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El diario oscuro de Jack Faustus III

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Buenas tardes (o días o noches, no sé a qué hora me están leyendo), soy Marcos García, escritor de relatos de temática homosexual. Acabo de sufrir una experiencia bastante traumática y David, mi novio (aunque no sé si debería llamarlo así, dadas las circunstancias) me acaba de dejar en casa.

Lo siento si mis sentimientos me llevan a hacerles a los protagonistas de esta historia algo malo. Lo siento, pero yo siempre escribo llevado por mis emociones, y hoy no estoy especialmente feliz. En fin, espero que les guste el último relato de Jack Faustus.

 

Diario de una adolescencia gay

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Un relato de e̶l̶ ̶E̶n̶t̶e̶r̶r̶a̶d̶o̶r̶ Marcos García

 

El diario oscuro de Jack Faustus III: Purgatorio de la oscuridad

 

El hombre no se entrega a los ángeles ni a la muerte por entero, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.

 

EDGAR ALLAN POE

La vida es ese tedioso y raquítico periodo en el que intentas demostrar que mereces vivir, y la muerte es ese momento en el que te das cuenta de que no lo has conseguido. ¿Un monstruo como yo, como vosotros, como cualquier ser humano, merece vivir? Seguro que os ponéis dignos y protestáis por llamaros monstruos, pero es lo que sois. Tantas catástrofes, tanto dolor, tanto sufrimiento y tantas guerras han acaecido en este páramo desolado, en este mundo vacío, en esta mierda de existencia, y todas y cada una de ellas han sido causadas por los necios humanos.

El mundo ha visto a países enfrentados, razas odiándose, odio a la mujer, a los intelectuales, a los homosexuales, a los que piensan diferente; el mundo os ha visto mancillar su sagrada pureza por vuestro puto egoísmo. Sí, señores, ésa es la base de todos los males de la humanidad: el egoísmo. Ese sentimiento por el cual impones tus ideas, por más vacías que éstas sean, para subyugar la razón de aquéllos que podrían sublevarse a tu control. Esas personas, ahora mermadas e incapaces de pensar por sí solas, son meros títeres de los tiranos más crueles. Y no hablo sólo de líderes dictatoriales, hablo de multinacionales, de gobiernos democráticos e incluso de organizaciones internacionales.

Este mundo está podrido, corrompido hasta la médula. A veces, cuando miro al cielo y veo estrellas fugaces perdiéndose en el cuadro celestial, las envidio con todo mi corazón. A mí también me gustaría huir, huir lejos de este sitio plagado de parásitos. Sólo se me ocurre una vía de escape: la muerte. ¿Qué es la muerte? Nadie lo sabe. Creen saberlo, pero no lo saben. Yo imagino la muerte como un agujero negro, un ente oscuro al que debes arrojar tu alma y dejar atrás la reminiscencia de lo que fuiste. Aunque, claro, es una idea estúpida adornada con algunas palabras bien sonantes para que parezca profunda. Mi opinión, como la de cualquier otro, no tiene ninguna base en la experiencia o en la ciencia, porque aún es algo que desconocemos.

Por lo general, se suele pensar que es algo malo. ¿Es así? Tememos a la muerte sin razón. Si nadie ha vuelto del otro lado, es porque estará a gusto allí, ¿no? A veces me encantaría hundirme en ese abismo sin fondo dejándome llevar por sus oscuras aguas, sólo para saciar mi curiosidad. Absurdo, ¿verdad? Alguien dispuesto a morir por simple curiosidad…

La curiosidad, el ímpetu de conocer, de adquirir conocimientos, es el primer paso para superar la más horrorosa y absorbente de las emociones: el miedo. No conoces, pues temes; de modo que, gracias a la curiosidad, puedes escapar del pavor. Yo, como recordaréis, sentía terror absoluto por convertirme en una bestia, pero sólo porque no conocía las características de la misma que me serían atribuidas. No obstante, desde que me convertí por completo en una, ya no lo temía. Ya sabía lo que era, de manera que estaba tranquilo.

Sabía que una abominación como yo, que había sido capaz de deleitarse con la delirante y satánica tortura de chicos jóvenes, no merecía pisar la tierra, pero, quizás para compensar mi error, salvé a una criatura que supo calmar la tentación que estaba aprisionando mi rebelde espíritu. Él, al igual que la fragante luz del sol al amanecer hace con la oscuridad de la noche, había conseguido disipar las tinieblas de mi corazón, y, por tanto, podía ser, ¿quién sabe?, que me hubiera enamorado de él.

