miprimita.com

Historia de dos mujeres.- capítulo 2º

en Erotismo y Amor

CAPÍTULO 2º

 En la mañana que siguió a la funesta tarde-noche en que Kitty le rechazó, Konstantin Dmitrievich Levin salió para su aldea sin volver la vista atrás, prometiéndose no volver nunca más, a poco que él pudiera, por semejante urbe. El torturante recuerdo de Kitty lo aliviaba entregándose ardientemente al trabajo, en especial, al trabajo duro, ese que hace sudar de lo lindo hasta en el gélido invierno; como el más ínfimo de sus braceros y aparceros, se ceñía a espalda y cintura las riendas del tronco que arrastraba el arado y, usando a fondo el vigor de sus brazos, que no era pequeño, hundía profundamente en la tierra feraz el agrario adminículo que inventaran los romanos; o segando, ora el grano con la hoz, ora el heno, la hierba de que su ganado se alimentaría durante el largo y helado invierno… O trillando el grano, dejándolo listo para aventarlo, separando, el grano de la paja…

Luego, cuando el sol desaparecía por poniente, concluyendo así el día agrario, se encerraba en su despacho, al amor de la cálida chimenea en el invierno, apoyada su por la panzuda estufa en los más crudos días invernales, enfrascado en los cálculos que la administración de sus predios imponía con no tan escasa frecuencia, aunque también, como no sólo de pan vive el hombre y también es importante el cultivo del espíritu, tales tareas más que prosaicas se combinaban con la lectura de esas obras filosóficas, pero también de índole religiosa que tanto le gustaba leer… A Aristóteles, cómo no, a Platón, Sócrates, Heráclito, Demócrito, Séneca, Cicerón, San Agustín, Descartes y demás… O a escribir, esos comentarios que hacía a las noticias aparecidas en los periódicos, que pocas veces hacía llegar a las redacciones para su publicación Porque, como sabemos, Kostia era persona de acerba vida interior, muy influenciado por las nuevas teorías, las nuevas corrientes sociales que se venían imponiendo en toda Europa desde las campañas de Napoleón, difusoras del ideario social de la Revolución Francesa… Las ideas anarquistas, liberales… Hasta el cuestionamiento de las tradicionales ideas religiosas, con lo que Kostia iba ya algo más que decantado hacia el cuestionamiento de esas ideas muy, muy tradicionales…

En la siguiente primavera Konstantin Dmitrievich Levin recibió la visita de su viejo amigo Yevgeni Arkadievich Oblonsky; la visita tenía, más que nada, carácter crematístico, pues el cuñado de Kitty venía a vender una tierra, un trozo de bosque o cualquiera sabe qué tipo de propiedad, bien raíz, a un comerciante de una aldea muy próxima a la que era morada de Kostia, con lo que aprovechó para pasar un par de días, que al cabo fueron tres, disfrutando de la compañía de su amigo de infancia, adolescencia y primera juventud… Pero, enseguida, Levin se dio cuenta de que también su amigo había llegado a su lar para hablarle de Kitty, cosa que tan pronto el propietario agrícola constató la cercenó de raíz, si bien no pudo evitar enterarse de que la muchacha, su gran e imposible anhelo, había enfermado a raíz del desaire sufrido por parte del conde Vronsky en la noche del baile de marras… Según Yevgeni Arkadievich, de resultas de aquello, Kitty calló en una profunda depresión nerviosa,  por lo que llevaba un montón de meses por media Europa, de balneario en balneario, en una interminable cura de aguas

Los meses primaverales fueron transcurriendo y el verano era ya más que inminente, cuando Kostia recibió una misiva de su amigo en la que le informaba de que su esposa, Daría Aleksandrovna, la hermana mayor de Kitty, con sus hijos, pasaría el verano en su hacienda de Erguchevo a cinco o seis verstas (versta=1070mt) de su propia hacienda, en Pokrovskoe, y le pedía que, por favor, se ocupara un poco de su esposa, Daría Aleksandrovna, y de sus hijos… Y en absoluto le fue difícil o desagradable complacer a su amigo, pues apreciaba de verdad a Daría Aleksandrovna y, le constaba, ella correspondía, de corazón, a tal afecto, con lo que no perdió demasiado el tiempo en ir a visitar a la hermana de Kitty

Ella, Daría Aleksandrovna se alegró de verdad al verle… La encontró en una escena que le llegó al alma, pues era lo que él en tiempos soñaba para sí mismo, junto a su amada Kitty: A la madre rodeada por toda su prole, siete hijos de todas las edades, desde los diez-once años del mayor, Grisha, (diminutivo de Grígori) hasta los tres meses del benjamín, ostensible resultado de la reconciliación matrimonial entre ella y su esposo, Yevgeni Arkadievich

  • ¡Daría Arkadievna!... Parece usted una gallina rodeada de sus polluelos…

Le había dicho, a grito pelado, al acercarse a la casa; al divisarla desde un tanto lejos

  • ¡Ah!... ¡Konstantin Dmitrievich!... ¡Me alegro infinito de verle!...

Se estrecharon las manos y entraron dentro de la casa. El sol apretaba ya de firme aunque, meteorológicamente, el verano apenas si había empezado en aquél 28-30 de Junio… Hablaron de mil naderías hasta que la mujer de Yevgeni Arkadievich encaró el tema del que ardía en deseos de hablarle.

  • ¿Sabe usted, Kostia?... Mi hermana Kitty me ha escrito… Dice que seguramente vendrá aquí, a Erguchevo, a pasar la mayor parte del verano… Dice que sólo desea soledad y silencio… Nada de actos sociales, nada de gentíos, nada de bullangas y mojigangas…
  • ¿Se encuentra, pues, mejor de salud?... Yevgeni Arkadievich me informó que estaba enferma… Hasta grave…
  • Sí, querido amigo… Se encuentra ya recuperada por completo de aquél abatimiento que lo de Vronsky y la Tijonova le causó…
  • ¡Pues no sabe cuánto me alegro de que sea así!

Daría Aleksandrovna miró suavemente a aquél hombre, para ella, integralmente bueno, y del que le constaba que, de verdad, amaba hasta el delirio a su hermana pequeña…

  • Dígame, mi querido amigo. ¿Está usted enfadado con Kitty?
  • ¡Quién piensa que pueda estarlo!... ¡De ninguna de las maneras!
  • Pues entonces, Konstantin Dmitrievich, ¿cómo es que no ha venido a vernos, ni a ellos, mis padres y mi hermana, ni a nosotros, Yevgeni y yo?

Kostia enrojeció hasta la raíz del pelo

  • Daria Aleksandrovna; me extraña que usted, que es tan buena, no comprenda... ¿Cómo no siente usted, por lo menos, compasión de mí, sabiendo que...?
  • ¿Sabiendo, qué?
  • Sabiendo que me declaré a Kitty y que ella me rechazó

Y el rostro de Konstantin Dmitrievich expresó la rabia que, en ese momento, el recuerdo de su fracaso ante su amada Kitty, le produjo

  • ¿Por qué se figura que lo sé?
  • Porque lo sabe todo el mundo… Todo Moscú… ¡Y cómo deben haberse reído todos de mí!
  • Pues yo no lo sabía… Aunque me lo figuraba… Y no he visto, ni oído, que nadie se ría de usted
  • Pues ahora ya lo sabe.
  • Yo sólo sabía que había algo que la apenaba, y que Kitty me rogó que no hablara a nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no se lo ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
  • Ya se lo he dicho.
  • ¿Cuándo fue?
  • La última vez que estuve en su casa.
  • ¿Sabe lo que le digo? Que ustedes dos, mi hermana Kitty me dan mucha pena, mucha... ¡Cómo son ustedes, los jóvenes, y qué poco piensan!
  • Quizá, pero...

A Levin le hizo una gracia enorme eso de que le considerara “un joven impensante”, pues ella era varios años menor que él… Pero, pensó, que así eran las mujeres con varios años de matrimonio a sus espaldas, más aún, siendo madres de familia con numerosa prole, tal y como era el caso de Daría Aleksandrovna

  • Sí, sí, Daria Aleksandrovna... Pues, nada, usted me dispensará, pero...

