el tiempo pudiera volverse atrás, regresar, como por acto de magia, al momento en que se encontraron los dos en la cafetería; o al momento en que los dos, Tomás y ella misma, entraron en el apartamento.

De pronto se encontró preguntándose:

  • Magda, ¿Qué harías si, por ensalmo y sabiendo lo que realmente ayer ocurrió, te vieras ahora mismo entrando con él en el apartamento, tal y como ayer hiciste? ¿Si, por así decirlo, Dios, el Destino o lo que sea te diera una segunda oportunidad?

Fue incapaz de responderse con una mínima seguridad pues, de las posibilidades que a su mente vinieron, una la asustaba de verdad. En cualquier caso, una cosa estaba muy, muy clara para ella: A las horas que pasó en compañía de Tomás en la cafetería no renunciaba en modo alguno. Si había algo de lo que estuviera  segura de verdad, era de no arrepentirse de haber conocido al muchacho.

La noche ya había caído cuando emprendió regreso a casa, tomando el mismo autobús que ayer tomara junto a Tomás. Cuando llegó a la oportuna parada y se apeó, no pudo evitar que los ojos buscaran la ventana del “chico”. Lógicamente, estaba a oscuras pues así estaba la habitación. Algo parecido a la desilusión se apoderó de ella: “Pero… ¿Qué esperabas, loca, más que loca? ¿Qué él estuviera allí, esperándote? Hay Magda, Magda… Vuelve en ti… Prescinde de él… No te va en absoluto… ¡Es casi un crío aún…! ¡Casi sería infanticidio…!”

Sí, así era. El, Tomás, demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado inocente. Ella, demasiado mayor ante él, demasiado “experta”, demasiado “poco inocente”…

Esa noche, de verdad, durmió mal. Le aquejaron una serie de pesadillas que por la mañana no podía recordar ni definir, pero que la hicieron despertar repetidas veces con el corazón encogido por algo muy semejante al terror. Un terror que no era capaz de asociarlo con nada definido, pues lo único su mente retenía de esos sueños era el rostro de Tomás, pero ese recuerdo no estaba asociado a nada desagradable. En sí, era lo único agradable que quedaba de los sueños, pues el subconsciente, esa parte de nuestro cerebro que no duerme, que recuerda fielmente cuanto hemos soñado pero que tan a menudo se niega a desvelarlo a nuestro consciente, le decía que esas deslavazadas visiones fueron los únicos momentos gratos del sueño de la pasada noche.

Se levantó un tanto tarde, casi las diez de la mañana eran ya, sin ganas de nada, ni de prepararse el diario desayuno. Casi estando todavía en la cama, encendió el primer cigarrillo del día y así, acostada lo fumó. No le apetecía nada levantarse, pero aún menos le apetecía seguir acostada. No nos engañemos: A Magda, aquella mañana, no le apetecía nada. Nada de nada. Tal vez, lo que menos le apeteciera entonces era, simplemente, vivir. Tampoco creamos que por ello, Magda deseara estar muerta, ni muchísimo menos, pues paradójicamente a su desgana vital sentía a la vez más ganas de vivir que nunca. Sólo que deseaba que hubiera pasado ya… ¿Qué?... De nuevo, como ayer, no quiso asumir respuesta alguna. Pero tenía que levantarse y ello la llevó a abrir los ojos a la realidad. Necesitaba saber, conocer qué era de Tomás. Le era imprescindible saber qué le había sucedido. Fuera lo que fuese, no le cabía duda que estaría relacionado con los que ocurriera aquella dichosa noche en su casa; allí, en ese mismo salón donde ahora estaba; en el sofá en que en breve se convertiría la cama donde ahora no sabía si descansaba o penaba.

Se levantó, se aseó hasta duchándose, aunque en principio casi desiste de ello por la famosa desgana. O tal vez la ansiedad en averiguar algo por fin. La cosa es que en minutos más o menos, estaba en la calle, sin siquiera querer mirar hacia “aquella” ventana. ¡Para qué! Sería inútil…

Para empezar, comprobó que, a pesar de todos los pesares, sus estómago llevaba bastante mal el obligado ayuno al que el estrés de Magda le sometiera desde anoche por lo menos, aunque más bien podría decirse que desde el medio día de ayer, pues tampoco podría decirse que la comida del día anterior hubiera sido precisamente pantagruélica ni mucho menos. Luego se metió en la cafetería más cercana y se metió entre pecho y espalda un soberano café con leche, un cumplido vaso de zumo de naranja natural y un par de tostadas con mantequilla de tamaño “King Size” de las de no te menees.