En tal caso, sería como la historia de Frankenstein: yo sería la bestia creada genéticamente para imitar las emociones humanas y él la creación que fue hecha específicamente para mí, para que yo pudiera llegar a sentir, sentir de verdad. Yo solía pensar que el amor es un sentimiento estúpido, creado por las inseguridades de aquéllos que temen la soledad. Sin embargo, yo sentía algo que no había sentido jamás. Debía de ser aquello que Poe mencionaba en “Ligeia” o ”Berenice”, ese delirio producido por mi propia locura que me apegaba a otro ser humano.

Por si no sabéis cómo conocí a ese fragmento de Edén que había regresado al mundo de los mortales, os lo contaré: Después de abandonar a mis colegas de toda la vida, me hice gótico, y, como me aburría, decidí apuntarme a las reuniones de “El círculo de las seis estrellas”, un grupo de chavales que se anunciaban en la cafetería. Había salido con ellos un par de veces; incluso hice amistad con su líder, Eva Apple, pero, un día, cuando asistí a una de sus reuniones, sacrificaron a un muchacho ante mis ojos para, según ellos, sacrificarlo a El Maligno.

No pude intervenir, pues Eva me amenazó. Pero lo peor fue después, ya que, debido a la impotencia y al trauma que me había provocado ser testigo de tal barbarie, enloquecí y me dejé llevar por un frenesí que me condujo a hacerme una paja delante del chico muerto. Asustado, dejé de reunirme con ellos, pero mi polla no me lo perdonaba. Mi cuerpo quedó hechizado por todo ese ritual: todo el dolor, todos los gritos, todo el contoneo de su cuerpo retorciéndose ante sus captores… Asistí de nuevo a otra reunión, pero esta vez Eva me obligó a hacerlo solo. Quedé prendado con la pureza y la delicadeza del joven que llevaron, así que, después de unir su cuerpo con el mío, urdí un plan para salvarlo.

En el instante en el que tenía que clavarle el cuchillo para derramar su sangre y llevarla hasta el cáliz, me hice un corte en el dedo lo bastante hondo como para que sangrara bastante, todo esto por debajo del atril sobre el que estaba el cuerpo del muchacho, y llené el recipiente con mi propia sangre. Así, una vez salieron todos, me aventuré junto a Dei, que se llamaba de esa manera, hacia su casa, con él vestido únicamente con una túnica.

Y allí estábamos, caminando por la calle en mitad de la noche sin el amparo de la Luna. Tanto las calles como las carreteras estaban totalmente vacías, cosa normal en un pueblo tan pequeño como el nuestro, pero, demonios, acojonaba. Dei iba cogido a mi mano, mirando en todas direcciones, especialmente sensible por si algún peligro se abalanzaba sobre nosotros. Supuse que era normal, pues, después de sufrir una experiencia tan traumática, ves el peligro por todas partes.

Me enternecía pensar que, a pesar de que yo había sido el ejecutor de su condena, el verdugo de su pena, él seguía agarrado a mi mano con fuerza, como un niño que se aferra al adulto que le lleva. Yo le prometí que le protegería, que no dejaría que nada le hiciese daño, y pensaba cumplir mi promesa.

Me iba dando indicaciones sobre cómo llegar a su casa, pero, por sus titubeos, pude adivinar que no pensaba con claridad. En mitad del camino pude vislumbrar una verja medio abierta que oscilaba suavemente por el viento y que daba a una especie de parque. El sitio no parecía agradarle mucho a Dei, porque me apretó la mano en señal de tensión, pero yo lo calmé diciendo que ese chirrido que hacía la verja era debido a años de mal mantenimiento y que el movimiento era debido a la brisa. La verdad es que, al estar en otoño, los árboles habían perdido su verdor habitual junto a las hojas y se habían teñido de un color azabache claro por las sombras de la noche.

Entramos y rápidamente me arrepentí de haberlo hecho. El sitio en el que estábamos no era un parque, tal y como había pensado, sino el cementerio del pueblo. Dei, temblando, puede que por el susurró glaciar que nos envolvía, aunque lo más probable es que fuera por el pavor que le invadió, me tiró del brazo y me pidió que nos fuéramos. Asentí sin dejar de examinar el terreno, pero, justo cuando íbamos a dirigirnos a la salida, oímos unos ruidos que hicieron que ambos nos estremeciéramos al mismo tiempo.