Levin se levantó, intentando marcharse; el sesgo que la conversación estaba tomando no es que le molestara, era que le dolía, le mortificaba, con lo que las prisas por salir de esa casa se le agudizaban por segundos.

  • Bueno, Daría Aleksandrovna; tengo ya algo de prisa… Llevo aquí más tiempo del que debía estar… Y ya lo sabe, para cuánto sea, a su disposición me tiene… Hasta la vista, ¿eh?
  • Espere, espere y siéntese –dijo ella cogiéndole por la manga.
  • Le ruego que no hablemos más de eso – indicó Levin sentándose y sintiendo a la vez renacer en su corazón la esperanza que creía enterrada para siempre.

Eso es lo que Konstantin Dmitrievich deseaba, no hablar más sobre Kitty, pero era de lo que, precisamente, Daría Aleksandrovna quería hablar y no paró. Estaba empeñada en que Levin reconsiderara lo sucedido entre su hermana, Kitty, y él, diciéndole que las circunstancias coincidentes en aquella ocasión no eran las más favorables para que Kitty pensara, obrara con la suficiente lucidez

  • Cuando usted se declaró a Kitty, ella no estaba en situación de poder decirle nada. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste le veía a diario, a usted hacía tiempo que no le veía. Si Kitty hubiese tenido más edad...

Levin recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: “No, no puede ser”.

  • Aprecio en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted. Tenga yo razón o no, ahora se me hace imposible pensar en Yekaterina Aleksandrovna, ¿comprende usted?... Imposible del todo.
  • Le digo una cosa, Konstantin Dmitrievich. No pretendo asegurarle que ella le ama, pero sí que su negativa de entonces no significa nada.
  • No sé –repuso Levin casi con ira–. Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con sus palabras. Esto es para mí como si a la madre de un niño muerto le estuvieran diciendo: “¿Ves?, tu niño ahora sería de esta o de aquella manera si no hubiese muerto, y tú serías feliz mirando a tu niño”... ¡Pero el niño ha muerto, ha muerto!
  • Entonces, ¿No piensa venir usted a vernos cuando esté Kitty?
  • No. No es que vaya a huir de Yekaterina Aleksandrovna, pero siempre que me sea posible le evitaré el disgusto de mi presencia.
  • ¡Qué obcecado está usted!... Obcecado y lleno de orgullo herido… Por su boca habla eso, el orgullo herido de un hombre rechazado en su amor. En fin, como si no hubiéramos dicho nada...

Levin volvió a su casa más enfurecido que otra cosa, pero más herido, más doliente, aún que enfurecido… La tranquilidad que empezaba a reinar en su corazón, aquella visita a la hermana de Kitty la había aventado como el aire aventa la paja… Toda aquella amargura que el rechazo de Kitty le causara y que el tiempo parecía ir templando, se desató de nuevo con tremenda furia, haciendo que casi odiara a las dos hermanas

Días más tarde, Konstantin Dmitrievich Levin tuvo que desplazarse a otro pueblo próximo, pero menos que aquél a cuyo comerciante Yevgeni Arkadievich vendiera lo que fuera que le vendió y que Erguchevo, la aldea donde tenían sus tierras Daría Aleksandrovna y su marido. También allí él tenía tierras y era ya la época de la siega, por lo que fue a controlar lo cosechado y repartirla a medias con los aldeanos que la atendían, arándola, sembrándola, segándola, descontados ya los gastos originados por las  labores agrícolas Al llegar allí, se fue directamente  a ver al tío Vania Pannikov que se ocupaba de las colmenas aunque también echaba una mirada, de vez en cuando, a las cuadrillas de hombres y mujeres que trabajaban los prados

El viejo Vania, Iván por nombre formal, le recibió con un tremendo abrazo, algo así como el abrazo del oso que le hizo reír a Levin, con aquello de que “Cuidado, tío Vania; que me vas a aplastar las costillas”… La verdad es que el viejo era un fidelísimo servidor de la casa de los Levin, a  la que consideraba la suya propia, hasta casi considerarse un Levin más… Pero un Levin puesto al servicio, en cuerpo y alma, del nuevo amo de la casa, igual que antes lo estuviera para el viejo amo, Dmitri Konstantinovich Levin… El viejo Vania había nacido en ese predio cuando todavía era parte del patrimonio de los Morosov, los abuelos maternos de Kostia, padres de su madre y ella, al heredar esas tierras de sus padres las agregó a las posesiones de su marido… El bueno de Vania había visto, como quien dice, nacer a Konstantin Dmitrievich por lo que desde entonces, desde que nació, le tomó un cariño que se parecía mucho al que un padre siente por su hijo…

  • Mira Kostia –le decía el viejo a Levin- Mira qué heno más hermoso… Si hasta parece té…
    • Sí “papa” Vania (en ruso cirílico, “папаВалиа”, “papaíto” Vania)… Es precioso

El viejo Vania estaba encaramado en lo alto de un almiar ([i]) y Kostia se encaramó también a esa altura. Desde allí, ante su vista, se extendía la inmensidad de los prados colmados de verde heno fresco con las cuadrillas de braceros, guadaña en mano, segando las altas hierbas; las carretas que otras cuadrillas, mujeres y niños principalmente, aunque con varios hombres mezclados entre el mujerío y a chiquillería, procedían a llenar los carros, acarreando unos las gavillas segadas hasta el pie de los carros, otros, con largas horcas de madera, iban empalando en el carro las mieses depositadas en el suelo… De entre éstos, le llamó la atención una pareja, hombre y mujer, afanados en cargar uno de los carros; eran jóvenes, él de unos veintiséis, veintisiete, años, ella tres, puede que hasta cuatro años más joven; los dos eran robustos, macizos, muy, muy fuertes denotando fortaleza de toro. El joven era buen mozo, de agraciado rostro, antes alto que bajo, pero sin pasarse en la altura, y ella, más baja, era, ciertamente, guapa, con esa hermosura limpia, natural, de las campesinas bien puestas… De abundantes senos, caderas bien marcadas y rotunda “retaguardia”… Coloradotes los dos, con ese tinte rojizo propio de la buena salud… Y alegres, riendo por casi todo, por casi nada… Y muy, muy cariñosos él con ella, ella con él, besándose furtivamente cada vez que en el quehacer se cruzaban, diciéndose cosas que debían ser graciosas o agradables, pues les hacían reír continuamente…

Para Levin, aquello fue la mismísima imagen de la felicidad… La felicidad íntegra, pura, absoluta… La felicidad natural que da la vida natural, sin artificio… Suspiró y volvió el rostro al viejo Vania

  • ¿Quiénes son esos dos?... La mujer y el hombre que cargan ese carro de ahí enfrente
  • Es mi hijo pequeño… Mi Vaniska ([ii])… Ella, Masha, (diminutivo de María), su mujer… En esta Cuaresma hicieron dos años de casados…

Y Levin sintió envidia de esos dos jóvenes… De todos esos braceros, esos “mujik”, que les veía tan alegres, tan felices, cantando sin cesar al tiempo que trabajaban… Y trabajaban duro, doblando bien el lomo cuando tal debía hacerse… Pensó que esa su vida, sencilla a más no poder, pero enteramente natural, era la sal de la vida… Comparó su alegría, esa dicha que, a la visa estaba, disfrutaban… Ellos eran pobres como ratas, sin siquiera disponer de dónde caerse muertos, en tanto que él… Pero entonces, comparando su propia vida huera, vacía, sin sentido, concluyó que, en realidad, el pobre, el desahuciado de la fortuna, era, realmente él… Disponía de mucho, muchísimo dinero… Bienes, tierras a mansalva… Pero no tenía cariño… Nadie que de verdad le quisiera… Pensó en Afrania Nicolayevna, la que fuera su ama de cría cuando su madre no pudo amamantarle, entonces su ama de llaves, la mujer que regentaba su casa, y que cual si fuera hijo propio, parido de sus entrañas le quería… Él, lleno de cariño hacia ella, la llamaba “mamuska”… Sí; “mamuska” Afrania le quería…y mucho además, pero en esos momentos de congoja sentimental ese cariño no hacía que se sintiera menos solo, menos desamado…

La tarde hacía ya horas que había caído sobre los prados, cuando en el horizonte se confundió el sol con la tierra y la nocturna oscuridad era el entorno del ambiente que le rodeaba; el viejo Vania hacía tiempo que se había bajado del almiar emprendiendo la vuelta a su casa, tras de sus hijos , tal y como hicieron los aldeanos, las aldeanas cuya casa quedaba cerca de aquellos prados, en tanto que los otros, las otras, los que vivían más lejos se agrupaban en rancherías dispuestas a su alrededor, en medio de esos prados, preparando la última comida del día entre conversaciones, risas, canciones, rasgueos de balalaica y dulces sones de acordeón cuyo sonido llegaba a él en las alas del suave viento que acariciaba el lugar, pero de manera muy amortiguada por la escasa cercanía entre los labriegos y él.

