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Hechizo de amor (II)

en Control Mental

Edward deambuló, perdido en sus ensoñaciones, por las calles de Delhi. Llevaba la estatua, pero no se atrevía a mirarla. Temía que si lo hacía volvería a perder la voluntad y la misteriosa voz le arrastraría hasta perderlo en los bajos fondos de la ciudad. Tampoco quería deshacerse de ella. Era el único objeto que tenía que le recordaba a ella.

El sol cayó y Edward dejó de andar sin rumbo. Se sentó en un banco. Los pájaros piaban a su alrededor. Se abandonó a ese sonido hasta quedar dormido. De nuevo volvió a soñar con ella.

Estaba en la jungla. Alrededor todo era silencio. La noche negra había sustituido el jade de los árboles. Todas las estrellas se habían apagado. Sólo la luna llena iluminaba con luz mortecina la senda. ¿Dónde conducía?

Los árboles se apartaron y dejaron ver, en medio de un claro, una hoguera. Alguien estaba sentado frente a ella. Una mujer. El velo púrpura le caía por encima de la cabeza. Estaba de espaldas a Edward, entre él y el fuego. Deseando que fuera su amada, corrió hacia ella.

Le oyó llegar. Alzó un momento el cuello, como si le hubiera escuchado. Edward no había dicho nada... pero pensaba. Y ella había leído sus pensamientos. "Tú, por fin... Ahora te abrazaré y besaré, y me uniré contigo por el sexo y para el sexo"

Se detuvo, asustado. Temía que desapareciese. Estaba a tan sólo unos metros de distancia. Cerca, muy cerca, podía aspirar su aroma. Flores otra vez.

Comenzó a oírse una melodía. Era la música de una flauta. Ligera y armoniosa. Sentía que surgía de la piel de ella, empapándola. Le obligó a avanzar hasta ponerse delante de ella, al otro lado de la lumbre.

La música seguía invadiendo su mente, apoderándose de él. Se sentó. Miró a su acompañante. Era ella, sin duda, pero no pudo verle los ojos. El velo los cubría, y mostraba tan sólo la boca. Los labios, tiernos y sabrosos que hacía tanto tiempo probó. ¿Cuánto tiempo? Una eternidad le parecía a Edward que había transcurrido desde que la gozó en el tren.

Ella le alargó una mano. Varios brazaletes de oro y pulseras doradas tintinearon. El fuego los hacía brillar con especial intensidad. Parecían hechos del mismo material que las llamas.

Edward contuvo el aliento, asombrado, al ver que los dedos se abrían paso por el fuego sin quemarse. Pronto estuvieron junto a él. Le pedían que le diese la suya. Lo hizo, entregó su confianza. Entrelazados con los suyos, volvieron a situarse en medio de la lumbre. Efectivamente el fuego no estaba caliente. Pero hizo cenizas su ropa. Se quedó desnudo.

El velo púrpura se retiró por fin y Edward volvió a sentirse fulminado por los ojos de ella. Los mismos, siempre los mismos. Se acercó, la tomó entre sus brazos y la penetró. Sobre el fuego.

No jadeaba, ni gemía. Sólo le miraba a él. Edward por su parte introducía su miembro en el ansiado sexo. Y con cada embestida, sentía que se sumergía más y más en ella. Sus muslos eran suaves, delicados, pero le apretaban firmes. No le soltarían hasta que le llenara de su esencia.

El velo cayó sobre la tierra y entonces se apagó la hoguera. Quedaron las cenizas, no al azar. Formaron un dibujo. Una especie de casa, en medio de un bosque frondoso. Allí se reuniría con ella para siempre. Edward lo grabó todo en su memoria y eyaculó. Pero ella no se fue, sino que se quedó y sólo cuando lo despertaron los rayos del sol al día siguiente, su imagen pareció desvanecerse. Toda la noche la había pasado abrazado a un sueño.

Un viandante le indicó el camino más corto para adentrarse en la selva, pero le advirtió que lo mejor sería que se buscase un guía y un medio de transporte adecuado. Edward así lo hizo y alquiló un elefante con conductor... Más bien conductora.

