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Fausto

en Grandes Relatos

El doctor Fausto era un vejestorio salido. Bajo su espesa y larga barba gris se escondía un vicioso consumado.

Trabajaba en un laboratorio alquímico, intentando crear oro a partir de plomo. ¿Y para qué? Para pagarse las cortesanas, claro; que lo veían tan viejo y carcundo que no querían acostarse con él si no era mediando una bolsa llena de oro.

Mephisto, señor de los Infiernos, percibió la maldad en el alma de Fausto, y se propuso, pues estaba harto de flagelar almas con su llameante cilicio, pasar un buen rato a costa del viejo chocho.

Así que hizo caer sobre Bremen, la ciudad de Fausto, una peste de lujuria y depravación. La gente fornicaba por las calles, en las plazas, en los soportales de las catedrales y en los claustros de los conventos. Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, orgías en las que uno se olvidaba de todo. Y al llegar el alba, los supervivientes de las bacanales (porque algunos no lo contaban, de puro agotamiento sexual) se encontraban nadando en lagos de fluidos corporales varios.

Todos iban enseguida a misa a hacer penitencia a las iglesias, pero en cuanto volvía a caer el sol, se repetía la orgía, de tal manera que la ciudad se hizo famosa por su voluptuosidad y perversión, llegando a ser llamada "Sodomaburgo".

Fausto estaba harto. Y no, desde luego, de los excesos de sus conciudadanos, sino de que, debido a su edad, no lo admitían en las casas, jardines y palacios donde ocurrían los lúbricos festivales. Por este motivo andaba todo el día dolorosamente excitado, y apenas lograba conciliar el sueño, ya que Mephisto se encargaba de enviarle súcubos a acariciarle y prodigarle favores en la duermevela, pero cuando el viejo intentaba abrazar y besar a las concubinas del demonio, éstas desaparecían.

Por fin, Fausto renegó de sus escrúpulos, abjuro de dios y conjuro a Mephisto en una encrucijada de caminos para hacerle una oferta: su alma pecadora a cambio del placer.

Mephisto se frotó las manos y se manifestó a su nuevo acólito. Le hizo firmar con sangre el pacto y al instante, Fausto se vio rejuvenecido, en la flor de la vida, listo para acometer todo tipo de tropelías, cortejar damiselas, o incluso mujeres casadas, y echar a perder su cuerpo y alma.

Era apuesto, un efebo apetitoso para cualquiera. Sus cabellos rubios brillaban como el sol, resplandeciendo su níveo cutis. Los miembros bien formados, proporcionados, con la fuerza de un león. Y un cimbel enorme, colosal. Fausto se miró en el espejo y soltó unas sentidas carcajadas. Mephisto le sonrió y le invitó a acompañarlo en su diaria búsqueda de placeres impíos. Fausto aceptó.

Nada más salir, se unieron a una fiesta en la que Fausto no tardó en despuntar. Todas las damas miraban a aquel jovenzuelo, deséandolo, y algún invertido también ponía sus ojos en él. Mephisto tomó una copa de vino y aguardó a ver las travesuras de su discípulo.

Fausto se puso a cantar para halagar a una condesita morena, la anfitriona de la fiesta. Con la rodilla hincada en tierra, tomó la delicada mano y ensalzó, con un tono y un arte que haría enmudecer a los coros de Roma, la belleza, el porte y la sensualidad de la pequeña aristócrata. No bien terminaron los versos de su loa, plantó Fausto los labios ansiosos de carne trémula en la mano de la condesa, y de allí, con besos que casi eran los mordiscos de una fiera, fue subiendo por el brazo hasta el hombro y por fin encontró su boca. La penetró con la lengua y selló los labios rojos de excitación de la chica.

Mephisto dio unas palmadas y los músicos tocaron con violencia los aires orientales de los harenes turcos. Todos sintieron fuego en sus pechos y se emparejaron como quisieron o pudieron. Fausto seguía besando a su elegida, pero ya sus manos se apresuraban en desatar el corsé para poder posarse como palomas sobre los canalones de la catedral en los pechos frescos y puros de la noble.