Por fin, cuando el sonido de las voces, los cánticos y la música fue desplazándose, sustituidos por el silencio nocturno de los durmientes; cuando los únicos ruidos que se escuchaban eran los de las noches campesinas, el suave rumor del aire moviendo a su paso las ramas de los árboles, el croar de las ranas en los charcos, en el sucinto arroyo que bordeaba esos prados, señalando el curso del camino al cercano pueblo o el acompasado “ric”, “ric” de los grillos, Kostia se dejó resbalar desde la cúspide del almiar al suelo, dirigiéndose con paso cansino, la cabeza gacha, los hombros hundidos como si aguantaran todo el peso del mundo, marchó hacia el camino para regresar al pueblo, a la casa de la que fuera niñera de su madre, una deliciosa viejecita, ya ochentona, pero vivaracha, activa como pocas mujeres lo eran

Llevaba un rato andando cuando a él llegó aquél alegre cascabeleo hibridado con el golpeteo de cascos de caballo sobre el firme del camino y los retortijones de las maderas de un coche botando sobre los baches del camino… Era, en efecto, un coche, tirado por un tronco de cuatro caballos dispuestos en tándem de dos en dos, una pareja delantera y otra detrás. En casi más segundos que minutos, el vehículo llegó a su altura y él, curioso a la par que indolente, posó su mirada en el interior del coche alumbrado entonces por la fría claridad lunar. Viendo a una mujer ya francamente vieja, dormitando a pierna suelta y otra mujer más. Mucho más joven, jovencísima en realidad que, sin duda, acababa de despertarse; la joven también le miró y al instante su rostro se transfiguró en una alegre sonrisa de oreja a oreja, agitando al momento su mano, saludándole.

De lo que la muchacha le gritó, Kostia ni se enteró pues el ruidoso traqueteo del coche y el batir de cascos de caballo contra el piso anuló la voz de la muchacha, pero a Kostia le saltó de alegría el corazón en el pecho… Era Kitty, su bien amada Kitty… Y le había sonreído, demostrando, ostensiblemente, cuánto le había gustado verle… ¿Tendría razón, por finales, Daría Aleksandrovna, y las “calabazas” de Kitty no serían irreversibles?... ¿Podría, todavía, albergar esperanzas respecto a su feliz futuro junto a su amada?... Quién sabe… Quién podría entonces afirmarlo o negarlo, pero lo que al instante tuvo bien claro es que, indudablemente, en ese verano visitaría la casa de los Oblonsky en Erguchevo

--------------------------------------

Cuando Anna Tijonova regresó a su casa la tarde de su primer encuentro sexual con su amado tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza y satisfacción, de alegría y horror ante la nueva vida que comenzaba. Y no quería, por lo tanto, pensar en ello, prefiriendo esperar a sentirse más calmada, más tranquila y poder pensar con mayor claridad. Pero transcurrieron dos o tres días sin encontrar esa tan ansiada tranquilidad, sin ser capaz de reflexionar siquiera con un mínimo de lucidez en la situación que esa nueva vida que ante ella se abría. Seguía diciéndose: “No, ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante”. Pero ese apacible momento que tanto necesitaba no llegaba nunca. Cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, el horror se apoderaba de Anna y procuraba alejar aquellas ideas. “Después, después”, se repetía. “Cuando me encuentre mejor”.

Pero en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Aleksei Aleksandrovich lloraba, besaba sus manos y decía: “¡Qué felices somos ahora!”, y Pavel Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices. Pero este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.

Y así fueron pasando días y días, con ella prácticamente encerrada en casa y cada vez más nerviosa, más insegura, más aterrorizada… “¿Qué hago, Señor, qué hago?”, se decía y preguntaba, al Altísimo, pero, sobre todo, a sí misma. Una cosa sí que la tenía diáfana como la luz del día: Que su amor, su pasión por el conde Vronsky no tenía vuelta de hoja… Le necesitaba como al aire para respirar… No; no podía renunciar a él bajo concepto alguno. Por otra parte, su marido, Aleksei Tijonov, le importaba ya bien poco; es más, estaba ya más que segura de que él no la quería…no la había querido nunca, pues, ¿es que él era capaz de querer a nadie, salvo a sí mismo y a su carrera política?... No, y mil veces no… Pero es que si a Vronsky no podía renunciar, tampoco a su hijo, a su querido Sasha… Y estaba segura de que él, Tijonov, enterado de lo de ella y su amante…sí su amante, pues a qué engañarse buscando palabras suaves para esconder esa triste verdad, sin duda se lo arrebataría… La expulsaría de casa y le prohibiría, mediante la Ley incluso, volver a ver a su hijo nunca más en la vida… Hasta podría denunciarla por adulterio y meterla en la cárcel (por entonces, siglo XIX y bajo el zar, el adulterio estaba penado con la cárcel… Aunque eso pasaba en todo el mundo, que el adulterio era delito penal… En especial, en la mujer)

 Pasó así ocho o diez día, enclaustrada en su casa y sin verse con Vronsky, hasta que una tarde decidió liarse la manta a la cabeza, diciéndose para sí eso de “Adelante, con los faroles”, y se fue a buscar al dueño de sus anhelos a casa de su prima, la princesa Verskaia, siendo aquella tarde la segunda en disfrutar del amor en los brazos de Pavel Vronsky… Y así fueron transcurriendo los días, y tras los días, las semanas y los meses, uno tras otro, en interminable rosario cronológico, dando rienda suelta a su pasión por el conde día sí, día también, incansable… insaciable…

Y con el transcurrir de los meses llegó el nuevo verano y con él la marcha familiar a la residencia de verano de los Tijonov en Petershof, al noreste de San Petersburgo y a tiro de piedra de la capital del Imperio, en la costa del mar Báltico, golfo de Finlandia. Lo de la marcha familiar no pasa de ser un decir, pues efectivamente sólo iban Anna Arkadievna y el pequeño Sasha, ya que Tijonov se quedaba en San Petersburgo, yendo a reunirse con su mujer y su hijo el viernes a última hora para regresar a la gran ciudad el lunes, bien de mañana

Aquí convendría saber que de meses atrás Vronsky se había convertido en visitante asiduo de la mansión de los Tijonov; con Aleksei Aleksandrovich no solía coincidir, pero cuando, por esas casualidades de la vida, se encontraban allí los dos hombres el prócer imperial no ocultaba, en modo alguno, la antipatía que el apuesto amigo de su esposa le causaba… Pero a ella eso la tría sin cuidado, y a Vronsky no digamos, aunque, de todas formas, cuando los dos se encontraban, el conde no podía ser más amable con el titular de la casa. Y si en San Petersburgo Vronsky frecuentaba tan asiduamente la casa Tijonov, no digamos de la frecuencia con que el joven oficial de húsares visitaba a Anna, máxime cuando allí sabía que, excepto los viernes, sábados y domingos, con el jefe de la familia no se iba a encontrar.