Me llamo Tiri, señor. Seré su guía. –

Una preciosa chica de apenas 16 años le hizo una reverencia a Edward. Tenía los rasgos hindúes: piel bronceada, cabello negro sedoso y unos exquisitos modales. Un arete de metal sin labrar pendía de la aleta izquierda de su nariz. No era hermoso, pero en el rostro agraciado de aquella muchacha hasta la baratija más vulgar hubiera parecido el adorno de una princesa.

Partieron antes del mediodía. Así se internarían en la jungla antes de que el sol calentara demasiado. Subido en lo alto del elefante, en una cómoda silla que apenas notaba los vaivenes del enorme animal, Edward se sintió pronto poseído de una lujuria obsesiva por su guía. Era exótica, más que ninguna otra chica que hubiera visto en Delhi. Y guapa. Tal vez su misteriosa amante le había conducido a miles de kilómetros de su hogar en Inglaterra no para convertirle en su amado, sino para darle una nueva vida al lado de aquella chica a la que acababa de conocer y que ya le había prendado.

Tiri sonreía y hablaba para hacer más ameno el viaje. Preguntaba a Edward sobre las costumbres de los ingleses. Pero Edward no sabía qué contestarle. Además de sólo poder estar pendiente de sus ojos grandes algo rasgados, no recordaba prácticamente nada de su tierra natal. Como si nunca hubiese estado allí.

Cuando quiso darse cuenta, Tiri le había comenzado a hablar del amor, de sus sueños de mujer. Quería, decía, encontrar a un hombre distinto, como el príncipe de los cuentos y poemas épicos. Pero que la respetase y no la considerase sólo como a una hija, sino como a una amiga y compañera. Tiri sabía mucho de la liberalización de la mujer. Otro punto más que añadía a su encanto natural. Siendo tan joven, quería ser independiente, aunque sólo tenía a su elefante. Pero era un paso importante, tenía su vida resuelta sirviendo de guía a los turistas.

Mis padres – le explicó a su cliente – murieron cuando yo era pequeña. Me crió una prima de mi madre, enseñándome a valerme por mi misma. –

Tiri era estupenda, pero Edward ignoraba que era la última prueba de la diosa del amor para comprobar su fidelidad. Había enviado a su sacerdotisa mayor para tentar al joven.

Durante la noche del primer día de viaje por la jungla, Edward se vio acometido por temblores. Se sentía culpable. Despertó varias veces, sudoroso, como si hubiese tenido una pesadilla. Pero enseguida veía a Tiri al otro lado del campamento, dormitando plácidamente. A ella no le atormentaba su conciencia. La envidiaba.

Oyó entonces una voz que le susurraba, tentadora:

Tómala, Edward. –

Fuera del círculo de luz que proporcionaban las llamas, no se veía nada. Aún así el joven buscó con la mirada el origen de esa llamada. No lo encontró. Sólo le rodeaba la oscuridad. Llegó a la conclusión de que su imaginación le había jugado una mala pasada y volvió a acostarse.

No podía pegar ojo. Envuelto en la estera, se masturbó. Y no pensaba en Tiri. Volvía a necesitar la imagen de ella, la mujer misteriosa. Mirando la estatua, que sobresalía de su mochila un poco, se dio placer. Se sentía dominado de nuevo por una fuerza misteriosa, lujuriosa, que le ordenaba tocarse para obtener algo de alivio en su febril deseo de copular.

Cuando despertó, no recordaba si llegó a eyacular. Por si así había sido, se dirigió a un río cercano para lavarse. Tiri se le había adelantado.

La muchacha nadaba con los primeros rayos de sol. Desnuda, su figura era borrosa, aunque el agua era clara.

¡Tiri! – la llamó, desesperado. Temía que siguiera desvaneciéndose en el líquido elemento hasta desaparecer.

La chica saludó desde la otra orilla y se sumergió, para aparecer un minuto más tarde, que a Edward se le hizo interminable, a escasos metros. Desde esa distancia apreció como las perlas de agua habían empapado su cabello negro, adhiriéndolo a la piel de los hombros, la espalda y la cara. Sonreía. Dio un par de brazadas y se colocó justo debajo de Edward. Pero no salió del agua. La superficie llegaba justo a las axilas. Si emergía un poco más, enseñaría los pechos.