El demonio reía, a su alrededor todos fornicaban y eran fornicados. Los jadeos de más de veinte parejas llenaban el aire. el vino corría, la música fustigaba los ánimos y las libidos.

La madre de la condesita vio a su hija y al joven que la estrechaba y se encaprichó de él. Se puso al lado de su hija y suplicó a Fausto que probara sus labios, más expertos que los de su retoño en esas lides. Fausto iba a aceptar, pero Mephisto le susurró al oído que comprobara el grado de sumisión de esas dos mujeres y lo rentable que había sido pactar con él, ordenando a la señora condesa besar a su hija.

Así lo hizo Fausto, y la condesa, algo ruborizada, obedeció. Besó a su propia hija, que cerraba los ojos y ya sólo sentía el instinto del sexo, y pronto las dos estuvieron embriagadas en una sinfonía de caricias indecentes, sensualidad incestuosa y perversión. Fausto lo miraba todo asombrado, calibrando cuánto podría conseguir con sólo proponérselo. No tenía ningún límite al que atenerse.

La condesa ya había desprovisto del ceñidor a su hija, y sus manos de uñas largas amasaban los pechos adolescentes, calentándolos. La condesita gemía, extasiada, y buscaba la lengua de su madre con la suya propia, igual que un pez busca el agua para no morir asfixiado.

Fausto se levantó, se bajó los calzones y presentó su erecto miembro a las dos mujeres, que pararon sus caricias para empezar, a cuatro patas como dos bestias, a chupar y besar el apetecible pene. Después de cada lamida, la madre hacía que su retoño bebiera sus saliva, mezclada con los líquidos preseminales de Fausto. El diablo brincaba de gozo viendo esto.

La música cesó de repente y los invitados se fueron retirando, junto a sus parejas, al interior del palacete, llenando las alcobas. Fausto trepó por una enredadera con la condesita abrazada a sus piernas, mientras que Mephisto llevaba en brazos a la gimoteante condesa a su alcoba. El también iba a divertirse.

Y así, mientras Fausto desvirgaba sin compasión a la mesmerizada joven, Fausto entretenía su tiempo introduciendo sus dos penes infernales en el ano y la vagina de la señora del lugar, cuyo marido roncaba plácidamente en el mismo lecho, inconsciente de la depravación de su esposa y su hija.

Llegó el alba y Mephisto, con pereza, meneando su rabo picudo fue a orinar, despertando con su sulfurosa meada a un cortesano que había acabado la noche vomitando sobre una de las letrinas de palacio. Luego despertó a Fausto, que dormía al lado de su amante, lo subió a su caballo negro y salieron volando rumbo a otra ciudad, a otra orgía.

Arribaron a Leipzig. Era día de feria. Saltimbanquis y comediantes animaban las calles. El mercado estaba lleno. Todos parecían felices. Mephisto rechinó los dientes y el caballo bajó, invisible para todos, hasta la plaza. Fausto aún bostezaba.

El demonio echó una rápida mirada y descubrió una alegre comitiva que llevaba sobre unas andas a una mujer robusta de mejillas encendidas. Representaba a la Reina de la Fiesta, y sobre sus bucles negros enmarañados portaba una corona de latón adornada con cuentas y cristales. Sus pechos, cada vez que reía, lo cual era frecuente, amenazaban con hacer estallar el corpiño. Sobre las andas iba lanzando a los juerguistas pétalos de flores.

Mephisto señaló a Fausto la presencia de aquella hembra, pero el joven estaba cansado de la noche anterior. Mephisto frunció el ceño, y con el filo de su espada se hizo un corte en el dedo corazón. Recogió las gotas de sangre en un cubilete de dados que había tirado por el suelo, las mezcló con vino y se lo dio a Fausto. En cuanto la bebida rozó los labios, sintió que le inundaba un vigor inusitado y acababa su cansancio. Cuando la bebida terminó de ingresar en su paladar, tenía fuego en el pecho y necesitaba apagarlo. ¿Dónde? En los labios de la reina de la fiesta.