Con total horror, nuestras mentes se llenaron de miedo. Dei se abrazó a mí muy nervioso; seguramente pensaba que era un fantasma. Pero yo sabía que no se trataba de ningún ente etéreo salido de su tumba para arrebatarnos nuestra alma, sino que era algo mucho peor. Pude distinguir claramente la voz de Eva pidiéndole a sus huecos lacayos que registraran la zona. Mierda, se habían dado cuenta de todo y nos habían seguido. ¡¿Pero cómo?!

En ese momento deseé que Christopher Lee, envuelto en su traje de drácula, viniera a llevarse a todos los que nos perturbaban, pero claro, aparte de que el hombre ya estaba muerto, era bastante improbable que lo hiciera, de modo que dejé atrás mis fantasías fruto del pánico y tiré de Dei en busca de un mausoleo en el que poder ocultarnos. Esos putos psicópatas nos harían picadillo en cuanto nos encontraran, de manera que lo que me movía era el más puro de los miedos, el más poderoso: el miedo a la muerte.

Tuve que analizar detenidamente el entorno lo más rápido que pude. Decenas de tumbas se extendían hasta donde me alcanzaba la vista, organizadas en cinco macabras filas. Algunos árboles, castigados por la alopecia del otoño, se erguían débilmente entre éstas. Su aspecto era enfermizo, trágico, aunque daba un aire de paz al ambiente. No veía ningún mausoleo a la vista y esconderse tras las tumbas no era una opción, pues el terreno era totalmente plano y éstas estaban colocadas mirando a la derecha, de modo que habríamos sido vistos fácilmente. Tampoco los árboles parecían útiles para ocultarnos, ya que, sin hojas, poco nos iban a tapar.

Mientras corríamos sin cesar y buscaba en todas direcciones un escondite, un cuervo se posó en uno de los árboles que estaba ante nosotros y, en un silencio sepulcral, nos examinó con todo detenimiento. Su plumaje, color azabache, no tenía brillo, debido, pensé, a que la Luna no había salido esa noche. Sus ojos se entrecerraron y permaneció quieto. No era una señal de buen agüero para nuestra huida, así que tiré de Dei, que había quedado embelesado con el animal, y salimos de ahí.

Mientras nos alejábamos del horripilante espectro, silencioso juez de nuestros pecados, una sentencia no paraba de retumbar en mi cabeza: “Nunca más”. Entonces lo vi claro: lo único que podíamos hacer era saltar la valla del cementerio para escapar. Fruncí el ceño y miré a mi acompañante, que me seguía con una fé ciega. Él era muy débil para algo así. Sin embargo, no quedaba otra que intentarlo.

Nos acercamos a la valla y pude ver por su cara que no creía poder hacerlo. Negó con la cabeza con fuerza, pero yo le acaricié la mano con delicadeza y le sonreí. Le dije que sabía que podía hacerlo. Pero él seguía sin verse capaz. En ese momento, escuchamos la voz de Edgar admirando al cuervo, cosa que nos llenó a ambos de horror. Su cuerpo, tan pequeño y frágil, seguía estremeciéndose a cada ruido que escuchaba.

No teníamos tiempo que perder, debía regalarle esperanza. El amor te consume, el miedo te apresa, la ambición te domina, pero el deseo te esperanza. No hay nada más fuerte en este mundo que el deseo de vivir, y tenía que darle una razón para vivir a Dei. Posé una mano en su mejilla y acaricié su pálida piel de porcelana, cosa que hizo que ésta adquiriera un tono más rojizo. A continuación, le di lo único que tenía en ese momento: mi todo.

Incliné mi cuerpo ligeramente y, en trayecto hasta sus labios, pude observar sus ojos; en ellos había duda, miedo y algo de inseguridad, pero también, quizás bajo todos ellos, había deseo. Nos fundimos en un beso suave y lleno de ternura en el que ambos dejamos atrás todas las emociones negativas que subyugaban nuestro ser y nos entregamos el uno al otro. El miedo, la desesperación, el horror… dejaron paso al sentimiento más poderoso que existe en la tierra, el sentimiento por el cual dos seres imperfectos se unen en uno solo para alcanzar la perfección, el amor.

Al separarnos, aparté mi mano con dulzura, no sin antes volver a acariciar su hermosa piel, y le expliqué exactamente lo que tenía que hacer. Junté las manos como si fuera a jugar al volleyball y lo invité a que se subiera. Con cierta dificultad debido a su torpeza, por otra parte, propia de un niño, consiguió apoyar su pie ahí y alzarse para alcanzar el techo de la valla. Cuando se agarró a éste, subió su pierna y apoyó la otra para hacer lo mismo. Ya estando él en las alturas, pude respirar tranquilo, aunque no negaré que no me hizo daño.

