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Es un Te encontraré 12

en Lésbicos

Capítulo 12

En una de tantas revueltas que hubo en Florencia, la obra de Daniele de Sanguinetti “Venus semidesnuda”, inspirada en su amada,  se perdió de la colección -de obras de arte de valor incalculable- de los Medici.

Muchísimos años después de que aquello sucedió, la obra era exhibida, en el salón del piano, en la mansión de una familia aristócrata en Francia. Tras varias generaciones, la obra fue a parar al sótano de esa enorme casona y ahí se quedó hasta 1940, cuando, tras el armisticio de Alemania con Francia, la casona fue utilizada como centro de operaciones Nazi; desalojando a sus propietarios, y quedándose ellos con cuantos objetos de valor hubiese dentro del inmueble.

Un día, un joven ario de no más de 20 años, con una curiosidad insaciable y un corazón genuinamente bueno, bajó al  sótano buscando a la rata que Herr kommandant le había ordenado buscar y matar, pues estaba acabando con la comida de la despensa. Al bajar ahí y encender una vela, vio mil cosas cubiertas con sábanas viejas y telarañas, su curiosidad se avivó y sus órdenes se perdieron en su memoria.

Comenzó a destapar cosa por cosa. Encontró un fonógrafo, un sofá en pésimo estado, un arpa, varios retratos de la familia que había vivido ahí por generaciones, y un cuadro que llamó su atención; era una joven rubia de cabellos largos y ondulados, desnuda y cubriéndose con una larga tela. El joven se enamoró de la hermosura de la chica, y quiso conservar la obra. Pidió permiso al Herr kommandant y envió la obra a casa de sus padres en Berlín.

El chico jamás tuvo tiempo de apreciarla colgada en el muro de su casa, pues dos años más tarde, perdió la vida al pisar una mina. En 1945, el cuadro de dorado marco, fue quitado de su lugar en aquel muro por un general ruso que, igual que aquel joven, se enamoró de la misteriosa mujer; esto durante el sitio de Berlín el 2 de mayo de aquel año.

Aquel general era muy dado a las apuestas y a la bebida, y -en una de tantas noches de parranda- al lado de varios soldados de alto rango de las fuerzas aliadas, y al no tener nada más que apostar, puso sobre la mesa la obra, que, con tal de seguir jugando, los demás hombres aceptaron. Así llegó a manos de un general de brigada Estadounidense de avanzada edad, que al volver a su patria, trajo consigo la obra; sin saber el incalculable valor que ésta tenía.

En aquella humilde granja de Kansas, al lado de su anciana esposa. Aquel hombre murió contemplando la pintura al óleo de Daniele, y recordando los tiempos de fiesta cuando la había ganado, con un perfecto póker de ases.

Tras la muerte de aquel hombre en 1962, sus hijos y únicos herederos: un par de hippies que le cantaban a la paz y al amor libre, llevaron la obra a una casa de empeño para conseguir unos cuantos dólares, y así poderse comprar una casa rodante para recorrer el país.

Quien la obtuvo dando solo 30 dólares por ella, fue un hombre obeso con una camisa de flores,  un pantalón acampanado y un par de amplias entradas en el cabello. Él la fue a refundir en la parte de atrás de aquella casa de empeño donde se quedaría por 20 años más.

Después de su muerte, la hija del dueño de la tienda sacó todo de la parte de atrás y lo remató en una oferta de “todo a un dólar”, donde una mujer hispana de 60 años y una seria obsesión hacia las cosas antiguas y los gatos, compró la obra.

Así lo estuvo exhibiendo en la sala de su casa en Texas durante 5 años, tras lo cual, le aburrió, lo descolgó, lo empacó y lo mando por correo a su nieta en la ciudad de México.

