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Bajo el yugo de la gorda

en Dominación

¡Cuánto te odio! De verdad, no sabes cuánto te odio. Odio tu forma de ser, odio tu cuerpo fofo y me dan arcadas sólo de pensar en que vas a tocarme con tus dedos infectos. ¿Realmente tanto te he insultado como para que tengas que someterme al insoportable tormento de tu presencia?" –

¡Calla, cerdo! Como vuelvas a insultarme, a mí, a tú AMA, te haré conocer el infierno. -

¡No me das ningún miedo, puta sádica! ¡Asquerosa hija de mala madre! ¡No me sale de los cojones obedecerte ni convertirme en tu mascota! ¡Zorra! Me das asco. –

¡Ja, ja, ja! Sigue, sigue...Te has ganado el primer premio. Veremos si cuando lo pruebes sigues con esa actitud rebelde. -

¿Qué vas a hacerme, mal nacida?-

Por supuesto que distinguiste el temor que ocultaban mis palabras. Intentaba que no te dieras cuenta, pero tú te percataste de mi flaqueza. Te excitaba verme temblar ¿verdad?

Te doy una última oportunidad. Suplícame piedad. –

Titubeé, pero al ver tus abyectos labios torcerse en una macabra mueca que intentaba parecer sonrisa, descubrí tu engaño. Aunque estaba atado a la cama intenté abalanzarme sobre ti al tiempo que desencajaba mis mandíbulas gritando:

¡Nunca, nunca! Jamás en la vida te perteneceré. –

Seguro que te enfureció mi inútil resistencia. ¿En serio creías que iba a ser tan fácil doblegarme? Eso es creer en lo imposible. Nadie, y tú menos que nadie, puede cambiar mi voluntad y obligarme a hacer lo que no deseo. Ni tus tormentos, ni tus "atenciones", como irónicamente llamas a los suplicios a que me sometes, cuya existencia sólo es posible en tu mente desviada y enferma; nada de eso podrá jamás someterme a tus perversos caprichos.

Cogiste la fusta de encima de la mesilla y la tensaste, haciéndome admirar, mal que me pese reconocerlo, su flexibilidad, anticipo del dolor desgarrador que iba provocar en mis carnes, desnudas e inmovilizadas por un entramado de cuerdas y correas. Volviste a sonreír y me lanzaste un beso repulsivo. El obeso brazo se elevó sobre tu cabeza. Era evidente adónde dirigirías el golpe.

Todavía puedes evitarlo... esclavo. ¡Di que serás mi esclavo y que me pertenecerás! –

Esta vez no dudé:

¡No, nunca! –

Como quieras. –

Y dejaste caer la fusta sobre mi cuerpo a toda velocidad.

Aún no había llegado el implacable cuero a fundirse con mi piel cuando algo te detuvo. Te miré a la cara y vi la sorpresa dibujada en tus facciones simiescas. ¿Qué? ¿Comprendes por fin que no te tengo ningún miedo? ¿Has visto cómo he alzado mis caderas todo lo posible para que el azote lacerador alcance cuanto antes mi sexo? ¡Soy indomable, gorda estúpida!

Tus manos, enfundadas en brillantes guantes púrpura, colgaban sin fuerza pegadas a tus costados. El instrumento de dominación y castigo se deslizó sin prisa entre tus dedos hasta caer al suelo. Empezaste a balbucear, en un tono tan incomprensible como mi férrea resistencia. Con la mirada gacha parecías buscar en ti el error; te echabas la culpa de no haber sido capaz de conducirme bajo tu yugo. Y por fin, mirándome, gritaste:

¿Por qué? ¿Por qué eres diferente? ¿Por qué tú... por qué tú no te sometes? – hiciste una pausa y suspiraste, desolada: - No lo entiendo. –

Desvié la mirada y, algo más tranquilo, esperé a que me soltases. Ya que habías comprobado que era imposible esclavizarme, ¿qué sentido tenía seguir reteniéndome?

Pero no lo hiciste. Al cabo de un par de minutos noté que algo se deslizaba sobre mi estómago, haciéndome cosquillas. Miré instintivamente y descubrí un riachuelo creciente de lágrimas que fluía sobre mi cuerpo desnudo. Estabas llorando, pero ¿por qué? El desconcierto se apoderó de mí: durante más de seis horas me habías martirizado sin que yo me quejase en un momento, y ahora eras tú la que, sin motivo aparente, te deshacías en llanto. ¿Tal vez por la frustración de no haber podido conmigo? Fuera por lo que fuese, yo me encontraba satisfecho: te había vencido.