Sin embargo, mi tranquilidad duró más bien poco. Como un estruendo, se oyó a lo lejos el grito de Edgar avisando a Eva y al resto de matones de que estábamos trepando la valla. A su llamada acudieron un montón de encapuchados, entre ellos Eva y Caninus, que se mostraron bastante cínicos a toda la situación. Intenté saltar, pero no alcancé a Dei, que me ofrecía su mano en un intento desesperado de salvarme. Estaba perdido, condenado, y lo sabía.

Dios me había abandonado, como el monstruo que era, y ahora todo era inútil. Al menos pude complacerme con que, justo antes de abandonarme, me dejara salvar a un condenado de las fauces del averno. Sin más reflexión, le grité que se fuera, que saltara al otro lado y que corriera sin mirar atrás. Él, asustado, me dijo que no podía hacer eso, que no podía dejarme atrás. Una vez más, que no quisiera que la bestia que le había mancillado con sus garras el regalo de su inocencia sufriera daño alguno, me conmovió. Pero no tenía tiempo para convencerlo, pues ya estaban cerca. Zarandeé la valla con todas mis fuerzas y el joven saltó al otro lado para evitar caerse.

Los encapuchados ya estaban casi sobre mí, pero antes, pasé mi mano a través de la verja y se la ofrecí a él, que la agarró con una ansiedad propia de la desesperación más absoluta. Comenzó a llorar ante mis ojos, y, por el contrario, yo permanecía totalmente sereno. Sabía lo que me iba a pasar y lo había aceptado, de modo que no tenía por qué tener miedo. Mis últimas palabras para él, para mi amado, fueron: “Te quiero”.

Después, me arrancaron violentamente de la verja y me arrojaron al suelo para darme una paliza. Dei, con una cara de horror indescriptible, me respondió que él también (esto no lo oí, sino que lo vi pronunciado en sus labios ya en el suelo) y huyó. Eva les dijo a sus esbirros que no le siguieran, que emplearan todas sus fuerzas en atormentarme de la forma más cruda posible.

Aquella noche me dieron la peor paliza de toda mi vida. Ahorraré los detalles de la misma para no resultar desagradable, pero me patearon, apalearon, escupieron e insultaron. Después, cuando Eva dio la orden, se retiraron. Luego dijo que me llevaran al instituto de nuevo. Antes de que volvieran a por mí, pude girar la cabeza y vislumbré a lo lejos, en la distancia, la figura del cuervo sobre el árbol, mirando en mi dirección.

Entonces alcé la vista al cielo y con una sonrisa recité:

“Y el impávido cuervo osado aún sigue, sigue posado,

En el pálido busto de Palas que hay encima del portal;

Y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,

Cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;

Y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,

No se alzará...¡nunca más!”*

*Nota del autor: fragmento de “El cuervo” de Edgar Allan Poe

Entonces pude ver a la Luna, que había estado todo el tiempo oculta tras un puñado de nubes que se confundían con el mismo firmamento. Por primera vez en aquella noche, se dignó a iluminarme con sus rayos. Y aquélla fue la última vez, ya que no volvió a hacerlo… nunca más.

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Al abrir los ojos, me encontré encadenado a la pared de pies y manos, colocado en forma de cruz, como El Salvador. Y eso que eran satánicos.... Mi envoltorio de ropa se había desvanecido por completo, dejando tan sólo los calzoncillos, supongo que para humillarme aún más. Si hubiera estado totalmente desnudo, hubiera sido como decir que mi cuerpo iba a arder, que estaba condenado a eliminar su impureza y desaparecer para dejar paso a la castidad de una nueva luz, más brillante y más incorruptible que la mía propia, antaño descarriada, y eso hubiera sido mucho más noble que el castigo que me esperaba, el de un asqueroso traidor.

A mi alrededor, sentados en el suelo formando un círculo, estaban los de “El círculo de las seis estrellas”. Eva permanecía justo frente a mí, de espaldas a mi persona, con Caninus a su lado. Blake, que sostenía un libro, recitaba poesía para el deleite de sus compañeros. En el centro de aquella macabra esfera del mal, se erguía con majestuosidad una vela negra, cuya flama iluminaba solamente el recinto que ellos rodeaban. El resto de la sala estaba hundido en las tinieblas más absolutas.

Creo que no se dieron cuenta de que me desperté, probablemente porque yo formaba parte de esas tinieblas que he mencionado antes y no era perceptible a la vista. Como era un ser abominable, pérfido, que les había traicionado por el simple capricho de su alma en un intento de obtener la redención a sabiendas de que ya nada se podía hacer para salvarla; no merecía ni estar a la vista. No dije nada; simplemente escuché con atención el poema que nos leía aquel encapuchado sin escrúpulos.

