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Es un Te encotraré 4

en Lésbicos

Capítulo 4

En un enorme barco de madera, con grandes mástiles que portaban unas descomunales velas, y una bandera roja con una franja, horizontal, ancha y amarilla, al centro, viajaba Don Servando Mendoza; con rumbo a Nueva España.

Servando era un hombre que, a sus 39 años, era respetado y temido por todos quienes lo conocían. Era alto y fuerte, de espaldas anchas y abdomen plano,  una sombra oscura poblaba su mentón, cuadrado, fuerte, masculino, y parte de su cuello; usaba el cabello corto de los lados y ligeramente largo de arriba, que con esa parte larga formaba una onda hacia la derecha y - a causa de la textura rizada de su cabello- unas cuantas ondas negras pequeñas, rebeldes y en mechones muy delgados  caían por su frente. Los costados de su rostro se veían enmarcados por unas largas patillas que le llegaban hasta la mitad de las mejillas.

Sus cejas eran muy espesas, de un negro semejante al de su cabello, y poco faltaba para que ambas se unieran. En medio de su frente tenía un par de profundas líneas marcadas, causadas por sus constantes arranques de ira. Y sus ojos, sus ojos eran rojos escarlata… así los veía la joven mujer que lo acompañaba. Pero en realidad los tenía color café, un café oscuro, profundo y aterrador.

Iba acompañado de su esposa; la joven Rosalía de Mendoza; mujer delgada, de escaso tamaño y tremenda bondad. Ella no lo amaba ¿Cómo amar a un hombre sin corazón? Pero desde el día de su nacimiento, sus padres habían acordado que, cuando creciera lo suficiente, se desposaría con el primogénito de la adinerada familia Mendoza.  Así, al cumplir 13 años, fue entregada en el altar de la propia mano de su padre.

Servando tampoco amaba a Rosalía; pero era una buena mujer y en las fiestas donde acudían personas de alcurnia, siempre lo hacía quedar bien con ese perfecto don de gentes que la joven poseía. Los meses que le siguieron a la boda, habían intentado concebir un hijo; pero Servando maldecía el vientre de la chica por no podérselo dar. Lo que él no sabía, era que en ese tiempo, ella aún era muy joven como para concebir. Después de dos años de intentos, Servando desistió.

En ese momento ella tenía 19 años y se encontraba en aquel barco mirando la costa de ese lugar que ahora sería su hogar. A Don Servando le habían entrado las ganas de emprender un negocio en la Nueva España; dinero tenía de sobra, y al tener el primero, el tiempo, a veces, viene por añadidura. Pero peor momento no pudo haber elegido, pues siendo el año de 1808, una guerra estaba a punto de surgir en el -ya no tan nuevo- nuevo mundo.

La pareja desembarcó en el muelle de la Villa Rica de la Vera Cruz. El puerto más importante de esas tierras. El Virrey Iturrigaray los recibiría unos días después, pues, siendo de una familia tan adinerada, y llevándose tan bien con el nuevo rey Fernando VII, era casi un derecho el ir a visitar al Virrey.

A Rosalía, esas tierras exóticas le parecieron lo más hermoso que había visto en su vida. Las personas eran tan distintas, y las vestimentas; los frutos tan exquisitos. Todo era nuevo para ella, y todo cuanto veía hacía que su joven corazón solo deseara la aventura.

En cambio, a Servando le pareció lo más desagradable. Las personas olían mal, no le agradaba el tono cobrizo de los nativos, y mucho menos esos alimentos tan extraños que se acostumbraba a comer ahí.

A él solo le pareció un lugar donde se tendría que ensuciar las botas finas que solía usar. Eran negras, de piel y hasta por debajo de la rodilla; debajo de ellas, llevaba unos pantalones blancos muy entallados, que hacían resaltar su miembro, de las telas más finas traídas desde las indias. Para cubrir el pecho, era moda llevar puesta una camisa -usualmente blanca- con el cuello alto y parecido a un smoking, y un pañuelo -blanco también- anudado bajo los pequeños triángulos formados por el  particular cuello. Encima de esto, usaba un saco -que en ese momento era azul-; por detrás era largo hasta las corvas, y por delante corto hasta las últimas costillas; llevaba bordados en dorado y botones de los que él se enorgullecía en decir que eran de oro. Para finalizar, en la cintura siempre llevaba un sable, más por presunción que por utilidad, pero este hecho siempre inspiraba respeto en las personas y miedo el Rosalía.

