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El diario del sacrificio de Mark Twin 7

en Gays

«Ha elegido a una muchacha y se ha hecho con su virginidad: sea para él, guárdela como suya; sea para siempre feliz unido a Psique, su amor».

—El asno de oro, Apuleyo—

 

Diario de una adolescencia gay
_______________
Un relato del Enterrador



El diario del sacrificio de Mark Twin 7: El sacrificio de Psique

 

 

 

—No soy muy entendido de arte, pero estoy de acuerdo en que el cuadro es muy bonito.

Eric resopló aliviado, como si esperase que dijera algo terrible o que desembocara en unos hechos aterradores.

—Fíjate en la figura central, ragazzo. ¿No te conmueve su belleza?

El cuadro era una imitación del Nacimiento de Venus, de Botticelli, o al menos eso había dicho ese hombre; y la figura central no era otra que la propia Venus. Deseaba causar una buena impresión, de manera que me centré todo lo que pude en la diosa para ver si se me ocurría algo inteligente que decir sobre ella.

—A primera vista es muy guapa. Pero si te pones a mirarla detenidamente te das cuenta de que es algo deforme. ¡Sólo hay que ver ese brazo izquierdo! Le cuelga de un modo muy extraño. ¿Y los hombros? Un poco más y se le juntan con las rodillas. Madre mía, qué cuadro, y nunca mejor dicho.

Eric se palmeó la cara y el señor Lover sonrió de una forma que me dio bastante mal rollo. Luego continuó:

—Esas libertades que Botticelli se tomó con la naturaleza le sirvieron para conseguir una silueta graciosa. Así realzó la armonía y la belleza del dibujo. Ah, tendrías que contemplar la original para apreciarlo bien. Qué majestuosa, allí en la galería Uffizi, en Florencia.

Asentí como fingiendo que me importaba y Eric me susurró al oído: «A veces creo que eres un poco demasiado sincero». Y lo era. Precisamente era eso lo que me había dicho que le gustaba de mí, y estaba a punto de murmurárselo, pero su padre me puso su mano en el hombro y me sobresalté.

(Tap, tap, tap)

—Tradicionalmente se ha creído que este cuadro fue encargado por un miembro de la familia Médici, pero hoy se sabe que sólo fue La primavera, excelente pieza que ahora te mostraré, la que encargaron. Date cuenta de qué bien representado está el mito: tras nacer de los genitales cortados de Urano, Venus asciende del mar en una concha y en la isla (Chipre, Pafos o Citerea, que es donde se la adoraba) la recibe, con ropajes para cubrirse, la ninfa Primavera. La concha se mueve gracias al soplo de Eolo y Aura, dioses del viento y la brisa, respectivamente; y a su vez hacen volar un montón de rosas blancas sobre la hermosa escena. ¡Bravissimo! Los renacentistas creían que en los mitos antiguos siempre debía haber una verdad misteriosa y profunda. Y no se equivocaban: para los griegos y romanos este mito simbolizaba el misterio por el cual la belleza llega al mundo. Bien, en cuanto al trazo…

Os estaréis preguntando cómo he llegado a esta situación. ¿Qué hacía yo viendo la colección personal de obras de arte del padre de Eric? Y el mismo día en el que me declara finalmente que me quiere y que quiere estar conmigo además. O sea, estaba decidido a salir con él, pero me parece que era un poco demasiado pronto como para que me presentara al suegro, ¿no? Bien, voy a responder a vuestra pregunta. Y para ello debemos volver atrás, justo al momento en el que yo, por primera vez, besé a Eric. La cosa es que me estaba recreando con su sonrisa, esa sonrisa que me sentía tan feliz por haber provocado, y él

 

2

 

empezó a jugar rizándome el pelo con el dedo.

—Ahora que lo nuestro ya es un poco más oficial, ¿qué te parece si vamos a mi casa? —pronunció con un tono seductor mientras me plantaba algunos besos en el cuello.

Mi temperatura corporal ascendió y sentí como mis venas se dilataban por el eco de mi corazón. Pero ahora ya lo aceptaba, y eso hacía que la sensación de ahogo fuera agradable, como si me estuvieran estrangulando con una mano de algodón. El miedo había dejado paso a la desinhibición, y en esos momentos pensaba que era eterno y que el mundo me pertenecía. ¡Era una minúscula canica que se deslizaba entre mis dedos al ritmo que yo deseara!

A esas alturas mi razón estaba totalmente oculta bajo una niebla espesa. La había formado el perfume de su amor y las suaves palabras que exhalaban sus labios. Yo estaba embriagado por todo ello, pero creo que si no lo hubiera estado habría aceptado igualmente. Por mucho que en otro tiempo odiara su expresión de cachorrilo indefenso para conseguir lo que se proponía, ahora me vendía a ella como un idiota. Sin embargo, primero quería asegurarme de algunas cosas, y así de paso le hacía esperar un poco, para que no creyera que era tan fácil.

—No sé. Mi hermano estará en casa esperándome. Ya sabes que no me gusta preocuparlo.

—Oh, vamos —dijo restregando sus mejillas contra las mías en un gesto bastante infantil—. Tu hermano te tiene a todas horas. Yo sólo te veo las horas del club. Dame un poco más de tiempo contigo, ojos azules.

—¿Ojos azules? ¿Ya no soy Pulgarcito? —me hice el indignado.

—Siempre serás mi pequeño y adorable Pulgarcito, Pulgarcito. —Me besó la nariz.

—Mmm… Bueno, ¿y hay alguien en tu casa ahora?

—El mayordomo, pero sé manejarlo para que nos deje en paz y no le vaya con el cuento a mi padre.

Sólo restaba una pregunta. Me sorprendí a mí mismo lleno de seguridad y hasta de picardía.

—¿Y qué te apetece que hagamos allí?

—Eso lo dejo a tu elección —zanjó agarrándome de la mano para salir de allí rápidamente.

Me llevó por los pasillos a paso raudo, entre ligeras risas y miradas cómplices. Aquello parecía un juego, un juego sosegado y envolvente, pero a su vez frenético. En mi mente los pasillos volaron, y sólo una imagen se formaba nítida entre ellos: la figura de Eric, flotando en ese mundo difuminado que le servía como una especie de aureola.

Por un momento pensé —no sé si ilusamente— que mientras estuviéramos en ese tiovivo de taquillas y puertas jamás envejeceríamos. Por eso deseé que el tiempo se parara y que nos quedáramos allí, cobijados en un laberinto cuyos pasajes imaginaba con la forma de la cara de Eric.

Esas ideas habían venido a mi mente súbitamente. Y de algún modo me parecieron artificiales, como si yo no hubiera podido darles forma. Hasta fantaseé con que fueran realmente cosas que pasaban por la cabeza de Eric y que yo podía intuír. Pero eso no pasa, ¿verdad? Ni siquiera en una serie mala, de ésas de la hora de la siesta.