De tal manera reconfortada en lo gastronómico, empezó a buscar confortamiento en lo, por una sola vez y sin que pueda servir de precedente en el futuro de Magda, sentimental, horrenda palabra íntimamente prohibida en las normas de vida de esta mujer desde su más añeja niñez, podría decirse. Lo primero que pensó fue en dirigirse a la oficina de Correos donde el joven trabajaba. Llegó hasta allí, llegó incluso a entrar en la referida oficina, pero no tuvo fuerzas para seguir más allá tan pronto divisó a la “fiera currúpea” de la jefa. Ya tuvo bastante con la anterior experiencia frente a semejante energúmeno, aunque fuera en femenino. Volvió a dejarse caer por la famosa cafetería donde compartiera tiempo y mesa con Tomás y acabó por fin en casa, casi más abatida y deprimida que cuando salió de allí por la mañana.

A la mañana siguiente no cayó en la majadería de echarse a la calle sin más ni más, a deambular por ahí sin rumbo fijo. Aquella mañana estuvo pendiente de la llegada del cartero, que se hizo esperar hasta casi el mediodía. Era la primera vez que le veía, pues lo común era que cuando él llagaba ella estuviera trabajando, así que se encontró con un hombre más bien grueso, orondo, por no decir un gordo de padre y muy señor mío. Pero tenía un rostro agradable, benévolo, cosa bastante común entre las personas digamos que entradas de kilos; un bigote bastante aceptable completaba lo destacable en la fisonomía de aquel hombre.

  • Buenos días, señor
  • ¿Buzón?
  • Tercero A

El cartero revisó en un momento el correo que llevaba

  • Lo siento señora, pero no hay nada para usted

A Magda el oírse llamar “Señora” le hizo gracia. Era la primera vez que se oía llamar así, y se preguntaba si es que parecería ya tan mayor…

  • No… No se preocupe usted… No era eso lo que me interesa saber. Verá, lo que quería saber es si conoce lo que le ha pasado a un compañero de su oficina. Un chico joven, muy joven, unos veinte años más o menos.
  • Ah, sí… Tomás creo que se llama. Pobre chico. Está en el hospital. Se abrió las venas, creo que por amor… El muy idiota… En fin, cosas de jovencitos inmaduros, ¿no le parece a usted, señora?

Cuando Magda escuchó eso, se le cayó el alma a los pies. Se quedó helada. ”Dios mío, Dios mío… pero… ¿Qué hice, Señor, qué hice? ¿Cómo me voy a perdonar todo el mal que te he hecho Tomás? Y… ¿Cómo me lo podrás perdonar tú?

  • ¿Sabría usted en qué hospital está?
  • Eso no lo sé señora. Lo siento.
  • Gracias. Y perdone la molestia, señor.
  • No hay de qué señora. ¿Le conoce acaso? ¿Son familia?
  • No, no señor… No somos familia… Sólo es un vecino… Vive enfrente

El cartero volvió a su tarea y Magda desapareció en el ascensor, subiendo a su piso. Entró como una sonámbula, despacito se dirigió al ventanal y perdió la mirada al frente, prendida en la ventana que últimamente tanto la atraía. Al rato empezó a llorar ruidosamente, sollozando como pocas veces en su vida lo hiciera, tal vez como nunca lo hiciera, sacudiendo todo el cuerpo con cada sollozo, cada gemido del, pudiera ser, mayor dolor que en su no tan corta vida sintiera. Luego se volvió hacia el salón y se deslizó hasta el suelo, quedando allí, sentada, con las rodillas flexionadas y la cabeza hundida entre las piernas…

------------------------------------- 

Los tres días de baja se agotaron y Magda tuvo que regresar al trabajo. Los días pasaban y ella seguía sin encontrar alivio a su desazón. Intentó localizar dónde estaba Tomás, buscándole por algunos hospitales cercanos a la urbanización y otros no tan cercanos. Incluso, desde la oficina telefoneaba a varios hospitales, pero todo inútil. Madrid es muy grande y tiene muchos, pero que muchos hospitales, ahora Magda se daba cuenta de ello.

También visitó a Julia una vez, pero sin lograr quebrar la férrea coraza que hacia ella mantuviera. Desde luego, esa mujer la apreciaba bien poco y, a la vista estaba, que la quería lejos, muy lejos de su adoptivo hijo Tomás. Tal vez ella estuviera en lo cierto, y lo mejor fuera olvidarse de él, sacarle no ya de su

vida, donde nunca antes estuviera, sino apartarse ella misma de la vida de Tomás. Pero eso le resultaba ahora imposible. Y no se lo explicaba, no podía explicarse el por qué llevaba ahora tan dentro de sí al joven, al “chico” como ella siempre le llamara. Sólo sabía que eso, ahora, era superior a sus fuerzas. Pudiera ser que, cuando le supiera fuera d todo peligro y, sobre todo, recuperado del daño que aquella noche que quisiera borrar le causara, la obsesión por el muchacho desapareciera; al menos, en ello confiaba.