Un día, cuando la joven salió en su carruaje a conocer la ciudad, siempre con su dama de compañía, mujer amargada y de toscos rasgos; vio a lo lejos a una, joven y particularmente hermosa, mujer. Llevaba una canasta colgando del brazo y muchas flores anaranjadas y amarillas dentro de ésta.

Rosalía no sabía por qué se sentía tan atraída hacia aquella mujer; no la había visto jamás, no estaba vestida de una manera “elegante” y tampoco parecía tener mucho dinero. Aun así, sintió la necesidad de hablarle. Pero antes, tendría que deshacerse de su chaperona.

-¡Detenga el carruaje por favor!- gritó Rosalía al tener una buena idea.

-¿Algo va mal señora?- preguntó Juana cuando el carruaje se detuvo abruptamente.

-Necesito aire, no me siento bien… aire- dijo mientras hacía una mala actuación de que la faltaba aire, y pretendiendo que estaba a punto del desmayo.

-Oh señora, no. Tranquilícese, tranquilícese-  la mujer estaba verdaderamente alarmada – Muchacho, ayúdame con la señora- se dirigió al cochero, y entre ambos me sacaron a “tomar aire”.

-Mis sales, necesito mis sales- pedí como si fuera mi última voluntad

-Muchacho, ve a la casa de la señora por sus sales y tráelas lo más rápido que puedas-

-No, vaya usted Juana, no vaya a ser que el chico robe algo de mi casa-

-Tiene razón- y dedicó una mirada asesina al pobre muchacho - Ahora vengo señora, aguante por favor- al decir esto, salió corriendo.  Al instante yo me puse de pie.

-Señora, no debería de levantarse. Espere a que llegue la señora Juana- me decía el chico tratando de no molestarme

-Escucha muchacho. ¿Quieres ganarte  cuatro escudos?- al escuchar el nombre de aquella moneda de oro al muchacho le brillaron los ojos de emoción.

-Por supuesto mi señora, ordene usted-

-Déjame ir, y cuando regrese Juana, solo dile que… no se, dile que el aire se llevo mi guante y fui tras él-

-Pero señora, es muy peligroso-

-Yo me se cuidar sola, tu no te preocupes y haz lo que te digo- ese joven hombre de piel morena solo asintió y recibió con júbilo las monedas de oro.

La audaz y joven señora de Mendoza salió corriendo, emprendiendo la fuga de todas sus ataduras; con rumbo a vivir la aventura que siempre soñó, a encontrar a esa mujer que tan grabada se había quedado en su cabeza. Pero sus aspiraciones se vieron truncadas cuando, por descuidada y poco coordinada, cayó en un charco lleno de lodo; manchando así todo su hermoso vestido verde… y quedó completamente cubierta de lodo.

-¿Se encuentra bien?- le preguntó una tierna voz a sus espaldas; pero no podía definir su fuente pues tenía lodo hasta en los ojos. –Permítame ayudarle-

La mujer desconocida se hincó y limpió los ojos de la joven con su pañuelo; haciéndolo con una delicadeza y una finura que Rosalía no creía posibles, todo para evitar que el lodo entrara en esos hermosos y juguetones ojos miel.

-¿Se hizo daño?- y le limpió la boca para que le pudiera contestar.

-No, creo que no-

Era la mujer de las flores, aun las llevaba con ella, y ahora la estaba ayudando a ponerse de pie y limpiarse.

-Venga, déjeme ayudarla-  La mujer era fuerte; y sus manos se sentían algo ásperas. Cuando la puso de pie, no hizo gran esfuerzo; en parte por su delgadez y en parte por lo tonificados que tenía los brazos a causa del trabajo duro.

-Gracias, no se hubiera molestado. Mire, cuánto lo siento, ya manché su vestido- dijo Rosalía con un dejo de dolor en su voz, al notar que el vestido de aquella hermosa mujer se había manchado de lodo.

-No se preocupe- aun le seguía quitando lodo de la cara – No es nada en comparación del suyo- La hermosa española no sabía si se refería a la cantidad de manchas o a la comparación de bellezas de ambas prendas.