El cielo cobrizo del atardecer segó mi extraño sueño, y cuando quise darme cuenta ya estaba en su descapotable, algo avergonzado porque recordé lo que pasó el día anterior. Pareció notarlo, porque me acarició la barbilla antes de arrancar y me sonrió. Aunque suene muy absurdo, eso bastó para que yo también sonriera.

Condujo unos diez minutos, tiempo que yo aproveché para llamar a Dylan y decirle que llegaría algo tarde. Me quedé paralizado ante su protesta e interrogatorio, pero Eric me arrebató el teléfono y le soltó que me quedaba a dormir en su casa porque teníamos que hacer un trabajo. Después colgó. Se me estaban acumulando los favores que le debía a mi hermano, pero no me importó.

Cuando llegamos a su casa me quedé totalmente desconcertado. ¡Ahí no era donde hicimos aquella fiesta del club de fútbol! El pánico anidó en mi mente y dejó la sospecha de que igual todo había sido un plan, un plan perfectamente trazado para burlarse de mí —puede que hasta en público—, o, peor, que se tratara de un asesinato. ¡Me gustaban las historias de asesinos, y había visto demasiadas que empezaban así como para pasarlo por alto!

Lo peor de todo es que nadie sabía que me había ido con él. Sólo tendrían de pista la voz que Dylan oyó al teléfono. Sin embargo, la familia de Eric era poderosa, y podía borrar todo rastro de la faz de la tierra. Matarían a mi hermano, silenciarían a la policía, y a mí…

—Te noto tenso, ojos azules —me dijo mientras aparcaba—. ¿Va todo bien?

—Ésta no es la casa a la que fuimos en la última fiesta.

—Ésa es mi casa para fiestas. Ésta es la casa donde vivo.

Suspiré. Claro, tenía pasta, así que podía permitírselo.

—O eso o te estoy mintiendo y voy a comerte. Enseguida descubrirás que todo está hecho de chocolate para engordarte. Y cuando estés bien rellenito, Pulgarcito, te comeré como el ogro de la historia.

—Creo que has mezclado un par de cuentos. —Me recliné en el asiento y acerqué mi cuerpo al suyo— Así que… ¿vas a comerme?

Miró mis labios, que estaban a un milímetro de distancia de los suyos, y se quedó como en trance. Yo aproveché la oportunidad y le di un lengüetazo travieso, sin entrar en su boca. ¡Por supuesto! Ahora me tocaba ser atrevido y jugar con él un poco.

«No me provoques si no quieres que te hinque el diente» soltó haciéndose el indignado, pero complacido. «Tú me puedes hincar lo que tú quieras» susurré y a ambos se nos agrandaron los ojos de la sorpresa. Pero, en lugar de dejar paso al rubor, lo que salió de mí —y de Eric— fue una fuerte risotada.

—No vayas tan rápido, niño precoz— se burló.

No me planteaba el acto sexual. Y no debido a que no quisiese hacerlo, sino a que mi cerebro bloqueaba en esos momentos todo lo que pudiera aterrarme y hacerme escapar. Sólo me decía a mí mismo que llegaríamos hasta donde tuviéramos que llegar, si es que llegábamos.

Algo ansioso por mi declaración de intenciones, Eric me invitó a salir del coche y a entrar en su casa. Entonces me tomé de pleno con el edificio: era una de esas típicas casas victorianas, pero bastante grande. A ver, no era una mansión, pero sí que era como tres casas normales juntas.

Las paredes eran de un azul relajante, y el tejado de un tono más claro, decorado con flores de lis a lo largo de su extensión. Las columnas de madera me recordaron al libro de historia de clase, porque estaban talladas a la manera de las jónicas —cosa que me pareció muy hortera—; entre ellas había alguna figura tétrica pero exquisitamente blanca, así que supuse que alguien se encargaría de su cuidado. La puerta principal era un gran portón con dos aldabas con la forma de un hombre con barba. Más tarde el señor Lover me explicaría que ése era un tal Midas y bla, bla, bla.

Eric tocó y apareció un hombre calvo y rostro arrugado. Era Niccolò, el mayordomo.

—Buenas tardes, signore. Le tendré la merienda lista en un momento.

—No, no te molestes, Nicco. Hoy tengo visita, —me señaló y yo saludé—, así que puedes ir a tu aire hasta que venga mi padre.

—Me temo que su padre ya está aquí. —Abrió la puerta del todo y al fondo del pasillo principal se recortaba una sombra—. De hecho, acaba de llegar ahora mismo.

La sombra se acercó y pude ver que llevaba un bastón —de madera egipcia, matizaría más tarde—. Era un señor con el pelo blanco y de barba grisácea. Su complexión era bastante delgada, y llevaba camisa y corbata, por lo que deduje que se acababa de quitar la chaqueta del traje. En cuanto me vio, sus dedos resonaron contra el asidero de su bastón.

—¡Ma come! Es la primera vez que Eric trae a alguien a casa. Buona sera, ragazzo. Come stai?

Os juro que estuve a punto de gritar: «¡Pizza! ¡Mortadella! ¡Espagueti!» de pura impotencia.

—Papá, deja de hablar en italiano.

—¿Por qué?

—Para empezar, porque no eres italiano. Y también porque no te va a entender.

—¡Sí que lo somos! ¡Tú, ragazzo! —me señaló con su bastón—. ¿Cómo te llamas?

—M-mark, señor.

Estuve a punto de llamarlo signore por los nervios. Aunque no sabía si me estaba permitido entrar en su juego, de modo que me abstuve.

El hombre reveló que su nombre era Leonard Lover y continuó hablando:

—Mark, Eric no te ha dicho que provenimos de la noble Italia, ¿verdad? —iba a contestarle, pero continuó antes de que pudiera hacerlo—. No. Como siempre. ¡Deberías presumir de tus orígenes, hijo! Verás, nosotros no siempre nos llamamos Lover de apellido; cuando estábamos en el viejo continente éramos los «Amanti».

—No éramos literalmente nosotros —me aclaró Eric—, sino mis bisabuelos.

—¡Provenimos de allí y no hay más que hablar! Mi abuelo tuvo que venirse cuando Mussolini llegó al poder, y él, que era el último de una larga estirpe que se codeó en su tiempo con los Médici o los Pazzi, tuvo que ponerse a ejercer de vulgar guardia jurado en Nueva York.

—Bueno, tampoco era un santo el hombre. Apoyaba al rey Victor Manuel III, que no era simpático precisamente. Y por eso Mussolini —que debía de ser algo menos simpático aún que el rey— fue a por él.