A la joven de 27 años, con dos hijos hiperactivos y un esposo de no mucha cultura, no le agradó nada el regalito de su abuela; por lo que en la primera oportunidad que tuvo, lo llevó a vender a una tienda de antigüedades, donde el ignorante dueño le dio 300 pesos. Y así, de 1987 hasta diciembre del 2013, aquel retrato de Clarice permaneció en la grandísima tienda, oculta tras muchas obras más, al fondo de la casona, en el último cuarto utilizado para guardar antigüedades, en la esquina derecha de la habitación empolvada; hasta que una joven de cabello castaño y mirada traviesa, que buscaba un regalo de navidad para su novia, lo encontró.

 

************************************************************************

Ya era 24 de diciembre, y yo aún no podía encontrar el regalo perfecto para mi novia. Todos los días, desde que había comenzado el mes, había salido del hospital y había ido directamente a buscar su regalo por cuanta tienda se me cruzara en frente.

Hacían ya unos días que había acabado el décimo semestre de mi carrera, quedando así completamente libre de materias y solo faltándome el examen profesional, donde presentaría mi tesis y obtendría mi título.

En un mes comenzaría el internado. Ese traumático periodo de tiempo donde los recién graduados eran los esclavos de los médicos experimentados, no obtendría salario alguno, y se me enviaría, posiblemente, al otro lado del país. Temía que llegara ese momento, pues no tendría tiempo para Isa; por eso, quería que nuestra primera navidad juntas fuera muy especial, pues con los cientos de años de historia que teníamos, sabíamos que cualquiera podría ser la ultima. Tenía que admitirlo, esa idea me deprimía bastante; pero prefería no pensar en eso.

 

En esos ocho perfectos meses de relación, había abierto mi alma a mi compañera de vida; le había mostrado cada parte de mi ser, incluso esos oscuros lugares que ni a mi me gustaba visitar. Poco tiempo después de aquella noche en la que la hice mía por primera vez, tuvimos la conversación que tanto temía, esa donde le conté todo sobre mi familia. En el amor me iba bien, en lo profesional no me quejaba, pero en el aspecto familiar todo era muy diferente.

-¡AMOR!- se me lanzó al cuello por la espalda, mientras yo estaba sentada frente al ordenador, trabajando en mi tesis, aquella tarde de julio.

-jaja ¿Qué pasa, preciosa?-

-¿Qué haces?-

-Tesis- y seguía tecleando.

-Oye… ¿Podemos platicar?- ¡rayos! Eso no sonaba nada bien. Me giré en la silla para encararla con mirada de miedo. -¿Qué pasa, amor?- ella se hinco frente a mi, y era la primera vez que la veía con cara de seriedad.

-Bueno… es que, quisiera saber si puedo conocer a tus padres.- la conocía, esa era solo una excusa para sacar el tema.

-Isa, mis padres me rechazaron al saber mi orientación sexual. Dudo mucho que les haga gracia conocer a la novia de su hija.-

-Pero… ¿Por qué te rechazaron? ¿Qué pasó?-

Tras un largo suspiro y hacerme a la idea de que tendríamos esa conversación, le dije: -Ven, siéntate aquí- y señalé mis piernas, ella se sentó y rodeo mi cuello con los brazos –Veraz, mis padres siempre fueron personas muy distantes y algo frías. Nunca verías a mi madre abrazarme o darme besos, y ni se diga a mi padre. Por esa razón, yo me hice muy independiente.

Ellos siempre hablaban de lo horrible que sería para algunos padres tener hijos homosexuales, lo malo que era el ser así, e incluso lo comparaban -en escala de maldad- con pedófilos, pervertidos, asesinos y violadores; ya te imaginarás cuál fue su reacción cuando les dije “papá, mamá; soy lesbiana” casi les da un infarto frente a mi. Mi madre se soltó llorando, y mi padre me golpeó hasta que se cansó, sin mencionar que me corrieron de la casa…- recordé ese momento, mi padre cegado por la ira, yo en el piso sin defenderme porque “era mi padre”… esa mirada de odio y desprecio en sus ojos; en ese momento no me dolía el cuerpo, me dolía el corazón, el alma. Cuando llegaron a mi mente esas imágenes sentí un nudo en la garganta, mis ojos se llenaron de lágrimas, creo que incluso, me encogí un poco ante el recuerdo de los golpes. Al notar eso, Isa me abrazó contra su pecho, acariciaba mi cabello.