“Estás enferma, ¡oh rosa!

El gusano invisible,

Que vuela, por la noche,

En el aullar del viento,

Tu lecho descubrió

De alegría escarlata,

Y su amor sombrío y secreto

Consume tu vida.”*

*Nota del autor: ”La rosa enferma” de William Blake.

No pude más que reír para mis adentros por lo irónico de la situación. ¿Creían que yo era la rosa enferma? Puede que en su tiempo se pudiera considerar que tenía la suficiente bondad como para relacionarme con la más sofisticada y elegante de las flores, pero, yo ya no era así; era un monstruo, una bestia cuyas fauces no estarían satisfechas hasta haber obtenido toda la depravación y perversión que pudieran. La rosa, en esta historia, no era otra que Dei. El chico era el único que merecía ese título. Él consiguió embriagarme con su deleitosa voz, con sus ojos más brillantes que la propia Luna, con sus labios suaves como el más envolvedor terciopelo y su piel frágil como la porcelana.

El gusano invisible, en este caso, no era tal, pues el deleznable artrópodo que rondaba a la bella flor no era otro que yo. No era la muerte, afortunadamente, la que quería consumir a la indefensa planta, sino la bestia más abominable que la madre naturaleza pudo concebir: el humano. Por suerte, me pude retirar a tiempo de mi despiadado objetivo, y así pude salvarle, salvarle de mí.

Supongo que pensaréis que lo normal en esas situaciones es entrar en pánico, pero yo ya había pensado que la cosa acabaría de esa forma, de modo que permanecía inalterable, observando todos los movimientos de mis captores. No lo negaré; tenía miedo del dolor que me pudieran causar, pero no de la muerte, porque ya hacía mucho que la había aceptado, y, cuando aceptas la muerte, el hecho de morir se convierte en un mero trámite inminente.

Como siguieron leyendo poemas y éstos no eran de mi agrado, decidí sumergirme en mis propios pensamientos para pasar el rato. Demonios, el mundo es cruel. Y su crueldad no es la típica maldad cruda que le lleva a hacerte sufrir sin más, sino que le gusta retorcer las cosas de tal forma que pueda satisfacer su sentido del humor.

Un ejemplo práctico: yo jamás le había importado a nadie. Sí, tenía padre y madre, pero ellos hacían su vida y yo la mía. Cada vez estábamos más distanciados, porque yo me pasaba la tarde en mi cuarto escuchando a Marilyn Manson, viendo películas o leyendo literatura gótica y ellos seguían viviendo en el salón. El salón sólo está a una apertura de puerta de mi cuarto; no obstante, para mí, era como otro mundo: el mundo de los reproches, de las broncas, de las malas caras. Una puta mierda, vamos. Por eso, evitaba salir de mi santuario.

“Absurdo”, pensaréis, “tus padres te quieren, Jack”. Puede que sea así, pero me costaba verlo de esa manera en aquella época. Poco a poco, me fui encerrando más y más en mí mismo, creando en mi exterior una coraza de pasotismo y rebeldía que no hacía sino preocupar más a mis padres y enfurecerlos. Dejé de ver a mis amigos, dejé de salir al salón a ver la tele, dejé de sonreír, dejé de hacer muchas cosas. Y, por el contrario, empecé a volverme insufrible, empecé a deprimirme por cualquier cosa y empecé a fumar.

Escuchaba que la gente le decía a mis padres que no era más que una fase, que era la rebeldía propia de la adolescencia, que no había que darle importancia; entonces decidieron no dársela. Y, a partir de ahí, me dejaron a mi aire. Dejé de importarles, así de simple; se rindieron, así de fácil. Y, como el mundo me dio la espalda, yo le di la espalda al mundo.

Desgraciadamente, cuando deja de importarte el mundo, es cuando él se interesa verdaderamente por ti. En mis salidas nocturnas en busca de la lejanía de toda forma humana que me provocara náuseas, hice algunas amistades: un yonki que me compraba cigarrillos, unos camellos que querían que les comprase droga y algún que otro delincuente. Y, además, conocí a los de “El círculo de las seis estrellas”. Ahora conocía gente, ahora importaba, pero, desafortunadamente, a las personas equivocadas.