De un salto, Fausto trepó a las andas y se presentó a la risueña monarca. Ésta, divertida por su atrevimiento, le invitó a que la secundara lanzando pétalos a las calles. Con las manos entrelazadas, arrojaron durante un buen rato pétalos, llenando el aire de risas y aroma primaveral. Y aprovechando que reía a mandíbula batiente, Fausto le plantó un beso a su acompañante. Ella dejó de reír, lo miró seria unos instantes, pero el rostro de Fausto era tan agradable y brillante, que no pudo evitarlo y volvió a reír. Fausto la volvió a besar, y ella le correspondió. Mientras lo hacían, Mephisto subió también e hizo caer sobre las caras unidas una lluvia de rosas. Fausto abrió los ojos y vio que algunos pétalos habían quedado sobre el generoso escote de su compañera, y sopló sobre ellos para hacerlos volar. A la mujer se le saltaban las lágrimas de la risa, pues los delicados suspiros de Fausto sobre sus senos le hacía cosquillas.

Mephisto se colocó a la cabeza de la carroza real y ordenó a la masa que los condujeran a una taberna. El pueblo, enfebrecido, así lo hizo, mientras Fausto metía su cabeza bajo la falda y enaguas de su nuevo amor, aplicando sus labios sobre los muslos, las ingles y finalmente el sexo. La reina gritaba de placer, y todos alrededor reían, sobre todo Mephisto.

Llegaron junto a la taberna y sacaron unos barriles de cerveza. Mephisto se sentó a horcajadas sobre uno de ellos y simuló que le hacía el amor, provocando la carcajada general. Fausto tomó una jarra y vació su contenido de un trago, lo cual le reprochó su acompañante, ya que, además de dejar de atenderla oralmente, no le había traído jarra para ella. Fausto sonrió y tomó otras dos jarras. Entrelazaron sus brazos, brindaron y bebieron. Y luego repitieron. La bebida no afectaba a Fausto en absoluto, si acaso lo volvía más risueño, pero la reina estaba resplandeciente. Sus carrillos eran carbones encendidos, y la mirada le brillaba. Se levantó, se subió las enaguas y enseñó su intimidad a todos, y todos brindaron por ella. Fausto hizo lo propio con su pene, y las jarras entrechocaron para alabar su virilidad. Mephisto, para no ser menos, también enseñó su doble atributo, y todos rieron al verlo, menos dos hilanderas que casi se desmayan.

La fiesta estaba en su apogeo. Fausto bebía de la boca de la reina, la reina de la boca de Fausto, Mephisto gobernaba complacido desde su trono de roble, y la multitud bebía sin tregua.

Por fin, Fausto se echó encima de la reina y la poseyó. Ella ya no reía. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa bobalicona, pero a Fausto no le importaba. La cabalgó durante media hora hasta que logró eyacular. Resoplando se retiró, y el semen manchó las piernas y ropas de la reina, que aferraba su corona con una mano y una jarra de cerveza con la otra.

Mephisto silbó y hubo un momento de silencio. Todos tenían la mirada borrosa por la bebida, así que no pudieron distinguir muy bien cómo el caballo negro del demonio marchaba por los aires con Fausto y Mephisto en su grupa.

Durante meses Fausto probó mujeres y placeres lujuriosos, y aunque no llegaba a cansarse de ellos, tampoco lo llenaban por completo. Se preguntó si existiría una mujer capaz de lograrlo.

Esa mujer existía, realmente. Su nombre era Gretchen. Era de condición humilde, una muchacha de dieciséis primaveras, inocente y pura. Tenía el talle delicado, la piel finísima y rosada por la juventud, los labios rojos, los ojos azules y una preciosa cabellera rubia que le llegaba a la cintura en dos trenzas.