¡Buenos días! ¿Me pasa mi ropa, por favor? –

Edward tomó unos paños rojos de las matas. No recordaba que fueran tan finos ni preciosos cuando conoció a Tiri el día anterior. Se los pasó y muy cortésmente, se alejó para que la chica pudiera vestirse. Deseó no obstante todo el rato darse la vuelta para mirarla, aunque fuera de reojo.

Ya estoy lista, señor. ¿Seguimos el viaje? –

Sí... Tiri... estás preciosa. –

La muchacha no agradeció el halago. Se subió a la grupa del elefante y esperó a que Edward se sentara en lo alto. Una vez que estuvo situado, el coloso volvió a moverse.

Todo el día estuvo Edward meditando sobre lo que había sucedido la noche anterior y la mañana. Sus interrogantes se hacían más profundas y amenazaban con volverlo loco. Sentía que ella, su amada, lo golpeaba contra un yunque, calentándolo como el hiero al temple.

Llegó la hora de comer, pero Edward rechazó las viandas que Tiri preparó para ambos. Prefirió dar un paseo por una senda poco trillada. En cuanto estuvo fuera del alcance de la vista de Tiri, se masturbó otra vez, frenético. Gritaba, angustiado, al no sentirse dueño de su cuerpo. Su semen era el tributo que la selva recogía para la diosa por sus continuos deseos de serle infiel.

No pudo eyacular esta vez. Tiri lo sorprendió.

¿Señor? ¿Está usted bien? –

No querida Tiri. No estoy bien. –

No quiso responder a las preguntas de su guía y se abandonó a un inquieto sueño sobre los lomos del mudo elefante. Tuvo allí otro sueño.

El aire estaba lleno de sombras. No era aire libre. Se encontraba en un recinto cerrado. ¿Una cárcel? No había nada a su alrededor.

Edward... –

Alguien lo llamó. Ella, supuso, aunque el tono de la voz parecía el de Tiri.

Edward... –

Azotó sus tímpanos un chasquido, como el restallido de un látigo. Se echó al suelo, de rodillas. El chasquido volvió a repetirse, más cerca.

Eres mío.-

Sintió un intenso dolor en su sexo. Se quitó los pantalones y no vio que le pasase nada. El cortante silbido del látigo invadió la estancia y le golpeó de lleno. Chillo, dolorido. Ella lo estaba azotando en el miembro. No veía nada, ni siquiera las heridas, pero las notaba. Suplicó que parase.

Ya ha llegado el momento de decidir, amado mío. –

Era de noche. El muchacho vio lo primero de todo las estrellas. El elefante se había parado. No había más camino, ni hacia delante ni hacia atrás. ¿Cómo había llegado allí?

¿Tiri? –

La chica no estaba con él. Edward se bajó del animal y se adentró por los árboles. Pronto se dio cuenta de que las lianas estaban trenzadas marcando una senda. No se veía a dónde conducía, y nadie la podría seguir sino andándola. Cuando erraba la dirección, una zarza rasgaba su ropa y le impedía avanzar. La camisa y los pantalones no tardaron en convertirse en despojos. Curiosamente, no se hizo ni un rasguño.

Por fin, llegó a un claro. Los árboles eran más altos, pero estaban separados. Se situó en el centro y llamó:

Tiri. –

El viento pareció responderle con la voz de la chica. O tal vez fueron los ruidos de la jungla. Gritó, mucho más alto:

¡Tiri! –

Un ave nocturna graznó y emprendió un rápido vuelo entre dos copas de árbol.

Edward. Estoy aquí. –

Tiri apareció por un lado del claro. Nunca había estado más apetecible. La túnica era de seda, decorada con maestría. Ajorcas de oro pendían de sus muñecas y tobillos. El aro de la nariz era de plata. Y en sus ojos un embrujo poderoso lo atraía.

Caminaron el uno hacia el otro. Edward se quitó los últimos restos de su ropa. La túnica de Tiri se abrió mostrando un seno. Bronceado y hermoso, tierno como la edad juvenil de la muchachita hindú.

El chico lo besó en cuanto estuvo a su alcance. Tiri gimió, satisfecha y estrechó la cabeza de él contra su cuerpo. Edward bajó sus labios hasta el ombligo, donde depositó otro beso. Y siguió su descenso hasta las ingles. Estaba de rodillas, y pasó la lengua por encima de los labios íntimos. Ella se mordió el labio inferior, conteniendo las muestras de placer.

