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Copos de lujuria

en Hetero: General

Nevó, pero no sentía frío ni siquiera cuando los copos de silenciosa escarcha, filtrándose y diluyéndose a través de la bufanda formaban pequeñas lagunas que irremediablemente terminaban desbordándose sobre mi pecho. Pero no, no sentía frío. Es más, al contacto con el agüita helada, me daba cuenta de lo caliente que estaba todo mi cuerpo, pero sobre todo mi piel. ¿Sería por eso también que la adrenalina aguijoneaba todo mi ser y concentraba la atención de mis sentidos en ella? ¡Emocionante, sin duda! Pero... ¿por qué?

Nieve cayendo sobre nosotros, y nieve en nosotros.

El manto blanco perlaba la noche oscura y convertía todo el mundo en una película en blanco y negro, y muda además. Pero yo podía oír una música que salía de mi alma encandilada.

Sólo ella y yo, destacándonos sobre el resto del universo, poseíamos color. También esos colores pugnaban contra el frío.

Ella estaba... preciosa. Bajo su abrigo negro, un jersey de lana verde, y unos románticos guantes y bufanda rosa. Su cabello dorado, en cambio, parecía hilo de oro, aunque por un instante me recordó el brillo de un rolex. ¡Qué disparate! El oro blanco se hacía rojo en sus divertidos mofletes.

Su risa era el solo frente a la orquesta de los copos. La escuchaba embelesado, detrás suyo, siguiéndola a zancadas y deteniéndome, como una partitura llena de silencios cómplices, o un juego infantil. El vaho y las manos en los bolsillos de mi viejo anorak azul con forro escocés me daban un aspecto de....¿ malo de cine negro? En todo caso de malo con pintas.

Las calles se hacían para nosotros, y nuestras huellas en la nieve y el barro de los céspedes marcaban un camino efímero.

Se dejó caer, riendo a carcajadas, sobre la nieve y la hierba oculta por su manto. Yo me recosté a su lado, observando como su pecho se agitaba con la agitada respiración.

Dejó de reír y giró su rostro feliz hacia el mío, regalándome una mirada que no podía comprarse. Luego miró al cielo, sorteando las farolas de luz anaranjada.

Quizás ella soñaría, como yo, con volar sobre la ciudad y la autopista, desnuda bajo la lluvia, en la noche de tormenta. Libertad, lo llamaba yo, y ningún otro sueño merecía ese nombre tan bonito.

Pero creo que... tenía el pelo demasiado corto para volar sola. Sería como navegar sin timón.

¿Entonces? Entonces sería yo quien volaría, con ella en brazos, los dos desnudos, y nos amaríamos, y nos besaríamos entre los rayos de la tempestad, entre las nubes, subiendo y bajando de las nubes. Nuestras pieles siempre unidas en algún punto, mientras el resto del cuerpo, como una cometa, se convertía en juguete del viento.

Me vi, desde arriba, bajando con un zumbido, como un asteroide, hasta llegar a nosotros dos, tumbados sobre la nieve, y justo cuando iba a chocar, me detuve al ver mis propios ojos. Otra vez el silencio, presagiando algo hermoso.

No necesité buscarla: encontré su mano donde ella sabía que iba a encontrar la mía. Y las entrelazamos mirando a las estrellas. Ya no nevaba.

...

Estábamos en el portal de la casa. Creo que no era la mía, al menos no en esa época, y tampoco parecía la suya. Será porque la casa no admitía sino parejas.

Me pasé la mano por el pelo para quitarme la humedad, y luego me saqué los guantes. Ella estaba descorriendo el cerrojo de la puerta, y ya la había abierto un poco cuando cambió de idea, justo en el momento en que me disponía a seguirla al interior.

Se giró para apoyarse sobre el umbral. Ronroneó seductora y me acerqué hasta estar a un palmo de ella. Recuerdo que intentaba parecer serio y muy sereno, para compensar desde luego la creciente excitación que amenazaba con dominarme por completo.

Estaba quitándome el segundo guante cuando ella cogió mi bufanda, juguetona, y tiró de ella obligándome a agachar la cabeza, aproximando sus labios hasta un punto en que supe que si no los besaba, me volvería loco. Gimió, cerramos los ojos y unimos nuestras bocas.

Dejé caer la pareja de guantes al suelo y di plena libertad a mis manos y brazos para hacer aquello para lo que sin duda fueron creados: para estrecharla, abrazarla y acariciarla.