—¡Eric, no hables así de tu bisabuelo! No tuvo otra opción —se dirigió a mí—. Cuando hay un orden establecido, tienes dos opciones: unirte o morir. Mi abuelo eligió vivir, y eso le sirvió para ser perseguido tras la marcha sobre Roma. ¡La vida le obligaba a huir! Tuvo que marcharse apresuradamente de Italia, e, irónicamente, acabó embutido en el sucio barrio neoyorquino de Little Italy, mucho antes de que Chinatown absorbiera la mayoría de sus calles. Allí había muchos sicilianos. ¡Sicilianos de clase baja! Yo no soy clasista (Uy que no… —oí a Eric por lo bajo), pero imagínate a mi abuelo, un noble, teniendo que tratar con esa gente. ¡Pobre hombre!

—Esos sicilianos —que no lo eran todos, pero sí una indudable mayoría— se habían largado de Italia porque estaba hecha una mierda. La tasa de analfabetismo era abismal y las condiciones laborales simplemente penosas. ¡Y cuando alguien trataba de cambiar la sociedad, le pegaban un tiro!

—Ciertamente el reinado de la casa de Saboya no fue la mejor época de Italia —le concedió su padre algo a regañadientes—. En fin, después mi abuelo fue prosperando y le cogieron de guardia jurado en una galería de arte. Allí se impregnó de las obras modernas y las comparó con aquéllas que había estudiado en su juventud, como buen aristócrata. Poco a poco prosperó. No sé cómo, la verdad: quizás es sólo que hay personas así, capaces de ascender desde lo más bajo por su insistencia y su don de gentes. Yo siempre he creído que son las dos claves del éxito, ¿no crees, ragazzo?

»Pues bien, todo iba estupendamente. Mi abuelo llegó a ser, al cabo de unos años, director de una importante galería de arte. Era la década de 1920: en 1928, creo. Mussolini aún no había encerrado al mayor jefe de la mafia, don Vito, en la cárcel. Y éste había matado al único policía que estaba luchando contra su poder en Nueva York, Joseph Petrosino. Por ello las organizaciones criminales italianas campaban a sus anchas.

»Estos atroces extorsionistas iban contra los inmigrantes italianos que habían conseguido prosperar. A mi abuelo le mandaron la mano negra; es decir, un día un desconocido se le acercó y le dio un sobre con el dibujo de una mano negra (había otras variantes, como una daga o un cráneo). Dentro se le exigía el pago de una cantidad desorbitada de dinero. Si no lo hacía, a él y a su familia le esperaba la muerte. ¡Incluso describían cómo lo iban a hacer en la propia nota!

»Durante los días siguientes mi abuelo hizo los preparativos para salir de la ciudad. ¡La vida, siempre tan injusto y tan cíclica, le obligaba a huir de nuevo! ¿Pero a dónde podía ir? ¿A chicago con Al Capone? No, la mafia estaba en todas partes. Por suerte, al codearse con grandes ricos en las galerías neoyorkinos, tenía contactos, y justo el día que encontró la mano negra dibujada en su puerta (señal del último aviso para que pagara), salió rumbo a Derry, un pueblecito de Maine donde un amigo suyo tenía una casita victoriana. Allí vivieron mis abuelos hasta el fin de sus días, traumatizados por la horrible experiencia.

»Pero mi padre volvió a Nueva York y siguió el ejemplo de mi abuelo, que le había enseñado todo lo que le fue transmitido por el arte. En unos 7 u 8 años, era director de una galería de arte y adinerado. A mí me legó los mismos conocimientos de mi abuelo, y me envió a estudiar a Florencia, para que los ampliara incluso más. ¡Oh, qué bellas aquellas tierras, Mark! El palazzo Vecchio, la catedral de Santa María del Fiore… Pero es que la cosa no quedó ahí. Viajé por toda Italia en mis años mozos y quedé prendado de su encanto. ¡Lo llevaba en la sangre! Por eso me prometí a mí mismo que haría con mi hijo lo que mi abuelo hizo con mi padre y éste conmigo. ¡Mi herencia para él sería no sería material! ¡No, no! ¡Sería algo mejor! ¡La herencia de mi hijo sería el arte!

—Corta el rollo —le interrumpió Eric con una actitud entre burlona y desafiante—, que te enrollas más que las persianas.

El señor Lover —o Amanti. No sé cómo quería que le llamara— perdió el brillo en los ojos que había adquirido durante su narración. Se giró hacia su hijo y vi la sombra de la decepción en su gesto. Entonces fui consciente de que no era tan malo como Eric me lo había descrito. Suele pasar, ¿no? Los hijos siempre exageran sobre sus padres: en la niñez los ponen como si fueran demasiado buenos, y en la adolescencia como demasiados malos. Es más, dudaba un poco de la historia sobre que le arrebató de su madre. El hombre que yo tenía ante mí no le arrebataría nada a su hijo jamás. ¡Al revés! ¡Su único deseo era dar!

—No digas eso —intervine—. Es una historia muy interesante. ¡Parece de película!

Eric frunció el ceño y su padre, recuperando el humor que le había arrancado, posó su mano en mi hombro y se ofreció a enseñarme su colección de cuadros entera. Traté de esconder mi horror y asentí con la sonrisa más falsa que he esbozado en mi vida. En la distancia vislumbré al mayordomo, que se había retirado para dejar paso a su señor: ¡se estaba partiendo el pecho el muy capullo!

Para el primer cuadro sólo tuvo que girarse, porque estaba a nuestra derecha. De nuevo repiqueteó con los dedos en la punta de su bastón y comenzó a soltar un rollazo superlargo; yo desconectaba, porque mi cerebro no era capaz de asimilar tanta información en tan poco tiempo —el tío hablaba a la velocidad de una bala. Entre eso y que escupía perdigones de vez en cuando, cualquiera diría que era una ametralladora—. Cuando dejaba de hablar yo soltaba algún comentario sobre lo primero que veía. Tonterías que, lejos de parecérselo, no sé por qué, le producían un gran placer. Supongo que daban pie a sus explicaciones.

El caso es que, de cuadro en cuadro, acabé así: delante de una Venus deforme.

 

3

 

—Y éste ya es el último que tengo.

Desperté de mi rememoración y me sentí algo culpable por no haber estado escuchándole. ¡Pero es que era imposible! Me sé la alineación entera de al menos diez equipos; sin embargo, estaba seguro de que si me preguntaban por cualquier dato de los que había recibido ese día, no sabría decir ni de qué color era el cielo en esos cuadros.

«Gris en todos», pensé que habría dicho Eric.

La verdad es que había notado con bastante preocupación que todas esas pinturas que íbamos viendo despertaban en él un espanto enfermizo. No exagerado, porque ya no era un niño, pero sí palpable en su rostro. La seguridad en sí mismo que le acompañaba siempre se esfumaba de un plumazo ante todas aquellas «caras rígidas», como él las llamaba.