Vaya, vaya... Mira quien ha llorado antes. – dije, con toda la malicia e ironía que pude.

Pasaron los minutos y tus ojos seguían húmedos. Echada sobre mí, llorabas a moco tendido. Y yo ya no estaba tan contento como antes. La verdad es que me enternecía verte así. Sí, eres un monstruo, fea, gorda e hija de puta, y además una desviada, pero... No sé; ya no me parecías la terrible "gobernanta" de antes.

Intenté mantener mi mente alejada de lo que estaba sucediendo. Recordé cómo ayer, mientras caminaba por la calle, me golpeaste por la espalda, dejándome inconsciente. Recordé que me desperté desnudo y bien amarrado en tu cama. Entraste sonriente y feliz en la habitación y me obligaste a reconocer que yo te había tratado siempre con desprecio, y que me había burlado de ti por tu sobrepeso y tu fealdad.

¡Y qué querías! Todo el instituto se ríe. ¿Por qué te vengas sólo de mí?–

Porque tú me gustas...-

Yo te gustaba. ¡Qué pesadilla recordarlo! Y sin embargo me sentía en el fondo halagado. Era una serie de sentimientos contradictorios hacia tu persona: repulsión y atracción.

¿Cómo? ¿Me estaba conmoviendo la fragilidad de mi torturadora? No podía permitirme sucumbir a tus emociones... pero tampoco podía pensar en otra cosa.

Por fin estallé y en el tono más neutral de que fui capaz te dije:

Deja de llorar. –

Ni te inmutaste. Es más, redoblaste la potencia de tus sollozos. Tenías la cara totalmente roja. Era insoportable: tus suspiros, cada vez más dulces y enternecedores, minaban lentamente mi resistencia, y me dolían más que los azotes en mi carne.

Por favor, no llores más... No es culpa tuya. –

Ahora sí que me miraste. Vi tanta tristeza en tus ojos que se me hizo un nudo en la garganta. Te levantaste y me liberaste, sin decir palabra. Yo me incorporé con rapidez y tapé mis vergüenzas con un jersey que había por allí. Sólo tenía que salir fuera de aquella casa y correr hasta un lugar seguro, donde podría denunciarte por secuestro. Pero en el marco de la puerta me venció la tentación y, como hiciera hace varios milenios la estúpida mujer de Lot, miré hacia atrás. ¡Ojalá me hubiese convertido en estatua de sal!

Todo tu grasiento cuerpo reposaba en la cama. Llorabas sobre la almohada, que estrujabas con las manos. Los guantes púrpura estaban empapados.

"Huye, imbécil. Huye y que esta abominación se consuma en sus propios lamentos." decía mi conciencia. No escuché esa señal de alarma y mi mano se posó sobre tu cabeza. Acaricié paternalmente tu pelo y sin darme cuenta te empecé a hablar. Durante más de media hora intenté animarte, y conseguí que tu llanto se hiciese más regular y pausado. Al final me miraste, y tus ojos, hinchados de tanto llorar, brillaban.

Yo sólo quería...sólo... –

Te abalanzaste sobre mi pecho, me abrazaste fuertemente y renovaste los lamentos. De vez en cuando dejabas caer alguna frase entre os suspiros:

Mis amigas...todas las chicas que conozco...tienen novio...yo...yo...soy fea...yo...estoy sola...ningún chico me quiere...-

La verdad, no sé si era yo o eras tú quien peor lo estaba pasando. Comprendía hasta cierto punto tu actitud. ¡Tal vez no te quedó otra salida en la desesperación que secuestrar al chico que te gustaba! A decir verdad, si esa era la razón de tus desvaríos, la pasión amorosa, yo la admiraba y...me gustaba.

Comencé a sentir cierta lastima por ti, Carmen, esa chica tan gorda y fea de la que tantas veces me había burlado. Ya no me parecían tan horribles tus labios fofos y tu nariz aplastada. Incluso, al mirarte detenidamente, creí descubrir algo de belleza "cubista".