A tientas empujé el manillar de la puerta hacia abajo hasta abrir la puerta. Entramos y cerré tras de mí.

...

La bufanda rosa, el abrigo oscuro, mi anorak... Todo fue condenado al ostracismo con violencia. Y aunque gastamos mejores modos, atemperados, o mejor dicho distraídos por el baile de nuestras lenguas, nuestra sinfonía de pasión dio necesario destierro al resto de nuestras vestiduras.

Por fin no tenía que recurrir a la imaginación para conocer la textura de su piel, y notar el calor de la sangre correr, haciendo cosquillas en las yemas de mis dedos.

Quedé desnudo para ella, y me exhibí a su libidinosa mirada, que intentaba disimular enarcando una ceja al mirar el creciente peso de mi entrepierna.

Respiré hondo y tendí las palmas de las manos hacia ella, creando, como un alfarero de invisible cerámica, un recipiente donde ella se pudiera esconder. En esa mágica vasija de mis manos cálidas y tiernas, se acurrucó, entrelazando los dedos de una de sus bellas manos con mi cabello ensortijado, mientras apoyaba el otro brazo en mi hombro izquierdo.

Desabroché el sostén y lo tiré a un lado, para abalanzarme inmediatamente sobre su cuello.

Volvió a reír y apretó fuerte sus uñas sobre mis espaldas, aunque con la otra mano prodigaba caricias al vello de mi nuca.

Mis besos cayeron en ella recordando el caos de los copos de nieve. ¿O no había tal caos? Me poseía un ansia erótica implacable, ansia de ella, de oírla jadear y de sentir que mordía su labio inferior para contener y encauzar el torrente de placer que quería que la inundase.

Poco a poco lo fui consiguiendo. Allí, en medio del salón, acometido por escalofríos cada vez que la punta de mi virilidad la rozaba o tocaba en el baile de mi cuerpo sobre el suyo, crecían en intensidad los gemidos y progresivamente el aire se llenaba con el eco apagado de mil interjecciones.

-Aaaa...así ... ¡Mmmmmm! ¡Más!-

-Grrrr... Te voy a comer entera.-

-¡Sí, por favor! Dámelo. Ya. ¡YA!-

-¿Dónde estás más caliente? ¿Ahí lo quieres?-

Deslicé con rapidez de serpiente mis dedos sobre su vientre hasta llegar a la cúpula bendita de su feminidad. Sentí humedad, parecida a la que recogí de mi pelo cuando me limpié la escarcha, pero más cálida, mucho más cálida.

-¡Oooohh!- gimió ella, echando la cabeza hacia atrás, lo cual aproveché para hundir mi cara entre sus pechos.

Mi pene reclamaba atención, y aunque procuraba acariciar con él los tersos muslos, no resultaba suficiente. Se hacía necesario prepararla para la penetración.

Rocé con insistencia la parte superior de su pubis, hasta que estuve seguro de dónde hallaría el clítoris por los gemidos de aprobación que profería. Lentamente, imaginando que era mi propio órgano, lo masturbé, descubriéndolo intermitente. Era grande y delicado.

Estaba ya dispuesta. Le faltaba poco para el orgasmo, lo podía casi oler. Me dejé llevar por el instinto y levantando sus piernas con los brazos, la coloqué sobre mi anhelante miembro. Enseguida ella se dejó caer, pero tuvo la deferencia al hacerlo de mirarme a los ojos. Yo estaba concentrado en hacerlo bien, pero le devolví la mirada y una sonrisa.

Por fin, mi pene se adentró, despacio pero seguro, en su intimidad. En el glande percibía las pulsaciones de su vagina, y la presión de su interior cediendo al avance lubricado por la mutua excitación.

Abrazado a ella, intentando formar un único ser con ella, llegué a preguntarme, ahíto de placer, ¿lo mereceré? ¿Es este deleite divino....o humano?

Quizás nunca encuentre la respuesta a esa pregunta, pero sé que intentaré, cada vez que la bese, cada vez que la abrace, siempre que me necesite, siempre que la necesite yo, ganarme el derecho a ser feliz y hacerla feliz.

Y puede que yo sonría cuando ella me pregunte por qué, desnudo junto a ella, tras completar nuestro diario rito de amantes, dejo escapar una lágrima furtiva. Pero prometo no contestar.

Si mis actos no hablan de mí, tampoco han de hacerlo mis palabras.

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