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Es un Te encontraré 16

en Lésbicos

Capítulo 16

 

-¡¡¡FÍJATE POR DÓNDE VAS, PENDEJO!!!-  

¡CARAJO! Aunque le diera de patadas a la defensa del carro, lo que quería hacer era partirle la cara al idiota del conductor. El muy cabrón se había pasado en rojo y por quitarme solté mi mochila y se la llevó. Solo rogaba por que no se hubiera roto nada. Para acabarla de joder no se bajaba del auto, solo seguía ahí, frente a mí, sujetando el volante con las dos manos y viéndome con cara de tarado. Son solo niños idiotas que no saben conducir… ¡pero claro, papi les presta el carro! Hijo de p***…

Recogí mi mochila que se había roto de una agarradera y me aparté de la calle  con el corazón a mil por hora y la boca llena de maldiciones. Cuando crucé al otro lado para seguir mi rumbo hacia… no sabia donde, miré hacia la esquina de nuestro departamento, bueno, era solo su departamento… Pero ahí estaba ella. Nunca he podido ver muy bien de lejos, pero juraría que la vi llorando. Unas lágrimas no iban a cambiar lo que me dijo, pero cómo me dolió verla así. Amelia era orgullosa y fuerte, jamás dejaba que las demás personas la vieran vulnerable; pero ahí, atravesando la calle donde por poco me matan… de nuevo, estaba ella llorando por mi.

Quise correr hacia sus brazos y decirle que yo la protegería como siempre lo había hecho, que aunque ella era la que me rescataba físicamente, yo era quien la sacaba adelante emocionalmente (ego aparte); pero la conocía demasiado bien como para saber que, aunque fuera hacía ella, me rechazaría, ese orgullo nunca le trajo nada bueno, y si la quería recuperar, tendría que esforzarme más.

Tal vez ella no quisiera luchar más por nuestro amor, pero eso de las peleas era lo mío, así que no permitirá que una princesita delicada y nenita me ganara esa batalla. Reconquistaría su corazón así fuera lo último en mi vida… bueno, en esa… creo que parezco gato con tanta vida.

Seguí caminando sin rumbo fijo. De vez en cuando volteaba hacia atrás con la tonta ilusión de que me hubiera seguido, pero no. Tenía que comenzar a planear algo grande, pero antes de eso, necesitaba un techo; y solo había una persona que me podía ayudar con ambas cosas.

-¿Isa? ¿Qué haces aquí? ¿Mia esta bien? ¿Qué pasó?- me decía Sofía, mientras se tallaba los ojitos jaja como me daba ternura esa mujer.

-jaja Tranquila. Si me dejas pasar, te explico.-

-Claro, pasa. Pasa- entré y me senté en su cama. Por eso del internado le estaba rentando un cuarto a una señora con cara de loca, que, a cambio de mucho dinero, le daba un cuarto con una cama y un baño, las tres comidas… muy malas según me contó, y los servicios básicos. –Te quisiera ofrecer algo pero no tengo nada… a menos que quieras libros jajaja de esos tengo muchos-

-jajajajaja nooo gracias, me comí unos antes de venir-

-jajajajajaja- tras un silencio algo incomodo, finalmente me preguntó -¿y bien? ¿Qué pasó?-

-Pues…-  cómo odiaba ese momento cuando tratas de hablar y no te sale voz porque hay un nudo en tu garganta que te lo impide – creo que terminamos…-

-Ay Isa…- no dijo nada más. Simplemente me abrazó, con eso el nudo se desató y fluyeron las lágrimas.

Odiaba llorar, no se si seria orgullo o qué otra cosa podría ser... Pero llevaba mucho conteniendo esas lágrimas. Estaban acumuladas desde que paso “eso”, desde que me rechazó en la cama, desde que regresé a dormir a mi habitación, desde que no nos hablábamos casi y cuando lo hacíamos peleábamos, desde que me dijo que estaba cansada de mi… de lo nuestro; fue por eso que estando ahí, en los brazos de la mejor amiga de mi nov… de mi exnovia, no pude detener el llanto. Hay veces que la tristeza es tanta que no cabe en el cuerpo y se desborda por los ojos en forma de agua.

Sofía solo me tuvo entre sus delgados brazos hasta que pude hablar. Era tan pequeña en comparación conmigo que ver esa escena desde fuera hubiera resultado gracioso.

-Ya, ya…-  me limpié las lagrimas – ya no seré una nenita llorona. Soy un macho carbón pecho peludo y castigador jaja- era mejor bromear a seguir como magdalena.

-jajajajajajaja Vale, vale, pequeña ¿Quieres hablar?- me acariciaba el cabello

-Pues… no quiero, pero tengo que. Mia me dijo que estaba cansada de luchar y que…- me detuve a tiempo antes de quedar como una loca al contarle sobre nuestras vidas pasadas y nuestro épico amor. – bueno, el punto es que terminamos-

-Pues Isa, no tengo mucho que ofrecerte. Te puedes quedar aquí por hoy, vienes desde muy lejos y ya es muy tarde para que te regreses sola. Te puedo prestar mi departamento en la ciudad, ahorita nadie lo está usando; quédate ahí cuanto quieras. Ahora, en cuanto a lo de su relación… bueno. Isa, yo te dije que lo que hiciste estuvo mal, la embarraste y lo sabes; pero no por el hecho de que Amelia es mi mejor amiga voy a estar de acuerdo con lo que hizo. Se pasó. Eso no se dice. Pero… ¿Qué harás? O mejor dicho ¿Qué quieres hacer?-

-Sé que ella me ama, y voy a reconquistarla. Quiero hacer algo tan grande que le demuestre lo mucho que la amo-

-¿Y ya pensaste en algo?-

-Bueno… tengo una idea en mente jaja pero necesito dinero. He juntado algo con lo que ahorré de las rentas, pero tendré que vender la obra que tengo hasta ahorita para completar-.