Se me había ocurrido que igual se hartaba y me decía que me esperaba en su cuarto. Sin embargo, no hizo eso; no podría hacerme eso. Se había quedado a mi lado para que no sufriera el chaparrón solo, y sus comentarios burlones a escondidas de su padre ayudaron a que no me arrojara por una ventana. Yo reía por cada una de las ocurrencias de Eric, pero él no. Y eso raro: él siempre reía. Aunque se ve que no delante de esos cuadros.

Paralelamente, el señor me estaba poniendo de los nervios con su charla y su constante percusión en el bastón. ¡Que si tap, tap, tap! ¡Que si tap, tap, tap! Deseé que alguien se los arrancara para que dejara de hacerlo.

 

—En realidad —el señor Lover se llevó la mano a la barbilla, pensativo—, tengo otro en mis aposentos, pero siempre ha aterrorizado a Eric. No podía entrar en mi habitación sin gritar. ¡Hasta lo llamaba il Diavolo! (tap, tap, tap) Esperaba que se le pasara con los años, pero aún sigue poniéndose blanco cuando lo ve; de modo que no le haré pasar por ese mal trago. Ya te lo mostraré en otro momento, ragazzo.

Si a ese cuadro reaccionaba peor que a todos los demás, definitivamente no quería hacerle sufrir. Y, seamos sinceros, tampoco me interesaba lo más mínimo verlo. Asentí y le dejé hablar de su última pieza. A ver si no tardaba mucho en callarse para que pudiera irme con Eric a su habitación.

(Tap, tap, tap)

—¡El rapto de Psique, de Bouguereau! Y éste, mi querido Mark, es original. Sí, lo compré en una subasta a un noble francés hace años.

Era bastante bonito. Hasta un cabeza hueca como yo podía ver eso.

—Según el mito, el dios Amor (llámalo Cupido o Eros si lo deseas) se enamoró de Psique, y ésta, tras una serie de pruebas, consiguió ascender con él al cielo y hacerse inmortal. Felices para siempre.

—Como un cuento de hadas.

—Para nada. —Sonrió de una forma muy rara—. Esta obra me resulta especialmente atroz. A ver si adivinas por qué.

Analicé la pintura: Cupido, un chico de cuerpo atlético y cabellos rizados, abrazaba a una hermosa Psique, que hundía ligeramente la cabeza en su cuello. Se elevaban sobre las montañas, en el cielo, con una serenidad y una alegría que daba a entender que su amor se estaba eternizando y que ya habían superado todos los desafíos necesarios para estar juntos. Yo lo veía ideal en todo sentido.

Eric estaba de brazos entrelazados, mirándome fijamente, como tratando de no cruzarse con el cuadro, y yo le sonreí tratando de que su padre no me viera. La tensión de sus brazos se relajó y dejó escapar un pequeño suspiro.

(Tap, tap, tap)

Entonces me imaginé a Eric con las alas blancas del dios del amor, sobrevolando el cielo. Yo le esperaba retozando en las hierbas de un prado. Ambos estábamos desnudos, pero era un tiempo en el que no importaba. Dirigió el vuelo hacia mí y posó sus pies en el césped, que jugueteó con ellos.

Extendió su mano hacia mí.

Yo extendí mi mano hacia él.

No dudé ni un instante. Sabía que podía morir, que probablemente moriría, ya sea porque me escurriera de entre sus dedos o porque me desmayara y me soltara; pero, para mi sorpresa, cuando la brisa aérea abrazaba nuestros cuerpos, un par de alas de mariposa surgieron de mi espada. Y gracias a esa metamorfosis pudimos llegar a su palacio del cielo y hacer el amor en su lecho de nubes.

—¡Eso es absolutamente inaceptable! —gritó el señor Lover, en un arrebato—. ¡Mira qué expresión en su rostro tiene Psique! ¿Cómo puede entregarse tan ciegamente, como puede dejar atrás todo aquello que fue? ¡Para ascender al Olimpo además! ¡Una mortal! ¡Al Olimpo!

—Era la única forma de eternizarse, ¿no crees? —dijo Eric. Sonaba a reproche.

—Las ilusiones tienen esa fuerza. Aunque sabes que se acaban, siempre crees que son eternas. Por eso la vida misma es una.

Mientras ellos discutían, me imaginé aquellas dos figuras con millones de caras, a veces intercambiables, pero en todo momento con sus expresiones calmadas y pletóricas, con esa entrega tan tierna.

Como llevado por la magia del cuadro, me volví hacia Eric —casi le cojo la mano. Menos mal que estuve avispado— y le dije que más nos valía darnos prisa en ir a su habitación para hacer el trabajo o nos daría tiempo a hacer nada. Su padre pareció examinarme en ese momento; probablemente molesto por no dejarle acabar su «brillante» disertación sobre su obra de arte. No obstante, estaba tan hechizado de amor que en mi mente sólo había una persona: Eric. Eric sobre un fondo blanco, brillante. Estaba carente de todo lo demás porque no debía haber nada más aparte de él.

(Tap, tap, tap)

—Bueno, entonces yo os dejo, amici. No os molesto más con mis cosas de viejo. Pero, antes de irme, debo decirte algo, Mark. —y se acercó a mí. Agachó el cuello hasta que su cara quedó muy cerca de la mía—. Tienes que dejarme dibujarte. También soy un poco artista. Y esos ojos azules que tú tienes merecen presidir la exposición de un museo.

Eric bufó.

—Me estás avergonzando, papá. Déjalo tranquilo.

«¿Celos?», se me ocurrió divertido.

—Eres todo un efebo, Mark —susurró con el mismo ademán pícaro de su hijo—. Y por ello debes dejar, como arte que ya eres, que te haga eterno.

Dicho esto, se alejó por el pasillo alzando el bastón, que casi rozó el techo, y dejó caer un enérgico: «Ciao».

—¿Que soy un efe… qué?

—Cosas de Leonardo Amanti. —Se encogió de hombros.

Su padre se llamaba Leonard Lover, pero Eric me contó mientras íbamos por el pasillo que cuando fue estudiante en Florencia se hacía llamar por todos con su nombre italiano. La verdad, yo no me esperaba para nada lo de su ascendencia, aunque tiene sentido: los italianos no tienen unos rasgos particularmente distintivos, y Eric debía estar ya muy mezclado con la sangre made in USA.

Realmente la conversación no duró mucho, porque llegamos enseguida a su cuarto y las palabras se convirtieron en respiraciones agitadas, resonar de labios y gemidos ahogados. Nuestras camisas volaron y su lengua y su saliva corrieron por mi piel. Entonces mi cuerpo vibró como la cuerda de una guitarra, y sus movimientos se hicieron más rápidos, más desesperados, más felinos.

