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Maoi

en Hetero: General

¿A qué piso va, señorita? –

Al último. –

Era increíble tener tan cerca de mí, un simple botones de hotel, el cuerpo hermoso, perfecto, de la top model japonesa Maoi Shioto. De reojo miraba su escote. Se dio cuenta y plantó su mano en la pared del ascensor, detrás de mi cabeza. Acercó su cara a la mía y me examinó, divertida.

¿Cómo te llamas? –

Ambrosio, señorita. –

¿Sabes quien soy, Ambrosio? –

Por supuesto, usted es Maoi Shioto, la diosa oriental. –

Quedo satisfecha por mi respuesta. Pero seguía observándome, muy cerca, tanto que sentía su respiración. Sus ojos rasgados me abrían la piel, diseccionándola. Leía dentro de mí. Me atreví a decir:

¿Me podría firmar un autógrafo? –

¿Sólo un autógrafo? –

Bueno, yo... –

Vamos, ¿no quieres algo más? –

¿Un beso? –

Sonrió. Calibró con una simple mirada mi potencial como semental y finalmente dijo, cuando ya llegábamos a la planta más alta.

¿No preferirías una velada entera conmigo? –

Eso sería... un sueño. –

Mis nervios eran más que evidentes. Delante de ella era insignificante, como si su belleza exótica me absorbiera y me redujera a la categoría de sombra. Sonó el ruido que anunciaba la llegada a la planta marcada en el panel.

Este no es mi piso. –

¿No? Pero si... –

Mi habitación es la 402. –

¿Entonces por qué...? –

Corté mi pregunta en cuanto comprendí que la razón de haberme mentido me beneficiaba directamente. Pulsé en esta ocasión el número 4. Busqué la aprobación de mi acompañante. Se mesaba el cabello, negro, sedoso, liso, largo. A juego con su vestido, de seda oscura, con bordados preciosos. Brillaba. Pensar en lo que ocultaba debajo, en la maravilla indescriptible de su cuerpo desnudo, me provocó una erección inmediata.

Llámame a las 10, después de cenar. –

Y al salir, ya en su piso, me regaló un tierno, aunque excitante, beso en la mejilla. Tal como había pedido.

Fui al cuarto de servicio. El turno había acabado. Me quité el uniforme deprisa, y entré en la ducha. Mientras mi muñeca daba placer a mi miembro viril, susurré su nombre.

Maoi... –

Las letras se mezclaban con el agua, y luego con mi semen.

Pasaron tres horas. Sentado en un café, enfrente del hotel, esperé paciente la hora decisiva. El reloj decía que faltaban aún cinco minutos, pero mis dedos no quisieron creerle mientras marcaban el teléfono del hotel, deseando cambiar cuanto antes la textura fría de los números por la cálida de la piel de Maoi.

Por favor, póngame con la habitación 403. –

La musa sabía que sólo yo iba a llamarla, pero contestó en su idioma natal.

Soy Ambrosio, señorita Maoi. –

¿Ambrosio? –

Sí, el botones. –

Me hizo sufrir, al tiempo que aumentaba mi deseo, su fingida mala memoria respecto al encuentro en el ascensor.

¿Y bien? ¿Qué quieres? –

Antes me dijo que la llamara. –

Cierto, ¿pero sabes para qué? –

No, pero me gustaría creer que tiene mucho que ver con aquello que dijo sobre "una velada entera" con usted, sinceramente. –

¿Valdrás la pena? –

¿Cómo dice? –

Me has oído. ¿Valdrá la pena pasar mi precioso tiempo contigo? –

Sólo hay un modo de averiguarlo. –

Creía tener la partida ganada, al menos la dialéctica. Fue muy rápida en contestar.

Soy una modelo de altura, la mejor. Tendrás que poner todo tu empeño en satisfacerme. –

Por supuesto, yo... –

¿Soy guapa? Dime. –

Más que eso, divina. –

¿Y no te parece que mi belleza me da derecho a experimentar con sensaciones y personas de igual categoría? Tengo acceso libre a cualquier fantasía que se me ocurra, hasta las más refinadas y costosas. Y tú me pides una simple noche de pasión. –

Me parecía que se burlaba, que se mofaba de mis pretensiones. Pero yo recordaba demasiado bien quién tuvo la iniciativa en el ascensor: ella. No era congruente con su proposición anterior, o con sus "insinuaciones libidinosas".