-Pues te puedes quedar aquí lo que haga falta-

-No, tranquila. No hay necesidad. Rentaré uno mientras preparo todo. Ahorita vine aquí contigo porque ya era algo tarde para rentar algo. Aunque te agradecería que me alojaras unos dos días hasta que consiga un techo propio.-

-Por supuesto. Aquí te puedes quedar cuanto desees- me dio un abrazo muy cálido que me hizo sentir ligeramente mejor. Aún tenía clavadas en el corazón las palabras de Amelia; pero no me daría por vencida, haría todo lo que estuviera en mis manos para recuperarla.

Esa noche dormimos en la misma habitación. Con bajar unas mantas al piso me bastó para no invadir demasiado el espacio personal de Sofía; pero si el día había sido doloroso, la noche lo fue aún más. Mi cuerpo me rogaba la presencia de Mia, y aparte, las pesadillas regresaron. Tal vez era un sistema mediante el cual nuestras mentes nos obligaban a estar juntas, tal vez era solo mi cerebro troll jugándome sucio, fuera lo que fuera, dolía como los mil demonios.

Tres días después alquilé un departamento en un barrio no muy elegante ni seguro, pero era un techo propio donde dormir. Sofía trataba de visitarnos seguido, a veces iba con Mia a hablarle de mi, y a veces conmigo a hablarme de Amelia.

Pasaba gran parte del día trabajando en el café, y cuando salía me iba al parque para poner mis cuadros en exhibición y rogar porque alguno se vendiera. Tras un mes, finalmente junté el dinero necesario para poner en marcha mi idea; hice los arreglos necesarios con Sofía para que me ayudara a llevar a Mia al lugar indicado. Y al fin llegó el día.

Estaba más nerviosa que el día en que conocí a Amelia, en más, estaba muchísimo más nerviosa que el día en que tuve que descubrir mi retaguardia para que la guapísima doctora me inyectara… jaja era gracioso recordar ese momento; ella jamás se enteró, pero yo pude notar como me veía el… atractivo jajaja ahí fue cuando noté que lo suyo eran las chicas. Ahora era tiempo de recuperar a mi chica…

Me vestí y me fui al lugar acordado: la feria. Ya había arreglado todo de antemano y solo faltaba que llegara ella para empezar. No piensen que renté toda la feria para nosotras dos, no, la feria estaba abierta a todo el público y por si fuera poco era un día que estaba casi llena.

El plan era que Sofía y María invitaran a Mia a salir para distraerla un poco, ahí me encontrarían a mi, para después ellas desaparecer y yo tomar el mando del plan. Y justo como lo planeé, a las 10pm en punto, las chicas aparecieron del brazo de Amelia.

Se veía preciosa enfundada en esos jeans pegaditos, sus botines de cuero con remaches, esa blusa blanca holgada  y transparente con un hombro caído que, aunque estuviera grande, remarcaba su figura… y se podía ver su brasier color negro por entre sus mangas holgadas. El cabello lo llevaba suelto y con ondas salvajes, justo como me volvía loca, así su color café claro se le notaba más. El maquillaje estaba más marcado que de costumbre; con un negro ahumado que hacía que el gris misterioso de sus ojos resaltará más. Simplemente hermosa.

Cuando me vio parada frente a ella enfundada en el típico traje de presentador de circo; con sombrero de copa, chaqueta roja con cola, pantalones negros,  botas de cuero hasta la rodilla y toda la cosa, creo que se le cayó la mandíbula hasta el suelo. Cuando reaccionó a los pocos segundos, supe que intentaría irse de manera orgullosa, por lo que era momento para comenzar con el show.

-Espera, no te vayas. Las chicas hicieron lo que les pedí, por favor no te molestes con ellas- he hice una seña para que se retiraran; cosa que hicieron lenta y sigilosamente, mientras Amelia me dirigía una mirada que tenía parte de odio, parte de sorpresa y parte de lagrimas. –venga, concédeme esta noche a solas tu y yo. Te prometo que no te arrepentirás- me hinque quitándome el sombrero y tendiéndole la mano, como todo un caballero.

Tras unos segundos de duda, finalmente se colocó a mi lado ignorando mi mano. Al parecer la niña me daría batalla, pero estaba preparada para luchar contra un ejército si era necesario, con tal de recuperarla.

-Muy bien bella dama- me puse  el sombrero –nuestra primera parada será ganar un lindo peluchito para usted, para que así tenga algo que abrazar cuando no estemos juntas-

Cuando dije esto pude notar una leve mueca que tendía a hacerse sonrisa. Esa manera en que elevaba la comisura derecha de su labio cuando comenzaba una sonrisa me volvía loca… aunque bueno, cada parte de su cuerpo, cada manía, cada costumbre y cada tic me ponían mal, toda ella me hacía perder la cabeza.

Llegamos a los típicos puestos de concursos donde los novios tratan de ganarles premios a sus chicas para verlas felices y poder tener derecho al abrazo y beso de felicitación; ahí era la primera parte de mi plan. Todas las personas se me quedaban viendo raro y algunos hasta se burlaban por la peculiar manera en que iba vestida, pero no me importaba, de alguna manera me tenían que distinguir los empleados de la feria para poder contribuir con mi plan.

El primer juego fue ese donde disparas agua con una pistolita, y tienes que darle a un payaso para que se infle un globo. Debo admitir que mi puntería, al igual que mi coordinación, son pésimos por lo que ahí entraba perfectamente mi cómplice. El chico contra el que competía, se enojaría bastante, pero me importaba un carajo. Cuando comenzamos a disparar, el empleado se colocó tras mi payaso y lo movió con sus manos hasta que el chorrito de agua cayó dentro de la boca del aparatito, inflándose el globo y ganando casi al instante. Las cara de furia de mi oponente no tenía precio, pero valía mucho más la mirada de “WTF” que me dirigía Amelia.

Recogí el osito blanco con corbata, que me había ganado de manera poco legal, y se lo entregué a Mia junto con un beso en la mejilla; y antes de darle tiempo de alegar y reclamarme, la arrastré hasta otro juego.

Esta vez, eran los pececitos de plástico que debes pescar tres, hábilmente, para poder ganar el premio que tienen escrito el la pancita. Cuando me vio llegar, el chico colocó otra tina con otros pescaditos diferentes, mis pescaditos.