Así, una de tantas tardes de aquél verano, a eso ya de las seis, se presentó en la residencia de los Tijonov en Petershof. Había llegado hasta allí montado en una carretela tirada por un tronco de dos caballos; atravesó el puentecillo que quedaba a escasos ciento y pico metros de la casa, metiendo seguidamente el coche en un bosquecillo que a continuación había, cuyos árboles velaban la vista del edificio, ya a escasos metros de distancia, menos de cien, en todo caso. Allí se apeó, ató los caballos a un árbol y a paso rápido salvó la distancia que le separaba del portón de entrada al palacete; entró en él y se dirigió a la amplia galería, abierta al exterior, que daba acceso directo a la vivienda

Entonces vino a perturbarle una imagen ominosa, esa especie de espada de Damocles, que sentía pender sobre su cabeza y la de Anna, como terrorífico presagio: La imagen o, mejor dicho, la mirada del pequeño Sasha, el hijo de Anna. Veía esa mirada fija en ellos, en él particularmente, sin perderles de vista ni un momento… Una mirada fría, atenta… Una mirada que les perturbaba a los dos, a él y a Anna, como si el chiquillo pudiera entender, imaginar, lo que entre su madre y ese amigo, tan querido por ella, había… Se decía que era imposible que un niño tan pequeño, tan cándido, pudiera darse cuenta de tales cosas…

En verdad, el chiquillo no podía apreciar en todo su significado la relación entre ese amigo de su madre y su querida mamá; a él no se le escapaba que ese señor era para mamá del máximo aprecio, pero también comprendió que a su querido papá esa persona no le hacía ni pizca de gracia, por lo que se debatía entre los sentimientos que, entendía, debía guardar para ese hombre. Sin lugar a dudas, él veía que su madre, cuando estaba con el tal amigo, se mostraba más contenta de lo que habitualmente estaba, pero pesaba en sus sentidos la evidente animadversión que en su padre despertaba, por lo que no sabía bien a qué carta quedarse… Pero también sucedía que algo muy íntimo, incomprensible para él, hacía que ese hombre le causara un rechazo casi visceral, como si previera en esa persona un mortal peligro…

Pero enseguida, Vronsky vio a Anna, esperándole en la galería y todos esos pensamientos se borraron de su mente. Subió la breve escalinata y se encontró con las manos de su amada que de inmediato le arrastraron hacia un extremo de la galería, punto muerto para las miradas indiscretas desde el interior y, una vez bien a cubierto los dos, Anna se abalanzó sobre la boca de él, besándole con esa tan inusitada pasión con que la mujer siempre se entregaba a su adorado conde; luego se separaron y pasaron a zona más a la vista de la galería. Ponían especial cuidado en sus maneras de cara a los demás, procurando que nadie se percatara de lo que entre ellos había, por lo que, no sólo se hablaban de usted, sino que lo hacían en francés siempre que los criados andaban por allí, en sus obligaciones; así, si se les escapaba alguna vez algo un tanto inconveniente, esas gentes sencillas ni lo entenderían, ya que bastante tenían expresándose lo suficientemente bien en ruso. Fueron hasta un balancín colgado del techo, para dos personas, de más que mullidos asientos, con sus correspondientes almohadones para incrementar el descanso y comodidad de quienes allí se sentaban

  • Estoy sola; esperando a Sasha. Salió de paseo, al parque, con la institutriz, su niñera y un criado con las viandas para merendar. Están a punto de regresar…  Vendrán por allí…

Y Anna señaló un punto en lontananza; una vereda que rendía en la entrada principal desde el noreste. Anna estaba muy, muy nerviosa, temblándole los labios, las manos… Le pasaba siempre que se encontraban a solas en lugar que pudieran ser sorprendidos… En tales casos, no osaban ni tocarse y siempre se hablaban de usted… Ambos le tenían pánico a la opinión pública… Y a qué decir el que Anna tenía a ser descubierta por su marido, pues sabía que en tal caso le quitaría a su querido Sasha

  •  Perdone usted, Anna Arkadievna, que me haya atrevido a venir hoy… Pero es que no aguantaba ni un día más sin verla… ¡Hacía ya tres días que no la veía!
  • Perdonarle por qué, Pavel Sergeievich… Estoy muy contenta de que haya venido…
  • O se encuentra usted mal, o está triste. –Pavel Vronsky se atrevió a tomar una mano de Anna entre las suyas, acariciándola tiernamente- Dígame Anna; ¿en qué pensaba usted…en qué piensa?
  • Yo, Pavel Sergeievich, siempre pienso en lo mismo…

Y era cierto; en cualquier momento en que le preguntaran podía contestar sin faltar a la verdad: Pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia. Ahora mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisamente en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo, pues estaba enterada de sus relaciones con Vitali Tuchskovich, le resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso. Y hoy un pensamiento la atormentaba particularmente por muy especiales razones. “¿Se lo digo o no?”, pensaba ella, contemplando los ojos tranquilos y acariciadores de Vronsky. “Está tan feliz… No lo comprendería en su verdadero sentido, no comprendería la significación que encierra este hecho para nosotros”...

  •    Aún no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego –suplicó Vronsky                    

Ana, al instante no contestó. Le envolvió en su mirada de seda, con esos ojos grandes, brillantes de amor, de pasión desmedida, adornados por sus largas pestañas… Sus manos jugueteaban, temblorosas, con la brizna de una hoja                         

  • Veo que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sabiendo que sufre usted una pena que no comparto? Dígamela, por Dios –insistió Vronsky           

“No le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de... Vale más callar. ¿A qué probarle?”, pensaba Ana, mirándole. Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.

  • Se lo ruego, por Dios –insistió él.         
  • ¿Se lo digo?
  • Sí, sí, sí.
  • Estoy embarazada –murmuró Ana, en voz baja.

La mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de él para ver cómo recibía la noticia. Vronsky palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó la cabeza. “Sí, ha comprendido toda la importancia de este hecho”, pensó Ana con gratitud. Y le apretó la mano. Vronsky volvió a tomarle la mano y le dirigió una mirada acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la terraza en silencio.

  • Sí –dijo al cabo, acercándose a ella–. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que terminar –dijo, mirando en torno suyo– esta mentira en que vivimos
  • ¿Terminar, Pavel? ¿Y cómo? -preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una débil sonrisa.

Vronsky le decía que había llegado el momento de acabar con la mentira en que vivían; que tenía que hablar con su marido y  plantearle lo de ellos… Que, fuera como fuera, debía abandonarle… Marchar juntos, aunque tuviera que ser al fin del mundo, para vivir juntos… Para vivir su amor sin cortapisas, dedicándose por entero el uno al otro… Él a ella, ella a él… Y al hijo de ambos que Anna llevaba en sus entrañas… Pero Anna, sin querer escucharle, le decía que eso no podía ser… Que qué sería de ellos dos en tal caso… Lo que no le decía era que eso no lo podía hacer porque implicaría renunciar a su hijo, a Sasha… Y no había forma de que Vronsky la hiciera desistir de su empeño… Qué duda cabe de que ella comprendía, clarísimamente, tan claro como la luz del día, la muy, pero que muy difícil situación en que se encontraba, pero no quería encararla del todo… Al menos de momento… No; ella no podía, no quería tomar las radicales posturas que Vronsky quería que tonara. Por fin, se escuchó la voz de Sasha que acababa de llegar a casa y ella se dispuso a ir con su hijo; tomó entre sus manos el rostro de su amado y le besó en los labios… Con dulzura, con ternura, con la pasión que ella ponía en las caricias que a él le prodigaba, rendida a su amor por su amado… Hizo intención de marcharse, pero él la retuvo un instante

  • ¿Cuándo la volveré a ver?
  • Venga esta noche… A la una… Le esperaré junto al portillo que da al patio posterior…

-----------------------------------------------

Aleksei Aleksandrovich Tijonov tenía una fe ciega en la honorabilidad de su esposa, Anna Arkadievna, de modo que el verla en confidente conversación con el apuesto oficial de Húsares de la Guardia Imperial en absoluto le inquietaba; para él, que Anna Arkadievna hubiera trabado excelente amistad con el hermoso joven no revestía importancia ninguna, y le molestaban los crecientes comadreos que a tal respecto era consciente se empezaban a dar en todos y cada uno de los salones de la sociedad petersburguesa. Para él, a su mujer, en todo caso, podría acusársela de irreflexión al, inocentemente, dar pábulo a tales habladurías… Así que decidió no ya amonestarla al respecto, sino, simplemente, hacerla ver los peligros a que daba lugar con su falta de cordura. Así que se propuso hablarle… Le parecía fácil, normal, hacer eso, hablarle, pero a la hora de la verdad, no tenía arrestos para encarar a su esposa y todo quedaba siempre en agua de borrajas