Sacándome de mis delirantes pensamientos de loco entregado a la muerte, Blake cerró el libro de un golpe y todos se alzaron en silencio. Había llegado la hora. Se giraron hacia mí y me hice el dormido con la ligera esperanza, si es que se podía llamar así la poca fé que me restaba, de que podría retrasar mi ejecución. Cuán equivocado estaba… Eva, que fue la primera en llegar a mi lado, ya que sus esbirros se mantenían a cierta distancia de ella, me dio un hostión que me giró la cara de izquierda a derecha.

Seguí insistiendo en no despertar al tormento que me esperaba, cosa que pareció enfurecerla. Continuó abofeteando mi cara como si ésta fuera un péndulo oscilante y ella un gato tratando de calmar su instinto asesino. Finalmente, abrí los ojos, topándome de frente con los suyos que, como siempre, se mostraban fríos e inertes, como los de un tigre que observa a su presa sin querer ser descubierto. Llevaba en su mano la vela, por lo que sólo estaba iluminada ella y lo poco que había a su alrededor.

─Vaya, por fin te has despertado, Jack─tornó su expresión en una horrible sonrisa que parecía la de un terrorífico demonio a punto de devorar el alma que se le presentaba ante los colmillos.

─Claro, cómo no me iba a despertar con el “recibimiento” que me has dado. Creo que me has redirigido la médula y todo─dije irónicamente.

─Supongo que, ya que has abierto los ojos a este terrible cuadro, sabrás lo que te espera, ¿no?─me acarició la barbilla con cierto aire despreocupado.

─Hombre, pues no sé. ¿Me váis a comprar un peluche y me váis a soltar para que me vaya a casita?

─Jack, tu estúpido sarcasmo siempre me ha parecido muy gracioso, pero ahora me irrita, así que cállate─me dio un golpecito en el hombro.

─¿Ni siquiera me vas a permitir que pida un último deseo, Eva?─alcé la cara ligeramente para mirarla a los ojos.

─¡Claro! Pide por esa apetecible boquita de niño travieso.

─Llevo desde esta mañana sin fumar, y no me gustaría despedirme de esta dimensión sin haber exhalado por última vez el humo fétido de la muerte.

Hizo un gesto con la mano y Caninus le trajo un cigarrillo de los de marca. Hija de puta, yo casi tenía que conformarme con los de chocolate y ella podía comprarse hasta perfumados. Se lo llevó a la boca despacio, porque supongo que pensaba que estaba desesperado por un poco de nicotina, aunque no era realmente así, y lo encendió con un viejo mechero de acero que le ofreció Goethe. Al hacerlo, succionó ese cilindro que tantas preocupaciones calmaba y expulsó el humo en mi cara.

No pude evitar reírme por lo cabrona que era. Ella también lo hizo.

─Vamos, no me seas bruja. Dame un poco─le pedí.

Respondiendo a mi petición, se sacó el pitillo de la boca y lo colocó en la mía con extrema delicadeza, como si en vez de estar cumpliendo las últimas exigencias de un prisionero, estuviera acariciando con mimo a un ronroneante minino. No le di mucha importancia, porque sabía que me quedaba poco tiempo, de manera que saboreé el delicioso vapor de la perdición que se me ofrecía y cerré los ojos para disfrutar la última gota de gozo que se me daría en mi miserable vida.

Una vez eché el humo por la boca, ella, movida por su lujuriosa perversión, lo esnifó con una expresión de placer absoluto. ¿Podía ser que yo le molara? Me parecía inútil darle vueltas a eso teniendo en cuenta la proximidad de mi final, de modo que lo dejé pasar también.

¡Pobre loco!─exclamé─, ¡no sabe alimentarse de cosas terrenas! La angustia que le devora le empuja hacia los espacios y conoce a medias su demencia; quiere las estrellas más hermosas del cielo, le halaga toda la sublime voluptuosidad de la tierra, y, de lejos ni de cerca, nada podría satisfacer las insaciables aspiraciones de su pecho.*

*Nota del autor: fragmento de “Fausto” de Johann Wolfgang von Goethe.

─¿Qué insinúas, Jack?─inquirió algo curiosa por mis palabras.

─Da igual los chicos que sacrifiques, da igual las víctimas que te pases por la piedra, da igual lo que hagas, nunca podrás saciarte. Nada puede hacerte feliz, Eva. Por eso haces esto. Sólo deseas sentirte poderosa, plena, fuerte, cuando en realidad no eres más que una espectadora más de la tragedia que llamamos vida.

Se quedó en silencio unos segundos. Después, pronunció con una calma más que terrorífica la palabra que marcaría mi destino: “Matadlo”. Con una sola palabra, había decidido mi destino, mi castigo por haberla desobedecido, no, mi castigo por nacer y por haberme atrevido a permanecer en este mundo, por haberme atrevido a existir sin seguir sus reglas.