Comencé con la pesca y pronto saqué el primero que tras voltearlo decía: “no podré ganar todos los peluches del mundo…” se lo entré a Mia. Saqué el siguiente (todos tenían colores diferentes por lo que sabia cual sacar… y mi caña tenía un imán por lo que era bastante fácil) “pero puedo ganar tu corazón.” y el último de los tres: “dame otra oportunidad”. Mia se quedó seria y tras unos instantes de suspenso tomó el pescadito de plástico en sus manos y le dio un beso diciendo: -Claro que te daré otra oportunidad pececito.- jajajajajaja la chica quería jugar conmigo jajaja ¡pues entonces jugaría! Al menos esa reacción me dejó más relajada. Gané un perrito labrador color miel hecho de peluche y también se lo di.

Al ver la hora me di cuenta de que  seguía el siguiente nivel, la casa del terror.  A la entrada le di al chico vestido de Caronte la señal y así comenzó la siguiente fase.

Entramos y todo estaba oscuro, a ella la oscuridad le aterra por lo que se prendió a mi brazo importándole poco su orgullo. Uno de mis cómplices se me acercó sin que ella lo sintiera, me entregó mi arma elegida y se retiró sin dejar rastro.

Continuamos caminando despacio por el pasillo completamente obscuro, hasta que llegamos a una habitación donde se escuchaba una música bastante tétrica, algo que hasta a mi me erizó los vellitos del cuerpo, en un rincón se encendió una luz y pudimos ver un caballito de madera, de esos que se mecen, en movimiento… como si alguien lo acabara de montar… y de la nada nos salió por la derecha un payaso horripilante. Yo sabía que eso pasaría pero aun así mi corazón se puso a mil con ese susto; la cosa era aferrarme al plan, por lo que desenfundé la espada de plástico, de la que Mia no tenia ni idea, y me enfrenté al payaso cual película de terror. Las luces se tornaron rojizas cuando “derroté” al payaso diabólico, y entonces pudimos seguir avanzando. Así, entre la rojiza oscuridad, pude notar la carita de sorpresa e ilusión de mi princesa.

Seguimos caminando y mientras ella se abrazaba de mi yo le hablaba al oído

-Sabes… siento mucho lo que pasó antes… me cegué por la rabia de ese carbón y me dejé llevar; se que hice mal pero… yo solo quería protegerte.- mis ojos se acostumbraban de nuevo a la oscuridad por lo que ya podía verla mejor –no importa lo que pase…- se encendió una luz azulada y salieron 10 zombis a los que fui matando uno a uno –aunque nos ataquen hordas de zombies o payasos macabros- le clavé la espada al ultimo –siempre estaré ahí-

Una luz se encendió al final del pasillo y caminamos hacia ella pero antes de eso, tras nosotras se encendió una luz negra y nos atacaron: un demonio, Fredy, Jason, el tipo de masacre en Texas y el de Halloween y un vampiro macabro (no de los mariquitas que brillan); todos los personajes de películas corriendo hacia nosotras con unos cuantos gritos tétricos de fondo. Cuando llegaron, me coloqué delante de Mia, con la espada al frente, y me abalancé contra las peores pesadillas de todo niño, mientras en los ojos de Amelia de dibujaba una verdadera angustia.

Luché contra todos esos monstruos con la coreografía que previamente habíamos ensayado, de manera que la escenita debió ser todo un espectáculo para mi asustada princesa. Finalmente, los derroté a todos y salimos de la casa del terror algo sudadas y agitadas.

-¿Sabes por qué?- le pregunté viéndola a los ojos y tomando su cara con ambas manos para que me mirara directamente.

-Porque te ama- le dijo un chico que iba pasando del brazo de su novia… mi plan iba a la perfección. En su rostro se dibujó la sorpresa, pero aún no se acababa la noche. La tomé de la mano y seguimos caminando.

-Porque te ama- le dijo una chica con una sonrisa de oreja a oreja, que traía en la mano una cerveza e iba acompañada de sus amigas.

-Porque te ama-  le dijo una pareja de ancianos.

-Porque te ama- le dijo una niña de unos 13 años, aproximadamente.

Así, con cada “porque te ama”, la sorpresa y emoción del amor de mi vida fue subiendo hasta que no pudo más, y con sus ojitos llenos de agua y una sonrisa de ilusión en el rostro me dijo: -Yo también te amo-

-No más que yo- y después de más de un mes de no probar esos labios deliciosos, la besé. Fue un beso tierno y corto, y eso lo hicimos mientras muchos desconocidos más se acercaban a decirle “porque te ama”.

Antes de que pudiera decir algo, la llevé hasta la enorme rueda de la fortuna; que no era la típica donde vas sentado, no, esta eran pequeños cuartitos mitad metal y mitad cristal donde entrabas parada, e ibas viendo, cual espectáculo, las luces de la ciudad. Frente a ella, estaba un teleférico para niños con escasos 10 metros de altura. Cuando el chico me vio, nos metió a ella y a mi solas en un cuartito y comenzó la última fase de mi maquiavélico plan.

Muy lentamente, la rueda empezó a girar. Ya un poco cansada de los pies, Mia se recargó en la pared de cristal y entonces el papel crujió. Ella se desconcertó con el sonido y yo no pude evitar reír al sentirme descubierta. Con maniobras extrañas y graciosas, logró alcanzar la hoja de papel que le había pegado en la espalda durante nuestra estadía en la casa del terror y pudo leer lo que decía: “si crees en el amor, dime “porque te ama””, y me lanzó unos ojitos de amor que me derritieron.

Calculando todo a la perfección, me fui acercando a ella cual cazadora, pues se encontraba al otro extremo del cuartito. Puse mis manos a los lados de su cintura y la miré a los ojos.

-Te amo, en serio. Y no quiero que estemos separadas solo porque nuestros orgullos son del tamaño de la ciudad. Hemos superado juntas mil cosas, pero lo hemos logrado porque estuvimos así, JUNTAS. Por eso, no podemos permitirnos que algo tan simple nos venza… es decir, he pasado mil vidas contigo…-  me acerqué más a ella, hasta que nuestros cuerpos quedaron unidos, pegué mi frente a la de ella y le acaricié el rostro.