Él se tumbó sobre la hierba del claro y acariciando las piernas bellas de Tiri la atrajo hacia sí. La había deseado mucho tiempo, todas las horas desde que la conoció. Ella se preparó para recibir el pene erecto. Sentada sobre sus muslos se inclinó para besarle.

Edward ansiaba olvidar todas sus visiones eróticas sumergiéndose en el gusto de los labios de Tiri. Después empezaría una vida tranquila y relajada. La dama misteriosa no volvería a jugar con su cerebro.

Pero en la luna, detrás de la cara sonriente de su amante, se sintió observado. Espiado, analizado por el satélite, como si su señora fuese el testigo de la infidelidad. Tiri era bella, hermosa, la chica más apetecible del universo, pero era mortal. Los años pasarían y su amor se marchitaría. En cambio la dama misteriosa le ofrecía un goce sobrenatural, un viaje sin fin por el paraíso. Edward se dio cuenta entonces del plan genial de la diosa del amor y rechazó el beso de su acompañante.

Tiri no se sintió ofendida. Al contrario, pareció alegrarse sobremanera al oír las excusas de Edward. Él no sabía que incluso la muchacha era parte del plan de la diosa.

La persiguió por la jungla durante horas. La noche seguía siendo dueña del cielo y del paisaje. Siempre por delante de él, Tiri jugaba a huir de Edward, del elegido por su ama. Era la sacerdotisa de la diosa del amor y había realizado su misión con éxito. Ahora sólo quedaba conducir al joven ante la presencia de la soberana del erotismo.

Cuando el joven inglés alcanzó a su presa, vio que había llegado a las escalinatas de un templo. Lo reconoció enseguida: era el edificio que vio en las cenizas de su sueño. Tiri estaba apoyada en una columna, esperándolo.

Bienvenido, tú, el más dichoso de los hombres, pues fuiste elegido por la diosa. –

Edward pasó dentro, embobado. Como si fuera un pez, siguió el camino que un invisible sedal marcaba hacia el altar del amor.

El centro de la estancia lo ocupaba un enorme ara en la que ardía incienso puro. Al aspirarlo, pudo oír la voz de la diosa. Más clara que nunca le comunicó sus deseos de unirse con él. Edward dio un paso adelante y se subió a la piedra. Como hiciera en su sueño, atravesando el fuego, penetró en la nube de incienso.

Frente a él estaba la estatuilla que compró en el puesto, hacía ya un siglo. El tiempo no tenía sentido en ese lugar. Ante sus ojos, que ya no se asombraban de las maravillas, vio que crecía y cobraba vida. La mujer lo miraba ahora a él, invitándolo a convertirse en el hombre inerte. Ella le daría la vida.

Asó lo hizo y a cada paso que lo acercaba a la estatua viva de la diosa, sentía crecer en él el placer. Todo, hasta el aire, le parecía divino. Su mente se sintió libre de ataduras: ya no eran necesarias las apariciones ni los sueños. Era real lo que pasaba.

En un instante se vio convertido en el hombre que la diosa abrazaba. El contacto de sus brazos era cálido. Su rostro tenía todos los rasgos de las mujeres que lo habían conducido hasta allí: las desconocidas del tren, la niña del puesto de baratijas, incluso de Tiri.

La penetró. No era una manifestación, sino la propia diosa del amor la que recibió el miembro viril de Edward. Todo, el templo, el altar, el incienso, hasta los latidos de su corazón, desparecieron. Sólo estaba el placer de poseer y d ser poseído por aquella a la que estaba destinado.

Tiri recogió la estatuilla y la llevó al santuario del templo. La diosa ya había elegido compañero para el resto de la eternidad. Se sentó en las escalinatas de acceso y esperó, hasta que la jungla, muchos siglos después, engulló la última piedra de aquel lugar mágico.

Desde entonces y para siempre, la diosa y Edward seguirán fundidos, en continuo e imperecedero orgasmo y coito, más allá de las estrellas, haciendo llover sobre nuestro mundo la semilla del amor.

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