-Tranquila mi vida, ya nadie te podrá hacer daño- saqué fuerzas de no-se-donde y seguí contándole mi vida a la mujer que amaba. Ya le había abierto mis piernas, ahora solo hacía falta abrirle mi mente, con sus rincones dolorosos.

-Me fui a vivir por una semana con Sofía. Eran las vacaciones en que salí del instituto e iba a entrar a la universidad. Un día llegaron a la puerta de la casa, Sofía los miraba con odio y no quería dejarlos pasar; incluso salió su hermano Antonio para defenderme, pero les dije que estaba bien, que podían pasar. Hablaron conmigo “tranquilamente” me dijeron que podría regresar a la casa, pero que merecía estudiar en una mejor universidad, la mejor del país, que ellos me darían todo lo necesario, pero que la condición era desaparecer de sus vidas. Sentí eso como una patada en esas partes dolorosas que no tengo… Yo ya me había hecho a la idea de que no estudiaría, que ellos no me ayudarían en nada, pero tras ver la oferta que me hacían, aunque fuera denigrante… no la podía rechazar. Era la mejor universidad y con todo pagado. Ya no tenía familia, si rechazaba eso, se le sumaria ser indigente, así que acepté. Y heme aquí…-

No sé en qué punto de todo lo relatado, mi coraza cayó delante de ella y mi voz se volvió un sollozo.  Me aferré a su espalda y hundí mi rostro entre el cabello que caía sobre su pecho; ella solo me abrazó ahí, durante largo rato, sin decir ni hacer nada, confortándome, haciéndome sentir que estaba ahí, que me entendía, que me amaba.

Después de eso nos volvimos mucho más cercanas, ya nada se interponía entre nosotras dos; ella sabía todo de mi y yo todo de ella. Éramos completamente diferentes, pero nos complementábamos.

 

¿Y el sexo? ¡UFFF! Yo tenía un apetito sexual de chico adolescente en vestidor de mujeres, con las hormonas a todo lo que daban, y ella lo igualaba y lo doblaba. Las únicas noches que no dormíamos agotadas por un orgasmo eran cuando ella o yo estábamos en esos días sangrientos, cuando estaba agotada por los trabajos o el hospital, o cuando discutíamos o estábamos “delicadas” emocionalmente… pero en realidad lo único que nos lo impedía eran los días especiales, porque las otras dos opciones casi nunca sucedían.

Isabelle, una vez que agarraba confianza, era una salvaje en la cama. Podía darme orgasmos sin necesitada de tocar mi entrepierna,  hacer que me mojara con solo una mirada o con morderse los labios de esa forma tan sexual, hacerme tocar el cielo con sus caricias, hacerme que le rogara por más…

Simplemente era increíble. Y pese a las primeras semanas, después de entregarse a mi, todo se volvió recíproco; ella me daba la misma cantidad de orgasmos, o incluso más, que los que yo le daba a ella.

También, era muy creativa. El sexo jamás se volvería rutinario a su lado. Cuando no me lo hacía en un lugar “inusual”, me mandaba mensajitos “hot” o una nota de voz (que no contenía voz, sino solo sus gemidos) por whatsapp, una foto con poca ropa esporádicamente al correo, un “rapidin” en un lugar un poquito público (llámense estacionamientos, baños de restaurantes, o el cuarto de internos en el hospital), o incluso un día llegó a meter su mano bajo mi pantalón mientras conducía rumbo al apartamento, después de unas copas en el bar… ese día casi choco.