En ese momento, la rueda se detuvo en el punto más alto y la típica musiquita de carnaval cesó y se empezó a escuchar a todo volumen y en todo el parque la canción de “contigo” de Mariana Vega mientras yo le susurraba la letra al oído.

-…y quiero esta misma alma, para no olvidar lo aprendido; yo quiero vivir mil veces y las mil veces contigo… y cuando nos despidamos, prometo no lloraré; no es adiós, mi muchas gracias... Es un “te encontrare”…- la llevé hacia la orilla frontal del cuarto donde se veía toda la feria, y enfrente de nosotras, unos cuantos metros hacia abajo, el teleférico. – y se bien que algunas vidas, serán más duras que otras; quizás nos tome más tiempo, pero eso al final no importa- me coloqué detrás de ella y enrollé mis brazos en su cintura pasando mis manos por su abdomen, apoyé mi cabeza en su hombro y seguí cantándole a susurros –y tendremos otro cuerpo, pero con las mismas almas y tendremos otros ojos, pero las mismas miradas. Si vuelvo a vivir la vida, la volvería a empezar con la menta de llegar… - y justo en ese momento, cuando empezaba el coro, el teleférico arrancó, desenvolviendo y mostrando una enorme manta blanca que decía “¿Quieres ser mi novia otras mil vidas más?

Ella  se giró y atrapó mi cuello con sus manos, atrayéndome hacia ella y dándome el mejor beso de mi vida, tan perfecto que incluso superó al primero, dejó atrás a todos aquellos besos de las vidas pasadas. Ahora el pasado no importaba, solo éramos nosotras dos contra el mundo y el destino; no importaba cuanto tuviéramos que luchar, si lo hicimos juntas, nada podría vencernos. Porque cuando hay amor, lo demás sale sobrando…

Después de eso, fuimos a los juegos a divertirnos como niñas. No nos despegábamos ni un segundo, porque no queríamos perder más tiempo sin estar la una junto a la otra. Cenamos unos hot dogs y luego nos dispusimos a irnos. Nos dirigimos a la salida cuando escuchamos a alguien hablarnos.

-La princesa Aldair y la guerrera rebelde Ginebra…- nos quedamos paralizadas cuando escuchamos nuestros nombres originales; tras girarnos muy lentamente, vi que era una anciana vestida de gitana. Tengo que admitir que deje parte de mi cena en la banqueta.

-Usted…- dijo Amelia, como si la reconociera.

-La encontraste, niña-

-Usted fue quien me ayudó a hacerlo- ok en ese momento no estaba entendiendo absolutamente nada. –dígame… ¿Cómo lo supo?-

-Yo nunca te he abandonado, princesa; siempre he estado velando por ustedes dos-

-Amm… disculpa amor  ¿Quién es ella?- dije bastante confundida.

-jaja Cierto. Isa, déjame presentarte a la mujer que me ayudó a encontrarte. La conocí un día antes de verte por primera vez en el hospital. Ella me dio un par de señales bastante obvias de que eras tu a quien buscaba, aunque en ese momento no sabía ni que te estaba buscando-

-Aaahhh vaya. Mucho gusto señora- y le di la mano, pero me la sujetó al instante. Luego tomó la de Mia también.

-Ya falta poco, mis niñas, ya falta poco- dijo tras un largo suspiro –ven esta línea- dijo señalando la línea de nuestras manos que iba atravesando el pulgar “la línea de la vida” –ya casi está completa-

-Dígame… ¿Usted sabe porque ocurrió todo esto? ¿Por qué tenemos que vivir el tormento de vernos morir, la una a la otra, mil veces? Digo…. ¿Tan malas fuimos?- dijo Mia; le podía notar cierta rabia y tristeza en su voz… tenía razón. Pero yo solo estaba callada, escuchando.

-Princesa, no debes desesperar, falta poco ya-

-No, contésteme. ¿Por qué tenemos que vivir esto mil veces? Sí, es precioso volverme a enamorar de ella y todas esas cosas, pero duele horrible cuando la pierdo o nos separamos por situaciones superiores a nosotras… ¡no es justo!.-

-Tu lo tomas como un castigo, cuando en realidad es un regalo. Después de lo que vivieron, fue lo único que pude hacer para compensar su valentía. Todo lo que perdieron y lo que sufrieron… no cualquiera tiene el regalo de las mil vidas-

-¿Regalo? ¿Ver morir una y otra vez a quien amo?-

-Sí, la has visto padecer muchas veces, pero… la has podido volver a sostener en tus brazos otras tantas; pero no te preocupes, tu tampoco pequeña- me dijo a mi – su ciclo está por cumplirse, así que disfruten su tiempo juntas- por su tono de voz se sobreentendía una despedida.

-Espere, no se vaya- la detuve- díganos ¿Qué pasó? ¿Cuáles son nuestras historias?- y así, nos fue narrando una a una de nuestras vidas.

No tenía ni la menor idea de quién era ella, pero era tonto continuar pensando que era una simple gitana. Y al final, nos contó la última parte de nuestra primera vida.

-El objetivo principal de Julio César era desembarcar en el puerto natural de Drubis, lo que hoy ustedes conocen como Dober; donde su espía le había informado que era un lugar adecuado. Sin embargo, él no contaba con que encima de los enormes peñascos rocosos que rodeaban Drubis, estaría un ejército de “bárbaros”, como él los llamaba, esperando a que bajaran de sus barcos para poder asesinarlos, en eso que hubiera podido ser su ratonera. Los britanos habían dado el primer golpe estratégico colocándose a la defensiva en la orilla de los acantilados, y todo esto, gracias al célebre liderazgo de la princesa; que, aunque no hacía gala del mejor manejo de la espada, podía jactarse de tener la mejor mente estratega.

Ahí, en el acantilado más cercano a los trirremes romanos, dos mujeres observaban pacientemente el siguiente movimiento de la tropa  latina, como si de un juego macabro de ajedrez se tratase.

 Las dos portaban sus trajes de guerra. La pelirroja traía unas botas hasta la rodilla hechas por ella misma con piel de oso, y atadas con una soga, un vestido de piel de venado que le llegaba por encima de la rodilla y no cubría sus delgados y marcados brazos; a la cintura llevaba un trozo de cuero amarrado a manera de cinturón, donde colgaba de lado la funda de su espada y en la mano portaba su lanza. Ese día había cubierto su cuerpo con las pinturas para la batalla como se utilizaba en tierra de su amada. Un pigmento azulado cubría y dibujaba distintas formas en su cuerpo, que según los druidas, era un canto de guerra.