Otra cosa que a diario hacía era estar pendiente de las ventanas de enfrente. Bueno, de una sola de esas ventanas: la que sabía era la del “chico”.

Habían pasado once días perfectamente contados, día a día, por Magda, cuando se obró el milagro. Como casi siempre, por la tarde había estado en esa cafetería de la que ahora era casi que cliente asidua, y regresó algo tarde a casa, como también venía siendo ahora habitual en ella. También, como hacía todos los días desde que Tomás huyera de su casa, estuvo observando la misma ventana de todos los días, cuando, de pronto, vio iluminarse la ventana y cómo allí aparecían dos siluetas, dos personas: Una mujer y un hombre. Corrió a hacerse con los viejos binoculares que de días venía usando para escudriñar las ventanas fronteras y lo comprobó. La mujer, indudablemente, era Julia; y el hombre, sin duda, Tomás. Sí, Tomás, su obsesión. Así pues, el “chico” había vuelto, por fin, a casa.

En el pecho el corazón le saltó de alegría, de ilusión. La vida volvía a ser bella para ella. Sin pérdida de tiempo se despojó de la sucinta bata que vestía para cambiarla por otra más cumplida, más amplia, la que llevaba sobre aquel camisón negro y largo hasta los pies de la noche en que a Tomás le partiera la cara el maromo del que por entonces se servía. Se calzó los zapatos y salió disparada hacia la casa de Julia.

Fue ella, Julia, quien otra vez más le abrió la puerta.

  • Está aquí ya, ¿verdad?

Julia la miró de arriba abajo, titubeó un momento, pero acabó moviendo levemente la cabeza en movimiento de arriba abajo, en mudo asentimiento. Se echó a un lado, invitándola a entrar. Como la otra vez, la mujer condujo a Magda hasta la habitación de Tomás. Allí estaba él. Acostado en la cama, dormido, con ambos brazos fuera de las sábanas y la manta, extendidos a un lado y otro, inertes en el vacío. Y en los dos brazos los aparatosos vendajes, testigos mudos de su intento de suicidio. De su intento de suicidio por amor. Por amor hacia ella, hacia Magda. Intento, sin duda, inducido por ella misma, por Magda. Por su sequedad, su dureza, su incomprensión de aquella noche; aquella noche que quisiera borrar; aquella noche que desearía con toda su alma rehacer en forma por entero diferente.

Al instante, Magda sintió que las piernas estaban prestas a fallarle, a hacerle derrumbarse sobre sí misma y buscó apoyo en la jamba de la puerta. Se repuso momentos después e intentó llegarse hasta la cama del herido durmiente, pero Julia se movió rápida para cortarle el paso. Intentó de nuevo rodear a la mujer para alcanzar el lado del herido y de nuevo se encontró con aquella mujer impidiéndole todo acercamiento. Se desalentó, suspiró y musitó muy bajo

  • Por favor, señora…

Julia le cortó la frase. Se llevó un dedo, el índice de la mano derecha a los labios en señal de “Silencio” mientras le siseaba: “Sss”

Magda, por entero desfondada se dejó caer en una silla junto a la mesa situada bajo la ventana pero muy cerca de la cama. Deslizó el brazo hacia los del muchacho intentando acariciar aquellos vendajes que la trastornaban pero, como antes ocurriera, se encontró con las manos de Julia que se lo impidieron. Miró serenamente el rostro de aquella mujer y le encontró hierático, con la expresión más dura que en su vida viera y el mayor de los desprecios en sus ojos. Bueno, lo que realmente vio no fue sólo desprecio, sino pura animadversión. Aquella mujer no es que no quisiera a Magda, es que en realidad podría decirse que la odiaba.