Eric me posó de espaldas contra la cama y me hizó ronronear con sus armónicas caricias. Mi boca se abrió buscando la suya, y en un movimiento rápido y salvaje las conectó mientras las yemas de sus dedos seguían paseándose sobre mí. Jadeante, acogía también todos mis jadeos; nuestros alientos se hicieron uno en el interior de ese beso ansioso. Pero yo deseaba más: mimé su lujuria con una languidez deleitante. Así podría ver dibujado en sus ojos el deseo y la desesperación al mismo tiempo. Quería que desesperara por mí, quería convertirme en su obsesión.

Sin embargo, estaba jugando con una bestia, y eso tenía consecuencias. No hubo miramientos; prácticamente arrancó nuestros pantalones y se unió a mí en una fricción chispeante. Si me calentaba sólo con su roce, ese juego de frote me volvió loco. Y no es una forma de hablar. Me vi perfectamente capaz de enloquecer ahí, en ese momento: en sus brazos. Era nuestra segunda vez, y fue mucho más bestial que la primera, quizás porque en la primera yo había tenido miedo, y ahora estaba preparado.

Al cabo de unos minutos debíamos parar o habríamos llegado al éxtasis demasiado deprisa. Le pedí a Eric que se pusiera de rodillas sobre la cama y me deslicé por su pecho dándole pequeños mordisquitos y algún lenguetazo. Cuando estuve abajo del todo, de su interior salió un suspiro de placer. Me puso la mano en la cabeza con ternura —no para guiar el ritmo, sino para entrelazar mi pelo entre los vacíos de sus dedos— y se dejó complacer por mis atenciones.

Una travesura me vino a la mente, y la puse en práctica de inmediato: concentrado en mi tarea, había tenido siempre la cabeza gacha y los ojos cerrados. No obstante, cuando ascendí el cuello y los abrí; su expresión libidinosa pasó a sorpresa, pero una sorpresa positiva, porque noté cómo sus venas se hinchaban aún más.

—Mark, no juegues sucio. Esos ojos…

—¿Esos ojos qué? —Como el que bebe agua con la mano, y sin dejar de mirarle, atraje su placer hasta mí y le pasé la lengua—.

—Qué cabrón. —Rió y rizó mi pelo; se rindió.

Era la primera vez en mi vida que hacía algo así, y me di cuenta de que eso no saciaba el hambre, sino que lo estimulaba. A esas alturas ya ni me conocía. Tenía la cara absolutamente roja, los ojos entrecerrados y la boca hecha agua, literalmente. Eric supo que era el momento. Me limpió la saliva con un beso y me preguntó que si quería llegar hasta el final.

De verdad que no sé qué me pasaba. Ese comentario debería haberme excitado, pero, en su lugar, me conmovió. Le abracé en el acto y le susurré que sí. ¡Que por supuesto que sí!

Menos mal que él estaba bien abastecido: tenía condones y lubricante en la mesita de noche. Los sacó sin dejar de observarme y me explicó cómo íbamos a hacerlo. Su objetivo era que yo guiara la cosa para no hacerme daño. Si sentía el más mínimo dolor, debía avisarle; y si no me gustaba, pararíamos. Aquello me conmovió aún más. Juro que casi me pongo a llorar como un tonto ahí mismo.

—Ésas son las reglas, ojos azules. Pero sobre todo debes seguir ésta: disfruta. —Me dio un beso en la mejilla.

Yo le respondí con otro y asentí. Después humedeció con lubricante uno de sus dedos y experimenté una sensación fría. «¿Estás bien?». Era raro, pero soportable. El gélido picor empezó a moverse, y el continuo retraer de mi interior provocó en mí una sensación de pequeño gusto. Luego fue el segundo: la cosa se intensificó. Le pedí que fuera un poco lento al principio, y así lo hizo. Finalmente, el tercero. Aquello ya era dolor. Encima Eric tenía los dedos largos, y llegaba demasiado profundo. «Imagínate lo otro», espetó una voz interior. Pero me aguanté. Eric volvió a preguntar que si estaba bien y le dije que sí. «Craso error», sonó mi razón en tono de burla. El azul de mi mirada se había visto acosado por la de Eric durante todo el proceso.

Se puso el condón y me dejé caer sobre él. Al mismo tiempo, sentí cómo se abría paso dentro de mí como las garras de un águila sobre el pecho de un pajarillo.

—Mark, si te duele, dímelo. Como no lo hagas me voy a cabrear.

—N-no duele. Sólo es algo… intenso.

Parecía preocupado de verdad. Y yo quería que disfrutara. Él ya me dio el cariño que yo necesitaba; ahora me tocaba a mí. Estaba seguro que el dolor físico que tuviera que soportar ahora no era nada comparado con el dolor emocional que yo le había podido hacer pasar. Una vez que llegué a esa conclusión, noté que alcanzaba el vientre de Eric. Eso y que había un incendio que me recorría el abdomen y de ahí se extendía a todo mi cuerpo. No pude esconderlo: estaba temblando.

—No puedo fiarme de ti. —Suspiró.

Apagó el fuego saliendo de mí y se colocó encima.

—No la voy a meter toda. Y si te duele —estaba serio, mortalmente serio—, por favor, dímelo.

Asentí con un deje de culpa, pero debo reconocer que también de alivio.

—No estés triste —susurró—. Vamos a disfrutar igualmente. No me importa que aún no estés preparado del todo. Lo importante es que puedo estar aquí contigo: ¡así! No sabes lo feliz que me hace eso, Mark.

Me besó de nuevo y mientras lo hacía volvió a entrar, pero sólo lo suficiente para que yo alcanzara el gusto y no el dolor. Lo siguiente es difícil de describir: mis piernas elevadas al techo, meciéndose a cada vaivén de sus caderas; sus caricias colmando mi pecho; su presión dentro de mí, delicada pero firme. Las acometidas fueron aumentando de intensidad y tuve que refrenar mis gemidos para no alertar a toda la casa.

—Pero yo quiero que gimas. Me gusta tu voz, Mark —oí como en un sueño, distante—. Vamos, gime en mi boca.

Y una vez más mis jadeos se perdieron en lo más profundo de Eric. Mi propia excitación me exigía atención, así que me estimulé mientras él me acometía. Poco después cambiamos de postura. Ahora ya no eran mis labios los atrapados por los suyos, sino mi cuello y mis orejas; y, sentía en mi espalda el calor de su pecho. Él seguía, yo seguía. Y cada vez íbamos más rápido. Sinceramente, no sé cómo pudo controlarse para no ensartarme.

Si hubiera sido por nosotros, habríamos seguido así eternamente, pero lo eterno no existe; y llegamos conjuntamente al éxtasis cuando nuestros cuerpos no aguantaron más. Eric sobre mi espalda y yo sobre mi mano, para no impregnar las sábanas.

No sé por qué ni cómo me atreví, pero juntamos aquello que salió del uno y del otro y nos fundimos en otro beso, el último de aquel polvo tan increíble.

Eric se dejó caer sobre la cama con las manos en la nuca y se sonrió de medio lado.

—Ha sido bestial. Podría hacer esto todos los días de mi vida.