Venga mujer, cálmate. Ahora yo estoy aquí contigo. –

Quisiste sonreír, pero estabas demasiado triste. Me devané los sesos buscando el modo de alegrarte un poco. Supongo que ahí comenzó realmente mi sumisión: en el momento en que me enamoré de mi "ama" y que consideré su satisfacción un deber. ¡Y yo que creía que sólo estaba consolando a una chica acomplejada! ¡Qué falto de juicio!

"Dale un beso" me ordenó una voz interior. Acerqué mis labios a tu rostro y rocé suavemente la mejilla, rosada y regordeta. No pareció surtir demasiado efecto y te di otro besito suave en la nariz. Me miraste, y seguías triste. Bajé hasta la comisura de los labios. Tu respiración se hizo algo jadeante, ansiosa. Y yo tenía la extraña sensación de querer esculpir tu desagraciada cara con mis besos, recogiendo las lágrimas de tu tristeza con los labios. Llegué a la boca. No usé la lengua e intenté que pareciese un beso fraternal. Cerraste los ojos y lo recibiste. Un par de minutos más tarde tus manos ya se habían entrelazado tras mi cuello. Y de ahí a un beso de tornillo auténtico no hubo más distancia que tres minutos.

Sobre la cama empecé a besar todo tu cuerpo, que tanta repulsión me causara una hora antes. Mis boca acarició tu cuello, los lóbulos de tus orejas, tus manos, aún vestidas con los guantes color sangre, tu generoso escote... Luego recibieron mi aliento cálido tu ombligo y barriga, los muslos y las piernas. Algo raro me pasaba. Me gustaba besarte y quería más. Desconcertado me quedé sentado en el suelo, asimilando el torbellino de sensaciones que me invadían.

Una de tus manos deshizo un bucle en mi pelo. Unas cuantas caricias sutiles me obligaron a mirarte mientras me decías:

Has sido muy bueno conmigo, pero vete ya. –

¿Por qué? ¿No estás a gusto? – te pregunté ansioso.

Sí, pero... Si seguimos, yo voy a querer más y más; y tú no vas a poder llegar a la altura de mis exigencias. –

Entendí perfectamente qué querías decir con lo de "exigencias". Estaba cachondo y necesitaba seguir el juego. Cándidamente pregunté:

¿Te refieres a lo de "ser tu esclavo"? –

Abriste los ojos y sin mirarme asentiste.

En el filo de la navaja. Justo en el medio, en perfecto equilibrio, me sentía el funambulista de la perversión. Carmen me gustaba. No sé cómo lo había hecho, pero me había enamorado de ella. Tal vez me conmovieron sus lágrimas. Pero sabía también lo que significaba seguir con ella más adelante. Ella creía que yo era inexperto en cuanto al tema del sadomasoquismo, pero estaba equivocada. Conocía perfectamente las directrices de ese mundo. Por un lado estaban los amos y las amas, implacables y caprichosos, dispuestos siempre a descargar sus perversos suplicios sobre las espaldas (y otros puntos mucho más sensibles) del otro estrato: los esclavos, abnegados sirvientes de los primeros, consagrados a la tarea de cumplir sus órdenes y deseos, por horribles, humillantes e incluso dolorosos que fuesen, y cuya máxima recompensa era no ser castigados. Lo aprendí leyendo un par de libros sobre trastornos psicosexuales y con "Historia de O". Me parecía una aberración, un atentado contra la moral "normal". Si quería que lo mío con Carmen saliese adelante debería aceptar todo esto. ¿Qué hacer? Mi corazón quería una cosa, mi conciencia me dictaba lo contrario. ¿Qué hacer?

Debí elegir una de las dos. Al menos así no me hubiera sentido tan estúpido.

Mmmm...No me gusta mucho la idea, pero podemos probar...¡Siempre y cuando sea algo suave!- te propuse.

Después de escuchar mi propuesta pareciste contrariada. Me miraste, pero comprendiste que no me podías pedir más... Al menos por el momento. Y algo me perturbó. Durante un rato pareciste reflexionar; casi como si tramaras un plan...¿pero para qué?