Fausto y Mephisto cabalgaban por el éter, buscando un nuevo modo de divertirse, y Fausto, que miraba aburrido el paisaje, fue deslumbrado momentáneamente por el reflejo del sol en los cabellos de Gretchen. Cuando miró que podía ser lo que causó tal brillo, la vio, y quedó prendado al instante de ella. Se lo hizo saber al diablo, que intentó convencerle de que la olvidara, que aquella era una paleta sosa y que había manjares mucho más fuertes que aquel, pero tanto insistió el joven, que al final accedió y descendieron.

Gretchen estaba jugando con los niños de su aldea a la gallina ciega. Fausto y Mephisto se ocultaron detrás de unos matorrales, y mientras el demonio echaba una cabezadita, el mancebo observaba embelesado al objeto de sus deseos.

Los niños vendaron los ojos de Gretchen y le dieron varias vueltas para desorientarla. Cuando se detuvo, siempre sonriendo, fue con los brazos extendidos buscando a sus compañeros, pero a quien encontró fue a Fausto, que había salido de su escondite. La tomó las manos, Gretchen preguntó quién era el que tenía las manos tan frías, y palpando descubrió el rostro del efebo. Se asustó, pero Fausto la besó, impidiendo con un fuerte abrazo que pudiera escapar. Para el viejo alquimista fue le beso más dulce de toda su vida, irrepetible.

Mephisto sonrió en sueños. Intuía que su pacto se consumaba: era el momento de sumir a los amantes en la desesperación.

Fausto soltó a su amada, que se quitó rápidamente la venda de los ojos y sorprendida, enfadada y excitada, miró al atrevido mozalbete que acaba de robarle el primer beso. Los niños los rodearon y cantaron un himno nupcial con sus voces agudas. Fausto sonrió e hizo una reverencia, pero Gretchen, avergonzada, huyó a toda prisa.

Mephisto consoló a su discípulo y le dijo que podrían encontrar otra chica mejor que aquella en cierta ciudad que conocía el bien, pero, tal y como esperaba, Fausto ya no pensaba sino en seducir, conquistar y poseer a la rubia doncella. Frotándose las manos, le indicó el camino hasta una taberna donde podrían planear el mejor modo de conseguir el amor de la chica.

Y así, en tanto que Fausto agitaba desesperado una jarra de cerveza medio vacía, Mephisto, besuqueaba los pechos de dos orondas taberneras, y entre trago, chupetón y eructo, elaboraba su infalible plan.

Decidieron, en primer lugar, averiguar cuanto pudiesen de ella, siguiéndola a todas partes. Así, sin que se percatase de la estrecha vigilancia a que era sometida, Gretchen seguía su vida normal, del trabajo en el telar a casa, y de allí a las eras a jugar entre los pajares con los niños.

Descubrieron así que Gretchen tenía aún viva a su madre, y además era hermana de un vigoroso mancebo, muy conocido y querido en la ciudad por su bondad y valor. Y también, y eso fue la clave para llegar hasta el ingenuo corazoncito de la chica, una tía algo casquivana, que rondaba ya los cincuenta años, con fama de alcahueta y medio bruja. Mephisto consideró que tal vez si se hacía amigo de aquella mujer, podrían acceder a su delicada sobrina.

Así pues, el diablo, con sus mejores galas, se presentó en la casa de Gertrudis, que así se llamaba, solicitando una pócima para despertar la pasión de un miembro cansado. La señora se sorprendió y le preguntó si era para él el brebaje, a lo que el demonio, fingiendo timidez contestó afirmativamente. Gertrudis, a quien resultaban apetitosas las carnes de aquel supuesto hombre, y que por lo fino de su vestimenta y la riqueza de su porte entrevió pingües ganancias, le "persuadió" de que en realidad el problema no era su impotencia, sino el no haber dado con una mujer experta en las lides amatorias.

Fausto, que miraba por la ventana, vio como la señora se insinuaba a su cómplice, acercando su aún apetecible escote al rostro del diablo, que apenas podía contener la risa y su lujuria. Gertrudis le abrazó, diciéndole que si su novia lo hacía como ella iba a enseñarle, se excitaría enseguida. Y lo besó.

Mephisto se apartó del abrazo aquél para mantener la farsa y fingió miedo, lo cual dio alas a la madura pecadora, que lo fue arrinconando poco a poco, hasta ponerlo sobre la mesa de la sala principal.