Estaré allí en unos minutos. –

No le di tiempo a contestar, replicar o lo que fuese. Mi pene reclamaba acción, no palabras.

Entré en el hotel. Ahora, sin uniforme, era un extraño para los que allí trabajaban, mis compañeros. Me miraron, pero no me detuvieron. Inconscientemente dije, al presionar el botón del elevador.

Planta cuarta. Subiendo. –

Como mi lascivia. Igual de subida. El calor era agobiante en mi bajo vientre. Como un rayo salí, sin esperar a que las puertas se abrieran del todo. Salí, digo, con el deseo de entrar más profundamente en el interior de una mujer fascinante. La puerta peleó con los nudillos y dejó oírse la voz suave, ligeramente acentuada y líquida, de Maoi.

Servicio de habitaciones. –

Está abierto. Adelante. –

Una nota de humor bien contestada. Evidentemente ella sabía que no era el servicio de habitaciones, sino yo, ansioso por abrazarla, aunque no me dejara de mirar por encima del hombro.

La puerta fue copada por mi figura animal, sexualmente plena e inquieta. La cerré tras de mí con violencia. Dio igual, porque a un lado se abrió otra, la del cuarto de baño, y a través de ese portal ultraterreno, envuelta en fragancias de mil países, en el vapor del agua caliente y en una bata fucsia, hizo acto de presencia la princesa de oriente.

Que buena estás. –

Compensó mi lengua basta la delicadeza de su persona. No rió, aunque lo deseaba, y hada silenciosa, me indicó que me acercara. ¿Lo hice? Yo diría que siempre, en mi recuerdo, estuve junto a ella, que no me moví de su lado. Dejé que sus brazos estrecharan mi cuello, como un yugo que me hizo bajar el rostro hasta sus pechos. La bata separó sus solapas, y posé el mentón sobre un fino camisón. Un desfiladero de amor crecía por encima de él, su escote, en el que hundí la nariz, buscando el secreto de su esencia.

Ella conducía mi cabeza por la carretera de su cuerpo. Al sur, donde más calor hace, la mandó con firmeza, y hube de arrodillarme para poder acoplarme a sus formas. El vientre, con su cenit umbilical, fue tentado por mis labios, que no se conformaban con adivinar la curvatura exacta de su barriguita bajo la tela. No tuvieron tiempo de hacer un mapa detallado de aquella zona bendita, porque fueron presionados hacia una nueva ciudad, sobre un monte.

Busca. –

Imperativa, me cubrió con el bajo del camisón. No veía bien el territorio a explorar, pero mi orientación, guiada por el falo, me puso sobre la pista. Pronto encontré las braguitas. Indulgente con mi apresuramiento, Maoi colaboró, separando las piernas, a que se las bajara. Me di cuenta de la textura cremosa de sus muslos al tocarlos con los dedos. Dignos de un banquete real me parecieron, y apliqué con gula la lengua y mi sentido del gusto, casi saturado, sobre ellos.

No es ahí. –

Escalando llegué a donde ella deseaba. Esperaba más resistencia, en forma de vello, pero para mi sorpresa, sólo había unos rizos defendiendo el tesoro. Los restregué un rato, provocando unas exquisitas cosquillas a mi amante. Luego, hice pasar mi boca por encima de las puertas de carne y piel. ¿Hay alguien? Salió el dueño, un tipo simpático, gordito y redondo. Cortés, le di un beso en la cabeza. Un terremoto sacudió todo el edificio, y poseído de un repentino daímon erótico-destructivo, el más íntimo Eros-Tánatos que conocí nunca, me empeñé en hacer de ese pequeño seísmo de placer un cataclismo de lujuria.