Tal vez ellas no portaban armaduras de metal como las de los conquistadores, pero eran mucho más hábiles que ellos para defenderse.

Aquel joven soldado romano vio como ondeaba la melena rojiza y rizada de la bella guerrera, que más tarde pondría fin a su vida.

En cambio Aldair, siempre más femenina que Ginebra, portaba un vestido de lino verde que estaba rasgado hasta el muslo, para permitirle moverse. Sostenía su espada en la mano y en su espalda llevaba un arco con sus flechas.

Dos hermosas lideresas de un ejército y una guerra que era más grande  que ellas.

El conquistador romano no podía desembarcar ahí, por lo que convocó a un consejo de guerra y decidió que cada quien haría las cosas por iniciativa propia. Tras esperar a que el viento se tornara favorable para los galeones, avanzaron siete millas hasta llegar a una playa donde le esperaban Caedmon, Neandro y Donelly, cada uno con su propia caballería por dirigir. Parecía que sus dioses los habían abandonado, pues los trirremes eran muy grandes para moverse con facilidad y los legionarios se vieron obligados a desembarcar en aguas muy profundas mientras la playa y las colinas se iban llenando cada vez más de “bárbaros”.

Todos los soldados enemigos estaban aterrorizados al ver a las hordas bárbaras superarlos, aparentemente, en número y en organización; ellos no contaban con esa bienvenida. Cantos de guerra que retumbaban desde las colinas los acobardaban aún más pues algunos supersticiosos decían que esos no eran hombres, sino demonios azules que venían por sus espíritus.

Sin embargo, de entre todos los legionarios, hubo uno que rompió el silencio y marcó la historia; era el aquilífero, quien con una bravura digna de admirarse, desembarcó, se plantó en la playa y comenzó a agitar el águila de la legión gritando también: “Seguidme, compañeros soldados, a menos que queráis regalar el águila de vuestra legión al enemigo. Yo, por mi parte, voy a cumplir mi deber hacia mi general y hacia la república” y esas fueron las palabras que movieron a miles de hombres hacia la guerra.

La batalla en la playa comenzó y la arena se tiñó de rojo. Las guerreras llegaron, con sus respectivos hombres, a apoyar a la caballería. Los legionarios no dejaban de aparecer y las cosas comenzaron a ponerse difíciles.

Por su lado, Ginebra blandía la espada con bravura, demostrando por que era el arma más mortal de los escotos. Ni cinco hombres atacando al mismo tiempo podían lograr herirle. En un momento, un legionario de inmenso tamaño le atacó y la tumbó al suelo, comenzó a tratar de cortarla en dos con su enorme espada o a aplastarla bajo el peso de su escudo; la joven pelirroja estaba batallando con ese hombre, y más cuando no la atacaba él solo, sino que cuando estaba descuidada, llegaba otro enemigo a tratar de asesinarla.

Un poco más lejos de ahí, sobre un acantilado, Aldair mataba romanos a distancia con su arco. Caían como si fueran hormigas quemadas por los reflejos. Eran muy pocas las flechas que no daban en el blanco. Pero al estar afinando la vista para poder apuntar bien, pudo ver como su mujer era atacada por aquel hombre, y no dudó en lanzarle una flecha al pecho, sin embargo, ésta no tuvo el menor efecto en la bestia. Para la desgracia de Gin, que ya no hallaba cómo salir de esa situación, las siguientes dos flechas que la princesa lanzó, no acertaron en el blanco.

Aldair sabía que si no hacía algo, su amada moriría en aquella playa, por lo que bajó el acantilado y, confiando en su entrenamiento, desenvainó su espada y atacó con todas sus puertas al hombre que casi le doblaba la estatura.

Cuando el soldado la vio venir, blandió su espada con la intención de degollar a la joven, pero esta derrapó en la arena y cayó al piso antes de perder la vida; pero el hombre no la dejaría ir tan fácil, por lo que no tardó ni un segundo en volver a atacar, y hubiera dado en el blanco de no ser porque Ginebra interpuso su espada entre la del legionario y el pecho de Aldair. Así ésta se pudo poner de pie y comenzar a pelear al lado de la pelirroja.

Mientras ambas se enfrentaban en una lucha a muerte contra uno de los mejores guerreros romanos, que había sido anteriormente gladiador, las tropas latinas ganaban terreno, usando las catapultas que tenían incluidas en sus galeones.

Piedras enormes y calderos de barro con aceite en llamas surcaban el cielo de la playa britana; aplastando e incendiando a hombres, mujeres, carros y caballos por igual. El lugar se inundaba de un penetrante olor a mar, sal, sangre y carne quemada; un aroma a muerte.

Con un flanco desprotegido a causa de los proyectiles, todas las tropas romanas lograron desembarcar.

Con el ataque conjugado de Aldair y Ginebra en contra del Latino, lograron acorralarlo contra la pared del acantilado, y con un engañoso movimiento donde Ginebra le atacó a la cabeza, Aldair pudo atravesarle el pecho con su espada cuando el hombre se descuidó.  Sin embargo, cuando voltearon a su alrededor y vieron a sus compatriotas heridos, muertos y quemados vivos, supieron que ese día no sería una victoria para los britanos.

Los números de las tropas bárbaras habían descendido drásticamente. Donelly y Caedmon habían perdido la vida junto a su caballería. Y muchos de los demás líderes estaban heridos, o ya no tenían tropas a las cuales dirigir. Era tiempo de la retirada.

Con un cuerno que llevaba en el cinturón, Aldair ordenó la retirada. Pero ese día, aunque las tropas bárbaras se retiraron, para Julio César solo fue una victoria a medias, pues los vientos adversos habían retrasado a la caballería romana y no pudieron perseguir a los bárbaros cuando se dieron a la fuga. Aparte, habían demostrado ser unos oponentes dignos de respeto, e incluso, temor.