Los encapuchados sacaron sus enormes dagas y se dirigieron hacia mí con la ferocidad de mil demonios que se lanzaban a descuartizar sin importarles nada más. A mí, en aquellos momentos, me parecían espectros sin forma, sombras que danzaban entre la oscuridad para atormentarme. El primero en llegar fue Caninus, el segundo al mando de Eva y su perro faldero. El muy cabrón me dio una puñalada en el hígado. Si te dan ahí, estás muerto.

No pude evitar que una lágrima se deslizase tímidamente por mi mejilla al darme cuenta de eso. ¿Por qué? Yo había aceptado mi muerte hace mucho; entonces, ¿por qué? No tardé en darme cuenta. Todavía albergaba esperanza en mi interior. No en vano dicen que es lo único que se pierde. Yo, que me creía entregado por completo a los ángeles, a la muerte, todavía tenía un vestigio de resistencia. Me pareció tan hermoso… tan hermoso que, a pesar de estar a las puertas del Hades pudiera quedar sitio en mi interior para un último deseo, para una última plegaria. Al final los humanos vamos a ser más interesantes de lo que creía.

Bajándome de mi nube de autocomplacencia a la realidad de nuevo, me arrancaron las cadenas con extrema fiereza y me tiraron al suelo para abalanzarse sobre mí y castigar mi cuerpo como ya habían hecho con mi espíritu. De repente, no comprendo por qué, una ráfaga de ímpetu, de pasión, me invadió. Puede que fuera lo que se conoce comúnmente como espíritu de supervivencia. Entonces me alcé de un salto y, robándole el cuchillo a Goethe mientras otros me apuñalaban por el costado, me abrí paso entre los encapuchados y me dirigí a por Eva, que se había sentado en el otro extremo de la sala a observar.

Grité, grité como grita un animal herido mientras le están devorando. Alcé la voz con todas mis fuerzas pronunciando su nombre, haciendo así que mi voz retumbara en la pared y produjera una especie de eco que, cual coro celestial, me acompañaba en mi discurso. Ni siquiera miré atrás, pues no quería saber si los encapuchados estaban cerca; lo único que hice fue lanzarme sobre ella e hincarle el cuchillo en el hígado, como habían hecho conmigo.

Ella, desde que corrí hacia allí hasta que le clavé el puñal no dijo ni hizo absolutamente nada. Se mantuvo sentada con toda la serenidad que presenta un sacerdote perdido en sus oraciones, sin dejar de mirarme con sus ojos, sus ojos vacíos. Una vez ambos estábamos condenados, noté cómo, desde mi espalda, algo me atravesaba el pecho y, sencillamente, morí.

Mi vista se nubló sin darme siquiera la oportunidad de poder ver con mis propios ojos al responsable de mi marcha al más allá. Antes de morir, Eva sentenció en un susurro, con una voz calmada y paciente: “el hombre jamás podrá vencer a la divinidad”. Después, tanto mi mente como mi alma, se desvanecieron, y mi cuerpo se desplomó sin vida, inerte, en el suelo.

Caninus, que estaba tras de mí, sacó su cuchillo de mi pecho, se acercó a Eva, la envolvió con sus brazos y la alzó apoyando las manos en su nuca y piernas. Acto seguido, le colocó la vela de nuevo en sus temblorosas manos que se negaban a entregarse totalmente a La Parca y la llevó hasta el altar de los sacrificios, donde la posó sin decir una palabra.

El resto de encapuchados, nerviosos, comenzó a dar saltos y a gritar nerviosos. Caninus, colocado ante dicho altar, se retiró la capucha y dejó ver una cara totalmente quemada, chamuscada y llena de cicatrices en la que apenas se podía observar prueba alguna de que antes hubiera sido humano, y se echó a reír. Su risa, al principio pausada y baja, aumentó tanto de velocidad como de intensidad en poco tiempo y, lo grave de la misma, hizo temblar a los encapuchados. Era una risa… horrible. Deforme, irregular, escalofriante. Parecía la risa de una bestia, de un monstruo, de…

─Puede que el hombre no pueda vencer jamás a la divinidad, pero una divinidad sí que puede vencer a otra─gritó en dirección a Eva con una sonrisa exagerada que se no se detenía en sus labios, sino que rajaba su cara hasta llegar más o menos a la zona de su oreja. Dentro de esa sonrisa no había dientes o lengua, sólo había un abismo negro, infinito, tan profundo, al parecer, como el mismísimo infierno.

