-Hola, cariño. Ya estoy en casa.-
-¡Socorro, socorro!-
-Hay que fastidiarse, siempre la misma cantilena. Bla,bla,bla. Me hubiera salido más a cuenta secuestrar una cacatua.-
El tipo se acercó al somier donde se retorcía, intentando en vano zafarse de las correas que ceñían sus muñecas y tobillos, su prisionera. Era joven y hermosa, de unos 19 años de edad, morena de pelo largo y mejillas rosadas. Él se sentó a su lado y acarició la espalda de ella, pues estaba boca abajo.
-Pero yo sé que este culo prefiere algo más sabroso que el alpiste, ¿eh? Mmmm.... ¡ñam!-
Le dio un suave mordisco en la nalga derecha, en un sitio donde las extrañas costritas que poblaban sus posaderas dejaban ver suficiente carne limpia, y ella volvió a gritar pidiendo auxilio:
-¡Socorro, socorro!-
-Ya está bien. ¿Qué prefieres, sacacorchos o berbiquí?-
-¿Q... qué?-
-Que si quieres que te taladre las cuerdas vocales con un sacacorchos o un berbiquí, a ver si dejas de gritar de una cochina vez. Podría usar una taladradora, pero mi pulso deja bastante que desear. ¿O te vas a estar calladita? ¿Sí? Buena chica.-
Se levantó y cogió una pistola de agua de juguete. Era la hora de beber, y ella abrió solícita la boca: tenía una sed espantosa.
-Ayer me encontré con Rosa. Es un cielo, sigue muy preocupada por tu misteriosa desaparición. Sin duda te quiere un montón, puedes estar orgullosa de tener una amiga así. Además, tiene una carita tan dulce cuando está triste... Le saqué una foto sin que se diera cuenta mientras merendábamos. Si ella supiera lo mucho que la quiero...-
Celia escuchaba con creciente preocupación mientras los finos chorros de agua estancada y caliente impactaban en su paladar. Sí, Rosa había sido su mejor amiga, pero por su culpa ahora ella se veía en aquella situación. Si ella no los hubiera presentado, es posible que nunca lo hubiera conocido y que no...
-Además, me confesó una cosa. ¿Te imaginas qué? Me he partido de risa cuando me lo ha dicho: ¡que te habías enamorado de mí! ¡Jajajaja!-
Aquello la estaba hundiendo, y entre la angustia y que los chorros a veces no acertaban entre los labios, tenía la cara empapada de lágrimas y agua. Se burlaba abiertamente de sus sentimientos; desde luego ya no sentía ninguna atracción por aquel obseso, pero en su momento sí que suspiró por él, y recordarlo era demasiado duro. Se echó a gimotear.
-¿Otra vez llorando? Peor para ti, ya sabes cómo me excita. Y... se me acaba de ocurrir una idea fantástica.-
Se sentó en la silla del ordenador, que estaba al lado del somier. Mientras el pc se iniciaba, la miraba con sádica lascivia, se había abierto la bragueta y se masturbaba muy despacio. Ella apartó la cara hacia el lado opuesto y siguió llorando. Un par de minutos más tarde oyó el ruido del éscaner, y al poco el de la impresora.
-¡Voila! ¡Mira!-
No hizo caso, así que él tuvo que ir al otro lado para ponerle frente a la cara una impresión en papel de la foto que presumiblemente había sacado de su amiga Rosa. Realmente parecía triste. Por algún retorcido motivo le había recortado la boca.
-Y ahora, a cara o cruz.-
Tiró una moneda al aire y al recogerla exclamó:
-Cruz, esto es, culo.-
Se quedó un momento de pie y ella volvió a mirarlo. El pene le salía por la bragueta, medio erecto. Le miró a los ojos y consiguió sacarle de su ensimismamiento. ¿Qué pensaba hacer ahora?
-Te dejo elegir: chinchetas o grapas.-
Aquello sonaba horrible y Celia, impedida de casi cualquier movimiento, se revolvió unos segundos antes de caer de nuevo en un incontenible llanto. Él se encogió de hombros y cogió una cajita con chinchetas y se sentó a horcajadas sobre los muslos de ella, colocó el papel de la foto de Rosa de modo que quedaran a la misma altura la abertura de la boca y el ano de Celia, y lo sujetó con media docena de chinchetas que perforaron tanto el papel como la piel de las nalgas de Celia. Ni que decir tiene que ésta aulló como una condenada durante el proceso, pero sólo obtuvo como "consuelo" las siguientes palabras:
-Vamos, vamos, me dirás que es peor que cuando jugamos a los dardos.-
Y sin más ni más se la metió hasta el fondo y por detrás el tío cachondo. No fue demasiado doloroso, pero sí extremadamente humillante. Y cuando Celia notó que él había terminado, chilló:
-¿¡Por qué, por qué no la coges a ella!?-
-¡Ni la mientes, guarra! Ella para ti es sagrada, no mereces ni pronunciar su nombre.-
Lo dijo con tanta violencia que a Celia le entró miedo y se calló por completo. Él la olisqueó, le sacó la polla del culo, se la olió, y al cabo dijo:
-¿Sabes lo único que no me gusta de ella? Su halitosis.-
Y empezó a reírse alocadamente. Se río durante varios minutos sin cesar, mientras a ella los ojos se le salían de las órbitas de la tensión, la vergüenza, el odio y muchos otros sentimientos, hasta que, cuando él cerró la puerta y la dejó sola, estalló:
-¡Maldito, maldito seas, buda peludo!-