Cada que cumplíamos meses nos sorprendíamos con un pequeño detalle. Cuando teníamos un día pesado, un masaje y un té eran la solución. Como en todas las relaciones, teníamos discusiones pequeñas, como cuando tardaba horas dentro del único baño de la casa, o cuando llegaba tarde a nuestras citas; pero eran cosas sin importancia que resolvíamos rápidamente y culminábamos con una excelente reconciliación nivel: cama. Lo único que podría decir que me hacía estremecer, era la idea de que acabara mal como las veces anteriores.

En fin… todo iba viento en popa en nuestra relación; y por eso deseaba darle un regalo muy especial esa navidad.

Tras visitar una enorme tienda de material para arte, donde Isa se habría vuelto loca, y comprarle algunas cosas, salí de la tienda algo decepcionada. Un par de pinceles  (que se le habían hecho duros porque no los lavó a tiempo) y un caballete que se doblaba y quedaba tan pequeño como para meterlo en una mochila, no me parecían un regalo “especial”. Así que seguí buscando.

Luego de caminar dos cuadras entre los tumultos de personas cargadas de bolsas y bolsas de regalos, un poco de estrés por no poder avanzar, y una que otra desagradable gota de sudor (para ser diciembre hacía  un calor horrible… maldito calentamiento global) de algún hombre más alto que yo. Llegué a una tienda de antigüedades.

Isabelle tenía esa extraña obsesión por comprar cosas viejas, aun no entendía el porque, pero sabia que estaba relacionado con la cajita de música que extrañamente me había pertenecido hace muchísimos muchísimos años. Tal vez algo viejo y con mucha historia sería lo suficientemente especial para ella.

Lo que no sabía, era que me iba a encontrar ahí con el regalo perfecto.

Paseaba por amplias vitrinas llenas de objetos de oro, plata y joyas;  recorrí cada uno de los estantes que contenían, desde máquinas de escribir antiquísimas, hasta una katana evidentemente nueva. Había de todo para ser exactos, y nada me convencía. Justo cuando iba a salir de la tienda, sentí algo raro, como si algo me llamase. No tenía ni la menor idea de qué era, pero aun no conseguía el presente, así que “¿por qué no?”.

Me acerqué a la vitrina principal; atrás de ésta se encontraba un hombre anciano y delgado con lentes redonditos… el perfecto Geppetto. Comencé a observar cada cosa… Un par de aretes con perlas que se veían muy maltratados, un collar de oro ya manchado por los años, un joyero de cristal cortado, uno de porcelana china; varios anillos de oro y plata, unos mas viejos que otros, pero hubo uno en particular que llamó mi atención.

Era el más sencillo de todos, solo la sortija de oro sin ningún detalle ni grabado interno o externo. Un simple aro. Le pedí al hombre que me lo mostrara, y cuando lo tuve entre mis dedos me ocurrió lo mismo que la primera vez que besé a Isa; un sinfín de imágenes acudieron a mi mente al momento de tocarlo. Un hombre entregándome el anillo, yo disparando un fusil a campo abierto, llorar sobre una carta al escribirla… carta que iba dirigida a mi amada que había partido rumbo a España hacía años, carta en la que adjunte mi anillo y que le entregué a mi hijo; el dolor de la bayoneta de  un soldado realista entrando por mi espalda.

Ahora entendía por qué Isabelle coleccionaba objetos antiguos; cada uno de ellos era un recuerdo, un trocito de nuestra historia. Ella se desvivía tratando de encontrarlos todos alrededor del mundo; buscaba por internet, en tiendas, con personas ancianas, por cielo, mar y tierra tratando de encontrar esas migas de pan que le llevaran a la realidad. Ella había comenzado con esa obsesión desde hacía años, su primer objeto fue la cajita de música, y ahora, yo le haría una contribución a aquella valiosísima colección.

