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Las palomas se tiraron como camikazes sobre los primeros granos  de maíz que les eché estando sentado en un  banco del parque.  Después se arremolinaron esperando aquella lluvía dorada. Hacía un día espléndido. Bajo la sombra de las jacarandas, arces y árboles del paraíso la vi llegar. Vestía un pantalón pitillo, apretado,  que marcaba el corte de su cuca, y una blusa blanca, en la que abultaban unas grandes margaritas. Venía con una silla de paseo en la  que traía a un niño rubio, que sonreía a las palomas. Se dio la vuelta para coger al niño en brazos y me puso su  redonda cola a pocos centímetros de la cara. Su cuca olía a manzana madura.  Se sentó a mi lado, y me dijo.

-Buenas tardes.

-Buenas tardes. Tiene usted un hijo precioso.

-Nieto, es mi nieto.

No parecía una abuela. Cierto que estaba maquillada, y que su pelo rubio podía estar teñido y ser negro y con canas, pero aquellos grandes ojos azules, en los que se podía ver el mar, su cara redonda con un bello hoyuelo, sin arrugas, y aquel tipazo, hacían que pareciese una mujer de treinta y pocos. Le dije:

-No parece una abuela.

-Gracias.

-¿33?

-¿Nunca le dijeron que es de mal gusto preguntarle la edad a una mujer?

-Perdón.

-Perdonado.

El niño metió su diminuta mano en la bolsa del maíz, cogió unos granos y se los echó a las palomas. Sus risas, al ver como se peleaban entre ellas para picotear los granos, eran contagiosas. Mi mirada y la de la abuela se encontraron. Tenía una sonrisa preciosa. Si yo no tuviera 62 años, no dudaría en decírselo, pero no quise hacer el rídículo, y lo que le dije fue:

-No hay nada más hermoso que la sonrisa de un niño.

-Muy cierto. A mí, Toñito,  me hace olvidar la tristeza del fin del amor. ¿Dónde irá cuando se acaba?

-Es la eterna pregunta. Ya lo decía Bézquer: Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar. Dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va?

-Es usted el primer hombre que conozco al que le gusta la poesía.

-No sólo me gusta, también hago mis pinitos.

Toñito seguía cogiendo maíz, echándoselo a las palomas y riendo, pero las miradas de su abuela  ya parecían estar buscandoo algo más que el olvido.

-Me gustaría oír alguna de sus poesías. Me llamo Rebeca.

Le tendí la mano. Me la estrechó.

-Enrique, pero los amigos me llaman Quique.

-¿Ha escrito alguna poesía que hable de una mujer que quisiera volver  a amar pero que le tiene miedo al amor?

-De tú.

-¿La escribiste?

-No, pero puedo improvisar

-Improvisa.

La miré a los ojos y le dije:

-Me dices que te gustaría volver a amar, y que al mismo tiempo tienes miedo a estar con alguien a  solas, pero criatura. ¿No sabes que hay que ir al campo para coger amapolas?

-Eso me llegó. Cualquier mujer se podría enamorar de un hombre tan romántico.

-Soy un viejo de 62 años. Ni mi esposa está enamorada de mí. El tiempo se encargó de envolvernos en un manto de carño, más ya la pasión del amor se la llevó el viento.

-Necesitas a alguien que vuelva a despertar tus instintos carnales.

-¿Y quién se acostaría con un viejo?

-Yo... Yo no creo que seas un viejo, pero estoy en una fase de mi  vida... ¡Estoy en una fase de mi vida en que necesito hacer el amor!

Tenía que aprovechar la que quizá fuese mi última oportunidad de sentir dentro de mí el fuego que sentí en mi juventud. Me tiré a tumba abierta.

-¿Te gustaría pasar conmigo un fin de semana en Londres?

Ni se lo pensó

-¿Este fin de semana te va bien?

-Sí, te llamaré cuando tenga los billetes para decirte la hora de salida. ¿Me das tu número de móvil?

Me lo dio, y una hora más tarde, después de contarnos mil y una cosa, aprovechando que no venía nadie,  nos dimos un beso, que fue al aperitivo de lo que estaba por venir.

El viernes, a las 18.45 nos encontramos en el aeropuerto de Lavacolla en Santiago de Compostela. Rebeca era algo más alta que yo. Vestía un conjunto de chaqueta pantalón, gris, una blusa blanca y calzaba unos zapatos grises. Olía a agua de colonia. Nos besamos y nos abrazamos como si fuésemos dos enamorados. Esta vez saboreé su lengua y ella sintió latir mi pene cerca de su cuca.  Nos fuimos a tomar algo al bar del aeropuerto. En la barra, me dijo:

-No he traído más ropa que la que llevo encima.