Magda retiró la vista de tan horrenda mujer y la posó en el teleobjetivo situado a su lado, sobre la mesa. Centró en ello su atención y retiró el paño que cubría el instrumento óptico. Se inclinó sobre él y aplicó el ojo al aparato de visión a distancia. Enfocó las ventanas de su casa que, como era lógico, aparecían a oscuras ante su vista. Pero de pronto se dio el segundo milagro ante sus ojos, pues sin saber cómo ni por qué, la ventana de la cocina por ensalmo se iluminó. ¡Y se vio a sí misma! Sí, se vio a sí misma entrando en su piso, aproximándose al frigorífico y sacando la botella de leche que colocó sobre la mesa de la cocina. Luego  vio cómo ella misma, Magda, sin desprenderse del abrigo que llevaba puesto, se sentaba a esa mesa y al hacerlo rozaba la botella de leche que de inmediato se volcó sobre la mesa derramándose la leche sobre el tablero. Y vio cómo ella, Magda, apoyaba la cabeza sobre ambos brazos sitiados sobre la mesa y rompía a llorar con desconsuelo, mucho, mucho desconsuelo. Reconoció la escena, la recordó nítidamente. Fue la noche que aquella caca de hombre, aquel ser presuntuoso e impertinente, totalmente pagado de sí mismo que un par de días antes conociera por casualidad y que tan simpático y apuesto le pareció, la ofendió de aquella manera tan soez, insultándola de mala manera mientras la llevaba a casa con la intención de encamarse con ella. Pero casualmente aquella noche Magda no se encontraba bien; estaba mareada y con un tremendo dolor de cabeza por lo que le rogó que mejor dejar la encamada para otro día. Y aquel energúmeno estalló de aquella manera. Pero entonces, cuando más desconsolada estaba, cuando más doliente estaba, de las sombras surgió, imprevista, una imagen masculina. Vio a Tomás que, solícito, acudió a ella; vio cómo le acariciaba con toda ternura los cabellos; cómo la besaba dulcemente en las mejillas sorbiéndole las lágrimas con los labios; y sintió en sus propios oídos palabras de consuelo, de cariño y amor infinitos. Se vio a sí misma levantarse y acurrucarse en el pecho del “chico” que la recibía lleno de tierno cariño, la estrechaba contra su pecho y la consolaba. Vio cómo ella, Magda, echaba los brazos al cuello del joven. Y, sin podérselo explicar, ella misma se sentía bien y cada instante que pasaba mejor. La congoja, el desaliento, habían desaparecido de su ser y se encontraba no sólo muy bien, sino muy, muy tranquila.

Entonces todo se aclaró todo ante ella, pues comprendió que Tomás estaba en lo cierto y ella, Magda era la tremendamente equivocada. Comprendió que los seres humanos no podían ser como lobos esteparios, de vida solitaria que únicamente se buscaban durante la época de celo para aparearse. Comprendió que los seres humanos estaban hechos para vivir en armonía los unos con los otros. Que los seres humanos estaban hechos para vivir en pareja en paz y sosiego. Para junta, unida la pareja, ayudarse, apoyarse, consolarse mutuamente; para hacerse la vida feliz y alegre el uno al otro, el otro al uno, queriéndose, amándose sin tregua ni límites; para unirse sexualmente en unión presidida por el amor, el cariño mutuo pues el sexo así es lo más hermoso de la vida; el cenit, el “súmmum” de la dicha, de la felicidad, del amor y la base sobre la que se fundamenta la unión perenne de la pareja. El sexo así entendido es la esencia misma de la vida humana, pues la propia vida humana surge de esa unión que proporciona al fruto de la misma, los nuevos seres humanos, el espacio natural en que crecer, formarse para después ser seres humanos adultos, asistidos por el cariño de la pareja progenitora, el padre y la madre, dos referentes imprescindibles casi para la buena estabilidad psíquica del neonato. 

Entonces supo cuánto necesitaba ella de Tomás. Y decidió luchar por él con uñas y dientes. Pero no por la vía tremenda, que las más de las veces a nada conducen, sino dándole la vuelta a la situación, ganándose a aquella dura mujer por las buenas, no por las malas. Así, se volvió hacia Julia y, con toda suavidad, buscando antes que vencer convencer, le empezó a hablar.   

  • Mire señora… ¿Julia, verdad?

Julia la miraba con la misma dureza de antes, la misma gélida frialdad, el mismo hieratismo en el rostro. Y asintió con la cabeza, sin abrir los labios. Magda, entonces, continuó

