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La vecina del sexto

en Hetero: Infidelidad

Hace unos meses, Superpopelle reeditó uno de aquellos viejos relatos de las revistas de los años 70: Crema catalana. Me pareció una idea excelente resucitar esos magníficos autores que fueron pioneros en este tema. Esta serie de relatos que intento ir enviando para su publicación, es mi granito de arena, aunque apenas he podido rescatar unos pocos. Animo a los que hayan sido mas previsores, y tengan aun alguna de aquellas revistas, a que los saquen a la luz, para intentar enseñar algo a los nuevos autores.

* * * * * * * *

En mí misma casa, dos pisos más arriba, en el sexto, vive una señorita de unos treinta años, aproximadamente. Hasta hace cosa de unos seis meses vivía también su madre, una pobre señora muy mayorcita y, sobre todo, muy enferma, a la que la citada señorita había dedicado su vida por entero, pues apenas si salía de casa para hacer las compras necesarias.

Según le explicó a mi mujer, un tío suyo de Barcelona le regaló, coincidiendo con su cumpleaños, un hermoso tocadiscos que tenía que montar en una de las habitaciones de su casa, pero tropezaba con el inconveniente de que no conocía en el barrio alguna casa especializada en estos menesteres.

Mi mujer, ni corta ni perezosa, conociendo mis aficiones musicales y mí soltura en el montaje y desmontaje de estos aparatos, no dudó un momento en ofrecerle mis desinteresados servicios, a fuer de buenos vecinos, y se comprometió a que el siguiente sábado por la tarde, que yo no tenía trabajo, subiría a su piso para llevar a cabo el trabajo en cuestión.

Cuando subí a su piso y me abrió la puerta, pude contemplarla en su atuendo casero; una blusita blanca de manga corta, bastante transparente, y una falda bastante ajustada, todo lo cual me hizo cambiar inmediatamente de opinión respecto a su presencia física...

Concluida mi obra de arte, me dispuse a realizar las pruebas necesarias con el primer disco que vino a mis manos y que resultó ser el "Requiem" de Verdí. Sonaba maravillosamente y me hubiera estado horas y horas escuchando aquella música, pero advertí que tal género no era el que agradaba a Carmen (así se llama mi vecina), por lo que opté por cambiarlo por otro que ella misma me ofreció. Era un ritmo lento, suave, muy melodioso, que a mi, inmediatamente, me lanzó a marcar unos pasos de baile, ante su mirada un tanto regocijada. La invité a bailar y, aunque en principio se resistió, alegando que nunca lo había hecho o que lo hacia muy mal, al fin accedió.

En el momento que la tomé en mis brazos un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, hasta tal punto que creo que ella misma lo advirtió. Sentir aquella cintura rodeada por mi brazo, su pecho tan cerca del mío, aunque no apretado; su respiración cerca de mi mejilla, me producía una especie de temblor y al mismo tiempo de placer, que en aquel momento deseé que no acabara nunca.

Apenas cruzamos unas palabras. Poco a poco nuestros cuerpos se fueron juntando más y más. Yo sentía que mi pene iba creciendo paulatinamente y buscaba el lugar en donde podía causar efecto. Ella no rehuía el bulto; antes bien, parecía que lo buscaba.

Reclinó su cara en mi hombro y aproveché la oportunidad para estampar un beso en su cuello, un beso que casi fue un mordisco. Noté su estremecimiento entre mis brazos y volvió la cara para ofrecerme una boca entreabierta que estaba pidiendo a gritos que se la comiera. Durante unos instantes nos besamos frenéticamente, nos dimos la lengua y nos separamos un momento para tomar aliento.

Entonces comencé a acariciar sus hombros, su espalda, su cintura, y poco a poco mis manos fueron hacia la botonadura de su blusa, que, lentamente, fui abriendo hasta dejar a la vista unos hermosos pechos resguardados por un sostén de encaje. Terminé de quitarle la blusa, contemplando aquella figura, besando sus hombros, su espalda, sus brazos... Ella estaba excitadísima, y yo, fuera de mí.

El baile había terminado y nos hallábamos sentados en un sofá, en donde continuó nuestra sesión de besuqueo. Me despojé de la camisa, dejando ver mí torso, que ella acarició y besó con delectación. A todo esto, mi mano derecha comenzó a explorar bajo la falda, acariciando primero unos riquísimos muslos para llegar al triángulo de la gloria, con muchas dificultades, debido a la postura que guardaba Carmen entonces.

Entreabrió algo las piernas, lo que me permitió llegar con el dedo corazón a su clítoris, todavía resguardado por la braguita, pero lo suficiente como para que ella advirtiera los efectos. Creí llegado el momento de soltarle la falda y quitársela. Recuerdo de qué manera se restregaba contra mí, buscando mis atributos con su triángulo, hasta llegar al paroxismo. Después de unos segundos, en los que creí que íbamos a llegar al orgasmo, tropezaron mis manos en el broche que cerraba su sostén y lo solté sin encontrar ninguna resistencia.

Sus pechos, firmísimos, eran un reto, y sus pezones, hermosísimos, pedían mi inmediata acción. Los besé, los lamí, los succioné, los trabajé a base de golpes de lengua, mientras ella no cesaba de exclamar: "Madre mía, qué es esto". Seguí acariciándole con mí lengua poco a poco más bajo, en el estómago, en el vientre...; separé lentamente su braguita; ya estaba rondándole sus ingles... Ella suspiraba, lanzaba quejidos... Acabé quitándole la braguita y hundiendo mí boca en su pubis, delicioso pubis, bien poblado, pero aún cerrado el camino hacia su clítoris. Me incorpore entonces y contemple por unos momentos su cara, sus ojos, que parecían decir: "Ya, ya", pero me resistía a terminar tan pronto.

Como ella no había hecho nada por mi pene, que estaba en plena erección, la tomé por la mano introduciéndola por encima de la cintura de mi slip. El primer contacto pareció suponer una corriente eléctrica, pues inició un movimiento hacia atrás; pero en seguida entró en acción con ambas manos y, si bien al principio parecía rehuir la mirada, al poco tiempo se manifestó como extasiada contemplándolo. Tanto es así que, sin ninguna coacción, se arrodilló y empezó a cubrir de besos mi "aparato", desde la punta hasta su base.

Incorporándome sobre Carmen e introduciéndome entre sus piernas ya abiertas a la esperanza, penetré en ella con todo el vigor y, al mismo tiempo, con toda la delicadeza de que fui capaz. Sus manos y sus piernas se tornaron como tentáculos que me aprisionaban contra ella, sin que por ello perdiera el ritmo de la danza que habíamos comenzado y que estaba a punto de acabar, porque aquello no se podía detener. Soy incapaz de describir el momento culminante, al que llegamos al unísono, mordiéndonos como desesperados y quedando después sumidos en un jadeo que nos duró algunos minutos.

Una vez repuestos, continuamos besándonos, pero ya más dulcemente, más reposadamente, hasta que llegara el momento de la despedida. Nos vestimos y cuando me acercaba a la puerta para salir, me rodeó el cuello con sus brazos pidiéndome le prometiera que no fuera aquella la última vez, que la visitara de vez en cuando, pues conmigo había encontrado un aliciente en la vida del que hasta ahora había carecido.

Así lo hice o lo he hecho en dos o tres ocasiones hasta la fecha y puedo asegurar que en todas ellas hemos encontrado ambos la fórmula para gozar intensamente.

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