De acuerdo. Suave...muy suave. –

Tu sonrisa distrajo mi atención. En seguida me explicaste lo que querías que hiciera. Parecía sencillo, no era explícitamente doloroso aunque sí algo humillante. Debía quedarme desnudo y llamarte "ama". Me desprendí del jersey que cubría mis partes pudendas y de pie esperé más ordenes.

Te tomaste un buen tiempo en examinar y admirar mi cuerpo. Te deshiciste en halagos respecto a mí. Nunca habías visto nada tan hermoso y excitante como mi cuerpo, afirmaste. Lo único que no te gustaba es que no estuviese empalmado en tu presencia.

Lo siento, estoy un poco nervioso. –

Ya...¿No se te olvida algo? –

¡Ahhh! Sí, perdona, ama. –

Mucho mejor. –

Eras muy hábil con tus alabanzas. Me hacías sentir cómodo recibiéndolas. Cuando pienso en lo pérfido que fue tu plan de seducción y sumisión, siento verdadera vergüenza. ¿No pude resistirme? ¿No pude decir "hasta aquí"?

Tus piropos eran sólo una parte de tu juego. Luego comenzaste a acariciarme. Tus dedos me hicieron sentir escalofríos de placer. Era como si mi piel fuese un arpa y tú lo afinases.

¿A gusto? – preguntaste.

¡O, sí! Mucho...ama. –

Espero que me lo agradezcas después como corresponde. –

Se prolongó un buen rato la sesión de caricias, hasta que conseguiste, sin rozarlo siquiera, poner mi pene en completa erección. Esperabas esto. Supongo que te llenó de orgullo haber sido capaz de excitar a un hombre. Pero, ahora lo sé, más satisfacción te dio el comprobar que tus oscuros designios se iban cumpliendo sin problemas. Estabas convencida de que en poco tiempo caería presa de la diabólica perversión.

Muy bien... ¿Ves como en el fondo es divertido todo esto? –

Sí, ama, pero sigue, por favor. – te repliqué.

Está bien... Ahora quiero que te pongas de rodillas. Vamos a hacer algo morboso que seguro que te encanta. –

De un cajón sacaste una larga pluma de faisán. ¿Por qué será que no me sorprendía?

¡Qué guapo eres! – me dijiste, observándome desde arriba.

Estabas imponente y se te notaba contenta. Tu enorme figura se recortaba contra la luz de la bombilla, haciéndote parecer mucho más grande que yo. Parecías un ogro, sólo que armado con una pluma.

Tienes que estarte muy quieto y aguantar las cosquillas. ¿Podrás? –

¡Claro que sí, ama! –

Era preocupante la naturalidad con que yo decía "ama". Parecía que la hubiese llamado así toda mi vida.

La pluma empezó a recorrer mi rostro. Dibujó unas palabras en mi frente y se posó un rato en mi nariz. Me dieron ganas de estornudar, pero aguanté. Siguió bajando y rodeó todo el cuello. Tuve otro escalofrío cuando se deslizó por la espalda, hasta la rabadilla. Y de allí dio un salto a donde más efectivo era: las plantas de los pies. Disfrutaste de lo lindo martirizándolos, ¿verdad? Intentabas quebrar mi resistencia con toda tu habilidad... y casi lo consigues. Te diste por vencida justo antes de que yo estallase en carcajadas. Estaba sudando por el esfuerzo de aguantar la risa. Quería resistir el tormento, pero como si de un juego inocente se tratase. En ningún momento pensé en el castigo que me impondrías si flaqueaba.

Los pelillos de la pluma peinaron mis muslos y llegaron al pitorro. Ahí tuviste mucho tacto, pues en vez de intentar provocar la risa, lo envolviste en roces muy sutiles. Subían desde los testículos hasta el frenillo, provocándome una sensación indescriptible de voluptuosidad. Y tú, en cuclillas, lo hacías sin apartar tus ojos de los míos, retándome a no desviar la mirada ni reírme. Hacías muecas graciosas para que no pudiese controlarme, y a la vez la pluma hacía crecer más y más mi pene. El glande también recibió su dosis de pluma, que agradeció hinchándose de sangre.

Contraje mi abdomen para evitar sentir cosquillas. Por último llegaste a los pezones. No paraste hasta que los pusiste duros como guijarros. Mi cuerpo estaba completamente tenso y pedía más. Me ofreciste la mano.

