La amaba porque me hacía mejor persona, porque potencializaba mis talentos y virtudes; porque me corregía aunque yo me molestara y me decía lo que hacía mal sin temor a herirme. Porque era sincera... crudamente sincera; porque a su lado había aprendido a relacionarme mejor con otros, a abrir mi corazón y a vincular.
La amaba por el color de sus ojos, y por cómo éstos me veían. Por la textura de sus manos y por cómo me acariciaban; por sus brazos, por sus piernas... sus sensualísimas piernas.
La amaba por cómo se relacionaba con su entorno. Por como amaba a todo lo que estaba a su alrededor; animales, plantas, personas... sobre todo a las plantas -sí, eso era de las cosas que más amaba-.
Amaba las mañanas con ella, darle un beso, verla despertar, abrir sus ojos y que fuera yo su primer pensamiento -o que fuera ella el mio, dependiendo de quien lo hiciera primero-. Hacer su café era de las mejores partes de mi día, solo superado por ver sus castaños ojos adormilados.
Amaba cuando la descubría mirándome con amor y solo me sacaba la lengua para disimular el rubor de sus mejillas, era demasiado ruda para verse a sí misma enamorada; y eso también lo amaba.
Y si tuviera el tiempo y las letras suficientes, seguiría y seguiría con las cosas que amaba de ella; pero entonces me perdería... Amaba tanto de ella.
Y ahora, si ella me lo permite, recordaré una y otra vez tan interminable lista; tal vez así, no la volveré a hacer llorar, cuando peleemos; y podré recordar por qué la amo... y por qué la quiero amar, para siempre.