El vestido de Rosalía era de un hermoso color verde esmeralda, con bordados en hilos de oro. Iba muy ajustado a su torso con un corsé que la hacía lucir aún más delgada de lo que estaba, y le mantenía firmes y erguidos los pechos; estaba descubierto de los hombros y con una gruesa banda de tela a mitad del brazo;  de la cintura para abajo tenía muchísimo volumen -por una estructura de metal liviano y muchas capas de crinolinas- su cuello iba adornado por un hermoso collar de plata con incrustaciones de diamantes, y hacía juego con el broche que sostenía su laborioso peinado; un sinfín de rizos rubios que se recogían en la parte superior de la cabeza.

Mientras que el vestido de aquella joven era de un tono de amarillo semejante a la flor de cempasúchil, de una tela algo desgastada. También tenía un corsé que le marcaba esa impactante figura, con un par de pechos que pararían corazones; era semejante al de Rosalía por el estilo “sin hombros”; aunque ese no tenía una estructura de metal bajo la tela y tampoco crinolinas, solamente caía como la tela lo permitiese. Pero, pese a la extrema sencillez de dicho vestido, la joven española creía que esa extraña mujer lucia mil y un veces mejor que ella.

-¿Cómo se llama?- preguntó la española al estar sentada, ahora, en una banca de la calle.

-Mi nombre es Matilde de Alvarado. Un placer- he hizo una reverencia – ¿Y usted?-

-Rosalía de Mendoza. El placer es todo mío-

-Si gusta podemos ir a mi casa para que se asee- ofreció –Queda cerca de aquí-

-¿No será una molestia?-

-No, ¿Cómo cree? vamos-  y comenzaron a caminar hacia el hogar de Matilde.

Debió ser un verdadero espectáculo para todos quienes estaban en la calle en ese momento el ver pasar a una dama completamente llena de barro. Pero a Rosalía no le importó nada de lo que pudiera pensar la gente; ella estaba embelesada contemplando la belleza de Matilde.

Matilde de Alvarado… magnifica…

Era alta, muy alta, o al menos así la veía la fascinada Rosalía. Tenia el cabello de un negro azabache, largo hasta la cintura, ondulado y lo usaba suelto, solo adornándolo con una de las flores amarillas de la canasta, en su sien derecha; era de rasgos sumamente finos; una nariz exquisita, unos pómulos perfectos, un mentón bien definido… hermosa, simplemente hermosa; sus ojos eran oscuros, de un café muy profundo que casi llegaba al negro. Y su piel… se notaba que era blanca,  pero estaba quemada por el ardiente sol de las, nuevas tierras.

Tras caminar varias calles, llegaron a una enorme casa colonial; echa de adobe, de techos muy altos y con vigas de madera. A la entrada había un recibidor con muchas plantas y pájaros de muchos tipos en jaulas, después seguía un patio central, con una fuente de cantera al centro y todas las habitaciones repartidas alrededor de éste patio central; anteponiéndose a cada cuarto, un porche adornado con arcos de ladrillo rojo; al fondo, en la esquina izquierda de aquel patio central, se encontraba un pasillo más pequeño que el anterior, que daba a la parte trasera de la casa, donde se encontraban las caballerizas.

-Tiene una casa muy hermosa- dijo Rosalía ante la imponente casa, de estilo completamente diferente a la suya.

- Pues siéntase como en su casa, señora de Mendoza-

-Sé que es mucho el atrevimiento de mi parte, pero me gustaría pedirle que me llamara por mi primer nombre… y que dejara de lado tanto formalismo; después de todo, me ha visto en el momento más vergonzoso de mi vida- Eso no era del todo cierto, pues el momento más vergonzoso había sido su noche de bodas, cuando Servando la había hecho suya de una manera que a ella le había parecido en extrema violenta y dolorosa.

-Tiene razón, ¿Podría yo pedir el mismo favor hacia mi persona?-

-Estaré encantada… Matilde- y no supo porque se ruborizó. Aquella mujer la hacía sentir extraña.