Dicho esto, alzó los brazos y las cabezas de todos los encapuchados, que se aferraban unos a otros espantados, se desprendieron de sus cuerpos y cayeron al suelo, dejando en sus cuellos un hueco perturbador por el cual la sangre era expulsada en un fuerte chorro, como una fuente grotesca, macabra, que teñía el suelo de la sala de color escarlata.

Eva, girando la cabeza débilmente, miró a Caninus y le preguntó con un hilo de voz:

─¿Eres el demonio?

Y éste se la tragó de un sólo bocado, hundiéndola en el abismo infinito de su interior, hundiéndola en el infierno, donde jamás sería considerada una divinidad, sólo una mera espectadora más. Todos, los encapuchados y yo, ya fuera por el hecho de estar aterrorizados o por saber la que se nos venía encima, aceptamos la muerte. Era voluntad nuestra morir, y, por tanto, pudimos entregarnos completamente a ella. Sin embargo, Eva, debido a su arrogancia ilimitada, jamás pudo, y, por ello, vagaría en un sufrimiento eterno por toda la eternidad.

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UN PAR DE AÑOS DESPUÉS

Tras los horribles sucesos de aquella noche, incluyendo mi muerte y la de Eva, “El círculo de las seis estrellas” no murió. Caninus, fuera lo que fuera, reclutó a un nuevo líder, Caín, y consiguieron un nuevo grupo de seguidores. Siguieron reuniéndose cuando podían para violar a pobres chicos. Un día, entró un nuevo miembro en el club, un chico gótico, vestido totalmente de negro, muy parecido a mí, que no se ponía la túnica y que fumaba durante las sesiones.

Apagaron las luces y encendieron las velas para invocar al Maligno, pero entonces abrió la puerta un joven muchacho que había sido atraído de la forma más ruin y vulgar al escondite de esos malévolos torturadores. Nada pudo hacer, porque lo rodearon entre varios, le arrancaron la ropa y lo encadenaron como un simple animal.

Caín, complacido con la llegada del chico nuevo, le pidió que hiciera los honores y torturara a la recién adquirida víctima, a lo que éste accedió con la condición de que los demás encapuchados salieran de la sala. Así se hizo, y sólo quedaron la víctima, Caín y el joven. Mientras éstos salían terminó de fumar y arrojó la colilla al suelo sin ninguna consideración para luego pisarla. Después de todo, ¿qué más daba? Era un local de delincuentes.

Tomó al pobre chico entre bajos susurros, que no eran más que la reminiscencia de la crueldad de su corazón al hacer aquello. Una vez quedó satisfecho, se pasó a realizar el sacrificio, ya con todos presentes. Con la daga en la mano, el joven rajó al chico y derramó su sangre en el cáliz. El Maligno, una vez más, no apareció, aunque, ahora que lo pienso, puede que fuera porque ya estaba allí.

El nuevo pidió a sus compañeros que se fueran porque él se iba a encargar de limpiar el cadáver, y, una vez lo hicieron, destapó al joven sufriente y le dijo que se levantara. No lo había matado, en su lugar, se había cortado un dedo y había derramado su sangre en el cáliz. Envolvió al chico con la manta y ambos se dirigieron a la puerta para escapar, pero antes, el pobre joven capturado se volvió para preguntarle a su salvador:

─Espera, ni siquiera me has dicho cómo te llamas. ¿Cuál es tu nombre?

─Dei. Dei Agnus─respondió el joven, cuyos ojos cobraron un brillo melancólico, vestigio de los sufrimientos de un pasado doloroso.

La historia volvió a repetirse. Qué irónico es el destino, ¿verdad? Ya os lo dije antes. Puto destino. ¿Por qué volvió a repetirse la desgraciada historia? No lo sé. Sólo puede decir una cosa: el que obtiene disfrute atormentando el espíritu de otro, intenta, en vano, paliar el sufrimiento del suyo propio.

FIN

 

─────────────────────────────────────────────────────────

La historia se repetirá una y otra y otra y otra vez. Después de todo, así es la vida, ¿no? Una desgracia tras otra. Sé que algunos demandarán un final feliz, pero yo prefiero un final bonito a uno feliz, ¿no creen? De cualquier forma, anímense pensando que, como esta historia es cíclica, Dei y Jack estarán para siempre juntos en los corazones del rescatador y el rescatado. Muchas gracias, ahora me voy a dormir. Espero no pasarme toda la noche llorando, aunque es lo más probable.

OS SALUDA

 

MARCOS GARCÍA

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