Fausto, aupado sobre unas tejas para ver toda la escena, perdió el equilibrio y dejó caer un trozo de adobe de la pared. Al ruido Gertrudis se dio la vuelta, pero Mephisto, para evitar que descubriera a su compañero, la agarró por detrás, tomando sus pechos con sus calientes manos de demonio.

La señora, viendo que su amante se lanzaba, jugó un poco, entre risas, apartando las manos, que por momentos parecían multiplicarse sobre su pechos y talle, del súcubo, pero al final se dejó hacer. Mephisto soltó el corpiño y luego levantó las enaguas, y antes de que la pobre mujer se diera cuenta, ya la había penetrado.

Gertrudis gritó de placer, y Mephisto la besó para evitar que escandalizara a los vecinos. Fausto, que no perdía detalle, tenía una erección, y se veía a sí mismo poseyendo a su amada Gretchen como a una vulgar ramera sobre la misma mesa. Se bajó el jubón y empezó a masturbarse.

Mephisto se divertía buscando los puntos más sensibles de su amante, la cual, aunque la excitación se lo ponía difícil, no olvidaba la vis económica de aquel encuentro y palpaba la bolsa del demonio.

Éste le mordisqueaba las orejas, provocándola gemiditos, y al tiempo empezó a susurrarle picanterías tales que hicieron sonrojarse a la mujer.

Por fin Mephisto eyaculó y desmontó a la fatigada, aunque radiante, hembra. Tomó la bolsa y sacó unas enormes monedas de oro, y las dejó sobre la mesa. Gertrudis, recompuesta un poco, iba a echarlas en el bolsillo de su mandil, pero la firme mano del demonio la detuvo.

-Querida, os habéis comportado como la mejor maestra que un hombre que se precie de serlo pudiera desear. Y aún estoy meditando si no necesitaré otra lección para afianzar lo que he aprendido en mi fuero interno.-

-Señor mío, eso será un verdadero placer.-

-Me alegra oírlo. Pero resulta que tengo un amigo que también anda necesitado de enseñanzas...-

-No os preocupéis, querido, que si he sido buena maestra para un semental como vos, no cabe duda de que lo seré también para él.-

-No lo dudo, Gertrudis. Pero... mi amigo es joven, un muchacho, y aunque vos podríais darle lecciones, preferiría- y al decir esto sacó de su bolsa un espléndido collar engarzado de diamantes- que su primera experiencia en este sentido fuera con alguien de su edad.-

La mujer miraba atónita el collar. Nunca había visto ninguno así, tan precioso. Y sin darse cuenta ya lo había tomado entre sus dedos y lo acariciaba.

-Sin duda hallaré a quién podrá complacer vuestra demanda, mi señor.-

-Eso espero, pero me permito aconsejaros, porque en estos asuntos toda prevención es poca, que la persona en cuestión sea de absoluta confianza, alguien de cuya condición no dudéis. ¡Ah! Y que sea virgen, eso es importantísimo. Mi amigo se sentiría demasiado avergonzado ante cualquier mujer que ya hubiera sentido en sus carnes el peso de los varones.-

Mephisto avanzó hacia la puerta, y cuando ya se disponía a traspasar el umbral, hizo una última observación:

-Entiendo que para esta cuestión, discreta hasta donde entendáis lo que la palabra "discreta" viene a significar, tengáis que recurrir a alguien muy cercano...casi familiar. No reparéis en si os va a costar mucho, pues ese presente que os he hecho es una minucia en comparación con los otros que aquí tengo. Y como muestra...-

Extrajo de la bolsa un zarcillo gordo, hecho de una única y perfecta pieza de rubí. Con dos dedos lo pasó ante la puerta, y el sol, filtrado a través de la gema, deslumbró a Gertrudis. Luego se lo lanzó, y el enorme pedrusco precioso fue a caer en el escote de la mujer.

-Señor tendréis lo que buscáis, o no me llamo Gertrudis.- es lo único que pudo replicar.