Las habladurías sobre Anna Tijonova y el conde Vronsky seguían imparables y su adulterio era ya secreto a voces en todo San Petersburgo, pero Tijonov seguía empecinado en no ver, en no oír… Y es que bien se dice que no hay mayor ciego que quién no quiere ver, ni mayor sordo que el que no quiere oír, y él no quería ver ni oír, por muy claras que las cosas pudieran estar. Y es que, Aleksei Aleksandrovich no es que amara a su esposa, es que la adoraba, la reverenciaba hasta con veneración cuasi religiosa… Era su virgen; su particular virgen inmaculada, libre, per sé, de la más mínima sospecha. Porque Aleksei Aleksandrovich, un águila imperial en la arena política que con extrema facilidad anulaba a cuanto adversario se le pusiera por delante, despanzurrándole en un abrir y cerrar de ojos, en los salones de la alta sociedad petersburguesa hacía agua por todas partes; allí, en la arena de los bailes, los teatros, los dimes y de diretes de alta altura, era torpe, inseguro, desmanotado. Verdaderamente ridículo…

Y en la intimidad conyugal no mejoraba nada… Pero nada, nada… Más bien, empeoraba. Sabía que, como amante, no tenía precio, por lo mediocre, con lo que procuraba aguantarse más las “ganazas” que las ganas cuanto le era posible… Pero claro, todo aguante tiene un límite, por lo que, si bien de “Pascuas a Ramos” o de “uvas a peras” ([iii]) importunaba a su mujer que, dócil, se sacrificaba en el ara del “débito conyugal”… Pero luego, cuando su necesidad quedaba satisfecha, se sentía mal… Muy, muy mal, pues por nada del mundo quería ser ominoso para ella, causarle la menor molestia, pero ya se sabe lo que pasa cuando la necesidad aprieta…

Pero llegó el día en que lo de cerrar ojos y oídos se le hizo casi imposible… Las habladurías sobre Anna Arkadievna y Pavel Vronsky llegaron a los más altos decibelios… Era el “deporte nacional” en cualquier tertulia de trapos sucios que se preciara y las muy encopetadas y “respetables” señoras, lo mismo del círculo de la princesa Verskaia, como de la condesa Ivanovna, y no se diga en el de los “políticos”, afilaban sus armas, babeando de gusto ante el día que la desgracia de la Tijonova se consumara, evento que para el todo San Petersburgo estaba al caer… Parecía mentira que en una sociedad tan relajada, y lo de relajada es una manera de no incidir con expresiones de grueso calibre, como la de la Capital Imperial rusa, donde los amores y amoríos extra conyugales de “damas” como la princesa Verskaia o la condesa Vronskaya eran el pan nuestro de cada día sin que nadie se escandalizara por ello ni le sacara punta, pudiera calar de la forma que calaba lo de la Tijonova y el Vronsky, pero es que  Aleksei Tijonov era personaje público de tremendo calado, demasiado famoso para que nada de cuanto su mujer protagonizara dejara de concernirle

De todas formas y a pesar de todos los pesares…  A pesar de las muchas, muchísimas evidencias de lo que pasaba, a pesar de que, en el fondo de su alma, de su cerebro, estaba al corriente de todo, él seguía empeñándose en no ver lo evidente, perseverando en defender la honorabilidad de Anna Arkadievna, llegando incluso a pelearse con su gran amiga, la condesa Lidia Ivanovna, cuando ella intentó convencerle de que interviniera en la relación de Anna con Vronsky y su prima, la princesa Verskaia, deshaciéndola; él, entonces, se revolvió contra su gran amiga con gran violencia, defendiendo la honorabilidad de esas amistades, rompiendo su amistosa relación con la condesa hasta el punto de no volver a visitarla en su casa ni invitarla nunca más a la propia

Pero ocurrió un evento que Aleksei no pudo pasar por alto, muy a su pesar. Fue con ocasión de las carreras de caballos de Tsarskoie Selo, evento social de la mayor importancia, pues hasta el zar asistía. El conde Vronsky participaba en ellas como una de sus figuras más brillantes… Y sucedió que en la carrera de obstáculos cayó a tierra aparatosamente, hasta el punto de que la gente estaba convencida de haber salido bastante mal parado… Y Anna dio un verdadero espectáculo, gritando de horror cuando vio a su amado salir despedido por el aire, cayendo prácticamente de cabeza en el polvo de la rodada… Rompió no  a llorar, sino a sollozar, estentóreamente, con inenarrable desconsuelo, cubriéndose, con horror, la cara con las manos, sin importarle nada ni nadie, sin preocuparse por lo que su comportamiento evidenciaba

Por fin Aleksei Tijonov logró arrancarla de la tribuna, llevándosela al coche para devolverla a la casa. Entraron en el vehículo y, cuando éste se puso en marcha, comenzó a reconvenir la conducta de su mujer, señalándole la evidencia en que ella misma se había puesto… Poniéndole a él mismo, su esposo, en evidencia ante tales muestras de dolor por otro hombre. Anna, entonces, alzó hacia él el rostro… Y, en ese momento, la mirada fría, dura, fue la suya

  • Le quiero… Le amo… Con toda mi alma y su vida es mi vida… Soy su amante... Sí; su amante… Y a usted ya no le soporto… Estoy harta… Muy harta de usted… Le aborrezco… Además, para que lo sepa, estoy embarazada de él… Haga usted conmigo lo que quiera… No me importa… Ya no me importa nada…

No le tuteó, sino que, para mostrarle más su desprecio, le habló de usted. Tijonov se quedó sin habla… Helado, blanco como el papel, hasta con el rostro desencajado… La miró fijamente, con toda la dureza, toda la rabia, que en su corazón en ese instante anidaba… Pero no respondió nada. Quedó en silencio, con la muerte en los ojos y así llegaron a la casa de Petershof; se apeó, ayudó a bajar a su mujer, dándole la mano y, seguidamente, tomada del brazo, la condujo a la casa. Allí se inclinó ante ella, le besó la mano y, sin despegar los labios, se volvió al coche regresando a San Petersburgo

--------------------------------------

Konstantin Dmitrievich Levin había reconocido, por fin, que seguía tan enamorado de Kitty como antes lo estuviera… Si es que no la quería, incluso, más que antes. Deseaba con toda su alma verla, ir a visitarla a la casa de su hermana y su cuñado, los Oblonsky, pero al propio tiempo no quería hacerlo… Casi le repugnaba… Porque, ¿qué haría entonces él?... Si ella ahora le aceptaba, que eso aún estaba por ver, ¿cómo lo haría?... ¿Por qué el hombre a quién quería no había querido quererla?... ¿En qué lugar quedaría él entonces?... Daría Aleksandrovna le había dicho que por su boca hablaba el resentimiento del hombre despechado al haberle rechazado la mujer amado… Puede que fuera así, pero para él era imposible volver a cortejar a esa mujer que una vez le desilusionó hasta lo indecible, luego no fue a visitarla, aunque se muriera de ganas de verla

Pasó el verano y los Oblonsky, con Kitty, regresaron a Moscú, a su vida normal; y tras del verano discurrió el otoño llegando las primeras grandes nevadas en Noviembre, muy a inicios del largo invierno ruso… Sería primeros de Diciembre cuando Levin recibió una carta de su amigo, Yevgeni Arkadievich; le informaba haberse visto con un par de viejos compañero, del colegio primero de la Universidad después, excelentes amigos que en su momento fueron. Había organizado una velada de viejos recuerdos con una comida en su casa para un par de semanas después y le encarecía que acudiera al evento. La idea, la verdad, le agradó sobremanera a Kostia, pues al momento rememoró aquellos ya lejanos días de su infancia y adolescencia, por lo que le apeteció, y no poco, volver a encontrarse con tan antiguos y queridos amigos, por lo que el día señalado estaba en Moscú y frente a la puerta de Yevgeni Arkadievich