Las derrotadas jóvenes con sus tropas, regresaron al pueblo donde les esperaban los druidas para ayudarles con las heridas y las mujeres para brindarles vino, alimentos y una cama con compañía. Esa noche no hubo cantos ni manjares exquisitos, esa noche la sombra de la muerte cubría aquellas cabañas de piedra y paja.

-No te muevas, por favor- le decía Aldair a Gin; con su voz más tierna y cariñosa, todo para consolarla y evitar que se moviera mientras uno de los hombres mágicos, vestidos de lino blanco,  cosía la larga herida que el hombre le había hecho a Gin en el abdomen. Por fortuna no era más profunda o habría perdido la vida. Tras cocerla, le puso un ungüento verde, hecho de hierbas, y le ordenó descansar.

Fue con vino con  lo que Aldair logró dormir a la inquieta Ginebra, pues no dejaba de moverse y quejarse. Cuando cayó rendida por el cansancio y el vino. Aldair se quedó cuidándola toda la noche. El dolor le causaba fiebre y la princesa se encargaba de ponerle un trozo de tela húmeda en la frente para que su temperatura descendiera. Aldair tenía varias heridas pequeñas en el cuerpo; cortes o raspones que se obtenían con una batalla, pero no las sentía… o más bien dicho no le importaban, pues toda su preocupación era la mujer que estaba tendida al lado de ella.

Por la noche, mientras las jóvenes enamoradas dormían y las fuerzas britanas se reagrupaban y planeaban estrategias, el ejército romano ya se había instalado en la cabeza de la playa y recibía una embajada de su aliado Comio, un general republicano que llevaba tiempo instalado en Britania y ya poseía seguidores. Después de la batalla, había ido a hablar con los dirigentes bárbaros para intentar convencerlos de una rendición pacífica y de liberar a los prisioneros de guerra que habían tomado; todo esto, diciéndoles que se encontraban en una posición de inferioridad.

No sé si haya sido la voluntad de Teutates o simplemente la madre naturaleza, pero cuando los líderes britanos, entre ellos el padre de Aldair, estaban a punto de pactar una rendición, llegaron noticias de que, a causa de una tormenta, los barcos romanos que transportaban la caballería, habían regresado a la Galia.

Esa tormenta llegó hasta la playa britana, donde azotó con toda su fuerza a la flota romana; causándoles serios daños y hundiendo algunos trirremes. El César tenía miedo, pues ahora no solo estaba en peligro la invasión, sino sus posibilidades de una retirada, y por ende, su vida.

Todo esto, llegó a oídos de Aldair, quien sugirió reanudar los ataques para así retener a los intrusos hasta el invierno; sabiendo de antemano, que ningún extranjero soportaría el cruel invierno de la isla.

Un día, cuando escucharon que una legión intentaría atravesar el bosque que flanqueaba la playa, Aldair reunió un ejército pequeño para atacar a los romanos. Ginebra, muy a su pesar, debió quedarse descansando y recuperándose pues habían pasado muy pocos días, por lo que la princesa tuvo que emprender la misión sola.

El plan era emboscar a la legión. Pero cuando estuvieron más cerca, se dieron cuenta de que estaban a escasos metros del campamento, por lo que todas las tropas de la princesa estaban en peligro al intentar poner bajo asedio a los romanos. Aun así, atacaron.

Cubiertos por la neblina, y el denso follaje de los árboles y arbustos, los britanos esperaron pacientemente a que Aldair diera la señal. Cuando tuvieron lo suficientemente cerca a los hombres, y teniéndolos rodeados sin que ellos se dieran cuenta, descendieron de los árboles y se pusieron en posiciones. Entonces Aldair dio la señal lanzando una flecha en llamas al carro principal, y como si de una lluvia de muerte se tratara, cientos de flechas llovieron sobre los sorprendidos latinos. Fue ahí donde comenzó la segunda gran batalla.

Sin que las tropas de la isla se dieran cuenta, un soldado enemigo fue a notificar a los generales romanos de la emboscada que les habían tendido, y al estar muy cerca del campamento, rápidamente llegaron refuerzos  que, sin mayor problema, repelieron los ataques bárbaros.

Una vez más, los britanos habían sido derrotados por las tropas del César. El ánimo estaba en el piso y muchos hombres habían perdido la vida tratando de ganar esa guerra, que estaban predestinados a perder.

Aldair regresó al pueblo, acompañada de solo diez hombres ilesos y 13 heridos, pero había tenido que dejar en el bosque a muchos de sus hermanos de patria muertos en aquel lugar.

-No debiste ir tan sola. Debiste llevar más hombres…-

-¿Para que hubiera más muertos?- le interrumpió Aldair, con la voz quebrada del dolor emocional.

-Fue una mala estrategia, debiste haberte informado mejor de la ubicación del campamento y no ser tan precipitada-

-Sí, ¡debiste, debiste!  Es tan fácil para ti decirlo. Tú no estuviste ahí. Tú no viste a todos esos hombres ser atravesados sin piedad por los malditos romanos. Tú no viste sus ojos de dolor, ni de desesperación. ¡Y sé que es mi culpa! Pero ya no puedo hacer nada… yo solo quería ser una buena líder como lo fue mi padre en su momento…- ante esas palabras y esas lágrimas de desesperación, Ginebra solo calló y abrazó a su amada princesa.

-Princesa- entró un mensajero a la cabaña –su padre me envía a decirle que los romanos se han encerrado en el campamento, parece que se están reagrupando-

-Gracias, dile a mi padre que en un momento iré- y el hombre se retiró.