Mephisto hizo una reverencia, satisfecho, y salió. Se reunió enseguida con su pupilo y miraron a través de la ventana. Gertrudis había guardado las joyas y el dinero, y repetía:

-Gretchen... Gretchen... Te he encontrado el mejor partido que cabría esperar.-

Al día siguiente Gertrudis fue a visitar a su sobrina, exhibiendo delante de ella el precioso collar. Como la muchacha, encantada por la belleza de la joya, le preguntara de dónde la había sacado, la otra se ocupó por Fausto de regalarle los oídos contándole que un joven se la había dado para ella y que se la hiciese llegar a Gretchen, cuya belleza era tanta que bla, bla, bla, y él no osaría nunca ni siquiera acercarse a ella, que estaba muy por encima y que si tal y que si cual... el caso es que cuando terminó de hablar y le dio el collar (el zarcillo se lo quedó la codiciosa Gertrudis), ya ardía Gretchen en deseos de conocer a su admirador. Pero como era ingenua y pura, no se lo dijo a su tía.

A partir de ese día, Gretchen se pasaba el tiempo contemplando su collar, imaginando quién sería el que en tanto la tenía a ella, una sencilla chica de pueblo, y mientras también Fausto la observaba a escondidas, deleitándose sin cansarse de su belleza. El cuerpo juvenil y fresco de Gretchen, sus pechos tiernos, sus manos delicadas, sus labios rosados y su pelo rubio llenaban sus fantasías lúbricas, y lo acariciaban mientras se daba placer en solitario.

Mephisto por fin consintió en usar un poco de su poder para que los dos amantes pudieran estar juntos. Aprovechando una noche que el hermano de Gretchen, Rufus, estaba en la taberna con sus amigos y su madre dormía profundamente, sonriendo dichosa por la virtud de sus dos hijos, dejó a Fausto ante la ventana de su enamorada, y le dio una flauta mágica que haría sonar tal música que sólo la escucharía su amor. Entonces debería con las notas expresar cuanto sentía, teniendo por seguro que si eran sinceros sus sentimientos, la muchacha, ya encandilada con la ensoñación de su galán misterioso, se entregaría a Fausto en cuanto éste se manifestara como tal.

Fausto acercó el instrumento a sus labios temblorosos, y empezó a tocar. Al principio las notas parecían perdidas, pero pronto tomaron fuerza y se colaron a través de la ventana, penetrando a saltos en la alcoba donde Gretchen terminaba su labor.

La chica sintió un escalofrío, seguido de una cálida caricia que subió por su espalda hasta las orejas, le hizo cosquillas en los lóbulos y se coló dentro. Enseguida empezó a oír palabras, que no comprendía, como si se dijeran muy bajito o muy despacio. Sin saber por qué, se empezó a excitar. Sus manos dejaron caer las agujas de punto y se posaron en su vientre, apretando el pliegue de su falda. Se mordió el labio inferior y cerró los ojos.

Una silueta avanzaba hacia ella en la oscuridad de su imaginación lúbrica. Ella estaba desnuda, sintió pudor, y frío, pero un cálido manto la cubrió. La silueta lo había colocado sobre sus hombros, protegiéndola.

Gretchen acariciaba sus pechos sobre el corpiño. Tenía los pezones duros, y sentía por primera vez el deseo sexual de una mujer adulta. Le sorprendió el vigor de su propia pasión, e intentó dominarlo, pero lo único que logró fue llevarse un dedo a la boca y morderlo levemente para apagar sus gemidos.

Fausto sentía que su alma volaba con su música, dotada de alas por la mágica flauta de Mephisto. La pared del hogar de Gretchen empezó a hacerse transparente, como si pudiese ver a través de ella. Junto a un cirio, estaba su amor. Aún no la veía, pero sabía de su presencia.

Gretchen no podía más. Sin saber cómo, pues nunca lo había hecho, comenzó a acariciar su pubis, bajo la falda y las enaguas. Estaba húmedo, pero no le dio asco, sino que se sintió morbosamente alegre. Sus dedos buscaron hasta dar con los puntos que más fuerte hacían sentir su fuego, en vez de intentar dar con el modo de calmarlo.