-¡Mamá! Joaquín me jaló mis trencitas- en escena entró una pequeña de cuatro años, llorando y con un encantador puchero en su rostro. Era la viva cara de Matilde; el mismo hermoso cabello negro, los mismos ojos cafés profundo…hermosa la pequeña niña. Y al momento en que Matilde vio a la pequeña, se agachó y la cobijó de una manera maternal en sus brazos.

-Ah ah ah, primero saluda a la señora de Mendoza- le dijo a la par que limpiaba las lágrimas provenientes de tan encantadores ojitos.

La damita se tomó el vestido de los lados he hizo una reverencia, a la cual yo asentí con la cabeza.

-¡Joaquín!- gritó Matilde –Ven por favor-

De la parte de atrás de la fuente salió un pequeño varoncito de aproximadamente 7 años, que vestía unas medias blancas y unos pantaloncillos azul rey, con una camisa de olanes en el cuello y un saquito del mismo tono de azul. Un pequeño caballerito, de traviesos ojos y castaños cabellos, que ocultaba una resortera en su bolsillo trasero.

-Saluda- le dijo con voz firme

El hombrecito de nombre Joaquín le tomó la mano a Rosalía, se agachó ante ella, y llevó la lodosa mano a su frente en señal de respeto.

-¿Por qué le jalaste las trencitas a María?-

-Pero mamá ella agarró mi balero, ella no tiene porque agarrar mis cosas, siempre las rompe o me las pierde- balbuceó con suma velocidad en su defensa.

-No me importa si te rompe tus cosas. Es tu hermana y la debes cuidar, así que anda, vete con ella al patio trasero a jugar. Y más te vale que nada le pase- y le dio una nalgada cariñosa al chico, que salió corriendo rumbo a las caballerizas, seguido de su pequeña hermana.

-Son verdaderamente encantadores tus hijos-

-Lo sé, los amo demasiado. ¿Tu tienes hijos?- comenzó a caminar hacia una de las habitaciones y la joven española la siguió.

-No, Dios aun no nos ha bendecido de esa manera…- fibra sensible.

-Oh, lo siento mucho. Pero eres muy joven, y con favor de Dios pronto podrás concebir un hijo-

-Así lo espero-

Entraron a una habitación de gran tamaño, con una cama matrimonial al fondo, un par de buros, una cómoda, un tocador con su respectiva silla y un pequeño juego de sala con patas muy ornamentadas.

-Permíteme traer el agua para que te laves-

Y minutos más tarde llegó Matilde con una jarra de peltre y una palangana, dejando ambas sobre un mueble.

-Permíteme ayudarte- dijo colocándose a sus espaldas y comenzando a desabrochar el corsé para quitarle el sucio vestido.

-¿Y el señor Alvarado?- dijo Rosalía mientras sentía como aquella mujer la iba desnudando

-Murió. Fue hace tres años. Lo asesinaron- la joven que sostenía el interrogatorio no pudo notar ningún rastro de tristeza en la voz de la viuda- Desde entonces yo mantengo a mis hijos. Trabajo las tierras de la familia y vendo las cosechas-

-Dirás que tus esclavos lo hacen- trató de corregir

-No, nosotros no tenemos esclavos. Tenemos empleados. Ellos reciben una paga a cambio de su trabajo-

-¿Y por qué no has comprado esclavos? ¿Por qué tener hombres libres trabajando para ti si es más caro?-

- En esta casa no se comulga con esas ideas. Mi esposo era de pensamiento liberal, y yo, al igual que él, creo que todos los hombres y mujeres tenemos derecho a la libertad. Hay varios hombres en el mundo que piensan igual; y están levantándose en contra de quienes promueven la esclavitud-

-Que hermosa manera de pensar. Si mi esposo te escuchara decir eso apuesto a que haría todo para que te encarcelaran por revoltosa- dijo a modo de broma, pero ella sabía que, en realidad, Servando sí haría eso. Pues era netamente conservador. -¿Y de que parte de España vienes?-

-No soy española. Soy, como llamarían ustedes despectivamente, criolla. Mis padres eran españoles pero yo nací en esta hermosa tierra, y es un honor ser de la nueva España.

Matilde no dejaba de sorprender a Rosalía. Al parecer sabía leer, y había leído muchos libros. Era hermosa, inteligente, graciosa… y provocaba en ella algo que no lograba describir con palabras, algo que jamás había sentido por Servando, algo que la hacía querer sentirla más cerca de si… mucho más cerca.