  • El otro día, cuando me dijo que Tomás se había enamorado de mí, y que eligió mal; yo respondí que muy mal. Julia, sé que no soy buena; más bien soy mala. Pero las personas pueden cambiar. Y yo Julia, quiero cambiar, no quiero ser como soy, necesito ser buena. ¿Sabe una cosa? Tomás y yo no somos tan distintos. Cuando tenía yo unos seis años, mis padres se divorciaron y “rehicieron” sus vidas con las respectivas parejas que que de antiguo los dos mantenían, cada cual por su lado, en una ficticia vida en común, pues la relación extra conyugal de cada uno era secreto a voces para el otro. Y en esa vida rehecha por mi padre y mi madre, su hija de seis años estorbaba, con lo que con siete años sin cumplir me vi no ya abandonada, sino rechazada por mis padres. A Tomás su madre le abandonó sin siquiera querer conocerle, a mí, mis padres me rechazaron y me encerraron en jaula de oro, un internado; muy selecto, muy bueno y elegante; y, por supuesto, muy caro. En mi infancia dispuse de juguetes, hasta de dinero, pero fue ayuna de cariño. Tomás creció y se hizo un muchacho retraído, tímido, al que le costaba trabajo establecer una relación con nadie. Pero él desea encontrar amistad, cariño en definitiva; y dar cariño, a usted por ejemplo. Yo crecí de forma por entero opuesta. El rechazo de mis padres me dolió en tal medida que nunca más quise poner cariño en nada ni en nadie. Mi patrón de vida, desde mi adolescencia, fue no poner el corazón en nada, en nadie; no entregarme a nada ni a nadie. El pragmatismo, el materialismo más descarnado fue mi norte de vida. ¿Sabe lo que realmente sucedió entre nosotros, Tomás y yo, la noche en que él intentó suicidarse? Me había dicho que me quería, pero para mí el amor se reducía al sexo. Sexo, sexo y nada más que sexo. Y quise demostrarle que su idealismo era falso, irreal, simple novelería. Le llevé a consumar una eyaculación, eso sí, sin intercambio sexual, valiéndome sólo de la seducción: Palabras sensuales a su oído y la piel de mis muslos desnudos en sus manos. No hizo falta nada más. Experta ¿verdad? Pues sí, lo soy. Entonces, cuando ya se había vaciado, le dije que eso era todo, que a lo que había experimentado se reducía lo que él llamaba cariño y amor. Entonces, Tomás rompió a llorar con el mayor desconsuelo que jamás viera en nadie. Y huyó. Sí, él no se marchó de mi casa, huyó de mi casa. Huyó gritando que yo estaba equivocada pues el amor era mucho más, tenía que ser mucho más…. Y, ¿sabe Julia? Lo he visto claro: El, Tomás, tiene razón. Amar, querer un hombre a una mujer, una mujer a un hombre es mucho, muchísimo más sexo hoy y mañana “Si te vi, no me acuerdo”. De él, de Tomás he aprendido que los humanos no somos lobos esteparios de vida solitaria que sólo se buscan para aparearse. He aprendido que los seres humanos nacimos para vivir en pareja, apoyándose y ayudándose el uno al otro. Para consolarse mutuamente cuando ello sea necesario. Para quererse, amarse cada día, reverdeciendo el cariño, el amor también cada día y, por qué no, reverdeciendo ese amor en el sexo compartido en el cariño más profundo. Yo, la verdad, no sé si amo o no a Tomás, pero sí sé que le necesito a mi lado y sentirme querida, amada por él, aunque todavía no sea más que un casi adolescente. Y sé que también necesito darle mi cariño, acogerle y consolarle siempre que él lo precise. Julia, tengo íntegra, virgen, toda mi capacidad de dar y recibir cariño, pues nunca abrí el tarrito  de esas esencias, y hoy no me caben en mi ser. Por favor Julia, no me niegue esta oportunidad de sentirme querida por primera vez en mi vida. Presiento que si pasa de mí, nunca encontraré otra. Permita que él me quiera y yo le quiera a él. Y que también la quiera yo a usted.

Julia miró a Magda con más fijeza aún que antes lo hiciera y así permaneció un tiempo que a Magda se le hizo siglos de lo anhelante que estaba ante aquella mujer que sabía no la podía tragar. Las piernas diría que le flaqueaban cuando vio que Julia se hacía a un lado, dejando expedito el paso hasta el lecho de Tomás. Magda cubrió al momento ese trecho, se inclinó sobre el dormido y acarició sus mejillas, pasó una mano amorosa por su pelo, abriendo los dedos de esa mano para hundirlos entre esos cabellos. Después, posó sus labios sobre el vendaje que cubría uno de los brazos inertes. Entonces Magda sintió que una mano acariciaba su propio pelo. Alzó la cabeza y sus ojos se fundieron con los de Julia, que la miraba con una amable sonrisa, una sonrisa en la que vio afecto, incluso un “pelín” de cariño al menos. Y la felicidad de Magda entonces fue completa: Tenía por fin una familia que la querría, tal vez, de por vida: Un marido y una madre....  

 

F I N

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