Esa noche, en la cena, Isa me ayudó a preparar toda la comida, pues recibiríamos a mis amigas y sus novios. Los primeros en llegar fueron Sofía y Cristóbal, seguidos por María y Felipe. Bromeamos y convivimos entre todos; nadie tomó de más, nadie hizo comentarios incómodos sobre la relación entre Isa y yo, y en general, la velada fue perfecta. Una pacífica noche buena entre amigos.

Cuando se fueron todos, alrededor de la una de la mañana, Isabelle me llamó a la sala, pues yo había ido a desmaquillarme y ponerme ropa más cómoda, y lo primero que vi fue un enorme rectángulo envuelto en papel canela debajo del pequeñísimo pino artificial.

-¿Qué es eso?- pregunté asombrada.

-jaja ábrelo- contestó calmada, sentada en el sofá y con una copa de vino en la mano. Ahora me sentía niña de 5 años a punto de abrir su regalo de Santa.

Me hinqué ante el rectángulo y comencé a desenvolverlo con una desesperación infantil, y casi me desmayo al ver el contenido.

Era yo. No yo precisamente, no Amelia Vega… pero yo; Clarice. Me reconocí al instante. Era el cuadro que Isa… mejor dicho, Daniele, había pintado de mi; aquel con el que nos habíamos conocido, aquel con el que nos habíamos enamorado, aquel ante el cual habíamos hecho el amor. Puse la mano sobre la antiquísima y desgastada tela, y viví una vez más ese momento… esa vida al lado de mi gran artista.

En cuanto despegue la mano, miré a mi amada mujercita. Me miraba con ojos de ternura y mucho amor.  No pude evitar lanzármele a los brazos.

-Gracias, amor. Un “me gusta mucho” seria poco para este regalo. Simplemente me dejaste sin palabras.-

-No me lo agradezcas, tú te mereces lo mejor, princesa-  y en el momento exacto tocaron el timbre.

-Abre tu, amor- le dije sabiendo quien seria.

Ella se paró como si nada y fue a abrir.

-¿María?- dijo

-No soy María, soy el correo. Y traigo una entrega para la señorita Murillo- dijo mi amiga con suma seriedad. Había tenido que conseguir un cómplice al no encontrar un servicio de paquetería que entregara el mismo día, la noche del 24.

-Aaah, entiendo señorita cartera ¿Y cuál es mi paquete?- le contestó siguiendo el juego.

-Aquí tiene- le entregó la carta –firme aquí- era un vil ticket de una tienda. El primer papel que sacó de su bolsa, podría apostar.

-jajajaja Por supuesto- yo solo la miraba divertida desde el sillón.

En cuanto tomó el sobre, María desapareció en el elevador.

-¿Y esto?- me mostró la carta -¿no tendrás algo que ver tu, verdad?- levantó una ceja. Yo solo me encogí de hombros como respuesta.

Comenzó a abrir el sobre, sacó la carta y leyó para si misma. Después vació el contenido del sobre encima de su mano, contemplando así, el anillo.

Pude ver en sus ojos su reacción. Estaba viendo todas esas imágenes pasar frente a ella; y solo sujetaba con más y más fuerza la sortija. Cuando terminó, me miró y se me lanzó en un abrazo igual al que yo le había dado hacía unos momentos; un abrazo de eterno agradecimiento.

-Me encantó, mi amor. Y yo también te amo. ¿Me lo pones?- y fue un verdadero placer deslizar el arito dorado por su dedo anular, justo como hubiese deseado hacerlo hacia tantas generaciones.

Con esas palabras, supe que había valido la pena la cansadísima búsqueda de un regalo, los 3000 pesos que me había costado la antigüedad (que, por cierto, era más cara que la pintura que solo costó 500 pesos); las 30 veces que escribí la carta, porque cuando no me salía fea la letra, no me gustaba lo que decía, o se me corría la tinta china sobre el papel. El regalito había sido un verdadero show, pero esa sonrisa en los labios de mi amada, hacía que todo valiese la pena.

Esa navidad ambas obtuvimos los mejores regalos de nuestras vidas, o al menos, de “esas” vidas.

 

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