-Si ellos se están organizando, nosotros también lo haremos. Que los hombres descansen unos días, después de eso, atacaremos con toda nuestra fuerza. No habrá piedad para los invasores-

-Amor mío, estás cegada por la ira y no estás pensando coherentemente-

-Los romanos no tienen caballería; no podrán perseguirnos si emprendemos la retirada, eso mismo pasó en el desembarco. Aparte nosotros les superamos en número-

-Y ellos nos superan en armamento, aparte de que ellos son soldados. Nuestro ejercito esta formado por pescadores, cazadores, ladrones, asesinos y pastores-

-¿Entonces qué sugieres? ¿Qué nos rindamos y aceptemos sus condiciones? ¿Acaso quieres que Britania se doblegue ante el imperio? ¿Qué tengamos que darles un tributo a cambio de nuestras vidas? ¿Qué cuando ellos quieran puedan tomar la vida de nuestros jóvenes y llevarlos a morir a su anfiteatro solo para su diversión? ¿Quieres que perdamos nuestra libertad?-

-Solo digo que pienses bien las cosas, mi amor. Sobre ti está la responsabilidad de la vida de todos esos hombres; no sólo britanos, sino pictos, galos y escotos. Todos han depositado en ti su confianza y han de seguirte hasta la muerte, si es necesario. Piénsalo-

-Lo único que hay  que pensar, es cómo atacarlos.- Aldair salió de la cabaña, rumbo a la casa de su padre, completamente enfurecida y cegada por la sed de sangre. Y Gin se dirigió al gran roble a orar por su amada.

-Epona, tu eres la diosa benefactora de estas tierras, eres la señora de los caballos… Aldair fue encomendada a ti desde pequeña. Por favor cuídala en la batalla e ilumina su mente para una buena estrategia. Que deje de ser tan cabeza dura y abra los ojos…- hincada y con ambas manos en las raíces que sobresalían de la tierra, Ginebra derramó lágrimas que clamaban por la ayuda de un ser divino. Sus dioses y los de sus padres eran otros, pero al estar en suelo britano creyó más apropiado encomendarse a quienes reinaban esas tierras.

Cuando terminó, ella esperaba alguna clase de señal, algo que le indicara que había sido escuchada y que no había tenido una conversación con las raíces de un enorme árbol… pero nada apareció ante sus ojos, a menos nada que ella hubiera podido ver.

-¿Qué haces aquí? Te he estado buscando-  parecía que Aldair estaba más tranquila.

-Vine a hablar con tus dioses, pero parece que no son muy platicadores-

-Yo nunca les he tenido mucha fe. Mi padre me encomendó a Epona y de ahí viene mi nombre, pero nunca me he sentido mágicamente cubierta por ella  jaja-

-Aunque ella no es de los dioses de mis padres, también me encomendaron a ella. Por eso es este tatuaje… y puedo decir que gracias a él te conocí, o mejor dicho, nos hicimos amigas.-

-Cierto, de no ser por él mi padre no te habría encerrado y yo no te hubiese liberado… bueno, creo que en cierta forma Epona nos unió-

-Lo único que espero, es que nos mantenga juntas…-

En ese momento, las chicas no percibieron nada sobrenatural entre ellas, no hubo un viento mágico que les indicara que habían sido escuchadas, ni un cántico celestial se escuchó desde las alturas. El único suceso extraño, que ellas no notaron, fue que en una de las ramas más altas de aquel roble, una que estaba justo encima de las dos jóvenes, brotó una pequeña ramita de muérdago. Y ahora sí, debo decir que fue magia lo que las incitó a acortar la distancia que las separaba y juntar sus labios en un beso perfecto; Cargado de sentimiento y de amor. Tal vez, sí habían sido escuchadas.

La decisión estaba tomada, una semana más tarde, atacarían con todas sus fuerzas, armas y hombres al campamento romano. Nada puso persuadir a la princesa y en realidad nadie, aparte de Ginebra, lo intentó. Todos querían acabar con ellos, pero nadie se detuvo a pensar en las consecuencias de eso.

Una noche antes de la batalla; mientras todos los hombres dormían, bebían, comían o reposaban al lado o sobre sus mujeres, Aldair y Ginebra pasaron su última noche juntas. Una última noche llena de besos y caricias donde se entregaron la una a la otra.

En un principio el miedo y la ira por una posible separación les corroía el corazón, pero luego eso se convirtió en pasión, en una tremenda sed de la otra. Fundieron sus labios en besos que dolían; no físicamente, sino adentro, en el corazón, eran besos de dolor, de despedida.

Más que ganas de poseerse era temor por dejarse ir. Más que deseo era dolor. Algo dentro de ellas les decía que sería la última vez que podrían tocarse, que podrían demostrarse su amor de manera física, que podrían estar la una con la otra abrazadas sin que nada más importara… y así, la noche transcurrió entre besos y una que otra lágrima. Cuando Ginebra se dedicó a brindarle placer a Aldair, ésta no pudo evitar soltar las lágrimas; el acto de hacer el amor es liberar sentimientos, es dejarse llevar por eso que una siente, y aunque Aldair sentía machismo placer, al punto del orgasmo, también su corazón estaba inundado de dolor. Esas lágrimas Gin las limpió tiernamente con besos.

Después, cuando fue Ginebra quien recibía, tampoco pudo evitar que sus ojos derramaran líquido salino, e incluso, llegó un momento en el que la princesa no podía distinguir si los sonidos que salían de la garganta de la guerrera eran gemidos o sollozos. No fue una noche feliz, no fue una noche placentera. Fue mejor dicho un momento de consuelo mutuo en el que ambas abrieron su alma par que la otra entrara y se quedara ahí por siempre.

A la mañana siguiente, cuando los hombres estaban alineados y listos. Ginebra y Aldair salían de la cabaña para reunirse con sus respectivas tropas y comenzar la marcha. Antes de separarse, ahí, frente a sus hermanos de patria, se dieron el último beso; y con eso no fue necesario ningún discurso para motivara al gigantesco ejército. Todos sintieron familiaridad con ese beso, pues era el mismo con el que ellos se habían despedido de sus esposas y a sus hijos. Ahí no había princesas ni príncipes, ni reyes ni nobles; ahí todos eran iguales y luchaban hombro a hombro por el mismo objetivo: su libertad.

El invierno estaba a punto de entrar en la isla y el cambio en el clima se notaba esa mañana. Era un frío seco, uno que calaba hasta los huesos; y un viento helado soplaba del Este. El clima también estaba de luto por todos los hombres que morirían ese día.

Las tropas avanzaron por el bosque en silencio, no hubo tambores ni gritos de guerra, solo el silencio del bosque interrumpido por el sonido de los insectos y del crepitar de las hojas secas bajo las botas de los britanos.