No existía la palabra lesbianismo, pero sabía que, el que dos personas del mismo sexo se amasen o se desearan de manera carnal, era pecado. Y, al ser ella una mujer de ideas profundamente religiosas, no podía permitirse sentir eso.

La hermosa viuda de 26 años vertió el agua de la jarra en la palangana, sumergió un trapo en esta y comenzó a lavar el rostro, los brazos y el pecho de la española.

-¿Puedo llamarte Lía? Es que Rosalía es muy bonito, pero algo largo-

-S-si …- fue todo lo que pudo decir al sentir la  húmeda tela limpiar sus clavículas.

Así lo hizo hasta dejarla completamente libre de barro. Después, le prestó su mejor vestido y le dijo que se lo lavaría; aunque en realidad era solo un pretexto para volverla a ver, pues Matilde, había sentido lo mismo que Lía.

 

-¿Dónde se había metido señora? Estaba muy preocupada por usted. Creí que esos indios mugrientos le habían hecho algo- dijo Juana con esa voz chillante que tanto exasperaba a Lía.

-Rosalía- Al escuchar su nombre provenir de esa profunda y aterradora voz, Lia solo se estremeció y subió las escaleras para ver qué era lo que deseaba su esposo, pero sabía por ese tono de voz, que no sería nada bueno.

-¿Me llamó, Don Servando?-

Aquel hombre se giró para darle la cara, y pudo ver su rostro, de evidente ira, y en su mano llevaba la funda del sable.

**************************************************

De repente todo se volvió calma y tranquilidad. Me sentía muy relajada y la pesadilla había desaparecido. No abrí los ojos, preferí seguir durmiendo y disfrutar de esa nueva paz en mi subconsciente.

Pude dormir 10 minutos que sentí como 8 horas del sueño más reparador, y hubiera seguido durmiendo más, de no ser porque escuché que tocaban la puerta de ese cuartucho con una litera que era destinado a que los internos o practicantes descansaran.

Abrí los ojos lentamente y vi la completa oscuridad de la habitación, que solo se veía inmutada por una luz blanca que se filtraba por una pequeña ventanilla cuadrada situada en la parte de arriba de la puerta. Y esa escasa luz, me permitió distinguir una silueta en medio de la densa oscuridad.

-¡¿Pero que ray…?!- me incorporé rápidamente en la cama, pero como estaba en la de abajo, mi cabeza topó con la parte de abajo de la cama de arriba.

-jajajajaja Tranquila, soy yo- escuché una voz bastante juvenil –No soy un picador-criminal-mutilador- La cita de Bob esponja me confirmaba que era alguien de escasa edad, y tenía a una persona en mente.

-Prende la luz- esa personita obedeció y pude ver que era Isabel quien me había estado contemplando mientras dormía.  -¿Qué rayos haces aquí niña? Esta área es solo para personal. Aparte creí haberte dicho que no debes pararte de la cama a menos que Lucy te esté acompañando- estaba algo molesta por esa tremenda invasión de privacidad.

-Ya venga- he hizo ese encantador puchero que me desarmó -  Estaba aburrida, decidí explorar el hospital- hablaba como si se tratase de una aventura – llegué aquí y vi el letrero de dormitorios y pensé que habría doctores guapos haciendo cositas malas como en las series de TV jaja- sus ojos brillaban por la esperanza de una posible travesura.

He de admitir, que cuando escuché eso de “doctores guapos” sentí algo de desilusión dentro de mi, aunque no sabía ¿Por qué?

-Tienes 20 años jaja ¿Por qué habrías de querer cortarle la inspiración a alguna pareja? ¿Qué sentirías que te lo hicieran a ti?- la cuestioné levantando la ceja derecha, cosa que al parecer la puso nerviosa… ¿Era yo capaz de ponerla nerviosa?

-Bueno emm… no lo sé…yo… ¡TU GRITAS CUANDO DUERMES!-

¿Qué tenía eso que ver con lo que le había preguntado? Al parecer la chica solo quería cambiar de tema.

-Ven, vamos a llevarte a tu cama- me paré y le tendí la mano para que se levantara de esa incómoda silla de plástico anaranjado.