Le recibió el mismo anfitrión aunque enseguida, detrás de él, surgieron esos dos viejos camaradas. La escena que seguidamente se desarrolló es fácil de imaginar: Abrazos y besos a granel, lo de “Pero qué cambiado estás, hasta un poco calvo”… “¿Cómo te van las cosas…qué haces, a qué te dedicas?... “¿Te casaste?... ¿Cuántos hijos tienes?”… Y otras naderías por el estilo… Por fin, del brazo de Yevgeni Arkadievich, Levin entró en el salón principal de la casa, y tan pronto entró el corazón se le vino a la garganta cuando vio, sentada en un sofá, junto a su hermana, Daría Aleksandrovna, a Kitty. A ojos vistas la muchacha estaba toda ruborosa, avergonzada, tímida hasta parecer temerosa, Le esperaba, sabía que vendría, pero al verle la emoción la venció. Levin se adelantó hasta la señora de la casa, Daría Aleksandrovna, que le ofreció una mano, mano que él, cortésmente se llevó a los labios, besándola; luego se acercó a Kitty.

  • Buenas tardes, señorita Kitty Aleksandrovna. Encantado de volver a verla

Le alargó la mano y ella se la estrechó. Kitty, para entonces, estaba encendida en rubor, temblándole los labios y con los ojos muy, muy brillantes, como quien pugna por que las lágrimas no broten de sus ojo, pero le correspondió al saludo

  • Yo también me alegro mucho de verle… ¡Cuánto tiempo desde la última vez que nos vimos!
  • Puede que usted a mí no me haya visto en este tiempo, pero yo a usted sí
  • ¿Se refiere a la noche que me crucé con usted en el camino a Erguchevo? Pero eso no cuenta, querido amigo; sólo nos vimos de pasada…

Y Konstantin Dmitrievich Levin se sintió invadido por una inenarrable dicha ante aquella jovencita que le sorbiera el seso, desapareciendo al punto de su mente, de su pecho, todas las prevenciones que hacia la joven guardaba… Yevgeni Arkadievich invitó a los asistentes a pasar al comedor. La comida transcurrió animadamente, cruzándose las conversaciones; como si no hubiera otro sitio donde Levin y Kitty pudieran sentarse, el anfitrión los puso juntos, uno al lado del otro. Ellos apenas si participaron de las generales conversaciones, ocupados, más que en hablar entre ellos, en lanzarse miraditas casi que a hurtadillas… Y cuando sus miradas se cruzaban, cuando Kitty sorprendía los ojos de Levin fijos en ella, se sonrojaba casi, casi, que hasta la raíz del pelo, mientras labios y manos le temblaban de emoción, recompensando la atención que él ponía en ella con una fresca pero tímida sonrisa… Pero esto tampoco quiere decir que no hablaran, que sí que lo hacían, pero de cosas baladíes, sin importancia, como si a ambos les costara trabajo mantener una conversación más normal… Desde luego, se veía a la legua lo, digamos, cortados que los dos estaban, dominados por una vergonzante timidez… Y muy especialmente, Kitty

Acabó la comida y todos, señora, señorita y caballeros, salieron de nuevo al gran salón, repantigándose en los mullidos sillones y sofás, aunque alguno también tuvo que conformarse con una silla; el dueño de la casa, Yevgeni Arkadievich, ofreció cigarros habanos a los caballeros, pero por respeto a las dos mujeres, se devolvieron a su caja, ya que todos rehusaron encender los vegueros ante las damas, pero a lo que nadie hizo ascos fue al excelente vozka con que el anfitrión escanció en las copas de los hombres. Y volvió a generalizarse la conversación, a cuenta de los varones, quedando las dos damas un tanto marginadas de la misma, pues se hablaba de política, por ejemplo, la rusificación de Polonia, aunque también de filosofía, materias estas que a las damas interesaba bien poco. Y de nuevo Levin y Kitty se aislaron del cotarro general, volviendo a mirarse, diciéndose con los ojos un montón de cosas bellas, dulces, aunque sus labios sólo hablaran de coas más bien triviales. Por ejemplo, de aquella noche, cuando fugazmente se cruzaron él, caminante por el polvo del camino, y ella a bordo del raudo coche tirado por cuatro caballos

  • Yo, cuando vi cómo el coche se acercaba, pensé que quién iría en tan bello carruaje… Y era usted quién iba… también vi a su señora madre, la princesa… Iba dormida… Y usted parecía acabar de despertase… Parecía pensativa… Siempre me he preguntado en qué…en quién pensaría…
  • ¡Qué cosas se le ocurren a usted, mi querido amigo! ¡No me acuerdo en qué pensaba entonces!… Seguro que en cualquier tontería

Fue poco el tiempo que Levin estuvo junto a Kitty pues, imaginando que tal vez ella no estuviera tan a gusto con él, como él con ella, juzgó prudente apartarse de la joven, integrándose en el grupo masculino, dedicado en ese momento a esas discusiones interminables que nunca solucionan nada pues jamás se llega a acuerdo alguno… Diálogos de sordos en los que lo único que a cada uno interesa es imponer su opinión a los demás… Levin se acercó a tan respetable cotarro y echó su cuarto a espadas sobre el tema que se trataba, en ese momento la desigualdad entre hombres y mujeres, el trabajo femenino fuera de casa incluido, en forma de una corriente que se estaba extendiendo entre las élites más avanzadas y librepensadoras del Imperio, la posibilidad de que las mujeres se incorporen al funcionariado del Estado; Levin exponía un punto de vista poco favorable al asunto, apoyando la opinión de uno de aquellos viejos amigos con quienes acababa de reencontrarse, siendo rebatido por Yevgeni Arkadievich, el otro amigo y, sorprendente, Daría Aleksandrovna, fiel defensora de que la mujer debía limitarse a ser esposa y madre, guardiana del hogar, etc.

A Levin esas discusiones, la verdad, es que interesaban menos que nada con su mente enteramente ocupada por la imagen de Kitty… Y en uno de esos momentos en que se abstraía en sus pensamientos, aburrido de la conversación de los otros tres próceres, sintió una mirada fija en su espalda… Una mirada y una sonrisa…una amplia sonrisa, como la que se encontró en el rostro de Kitty cuando, volviéndose hacia atrás, la vio en el umbral de la sala de juego, contiguo al salón. Se levantó y se acercó a la muchacha

  •  Pensaba que iba usted al piano, a deleitarnos con su música y su voz… La música es lo que más echo de menos allí en el pueblo
  • No Kostia… En realidad, venía en su busca

Se internaron en el gabinete, y ella prosiguió

  • ¡Qué ganas de discutir! No van a convencerse nunca unos a otros...
  • Es verdad. La mayoría de las veces se discute únicamente porque no se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.
  • Ya. Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada, y entonces es posible...
  • ¡Ja, ja, ja!... Ha dicho usted, en dos palabras, lo que yo, en toda una perorata, no acertaría a decir

Y entonces encontró otro matiz más en ella que admirar, pues adivinó que a la todavía más jovencita que joven, también la adornaba una viva inteligencia que le permitía encontrar respuestas a muchas cosas en un santiamén… Kitty, ya dentro de la sala de juego, se acercó a una de las mesas y sentándose, tomó  una tiza empezando a dibujar figuras sobre el tapete verde que cubría la mesa, círculos, líneas sinuosas, como serpientes… Al poco tiempo Kitty, soltando la tiza, dijo 

  • ¡Oh! He ensuciado toda la mesa…

E hizo ademán de levantarse de la mesa

  • Espere, espere un momento… Hace tiempo que deseaba preguntarle una cosa

Kitty le miró con ojos acariciadores pero un tanto asustados. Al fin, repuso

  • Bien; pregunte usted lo que quiera

Levin entonces tomó la tiza que Kitty dejara y empezó a escribir sobre la mesa una serie de letras que, a simple vista, no tenían sentido alguno: c, u, m, d, N, p, s, s, r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: “Cuando usted me dijo: No puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?”. Parecía imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las comprendiera. La joven le contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las letras. De vez en cuando, le miraba como preguntándole: “¿Es lo que me figuro?”. Al fin, levantando la cabeza, toda ella sonrojada, dijo

  • Comprendo lo que quiere decirme

Levin entonces, señalando la última “s”, la que significaba “siempre”, dijo

  • ¿Sabe qué dice esta letra?
  • Sí; “Siempre”… Pero no es así, querido amigo

Seguidamente, la muchacha borró lo que Levin escribiera y, tomando ella la tiza, escribió: “e, n, p, d, o, c”. Levin se inclinó sobre las letras de esa especie de jeroglífico; las estudió durante unos momentos y al fin, entendió lo que querían decir: “Entonces no podía decir otra cosa”… Alzó la cabeza y preguntó

  • ¿Sólo entonces?