—Vaya indirecta. —Dejé escapar una risita—. Ay, estoy molido.

—Ven, échate sobre mí. En mi pecho.

—¿Como una chica? —dije algo molesto.

—Como mi novio, al que le acabo de arrebatar la virginidad.

Su respuesta me complació. Y realmente me estaba haciendo el digno, porque me apetecía muchísimo. Ya cuando estuve de lado contra él, me rodeó con su brazo y me dio un beso en la frente.

—Lástima que yo no haya podido arrebatarte la tuya…

—Pues lo has hecho.

—¡Imposible! ¡¿Y las chicas?!

—No se me levanta con las chicas, ojos azules. Soy gay. Lo intenté muchas veces, supongo que para escapar de ti y de la idea de que me gustara otro chico. Pero ninguna dio resultado. Si te soy sincero, sólo reaccionaba un poco si las imaginaba con tu cara. Por eso cuando hoy me has mirado mientras me la…

—¡Calla! —grité muerto de vergüenza.

—Ahora no te hagas el inocente, Pulgarcito. No veas cómo me has puesto: ver tu cuerpecito tan pequeño y adorable reaccionar así ante mí… Dios, tengo material para mis fantasías durante toda la vida.

—No creo que ya te hagan falta esas fantasías.

—No lo sé. Me pregunto si todo esto es real, si tú eres real. Tanta felicidad me parece imposible.

—Eric —le agarré de las mejillas y le planté un beso—, soy real.

Asintió, y me preguntó qué quería que hiciéramos. Me ofreció merendar, pero sólo faltaba una hora para la cena —dijo que en su casa se servía a las 21 en punto—, de manera que le confesé lo que realmente deseaba: echarme una siesta. Eric señaló que yo debía de ser de ésos que se quedan dormido después del acto, o sea, un viejo, y yo repuse que era más probable que sólo me interesara el sexo de él y por eso mi cerebro reaccionara así.

Puso cara de mala hostia y me restregó los nudillos por la cabeza para que no dijera eso ni en broma. Yo estallé en carcajadas.

Al final me concedió lo de dormir, y así, acurrucaditos y en una nube, nos quedamos dormidos pensando en lo afortunados que éramos por poder estar juntos.

 

4

 

El negro de mis párpados se cobró los alrededores y se hizo real, palpable en el aire. Mi mundo, de repente, no tenía ni un resquicio de color. Pero eso no me importaba: lo que me preocupaba era que hacía frío, muchísimo frío. Miré hacia abajo y vi que estaba completamente desnudo. Me sentí totalmente desamparado, como si no tuviera piel y cualquiera pudiese entrar a hacerme daño.

Al menos si encontraba a alguien, su aliento, su sonido o su roce me salvarían de la muerte. Nadie. La oscuridad tan sólo, resaltando su presencia y su poder con cada uno de mis pasos. Quería llorar, y lo habría hecho si alguien hubiera sido capaz de oírme. Por esa misma razón no podía hablar: sólo exhalaba una especie de vaho que se diluía en las sombras.

Cuando me cansé, me arrojé al suelo a ver si así conseguía la más mínima sensación de calidez. Sin embargo, estaba frío. Cerré los ojos y el azul que decoraba mi iris se enturbió con el negro del exterior. Me pregunté por qué y una luz, como de un foco, se encendió sobre mí. Alumbró a Dylan, que me miraba inexpresivo bajo ese gris fulgor.

Me creí salvado, así que extendí mi mano para unirla a la suya. Fue inútil; era como si no me viera. Su nombre salió de mi desesperación, pero se ahogó en su indiferencia fantasmal. Tras él aparecieron mis padres, y Dylan les enseñó un examen que traía: la máxima nota. Los abrazos y los besos retronaban en mis oídos como amplificados por miles de altavoces, de modo que, encogido y tapándomeslos, grité que pararan, con el mismo éxito de antes.

Me recompuse al cabo de un rato y presencié cómo se alejaban. Los tres iban cogidos de la mano: Dylan en medio. Se olvidaban de mí, y eso que yo no paraba de chillarles que estaba allí y que me estaban dejando a un lado. Antes de desaparecer en la noche de mi espíritu, mis padres soltaron una estruendosa risa y mi hermano se giró hacia mí, con una sonrisa de medio lado.

El silencio y la ceguera de nuevo.

Ya había aceptado que no tenía lugar en ese mundo y que debía desaparecer. Me preguntaba cómo sería. La verdad es que yo apostaba por ir desprendiéndome de mí mismo en pequeños trozos que efervescieran en el aire, pero, en lugar de eso, me vi tragado por un abismo que apareció de repente.

Conforme iba cayendo notaba que el aire se solidificaba, aunque no demasiado. Lo suficiente para convertirse en un líquido. Ya no caía: ahora flotaba sobre un mar de negrura infinita, y las aguas, que por lo visto tenían vida —más vida que yo—, penetraron en mi interior a través de mi boca; y al mismo tiempo me cubrían. Pero mi pensamiento era ajeno a todo eso. Una única melodía me salvaba del miedo y de la armagura; se repetía en mi cabeza una y otra vez:

Say you’ll never let me go

          Say you’ll never let me go

                    Say you’ll never let me go

Un destello blanco se dibujó en el cielo negro y yo alargué el brazo. Las sombras ya se estaban extendiendo por la vista. Sin embargo, sentí un tirón a la vez que era arrancado de lo que me pareció barro seco. Tanto mis ojos como el mismo firmamento volvieron a ser azules. ¡De un azul tan fuerte que me devolvieron la sonrisa! Miré a mi lado y vi a Eric, desnudo como yo. Tenía unas enormes alas recubiertas de plumas blancas; se las acaricié traviesamente con el dedo. Mirarme y besarme fue prácticamente uno.

Como me sentía a salvo, más a salvo de lo que jamás había estado en mi vida, hundí mi cabeza en su cuello y dejé que me condujera allá donde él quisiera. Cerré los ojos, y, para mi sorpresa, cuando los abrí yo era el alado y el que lo cargaba a él. Con cada pestañeo nuestros puestos se cambiaban, como cuando en una película hay un giro de cámara para hacer un primer plano de cada personaje.

Pero eso no fue lo más extraño de todo. Mientras atravesábamos las ondas y nos fundíamos con las nubes, empezó a dolerme la espalda. Mucho al principio; tanto que no pude evitar que se me escapara un alarido. Eric, al oírme, me abrazó más fuerte, y su opresión deslizó parte de lo que sentía a su propia piel para así sufrir juntos. Los dos soportamos mi metamorfosis: me estaban saliendo un par de alas pardas, como de mariposa. Y al pestañear era a Eric al que le salían y era yo el que lo ceñía a mí.

Por fin acabó todo y le vi agitar sus alas de mariposa con mi mano sujeta; paulatinamente hasta que pudo soltarse. Pero no lo hizo; siguió cogido a mí.