Bésala. Me lo debes. –

El gusto del guante púrpura era fuerte y salado. Te los quitaste. En cada dedo lucías un anillo plateado. Con los ojos cerrados apliqué mis labios en el dorso de tu mano. Realmente te agradecía el buen rato que me habías hecho pasar. Entonces sostuviste mi mentón y me forzaste a mirarte.

No tienes por qué hablar. Lo puedo leer en tus ojos... De nada. –

Tus dedos se metieron en mi boca, uno por uno. Los lamí, con la deliciosa impresión de estar saboreando algo prohibido.

Te has portado muy bien. Te mereces un premio. –

Joder, quiero que me dejes follarte... O que me la chupes...o que me masturbes...o algo. ¡Coño! –

Había perdido el control. La pluma me había trastornado.

Mmmmm.. Eres como un perro en celo. –

¡No lo sabes bien! Si me dejas, te reviento todos los agujeros. –

Mi lengua se había soltado. Mi rabo palpitaba. Y tú te divertías haciéndome sufrir la espera.

¡Ja, ja, ja! ¿Quieres follarme? Vaya, vaya... Tal vez te deje. –

Basta de cachondeo. ¡Vamos al tema! –

¡Ja, ja ,ja! No te preocupes, que luego te haré conocer el paraíso. –

¿No habías dicho algo parecido cuando me tenías atado en la cama? No...Dijiste que me harías conocer el infierno. ¡Vaya cambio!

Te has olvidado de llamarme ama varias veces. No creo que te merezcas follarme. –

Uppssss... Perdón, ama. –

Ya no tenías por qué disimular tu condición de estricta gobernanta. En un tono de evidente superioridad me gritaste.

¡Un perro tiene que estar a cuatro patas! –

Adopté esa postura y esperé. ¿Cómo me dejarías correrme? Lo ignoraba.

Tomaste la fusta, olvidada hasta ahora. Con la punta trazaste un camino desde mi cuello hasta el ano. Y yo estaba quieto, como una esfinge. Sabía que no podías azotarme porque me escaparía, pero no me hubiera importado recibir un par de golpes en las nalgas...por semental. Lo adivinaste y me aplicaste uno, pero con una suavidad extrema. No querías que tu víctima huyese.

Se me escapó un gemido.

Estás muy caliente, perrito. ¿Necesitas otro azote? –

No respondí (hubiera dicho que sí). ¿Qué diferencia había entre estos golpes y los de una hora antes? ¿Por qué deseaba éstos y aquellos los temía? Quizás habías despertado en mí un instinto...perverso.

Otra vez usaste la temible fusta. Pero no para darme con ella. En vez de eso la metiste por debajo de mi cuerpo y me tocaste el pene. ¡O no! Me estaba gustando todo aquello. El contacto del cuero me hizo estremecer. El morbo radicaba en que usabas aquel instrumento de dolor para darme placer.

Te colocaste delante de mí. Te miré las bragas. El vello púbico se trasparentaba.

¡No mires! No te he dado permiso. –

Me bajaste la cabeza, obligándome a mirar al suelo, con la fusta. Te complacía ver a tu sumiso.

El brillo de los zapatos de charol atrajo mi atención. Era hipnótico.

¿Te gustan? Puedes besármelos, si quieres. –

Besar tus zapatos suponía el límite. Si quería echarme atrás, tenía que ser antes de eso. Después sería imposible. Iba a hacerlo. Quería hacerlo. Me acerqué despacio, pero tu voz me detuvo:

Espera. Si lo haces, ya me perteneces. ¿Entendido? Piénsatelo bien. –

Recapacité. ¿Qué habíamos hecho hasta ahora? Quitando la parte de mi secuestro, todo lo demás había sido...agradable. Verte llorar me llenó de ternura. Besarte fue un placer. Me había acostumbrado a estar desnudo delante de ti y a llamarte ama. Tus caricias no tenían comparación. La pluma había sido lo más excitante, y sentía todavía su roce sobre mi piel. Y la fusta en mi pene casi me había hecho correr. ¿Por qué dudaba entonces?

Soy tuyo, ama. –

¡Excelente! Te aseguro que me vas a acabar adorando. Ahora, ya sabes lo que tienes que hacer...¡ESCLAVO!-

Y besé ambos zapatos.

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