Kitty no respondió con palabras, sino con una amplia sonrisa que, en voz muy alta, habría sido un “SÍ” rotundo

  • Y… ¿Ahora?
  • Lea, Kostia. Esto es lo que ahora desearía con toda mi alma

Y empezó a escribir: “q, u, o, l, q, p”, que significaba « que usted olvide lo que pasó». Levin tomó a su vez la tiza, con dedos temblorosos y, con las iniciales de las palabras, escribió: “Nada tengo que olvidar ni perdonar… Y jamás he dejado de amarla” Kitty, leyendo, comprendiendo, lo que él decía, le dedicó otra sonrisa que era todo un  poema de dulzura… De amor hacia él… Levin volvió a escribir, mediante las iniciales, una larga frase que ella entendía según él escribía. Tan pronto él acabó, la muchacha tomó la tiza y escribió a su vez, una aún más larga frase. Levin miraba y miraba las letras por ella escritas, pero no hallaba su significado… Estaba nervioso y muy, muy exaltado… Entendía que Daría Aleksandrovna tenía razón cuando le decía que aquél primitivo rechazo no era irrevocable… Los radiantes, luminosos ojos de la muchacha, al mirarle mientras él la miraba a ella, eran algo más que expresivos hablándole de amor… Tomó él la tiza y escribió tres iniciales, pero ella, tomándole la mano, no le dejó terminar; con su mano dirigió la de Levin para hacerle escribir: “SÍ, SÍ, SÍ”…

Kitty tenía ya que marcharse, pues sus padres la esperaban para ir al teatro; pero cuando la muchacha salió de casa de los Oblonsky, entre ella y Levin estaba ya todo hablado mediante ese extraño idioma en casi, casi, jeroglífico: Ella le quería, le aceptaba por marido y diría a sus padres que él iría a verles al día siguiente, por la mañana a, oficialmente, pedirles su mano

----------------------------------

A simple vista, lo de la infidelidad de su mujer, Aleksei Aleksandrovich Tijonov pareció tomárselo por la tremenda, pues cuatro o cinco días después del de las carreras, y toda vez que, afortunadamente, la caída de Vronsky no se resolvió en daño alguno para el jinete, que resultó enteramente ileso, como quien dice sin un rasguño, el marido ofendido le mandó sus padrinos al ofensor, retándole a duelo. Éste tuvo lugar otros dos días después, con el resultado de que los dos antagonistas dispararon al aire, arrojando seguidamente sus armas al suelo.

Y es que Tijonov, con su osadía, lo único que pretendía era que su contrincante lo matara. Su muerte, a su juicio, solucionaría todos los problemas, pues su honor de marido engañado quedaría a salvo, limpio con su sangre, y su mujer, Anna Arkadievna, pasaría a ser una respetable viuda, totalmente libre de contraer nuevo matrimonio. Pero sucedió que Vronsky era un perfecto caballero que no quiso unir, a la ofensa, la muerte del ofendido, prefiriendo su propia muerte al, a su juicio, entonces, supremo deshonor de matar a Aleksei Tijonov

Luego la solución a sus problemas debía llegar por otro conducto, la racionalidad de la negociación del mismo entre ambos cónyuges. Tal negociación tuvo lugar en la entrevista, bis a bis, que Aleksei tuvo con Anna en la casa de Petershof a la semana de celebrarse el duelo. Aleksei Aleksandrovich se presentó ante su mujer como siempre se mostraba ante todo el mundo: Serio y circunspecto como juez en su tribunal, frío como un témpano, casi insensible, hablándole de usted a su mujer, llamándola “señora”, pero poniéndole a Anna las cosas en bandeja. Por delante, que la futura convivencia marital de Anna Arkadievna y el conde Vronsky sería, era ya, un hecho consumado que él aceptaba, si no de buen grado, sí racionalmente; se trató de la posibilidad de divorciarse ellos, pero ambos la desecharon, pues Anna Arkadievna no tenía interés alguno en divorciarse y a Tijonov le repugnaba tal cosa, en primer lugar, por sus firmes convicciones religiosas, porque eso de que “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, era, para él, incontrovertible; pero también por las propias condiciones del divorcio.

En aquella época, último tercio del siglo XIX, el divorcio en Rusia sólo podía plantearse bajo una de estas tres circunstancias: Defecto físico irreversible que impida la intimidad conyugal, ausencia injustificada durante cinco o más años y adulterio. Así, en su situación sólo quedaba aducir el adulterio de Anna, con lo que tal cosa significaba de oprobio para la mujer adúltera; cierto que el adulterio en la sociedad rusa no era raro, pero se llevaba “soto voce”, cubriéndolo con un falso velo de honorabilidad matrimonial; se podía engañar al marido, pero no públicamente sino manteniendo una bis de normalidad en el matrimonio, pues que el marido engañe a la mujer, públicamente incluso, no acarreaba deshonra alguna. Y eso, hacer a Anna objeto público del general vituperio, en modo alguno lo toleraría Aleksei Aleksandrovich… Antes se quitaba la vida que someter a su mujer a tal oprobio. ¡Qué más quisiera esa caterva de damas, muy amigas de ella, desde luego, que se relamían de gusto ante la inminente deshonra de Anna,  poniéndola ya en la picota, pues era imposible que el marido siguiera “ciego” a lo de ella y el apuesto conde!

Asunto aparte, y más arduo, fue determinar el inmediato futuro del hijo de ambos, el pequeño Sasha. Anna, con lágrimas en los ojos, imploraba a ese hombre que, fuera como fuese, seguiría siendo su legal marido, y por tanto con la plena Patria Potestad sobre el niño, por encima, incluso, de ella misma, su madre, que no lo apartara de ella… Que le permitiera llevárselo consigo; Aleksei no se negó a ello en rotundo: Si, finalmente eso es lo que quería, se haría… Pero le planteó una serie de problemas que, muy posiblemente, podrían redundar, negativamente, en el niño…en su infantil psique. En Rusia, y más en San Petersburgo, la infidelidad de la esposa era bastante normal; pero disimilada bajo un manto de falsa estabilidad matrimonial, con lo que los niños no veían lo que, en la intimidad, pasaba entre su mamá y el o los “amigos” de ella… Pero si se llevaba a Sasha con ella y Vronsky, sería testigo, a diario, de cómo su mamá se acostaba con su “amigo”… El niño sería todavía muy pequeño, pero alguna idea de porqué papá y mamá dormían juntos sí que la tenía, luego ver que papá ya no estaba con mamá y que el “amigo” ahora ocupaba el sitio de papá, podría causarle viva confusión, al no entender, todavía, los vericuetos del amor… Anna sopesó eso, amén de recordar que a su hijo, Vronsky no le gustaba… Que más era inquina que otra cosa lo que el “amigo” de mamá le causaba… Recordó las veces que Sasha, claramente se lo había dicho: “Mamá; ¿por qué sigues siendo amiga del conde Vronsky?... A mí no me gusta… Es malo; me da miedo”