Ahhhhh... –

Esa voz celeste, desde alturas ya olvidadas, espoleaban a mi lengua, un ángel caído en el infierno del sexo, a hurgar con su malicia en la caverna del deseo de Maoi. Lloraron las paredes ante el terrible espectáculo de su derrota. Se rendían a mí, a mi habilidad amatoria, llenando todo de humedad y calor. Se iba a correr. Había pasado ya un tiempo largo, lo suficientemente largo y excitante como para derretirla.

Cuando saqué mi cara, acompañada del resto de la cabeza, y de un par de orejas encendidas como carbones, Maoi no parecía la misma. Apoyada contra la pared, la convulsionaban todavía los jadeos. Me incorporé y la cubrí con mi cuerpo. El sabor de un beso la hizo volver a la vida. Me bajé pantalones y calzoncillos para poder exclamar a gusto:

Lo diré yo por ti: ¡fantástico! –

Justo entonces me pregunté qué significaría su nombre... La levanté cogiéndola por los muslos y esperé a que afianzara sus piernas tras mi espalda, mientras sus brazos hacían lo propio con mi cuello. Las braguitas colgaron un instante en la punta de su pie antes de caer al suelo en un vuelo sensual del que no perdí detalle. Como si del pistoletazo de salida se tratara, al contacto con el suelo de la prenda íntima, clavé mi daga en su interior.

¡Maoi! Maoi... ¿Flor de loto? –

Ahhh... demasiado cursi. –

Mmm... ¿bambú firme? –

Deja las plantas, que ya tengo la que quiero y más me gusta...

¿Dragón de jade? –

...entre las piernas. –

¿Qué querría decir su nombre? Intentar averiguarlo era la única manera que se me ocurrió de penetrarla sin sucumbir a su encanto antes de tiempo y llenarla de mi semilla. Así, montándola salvajemente, me devanaba los sesos buscando significado para su nombre. Las caderas me dolían ya de tanto aguantar su peso, y mi polla, fiera como siempre, taladraba su sexo cada vez con menos potencia. Tenerla contra la pared de la habitación, levantando a pulso sus cerca de cincuenta kilos para dejarlos caer sobre mi masculinidad a todo trapo, por morboso que fuera, cansaba demasiado.

Maoi... soy el Sueño del hombre. –

Ya me había solucionado la cuestión del nombre. Cargando con ella, que se aferraba a mi con fuerza, fui hasta la cama. Como pudimos, nos tumbamos sin separarnos. Yo encima.

Sí, en verdad eres digna de ser el sueño de cualquier hombre. –

Dicho lo cual volví a buscar el fondo de su vagina. Desligó de mí brazos y piernas, y aferró los barrotes de la cama. Me gustaba esa necesidad de apretar algo que tenía Maoi, porque lo mismo estrujaba el hierro del cabecero con las manos que exprimía la punta de mi rabo con sus músculos internos, intentando así que su punto G fuera estimulado por mi inmensidad.

Apoyando los brazos al lado de los suyos, tensos, casi metálicos, movía mis caderas adelante y atrás a buen ritmo, buscando profundidad y placer en la expresión del rostro de Maoi. Ella tenía los ojos cerrados y la cara vuelta hacia un lado. Cada nueva acometida, gemía. Entonces su boca se abría y un sonido maravilloso me llegaba al tímpano. Era el momento de robarle un beso, de mordisquear sus labios o de jugar con nuestras lenguas. El resto del tiempo, me entretenía en cubrir su cuello de chupetones y en procurar no perder el equilibrio intentando acariciar sus pechos, que querían huir del camisón.

Me corrí como un campeón. Saturé de leche el fondo de su ser. Ahora estábamos más unidos que nunca. Maoi Shioto y yo, un simple botones, compartíamos algo muy especial.

No la volví a ver por mi país hasta casi dos años después. Conocí entonces a mi hijo, al que había visto crecer a través de las revistas del corazón internacional.

De nuevo estábamos en el ascensor. La situación era distinta. Maoi, madre, tenía la mirada llena de ternura. Me recordó el beso que me dio al salir del ascensor. ya no era top model. No lo necesitaba. Tenía un hijo, guapísimo, como yo, y muchas ganas de criarlo... sola, de momento.

Le he llamado Maochan. –

El sueño de una mujer... tu sueño. –

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