-Pero no quiero ir… esa enfermera me trata mal- otro pucherito

-Tal vez si tu no le sacaras canas verdes a la pobre mujer, te trataría un poco mejor-

-¿Le estas dando la razón?-

-Tal vez-

-Pero, es que me aburro mucho, tengo que encontrar algo para distraerme, y hacerla enojar es un poco divertido- en sus ojos verde-amarillo brilló una vez más esa chispa de travesura.

-jajajajaja bueno, tienes un poco de razón en eso; pero aun así, no puedes estar fastidiando a Lucy. Esa es la razón por la que pidió su cambio del área de pediatría. Y ahora viene y se encuentra contigo- me estaba riendo con ganas justo en su cara.

-Hey ¿Me estas diciendo niña? Te recuerdo que tengo 20-

-Lo se- la interrumpí

- ¿Y cuantos tienes tu? ¿25?-

-23 ¿Tan vieja me veo?-

-pues te diré…-

-¡OYE!- reclamé con falsa indignación. Esa chica era verdaderamente divertida; y tenía razón, no le llevaba mucha edad, pero ella aunque físicamente podría aparentar más años que yo, tenía un alma de niña; a diferencia de mí, que debía reconocer, era un poco amargada.

-Lucy, te traigo al prisionero 24601- le dije, haciendo alusión al número de prisionero de Jean Valjean.

-Ojala y estuviera encadenada…-la alcancé a escuchar decir en un susurro.

- Anda ya, a la cama-

-Pero…-

- A la cama, dije-

-No es justo-

-Por cierto… ¿Cuánto tiempo estuviste dentro del cuarto de internos?-

-No sé, como 10 minutos ¿Por?-

-Buenas noches señorita Vega… Isabel- saludó a ambas el Doctor Villegas con el clásico movimiento de cabeza.

-Isabel, vengo a darte las buenas noticias de que ya eres libre. Acabo de firmar tu sentencia y a partir de hoy eres libre- al parecer el Doc había escuchado el comentario que le hice a Lucie.

-¿Ya la dio de alta Doctor?-

-Acabo de firmarla. Esta señorita es libre de irse. No ha habido ninguna complicación y por lo que me dice Lucy, ya tiene suficientes energías como para andar volteando de cabeza el hospital-

No supe distinguir la mirada de Isabel. No sabía si era tristeza, felicidad, impotencia…

-¿No te alegras? ¿Creí que querías irte ya porque estabas muy aburrida?-

-Claro que me alegro- A esa contestación solo le faltó que me sacara la lengua para que su edad se redujese a 5 años.

-Vega, venga por favor-

-Dígame Doctor-

-Deje de estar perdiendo el tiempo, vaya a hacer algo de provecho, ande-

Me retiré de esa habitación con cierta pesadez. Pues muy dentro de mí, sabía que extrañaría a esa inquieta joven, y no sabía cuándo la volvería a ver.

-Mia, ve a arreglarte un poco mujer, si te ve Daniel te baja puntos. Ve ese pelo- me dijo Sofía al pasar rápido junto a mi.

Fui al baño, me miré en el espejo y vaya que tenía razón; me veía bastante mal. Yo tenia el cabello largo, hasta la cintura, ondulado y de un color castaño claro; en ese momento se suponía que debería estar acomodado en una trenza, pero en realidad muchos cabellos -que en su tiempo pertenecieron a mi, ahora inexistente flequillo- se habían salido de su lugar y se venían a mi rostro. Era blanca, muy blanca, solo ligeramente roja de los pómulos, pues el sol era bastante fuerte en esa época del año y yo odiaba usar bloqueador solar. Mis labios eran rosa pálido, no me gustaba usar labial porque no me gustaba la sensación pegajosa en los labios, aparte impedía que me los mordiera y ese era mi tic nervioso; el labio inferior era más grueso que el superior, y en general los podría describir como “lindos”; me gustaban mis labios. Mi nariz era recta, de un tamaño proporcionado a mi rostro; no era la nariz más hermosa del planeta, pero no me molestaba. Lo que las personas más me halagaban, y en lo personal a mi no me parecían nada especial, eran mis ojos; eran almendrados, grandes, con una hilera de pestañas bastante espesa, y su color era gris… gris profundo.

 

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