Sí; Sasha no entendía lo que esa amistad era en verdad, pero de manera instintiva presumía que ese hombre representaba, para él, un peligro… Además, sabía que a su padre no le gustaba nada… Que casi le odiaba… Por algo sería, se decía, con lo que sus instintivos temores, su instintiva ojeriza hacia tal hombre, se magnificaba de día en día… Sí; Anna entendió que, lo más seguro, de estar su hijo con ella y Vronsky cualquiera sabe lo que algún día podía pasar… Hasta su futura felicidad con su amado podía verse comprometida, pues la aversión de Sasha hacia Vronsky, ella veía que, en cierto modo al menos, era correspondida por su amante hacia su hijo… Se dio cuenta que debía decidir entre conservar a su hijo consigo o disfrutar del amor que a su amante la unía… Y ganó su amor de mujer sobre su amor de madre…

Así, aquél mismo día, Aleksei Aleksandrovich Tijonov partió de Petershof hacia San Petersburgo con su hijo Sasha, y una semana más tarde, Anna Arkadievna y Pavel Vronsky partían en viaje hacia Italia

FIN DEL CAPÍTULO 2



[i] Almiar. Pajar al aire libre, sin estructura externa. Es la forma de pajar más primitiva: Un palo largo, bien clavado en la tierra, apilándose a su alrededor la mies, paja, heno y demás. De forma cónica, con la base redondeada, muy ancha, pudiendo llegar su altura a más de dos metros 

[ii] Tanto “Vania” como “Vaniska” son diminutivos del nombre ruso Iván, (Juan), pero el primero es más formalista en tanto que el segundo es más familiar, más entrañable y cariñoso. Entre los rusos, nombrar a las personas por los diminutivos de sus nombres es muy habitual, a poca confianza que se tenga con la persona.

Otra cosa; también los rusos, de no existir la suficiente confianza para usar el diminutivo, se nombran mediante el nombre seguido del primer apellido, o patronímico, por eso en este tipos de relatos, ambientados en Rusia, uso y, tal vez, abuso, de citar a las personas por el nombre seguidodel patronímico, cosa que hago para dar mayor realismoa la historia. Por cierto, en un relato anterior, “UNA CRUZ EN SIBERIA”, explicaba cómo se forman los apellidos rusos, pero dada la gran cantidad de nombres y apellidos que aquí cito, para aquellos lectores que no leyeran ese relato, vuelvo a explicarlo. Los rusos, tras el nombre propio del individuo, usan dos apellidos: El patronímico, ( "ótchestvo" en ruso/cirílico, "отчество") y el familiar (Del cirílico "фамилия",”Apellido”en ruso,  cuya fonética es “Familia”, exactamente igual que en castellano, o español)

El patronímico va directamente detrás del nombre, y es el nombre propio del padre añadiéndole los varones las desinencias “evich” /“ovich”, y las mujeres “evna”/“ovna”. Como apellido  familiar, los varones usan el mismo que el padre, pero las mujeres le añadir una “a” al apellido familiar paterno; así, el hijo varón de un hombre llamado, por ej., Mihail Aleksandrov, sería, por ej., Mihail Mihailovich Aleksandrov, en tanto la hija sería, ej., Olga Mihailovna Aleksandrova, No obstante, desde los 70-80, también las mujeres empezaron a usar, como apellido familiar, el mismo del padre, como los hijos varones, con que esa hija, también podría llamarse Olga Mihailovna Aleksandrov, aunque lo normal es la forma tradicionalmente femenina, añadiendo la "a" al apellido familiar paterno

Pero también es lo normal que, cuando una mujer se casa, trueque su apellido familiar por el del marido, añadiéndole una “a”, con lo que esa Olga Mihailovna, de casarse con, por ej., Piotr Alekin, en más del 90% de las veces, pasaría a ser Olga Mihailovna Alekina

[iii] Dichos españoles que se refieren a cosas o eventos que se dan cada mucho tiempo. La Pascua a que se refiere el dicho es la Resurrección del Señor Jesucristo, el siguiente domingo al de Ramos; y la vendimia de la uva, en ciertas regiones españolas, acaba después de la recogida de la pera

Mas de HANIBAL

Historia de un legionario.-

Los silencios de Michelle

Historia de un legionario

Historia de un legionario

Historia de un legionario

Historia de un legionario

EL MATRIMONIO DE D. PABLO MENESES. Nueva versión 3

EL MATRIMONIO DE D. PABLO MENESES. Nueva versión 2

EL MATRIMONIO DE D. PABLO MENESES. Nueva versión,

NINES. Capítulo 1

Nines. 2

Mi querida señorita

Mi “seño”, doña marta

Mi “seño”, doña marta (2)

A buen juez, mejor testigo

De cómo isabel vino a mi vida

De la muy extraña forma en que fui padre

Bajo el cielo de siberia (2)

Bajo el cielo de siberia

Bajo el cielo de siberia

Sorpresas te da la vida...

Euterpe y tauro.-epílogo.

MEMORIAS DE UN SOLTERÓN.- Capítulo 1º

MEMORIAS DE UN SOLTERÓN.- Capítulo 2º

Un romance extraño.- capítulo iº

Un romance extraño.- capítulo iiº

LA PRIMA MERCHE. Capítulo 1º

LA PRIMA MERCHE. Capítulo 2º

El filtro de amor

La puta del barrio

CALLE MAYOR.- Capítulo 1º

CALLE MAYOR. Capítulo 2º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 3º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 1º

HISTORIA DE VERO. Capítulo 2º

Despedida

Poema amoroso

AMAR EN EL INVIERNO DE LA VIDA. Capítulo 2º

AMAR EN EL INVIERNO DE LA VIDA. Capítulo 1º

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 1

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 2

Cuento de d. alfonso el bueno” y la archiduquesa 3

ADELA.- Capítulo 1º

ADELA.- Capítulo 2º

AELA.- Capítulo 3º

Mal de amores...a mis años...

Canción

Un ramito de violetas

Desayunando

La buena educación

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 4º

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 3º

JUGANDO AL GATO Y EL RATÓN. Capítulo 2º

Jugando al gato y el ratón

La chica del parque

Historia de dos mujeres.- capítulo 4º

Historia de dos mujeres.- capítulo 3º

Historia de dos mujeres

¡ay, morita!

Euterpe y tauro

Pretty woman

Ángélica

La casa de las chivas

Mi amada prima

Nos habíamos odiado tanto

D o ñ a s o l e

Carmeli

J u n c a l

La segunda oportunidad.

La primera vez de curro “el patas”

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 2º

El matrimonio de d. pablo meneses.- capítulo 3º

El matrimonio de d. pablo meneses. capítulo 1º

Pepita jimenez

Romance en caló.- capítulo 2

Romance en caló

Hanna müller.- capítulo 2º

Hanna müller.- capítulo iº

Don ismael y la madre de paco

El destino es caprichoso

El cabo fritz lange

Historia de un idiota

Porque te vi llorar

La tía tula

En busca de sus orígenes

Unos años en el infierno.- capítulo 1º

Unos años en el infierno.- capítulo ii

El patito feo

Cuando mario embarazó a claudia

Tio juan

Entre el infierno y el paraiso

Una historia de amor y chat

C a r m e l i.

Mi historia con gabi

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 3º y Ultimo

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 2

RIBERAS DEL DONETZ.- Capítulo 1

Primavera en otoño

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 2

ARRABALES DE LENINGRADO.- Capítulo 1

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.-Capítulo 4

JUGANDO AL GATO Y AL RATON.- Capítulo 2

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 1º

JUGANDO AL GATO Y AL RATÓN.- Capítulo 3

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 1

La segunda oportunidad

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 2.-

¿amar? ¿no amar?

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 4

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 3

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capìtulo 2

UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capítulo 1

El futuro vino del pasado

¡Mi hermana, mi mujer, ufff!.- Epílogo. Versión 2

Madriles

La fuerza del amor

El reencuentro - Capítulo 4

El reencuentro - Capítulo 3

El reencuentro - Capítulo 2

El reencuentro - Capítulo 1

Gane a mi mujer en una apuesta

Mi hermana, mi mujer, ufff!.- autor onibatso

Mi hermana, mi esposa ¡Uff!.- Epílogo a cargo de

LIDA.- Capítulo 1º

L I D A . - Capítulo 2

LIDA.- Capítulo 3

LIDA.- Capítulo 4 y último