-No tenía pensado salir del hotel.

-¿A qué  hotel vamos?

-Al Double Tree. Está en Kensington.

-¿Sabes que me gustaría hacer en el avión?

-¿Hacer  el amor en el lavabo?

-Lees mi mente.

-¿Sabías que hay una azafata pendiente de que no entren parejas?

-No.

El barman, que mientras pasaba un paño por un vaso no se perdía palabra de lo que decíamos, me dijo:

-¿Sabía usted que por 100 euros la azafata del vuelo a Londres hace la vista gorda?

Ninguno de los dos le contestó al chismoso. Acabé el vino y Rebeca la cocacola. Nos fuimos y me dijo Rebeca:

-El orgasmo va a ser el mismo haciendo el amor de pie en el avión que en una habitación. 

A las 19.15 embarcamos en un avíón de Iberia.

Después de un vuelo tranquilo llegamos al aeropuerto de Heathrow. Cogimos un taxi, uno de esos taxis londinenses, negros, exclusivos de esa ciudad.

El taxista, un cabronazo,  pasando por segunda vez por Piccadilly Circus, preguntó:

-¿Is this you first visit to London?  (¿Es esta su primera visita a Londres?)

- No, and this is the second time that I see the Eros fountain. If you don´t take us to Kensington, right now, I don´t pay you  penny. (No, y esta es la segunda vez que veo la estatua de Eros. Si no nos llevas ahora mismo a Kensington no te pago un penique) 

El taxista se quedó mudo. Rebeca me dijo:

-Hablas muy bien el ingles.

-Me defiendo. ¿Y tú?

-¿Yo? Yo lo escucho muy bien.

Le reí la gracia.

Llegamos al hotel. Nos tardaba estar a solas en la habitación... ¡Al fin solos! Cerré la puerta detrás de mí. Apoyada con la espalda a la pared, me dijo Rebeca:

-Hazme el amor de pie, cariño.

La besé en los labios y en el cuello mientras le iba desabotonando la blusa. Se quitó la chaqueta y la puso en el aparador que tenía a su izquierda. Yo le quité la blusa y la puse encima de la chaqueta. Ante mí tenía un par de grandes margaritas, que apenas podía sujetar aquel pequeño sostén blanco. Se lo quitó y lo puso con la otra ropa. Tenía unas margaritas preciosas. Lamí las coronas rosadas de los pezones. Rebeca acariciaba mi cabello. Le chupé las coronas y los pezones largo rato... Le bajé la cremallera del pantalón. Me agaché, y bajándole el pantalón, admiré sus largas piernas cubiertas por unas medias blancas que estaban sujetas por las presillas de su liguero blanco. En sus bragas blancas vi una pequeña mancha de humedad. Le quité los zapatos y después el pantalón. Me levanté y lo puse con el resto de su ropa. Nos  besamos. Volví a arrodillarme. Abrí la presilla, le quité una media, luego,  lentamente, subí besando y lamiendo el interior de su muslo. Al llegar arriba la besé donde había visto la humedad. Un gemido se escapó de su garganta. Abrí la otra presilla.  Le bajé la otra media. Volví a subir besando y lamiendo el interior del muslo de la otra pierna. Al llegar arriba le bajé las bragas, que quedaron tiradas en el suelo. Era rubia natural, su vello púbico lo decía. Lamí desde el otro agujero del placer hasta el clítoris. Rebeca estaba ardiendo.

-¡Penétrame, cielo, penétrame!

Saqué el pene empalmado y mojado. La agarré por las nalgas y se lo metí hasta el fondo. La levanté y la empotré contra la pared. Con sus brazos rodeando mi cuello, besándome, y después de recibir las embestidas que pudo aguantar, con los ojos vidriosos, me miró y me dijo, casi susurrando:

-Correte conmigo, amor.

Sus palabras fueron órdenes para mí. La llené mientras sentía como su flujo iba empapando mis pantalones.

Me comió a besos. Sentí en mi lengua la fuerza de su casi interminable agonía orgásmica.

Al acabar me di cuenta de que tenía un problema.

-Voy a tener que comprar otros pantalones, Rebeca.

