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El sexo en las vacaciones

en Intercambios

Hace unos meses, Superpopelle reeditó uno de aquellos viejos relatos de las revistas de los años 70: Crema catalana. Me pareció una idea excelente resucitar esos magníficos autores que fueron pioneros en este tema. Esta serie de relatos que intento ir enviando para su publicación, es mi granito de arena, aunque apenas he podido rescatar unos pocos. Animo a los que hayan sido mas previsores, y tengan aun alguna de aquellas revistas, a que los saquen a la luz, para intentar enseñar algo a los nuevos autores.

* * * * * * * *

Una joven pareja se hace constantemente todo este tipo de preguntas, luego de haber vivido juntos una experiencia que les ha resultado gratificante, y que por circunstancias que todavía no se explican, han dejado de vivir. Pero, a pesar de todo, ellos se aman y se desean. Y así nos lo han confesado.

Yo soy dentista y vivo en Barcelona. Tengo treinta y dos años y mi matrimonio, por suerte, funciona perfectamente. En líneas generales, me considero un hombre muy feliz. Mi mujer, según lo afirma y parece, también lo es, y nada, hasta el momento, ha turbado nuestra relación amorosa.

Nuestros encuentros, alrededor de tres por semana, son largos e intensos; hemos tomado al pie de la letra la recomendación de los sexólogos de que hay que dejar, al menos, una hora libre al día para dedicarse a los juegos del amor y. a decir verdad nos sentimos de lo más plenos y normales. Quiero dejar bien claro esto antes de relatarle nuestra experiencia del último verano.

A mí, en forma personal, me encantan las mujeres que no usan sostén y durante mucho tiempo he librado una ardua batalla con mi mujer sobre el problema. Entiendo que sus pechos son bellísimos y que cualquier sostén, por lujoso que sea, apenas si consigue afearlos. Ella, por su parte, no cesa de repetirme que se siente incómoda si no los lleva y que, a lo mejor es un problema de educación pero la verdad es que se siente «más segura».

Una tarde, mientras paseábamos por Calvo Sotelo, descubrimos unas blusas muy excitantes y yo insistí para que se comprara una. Una vez en casa, y mientras se la probaba, admitió que jamás se la pondría, puesto que sin un sostén adecuado se le traslucirían prácticamente los pezones, hecho éste que le impediría aparecer en público.

Yo traté por todos los medios que la vistiera en diversas ocasiones, ya sea por las noches, cuando marchábamos a una discoteca en compañía de amigos, o cuando teníamos alguna reunión privada de importancia. Insisto en que los senos de mi mujer son adorables y que, aun calzando una blusa relativamente ceñida, despiertan la admiración de los hombres. Pero todo fue en vano. Nadie hubiera podido convencerla de sus obvias virtudes y yo debí resignarme a que las blusas fueran a parar a un desván.

Hacia agosto del año pasado, marchamos a pasar las vacaciones a Ibiza; para mi sorpresa, en el momento de hacer las valijas, mi mujer incluyó la blusa en cuestión en el equipaje, hecho éste que revivió en mí la sublime esperanza de que se animara a vestirla. La primera semana que pasamos en la isla no ocurrió nada nuevo; mi mujer prefería sus vestimentas habituales y nada extraño prometía ocurrir. Sorpresivamente, una noche en que habíamos pensado ir a bailar a una discoteca, apareció vestida con la blusa en cuestión. Yo no cabía en mí de gozo.

Como esperaba, su éxito fue total, desde el comienzo, y muchos jóvenes se acercaron a invitarla a bailar. El coqueteo con que los recibía y los rechazaba para elegirme a mí, me llenaba de satisfacción. Hicimos buenas migas con una joven pareja -también barcelonesa- que estaba en el salón y luego de tomar unas copas juntos, decidimos marchar a otra discoteca que parecía, de acuerdo a los pronósticos, un poco más privada.

En efecto, el lugar disponía de un poco más de espacio, de pequeños «salones» para cuatro o seis personas, sillones mullidos, una música mucho más funcional y, por lo que parecía, a pesar de estas virtudes, no estaba demasiado de moda. En síntesis: allí sí que se podía tomar una copa sin temor a ensordecerse por una música atronadora. Luego de conversar sobre diversos temas, el muchacho invitó a bailar a mi mujer, que accedió luego de pedir mi consentimiento.

Yo, por mi parte, invité a su mujer y los cuatro bailamos largo rato. Cuando regresamos, mi mujer me susurró a oído que el muchacho con quien bailaba la apretaba bastante contra sí y que, solapadamente, había intentado tocarle los pechos. Además, como era obvio, había soportado estoicamente una terrible erección durante todo el baile. Además, para mí sorpresa, me sugirió que la aventura la excitaba y que quería ver hasta dónde quería llegar el muchacho.