En su cabeza las palabras ya eran audibles. La llamaban, aunque no decían su nombre. Oía apelativos extraños, que la situaban desde el trono de las aspiraciones a la más viciosa bestia de la naturaleza. Pero todas las palabras se referían a ella. ¿Quién las decía?

Fausto se encontró mágicamente transportado dentro de la habitación y también dentro de sus ensoñaciones libidinosas. Atónito contemplaba el cuerpo convulsionado y jadeante de su amada muchacha, tan distante de la pureza que había percibido en ella, pero no le desagradaba, sino tolo lo contrario. Nunca la había visto tan brillante, tan dispuesta para entregarse a él en cuerpo y alma.

Le tomó una mano y en la imaginación de Gretchen la misteriosa silueta que la confortaba y protegía tomó el rostro de Fausto. Reconoció al joven que la robara el primer beso, y lejos de rechazarlo, sintió que sólo en sus labios y su cuerpo esbelto hallaría el remedio perenne de sus deseos lascivos. Lo abrazó y abrió los ojos: Fausto la estrechaba con sus vigorosos brazos. Miró hacia abajo y empezó a recordar sensaciones que no había percibido hasta ahora. El miembro del mancebo acariciado por sus pequeñas manos, rozando juguetón la entrada de su feminidad y por fin desvirgándola.

Fausto ya había penetrado a muchas mujeres, pero ésta le pareció la mejor de todas. El recuerdo de sus coitos anteriores se borró para siempre. Sólo viviría de ahora en adelante para rememorar lo que era hacerle el amor a Gretchen. Cualquier otra cosa carecía de sentido. Únicamente de amor y deseo carnal se sustentaría.

-¡Dime tu nombre!- gimió Gretchen

-Fausto.- contestó él, y fue el instante más feliz de sus vidas, mirándose a los ojos con una ternura infinita..

Epílogo

... la misma que Mephisto iba destruir.

El demonio convenció a Rufus, el hermano de Gretchen, de que un ladrón asaltaba su casa. Al llegar a ella, Fausto tuvo que defenderse de quién lo creía un violador y bandido, y lo mató. La madre de Gretchen y Rufus, al ver a su hijo muerto, falleció también. Fausto huyó y Gretchen fue llevada a la picota como una vulgar prostituta, donde niños sucios y viejas desdentadas descargaron sobre ella kilos de fruta podrida en medio de los insultos de la chusma.

La muchacha concibió una hija, una preciosa niñita de ricitos rubios con la misma cara de Fausto, pero al llegar el invierno, murió de frío y hambre y Gretchen fue sentenciada a morir en la hoguera por infanticidio. La oscura garra de Mephisto lo había tramado todo para hacerla parecer culpable de aquella desafortunada muerte.

Fausto, desde su prisión en los volcanes del demonio, oyó las súplicas angustiadas de su amor, y obligó a Mephisto a llevarlo al rescate de Gretchen, pero llegó tarde: la muchedumbre no permitía que nadie se acercase a la pira donde pronto se consumiría la desafortunada chica.

Maldijo Fausto su condición y la hora en que pidió ser joven de nuevo, pues sólo le había causado dolor. Mephisto sonrió y con un ademán devolvió a su esclavo los años robados. Fausto volvía a ser un anciano. Pero en el fondo de su ya agotado corazón, ardía una llama de amor inextinguible, que le dio fuerzas para abrirse paso entre el populacho y abrazarse a su amada Gretchen, quien reconoció el brillo del amor perdido en los ojos de aquel viejo. Las llamas de la hoguera se alzaron y los devoraron, reduciéndolos a cenizas.

Sólo el amor redimió a Fausto en el último momento, y cuándo Mephisto fue a por su alma, la encontró unida a la de Gretchen por un vínculo imposible de quebrar, que obligo al viejo demonio a renunciar a sus propósitos de llevarse el alma de aquel hombre.

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