-Quedamos en que no íbamos a salir del hotel. Yo te los lavo que en dos días secan de sobras.

Me quité el pantalón. Mi polla estaba flácida. Al acariciarla volvería a subir, ya que en el servic¡o del avión me había tomado una pastilla de Viagra.  Rebeca, desnuda, se fue al aseo a lavar mi pantalón. Yo pedí la cena al servicio de habitaciones. 

Rebeca volvió del lavabo. Yo ya estaba desnudo. Se sentó en la cama, una cama amplia con unos cobertores azules y con dos  cojines del mismo color encima de la almoada. Ne duji:

-Ven aquí.

Fui a su lado. Cogió mi pene, flácido, lo metió en la boca y me empezó a hacer una mamada. Al momento se me puso tiesa. Tenía experiencia. Chupaba, lamía, meneaba, se lo metía entre las margaritas y me lo follaba con ellas, y volvía otra vez a chupar, lamer y menear. Mis gemidos y el extremo empalme de mi pene la avisaron de que me iba a correr. Chupando la punta de mi capullo, fue recibiendo en su boca los chorros de leche que salián del pene. Se la tragó, se limpió la boca con el dorso de la msno, y me dijo:

-Estaba rica.

Llamaron a la puerta. Nos metimos en la cama. Nos tapamos, y dije:

-Come in. (entra)

Entraron en la habitación un camarero y una camarera, rubios, muy altos y muy guapos. Al  vernos tapados en cama, nos sonrieron, dejaron el carrito con la cena, y cerrando la puerta de la habitación, se fueron.

Cenamos faisán asado con patatas. Bebimos vino y de postre tomamos pudding. Era una cena, no un festín.

Acabamos de cenar y me dijo Rebeca.

-Finjamos que estamos enamorados. y hagamos el amor como si el mundo se fuese a acabar mañana.

-Que así sea, alma mía.

Nos besamos al lado de la cama. Abrazada a mí se echó hacia atrás.  Mi boca y mi lengua la recorríeron de los pies a la cabeza, y de la cabeza a los pies, Le di la vuelta y la volví a recorrer... No dejé un centímetro de su piel sin besas, lamer y acariciar. Su cuello, su nariz, su espalda, sus muslos, los dedos de las manos, su nuca, sus orejas, los dedos de los pies, sus tobillos, su periné, su agujero prohibido, sus nalgas,  sus labios vaginales, superiores y inferiores. su vagina, su clítoris, su ombligo, sus costillas, sus axilas, sus areolas, sus pezones... sus margaritas, sus cejas, su frente, sus ojos, su boca. Todo su ser...

Con la voz entrecortada, me dijo:

-Te voy a dar mi virginidad, tesoro.

Se dio la vuelta, se metió un cojín debajo de las caderas, me cogió la polla, la puso en la entrada del otro agujero del placer, y se estiró en la cama.  Le dije:

-Gracias, vida.

La penetré por donde nunca había sido penetrada. Acariciando mi pecho, y mirándome a los ojos, me dijo:

-Quiero sentir tu jugo calentito dentro de mi cola, cielo.

Vio como mis ojos se cerraban y como mi pene latiendo dentro de su cola la iba llenando. Me echó los brazos al cuelle, me acercó a ella y me besó con dulzura. Cuando acabé me volvió a besar, y me dijo;

-Te quiero, vida.

-Y yo a ti, palomita.

Me besó.

-Por cierto, 42.

La besé.

-¿42, que?

Me volvió a besar.

-Que tengo 42 años.

La volví a besar.

-Mentirosa. No llegas a los 33.

Frotó su nariz con la mía.

-Adulador... ¿Puedes seguir?

-¿Pueden volar los pájaros?

La penetré. Estaba tan mojada que entró como un tiro. Le hice el amor sin besarla, mirándola a los ojos. Escuchando su respiración. Escuchando sus gemidos... Gimiendo vi como cerraba los ojos, como los volvía a abrir desorbitadamente, y como  los volvía a cerrar de golpe... Comenzó a estremecerse. Sus gemidos se hicieron escandalosos, la besé para acallarlos y sentí como se derretía... Acabó, me volvió a besar, y me dojo

-He sentido el placer más intenso y más dulce de toda mi vida, angel mío.

Era el principio de un fin de semana inolvidable, en el que durante unas horas fingimos estar enamorados. ¿O puede que, por unas horas, lo estuviésemos?

Se agradecen los comentarios buenos y malos.

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