Esta confesión me provocó sobremanera, al punto que desbordaba en deseos de que la música suave renaciera y volviéramos los cuatro a la pista de baile. Por mi parte, debo admitir que había hecho algunos avances con la muchacha y que, si bien hubiera podido besarla, preferí mantener la «compostura» por temor a un escándalo o algo por el estilo.

Al rato, los cuatro volvíamos nuevamente al baile. Por mi parte, todo marchó perfectamente. La muchacha me besó con ardor y pude acariciar sus senos con tranquilidad, puesto que me los ofrecía cordialmente. Cuando nos sentamos, mi mujer estaba terriblemente turbada; los avances del muchacho esta vez habían sido lo suficientemente audaces como para llegar a desabrochar la blusa mientras bailaban, lo que la excitó tremendamente.

Cuando seguimos conversando, él acarició dos o tres veces a su mujer y una vez deslizó la mano entre sus piernas, logrando, con su caricia, que nos ruborizáramos los cuatro. Al rato, insinuó la posibilidad de ir a caminar por la costa, ya que el tiempo era excelente y el ambiente en la boite se había tornado agobiante. Aceptamos complacidos y, en pocos minutos, trotábamos alegremente por la arena. Las mujeres habían dejado los zapatos en el coche y nosotros hasta insinuamos la posibilidad de darnos un baño nocturno, desnudos, por supuesto, pero luego desechamos la idea por temor a que alguien nos sorprendiera. Como luego se levantó un aire fresco, decidimos volver al auto y en la trepada por las rocas, el muchacho ayudó convenientemente a las chicas. De resultas del esfuerzo, cuando llegamos al auto ya había arrinconado a mi mujer contra el guardabarros delantero y pugnaba por levantarle la falda.

Su mujer, para no quedarse atrás, me recibió con una sonrisa y, unos en el asiento de delante y otros en el asiento de atrás, los cuatro hicimos el amor alegremente: yo siempre había creído que la sola posibilidad de ver a mi mujer poseída por un extraño significaría el fin de mi pareja. Estaba equivocado. Contrariamente a lo que había supuesto, una intensa excitación me sobrecogió y con mi nueva amiga conseguí uno de los orgasmos más perfectos que recuerdo.

Luego, una vez que nos recompusimos, volvimos a nuestros hoteles. A pesar de haber convenido una nueva cita, aunque en Barcelona, puesto que el otro matrimonio partía al día siguiente, nunca más volvimos a encontrarlos.

Con mi mujer hemos conversado cien veces sobre el particular y nunca le hemos encontrado ninguna explicación convincente a nuestra forma de proceder. Primero porque jamás, antes, habíamos hablado sobre la posibilidad de intentar un cambio de pareja, sistema que, hasta ese día, nos parecía ridículo. Segundo porque, hasta antes de tropezar con este matrimonio, no pudimos imaginar con claridad en lo que devendría. Tercero, porque hoy, a casi un año de la experiencia, nos cuesta pensar en la posibilidad de repetirla con otro matrimonio.

A pesar de ello, cada vez que hacemos el amor nos deleitamos analizando hasta el mínimo detalle de cuanto aconteció aquella noche. Yo he narrado cientos de veces a mi mujer todos los detalles de mi encuentro amoroso y ella, sólo con mi relato, ha alcanzado el orgasmo con una facilidad inaudita hasta entonces.

Ella por su parte, también ha intentado todas las descripciones posibles y, sin embargo, a pesar de las reiteraciones, aún ejercen sobre mí un efecto afrodisíaco que no termino de comprender. No nos animamos a confiarle a ninguna persona de nuestra amistad la experiencia por temor a quedar en ridículo. En el fondo, y somos conscientes de ello, nos gustaría volver a vivir algo similar, pero no sabemos por dónde empezar. Y esto ocurre dentro de nuestra más absoluta desorientación, puesto que mi mujer ni siquiera se anima a ponerse nuevamente la famosa blusa que provocó el «desliz».

 ¿Indica esto que ya no tenemos, cada uno de nosotros, el imán suficiente para atraer al otro y que, por ello, buscamos refugio en otros acompañantes? ¿O que nuestra pareja está en decadencia? Si es así, la práctica amorosa y el diálogo cotidiano parecen indicar lo contrario. Pero, realmente, estamos desconcertados. Quisiéramos que algún profesional serio nos indique realmente lo que tenemos que hacer. Nosotros somos gente de bien y deseamos para nuestra pareja la normalidad. Pero, por lo visto, ésta se nos niega. En el fondo, ambos creemos estar arrepentidos por lo que hemos hecho, pero no encontramos una salida digna para nuestro conflicto. ¿Qué debemos hacer?

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