En la playa y el claro contiguo a ésta, se encontraban alineadas y a la espera 5 legiones romanas, 35 mil legionarios veteranos,  y un número incalculable de infantería. Todos dispuestos a asesinar a cualquier hombre que no llevara un águila en el pecho y bajo las ordenes de solo tres hombres: Cayo Julio César, Cayo Trebonio y Mandubracio.

Pese a que Aldair había logrado reunir a miles de hombres britanos y aún más aliados de otros pueblos, al ver el número total de romanos, un aire frío, ajeno al clima, recorrió la médula de la princesa. Les superaban 3 a 1.

Al frente del ejército britano, estaban los líderes de cada pueblo. Y cuando vieron la duda en los ojos de Aldair, tomaron las riendas de la situación y dieron el grito de guerra, comenzando la tercera y última batalla de la Britania libre.

Los bárbaros corrieron a atacar con bravura a los romanos, mientras estos les esperaban pacientemente para poderlos empalar con sus lanzas.  Desde el primer movimiento los enemigos llevaron ventaja.

El sonido del acero al chocar era ensordecedor. Los gritos de dolor y el metálico aroma a sangre llenaban los pulmones de quienes inhalasen su último aliento. Esa era, y es, la esencia de la guerra. Matar por territorios, matar por metales, matar por piedras… vidas a cambio de objetos. Julio Cesar masacraba miles de “bárbaros” y personas libres solo para ver si esas tierras tenían oro, plata y perlas. Hoy en día, aún existen muchos Césares.

La herida de Ginebra se abría un poco más a cada movimiento que daba; y cuando esto sucedía, un dolor inmenso le atravesaba el tórax haciéndole perder el equilibrio y en momentos sentía desvanecerse. No estaba peleando con el cien por ciento de sus fuerzas; mientras que Aldair se esforzaba en acabar con cuantos romanos se pusieran en su camino.

Julio César observaba desde lejos a las dos jóvenes, las dos únicas mujeres luchando en aquella playa, dos bárbaras que estaban a la altura de los mejores gladiadores y legionarios romanos. Sintió una profunda curiosidad por ambas, y siendo un conquistador nato, quiso poner a prueba las habilidades de ellas enfrentándose, él mismo, contra las bárbaras.

Para ese momento, la mitad de las tropas britanas ya habían sido aniquiladas. Los romanos seguían ganado terreno y rompiendo la formación de los anfitriones.

Las cosas cada vez se veían peor para las dos guerreras, quienes aún luchaban por mantener a los romanos a raya, pero sus esfuerzos eran en vano.

Aldair volteó a ver a Ginebra y vio cómo se enfrentaba contra tres hombres. Gin sintió que era observada y juntaron sus miradas. Sonrieron. Julio César tomó del hombro a Aldair, la giró para que quedara de frente a él, y le atravesó el abdomen justo por el centro con su enorme espada de acero. Al instante Ginebra sintió que su vida se escapaba. Corrió sin importarle las flechas o las espadas que se lanzaban en contra de ella; solo quería sostener a su amada en sus brazos antes de que su cuerpo tocara el piso. Así, en el momento en el que la cabeza de la moribunda princesa estuvo a punto de caer en la ensangrentada hierba, Ginebra la detuvo.

Pero no era lugar ni momento para despedirse. Los britanos estaban siendo masacrados en ese campo y debía ordenarse la retirada. Con Aldair muriendo en sus brazos, era ella quien debía dar la señal; por lo que poniéndose de pie y sosteniendo a la princesa en brazos, tocó el cuerno, y las tropas comenzaron a replegarse hacia el bosque.

El peso de Aldair no le dejaba avanzar bien, pero no estaba dispuesta a dejarle morir ahí. Con las piernas  y los brazos temblando, en parte por el cansancio y en parte por el dolor, la logró llevar hasta el centro del bosque, justo abajo del gran roble; ahí en su lugar especial, un lugar más cerca de cualquier divinidad.

Sin embargo, entre las filas britanas se dio una enorme traición. Comio, general romano, había logrado juntar muchos simpatizantes del César de entre las filas britanas y otras tribus más, entre ellas el clan de… Allen, el hermano de Ginebra. Por lo que pudo reunir a una caballería de más de 2 mil hombres; que al momento de que los galos, britanos y pictos sobrevivientes intentaron huir, estos los siguieron y les asesinaron. No quedó ningún soldado bárbaro en pie…

Esa fría mañana una ligera capa de nieve cubrió con su sábana blanca el bosque; y bajo aquel viejo roble, la princesa Aldair, heredera de los galos, agonizaba mientras su amada Ginebra la sostenía en un abrazo que no la quería dejar ir.

No había palabras, solo miradas. Cualquier sonido salía sobrando; ellas solo necesitaban escuchar el latir del corazón de la otra, eso era más que suficiente. Lagrimas calladas recorrían las mejillas de Gin, mientras con una mirada amorosa y una débil pero sincera sonrisa, Aldair le decía adiós. La guerrera posó muy suavemente sus labios sobre los de la moribunda, y  le robó el ultimo beso… el ultimo aliento. El cuerpo de la princesa quedó sin vida entre los brazos de Ginebra.

Fue  cuando  10 hombres de la caballería traidora llegaron a rodear el roble con el objetivo de acabar con la vida de la pelirroja. Ella, pudiendo resistirse al homicidio, no hizo nada para defenderse. Ni siquiera desenvaino su espada cuando aquel rubio hombre le atacó… Ni siquiera se defendió cuando otro la sujetó y la apuñaló múltiples veces, dejando que el líquido vital de Ginebra, tiñera de rojo la alfombra blanca.

Ellos habían cumplido con su trabajo y se retiraron. Dejando morir ahí a la joven; pero ella se los agradeció, pues ahora podía estar con su amada Aldair. Porque… ¿Para qué vivir si no era con ella?

Juntando cada gramo de fuerza que le quedaba en el cuerpo, Ginebra se arrastró hasta el cuerpo de Aldair, y ahí, murió. Bajo el viejo roble… bajo aquel mágico brote de muérdago; que cuando Gin exhaló el último aliento, se secó. Ahí, bajo los ojos de los dioses y de una en particular… la historia de las amantes eternas comenzó.

 

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