Supuse que ya no pasaba mucho para su —o mi— palacio. No me esperaba lo que sucedió a continuación.

De las olas del mar que sobrevolábamos emergió un poderoso géiser que llevaba en su cúspide una concha. Ésta se abrió a nuestra altura y en su interior se encontraba la diosa Venus, sentada como si estuviera en un vehículo o en un trono. Sus dedos repiqueteaban contra la superficie exterior en ambos lados.

Ante esto las alas pardas de Eric se quemaron como un papel arrugado en una chimenea —en realidad, como no había fuego debería decir que se deshicieron, pero yo no lo sentí así— y su armonioso cuerpo cayó sobre la diosa, que extendió los brazos y lo capturó. De nuevo pestañeé y me percaté de que ahora era yo el de alas de mariposas. Eric, por su parte había recuperado el plumaje blanco, aunque no podía usarlo. Se había desmayado.

Venus me miraba entre rencorosa y desafiante. Pero no dijo absolutamente nada. Sencillamente, una vez lo tuvo con ella, hizo descender el furioso chorro de agua y desapareció.

Tenía miedo, y no debido a que pudiera perder las alas y caer, sino a perder a Eric. Sin embargo, como en la mayoría de los casos, ese temor se transformó en mis entrañas. Poco a poco fue burbujeando y fraguándose, poco a poco se convirtió en ira.

Empecé a gritar y el firmamento se tiñó de rojo. Después mis alas de mariposa estallaron y mi espalda se desgarró ante la salida de un par nuevo. Esta vez no eran de mariposa; sino más bien de murciélago, con patagio. Se plegaron salpicando de sangre la espuma marina; bajo ellas había conectada una larga cola de serpiente, recubierta de robustas escamas y acabada en un filo que bien podría hacer las veces de daga.

Creí que había acabado, pero nada más lejos de la realidad. Seis cabezas brotaron de mi cuello, y cada una con una diadema y unos cuernos de cabra que también aparecieron en la mía. Mis uñas se ennegrecieron, mis colmillos se afilaron y mi cuerpo entero adquirió un color rojo pálido. Una vez se acabó mi nueva metamorfosis, aullé como jamás había aullado en mi vida, como una bestia.

Lo supe al momento: me había transformado en un demonio.

Rápidamente alcé el vuelo y me lancé en picado sobre el mar en el que Venus se había llevado a Eric. Las aguas habían estado calmadas en nuestro ascenso, pero ahora estaban revueltas, turbulentas. La diosa me estaba esperando exactamente en la misma postura en la que me había despedido, con Eric durmiendo en sus brazos. No obstante, ahora ella brillaba, brilla como el sol o incluso más.

Fruncí el ceño, alcé ligeramente el cuello y tensé las mejillas: el odio era palpaba en mi semblante. Ella me miraba fijamente con una sonrisa encubierta, retándome. Eso no hizo más que aumentar mi rabia, mi indignación y mi impotencia. Me invadió tal ataque de ira que apreté los dientes y hasta jadeé. ¡Nada podía detenerme! ¡Iba a recuperarlo!

Venus empezó a hacer chocar sus dedos con el cuerpo de Eric y volvió a sonar ese repiqueteo que me ponía tan nervioso. Hacía: tap tap tap.

Abrí los brazos hacia atrás en un poderoso empellón y rugí tan fuerte que la concha empezó a desquebrajarse (tap, tap, tap), tan fuerte que exhalé un tormentoso vendaval (tap, tap, tap), tan fuerte el mar entero retembló (tap, tap, tap), tan fuerte que…

 

5

 

me desperté.

Sonaba Roses, la dichosa canción que había puesto en la radio el día anterior, cuando Eric me llevó a casa. Aquello parecía tan lejano que se me había ido completamente de la cabeza. El solo recuerdo hizo que mi rostro absorbiera el color rojo de mi sangre y que girara la cabeza para buscar la fuente de ese sonido.

Al incorporarme en la cama vi cómo la tenue luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba a Eric, que estaba sentado ante su escritorio. Junto a él reposaba un ordenador Apple —se notaba la pasta— reproduciendo la canción en Spotify.

Oh, I'll be your daydream,

I'll wear your favorite things.
We could be beautiful.

—Es nuestra canción —dijo suavemente.

—Por favor, no. Todavía quiero que me trague la tierra cada vez que recuerdo ese momento.

Se levantó de su silla de ordenador acolchada y me abrazó. Él estaba vestido, pero yo no, así que se le ocurrió que lo hiciéramos otra vez. Me negué aduciendo estar algo cansado, y me agarró la mano distraído, como si realmente no le importara y sólo quisiera disfrutar de mi tacto.

Quizás pretendía embelesarme con sus tácticas de ligón de instituto, y no puedo negar que algo sí que lo logró. Me aferré a su camiseta, me dejé caer sobre su hombro y su aroma penetró en mis sentidos. Olía… olía…

¡Olía que apestaba!

—Eric, ¿te has duchado después del club de fútbol? —solté tranquilamente, fingiendo que no le daba importancia.

—¿Cuándo, si me arrastraste al patio en cuanto acabamos?

Mierda, ahora que caía yo tampoco me había aseado. ¡Debía cantarme el alerón que no veas! ¡Qué vergüenza! ¡¿Qué pensaría el señor Lover?! Entre eso y que llevábamos la ropa de entrenamiento se habrá dicho a sí mismo que Eric se junta con una panda de guarros que no se lavan tras terminar los entrenamientos. A lo mejor hasta llegaba a la conclusión de que su hijo, tan rebelde como siempre, los traía para que le apestaran la casa.

Le expliqué a Eric lo que había pensado y no le preocupó en absoluto. Dijo que estaba en su casa, y como tal, podía oler como quisiera. Añadió, además, que lo mismo se podría derivar a su ropa. Si quería ir desnudo, no tenía por qué darle explicaciones a nadie. Lo dijo con cierta pillería, pero le corté rápido preguntándole si podía ducharme en su casa. Algo decepcionado me dio permiso. Me vestí y me acompañó al baño. Allí me indicó donde estaba todo y me ofreció lo que necesitaba. Casi le sugiero que nos ducháramos juntos, pero teniendo en cuenta dónde estábamos me pareció una falta de respeto y me callé. Justo antes de salir, Eric se despidió con unas dulces palabras: «No tardes mucho, ojos azules. Cuando estoy sin ti me marchito como una flor en invierno».

Me quedé encantado y como flotando en el cielo. Quería estar de vuelta con él lo antes posible, así que me puse a ducharme lo más rápido que pude.

Dicen que los momentos en los que uno se está bañando son los de más concentración, y los más hábiles para pensar. A mí no se me ocurrió otra cosa que cuestionarme qué hacía allí. «Mark», hablé conmigo mismo, «¿hace una semana odiabas a este tío y ahora estás follándotelo en su cuarto como si nada? ¿Qué te ha pasado?». Yo necesitaba afecto, y él me lo daba. Eso era todo. Si me enamoraba de Eric en el proceso, mejor. «¿Pero y si no», volvió la voz. Alejé rápidamente esa línea de razonamiento. ¡Ya estaba sintiendo cosas! Puede que aún sólo fuera cariño, enchochamiento. Sin embargo, estaba seguro de que podía amar a Eric igual o tanto como él me amaba a mí. ¡Bastaba de inseguridades y de darle vueltas a las cosas! ¡Me tocaba vivir!

Una vez me sequé salí del baño con la dignidad del que gana una pelea sin rebajarse, y en el pasillo me encontré con el señor Lover, que me sonreía mientras repiqueteaba sus dedos en su bastón. «Otra vez no...».

—¡Mark! ¡Qué bien que estés aquí! Y solo. Ahora podré enseñarte la obra de arte de la que estoy más orgulloso. Acompáñame, per favore.

Agaché la cabeza y le seguí. Ni siquiera me sentí capaz de inventar una excusa. Durante el trayecto me habló de que era la reproducción más exacta del original, que estaba guardado en el museo de Brooklyn. Luego añadió no sé qué de no se apreciaban algunas cosas porque en el original se usaron tizas, pero dejé de escucharle.

A pesar de que el paseo se me hizo eterno, acabamos llegando. La habitación del señor Lover era cuatro veces la de su hijo, prácticamente. Una cama enorme en el centro, todo un conjunto de cómodas y armarios alrededor de las paredes, un escritorio junto a la ventana —como en el de Eric— y un cuadro enorme sobre la cama. Debía de medir 4 metros de altura sin exagerar.

El gran dragón rojo y la mujer revestida en Sol, de William Blake. —Alzó el brazo con la mano abierta, señalándomelo—. Como ves, no es una pintura, sino más bien una ilustración. A Blake le encargaron que ilustrara la sagrada Biblia, y éste es uno de los dibujos que hizo.

Era la cosa más imponente que había visto en mi vida. No aterradora, porque un cuadro no podía darme miedo. No obstante, sí que es cierto que algo en mi interior tembló. —Y no sé por qué—. La gigantesca lámina representaba a un dragón con rasgos humanoides, pero con la espalda escamada, dos grandes alas abiertas y una cola serpenteante. Bajo él había una mujer brillante, que estaba apresada por la cola del dragón, y a la que parecía a punto de devorar.

—Según cuenta el Apocalipsis, un dragón de siete cabezas descenderá a la tierra para comerse el fruto de una mujer embarazada. Supuestamente ese vástago será el salvador de la humanidad y la luz que la guíe. Se ha interpretado que esta mujer que brilla como el sol es la Virgen María y el dragón no es otro que Satanás. Fíjate en la forma de serpiente. Te suena lo de Adán y Eva, ¿no? Seguro que sí. Otros, en cambio, dicen que la mujer es la Santa Iglesia.

—¿Esto no salía en…?

Suspiró.

—Sí, Thomas Harris utilizó la ilustración de Blake como base para su novela El dragón rojo. Pero el muy idiota confundió a la mujer revestida en Sol con la Mujer revestida con el Sol. ¡Imperdonable!

«Ya ves», pensé irónicamente, «porque la diferencia es tan grande...».

—Describió en sus páginas al dragón de espaldas, y en la que citaba, la de la mujer revestida con el Sol, el dragón sale sobrevolándola desde arriba. Es que Blake realizó una serie de cuatro pinturas. Pero para mí ésta es la más espectacular. ¿No lo crees tú también, ragazzo?

Había algo de todo eso que no me gustaba nada. Pero seguía sin cogerlo del todo.

Observaba a esa criatura… ¡Ni siquiera me salía un adjetivo para describirla! Era sencillamente horripilante, pero también poderosa. Saltaba a la vista. ¿Espectacular? Sí, eso era; pero había algo más. Es posible que hasta hubiera algo sexual en esa figura.

Se sentó en la cama y dejó caer su bastón a un lado. Después llamó al mayordomo y le pidió que le sirviera un brandy. Yo no dejaba de mirar al dragón: me tenía hipnotizado.

Una vez se retiró el mayordomo, el señor Lover alzó la copa y sonrió.

—Cuando la diosa Venus se enteró de que Psique le arrebató a su hijo estalló en cólera. Estoy seguro de que para ella tuvo que dibujársele tan terrible como esta bestia. Ambas desean arrancar a un hijo de los brazos de su madre.

Fruncí el ceño. Ahora, de repente, lo había pillado.

—Venus impuso cuatro cuatro tareas a Psique cuando ésta perdió a su amante. Pero no le prometió que así recuperaría a su hijo, sino que la tomó como esclava y la obligaba a hacerlo. De hecho, si no se hubiera detenido el ciclo por el propio Cupido, ella habría seguido torturándola por toda la eternidad, demostrando así que jamás sería digna de su precioso retoño.

—¿C-cómo lo ha sabido? —pregunté hostil, sin prestar atención a sus alegorías.

—Todo padre sospecha cuando su hijo no le presenta una novia. Y los padres con dinero contratan detectives privados. Pero vayamos al grano: en los negocios no me gusta perder el tiempo. Tú, ragazzo, eres el dragón rojo.

De nuevo sentí miedo, pero traté de hacerme el valiente forzando una mueca burlona y hablando con arrogancia:

—Si alguien es el dragón aquí es su hijo. Yo no quería nada de esto.

—Verás, al igual que Jesús, Eric está destinado a grandes cosas. No salvará la humanidad, pero sí se puede decir que liderará algo como la Iglesia: mi imperio. En ambos casos se trata de una responsabilidad ineludible. No me malinterpretes: me es indiferente con quién esté. No obstante, necesito asegurar la preservación de mi legado. Y dos hombres no pueden tener descendencia.

—Pero...

—Te entiendo —me interrumpió—. Eric es de buena familia y tiene dinero. ¿Quién no querría enamorarlo para sacar tajada? Bueno, pues… ¡Bravissimo! Tu plan ha funcionado.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una especie de libretilla. Fue todo tan de película, tan espectacular, que aún no sé si fue un sueño. Agarró el bastón para caminar hacia la mesa, y mientras escribía con una mano empezó a hacer bailar sus dedos sobre ese maldito bastón de nuevo.

(Tap, tap, tap)

—¿Señor Lover?

(Tap tap tap)

—¡Ya está!

(Tap, tap, tap)

—¿Qué está haciendo?

(Tap, tap, tap)

—Mark, te ofrezco treinta mil dólares si no vuelves a acercarte a mi hijo.

Nuevamente, inconscientemente, me volví a preguntar si podría amar a Eric.

 

 

 

CONTINUARÁ...

 

 

 

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