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Prívame, o Señor misericordioso, del órgano de la vista, porque él fue quien perdió la castidad de mi alma el día en que hizo llegar por primera vez a mi sesera la imagen de Dínime...

Dínime, Dínime... Su nombre me acompaña en las frías noches de invierno. Impuro, me doy placer recurriendo al recuerdo de su sonrisa. Sus palabras, aunque muchas nunca las dijo, me inducen a pecar. Y el dulce, el mágico acento de su voz, hechiza mi mente hasta que amanece. Languidezco en cuerpo y alma, y nada más despertar deseo correr hasta su despacho, abrazarla, besarla, romper mi ropa, rasgar la suya, y sobre la mesa de oscura madera poseerla con tanta pasión como ella me posee a mí cada noche.

¿Podré olvidar lo que me hace sentir, el estremecimiento absoluto de mi corazón remitirá? Desespero, porque albergo la esperanza, ¡diabólica virtud!, de volver a estrechar su cuerpo desnudo con mis brazos. Como en la primavera, la tomaré del talle y la alzaré, para dejarla caer sobre mi virilidad. Sus pétalos la sostendrán un instante en el aire antes de que la flor reciba mi semilla. Sé que el profesor de botánica me mataría por decir tal disparate, de semillas engendradas en las flores, pero para el amor nada hay imposible. Y para el mío, que es un amor imposible, ¿por qué vetar sus ensoñaciones?

Dijo el día en que la conocí que debíamos madurar como futuros dirigentes de Minadan, tutores del destino de la Marca. Se llenó su bella boca de palabras elegantes, de alabanzas al esfuerzo y el estudio. Y yo me dejé seducir por aquellas promesas de honor, nobleza y poder, no porque creyera en ellas, sino porque me parecía que una criatura tan preciosa como Dínime tenía, necesariamente, que decir la verdad.

Hubo un instante en que me miró, y dejé de oírla, porque en cuanto clavó sus ojos en los míos, sólo pude escuchar el violento latir de mi propio corazón, intentando salirse del pecho. Movía sus labios, pero sólo oía, más dentro de mi cabeza que a través de los oídos, un lascivo susurro:

-Bésame.-

Lo hice. Me armé de valor y le escribí una poesía. Ya casi he olvidado las palabras. Apenas salieron del cálamo, se convirtieron en la sangre de una carta que expresaba, bien que toscamente, lo que me hacía hervir la sangre en su presencia. La guardé en la camisa, perfumada por el enfebrecido aroma de mi joven cuerpo y unas gotas de agua de rosas. Cuando llegó el momento, la deslicé entre sus papeles y huí a mi alcoba.

"Querida Dínime... si lo que te he escrito no ha conmovido tu ser, sonrojando tu rostro, si la excitación no ha perlado la constelación de pecas en tu pecho... pero no, me deseas, y por ello vendrás esta tarde. En la puerta de la iglesia nos daremos el primer beso, y así Dios será el primero en regocijarse por nuestro amor.

Te quiere..."

Esperé, inquieto. Un jubón nuevo, un sombrero de terciopelo, las mejores calzas que mi madre me hizo llegar cuando vine a Cynthel, y una espada brillante habían cambiado mi aspecto de estudiante gazmoño por el de caballero bien parecido. Atusaba mi fino bigote orgulloso de las miradas arrobadas de las aldeanas, que detenían sus quehaceres diarios para recrearse en mi visión. En otro tiempo hubiera despachado con alguna de ellas, incluso con la más guapa, sin problemas. Pero desde que conocí a Dínime, mis visitas a la taberna y las caballerizas se habían tornado recuerdos mezquinos. No, no podía imaginarme a la Directora de la Escuela de Cortesanos de Cynthel recomponiendo sus ropas mientras yo aliviaba las inquietudes de mi bajo vientre tirado enfrente suyo, sobre un montón de heno.

¡Ahí estaba! Me había hecho esperar unos minutos; para el amante, eso eran años de suplicio y duda. Pero había venido, y abandoné mis temores no bien vi que se resguardaba en uno de los soportales. Estaba preciosa. Su vestido parecía brillar en cada una de las curvas que ceñían y delimitaban el cuerpo de Dínime, y sólo el resplandor de su rostro era más fulgurante. Traía una expresión de reconfortante tranquilidad, matizada en el fondo de sus ojos con gotas de ¿lujuria? ¡Sí, era lujuria, deseo carnal!

Me acerqué corriendo, pero cuando estaba a unos metros, me detuve. Se me ocurrió que sería burdo, a pesar de que lo deseaba más que nada, abrazarla y sellar sus labios con los míos a la vista de cualquiera. Tampoco quería parecer un incontinente descortés, sino un hombre discreto, comedido. Y esperé una señal suya.

Dejó caer su pañuelo de seda; veloz, impedí que llegara a tocar el suelo. Entonces volvió a mirarme, y yo a morir de pasión mil veces en su mirada.

-Gracias, gentil caballero.-

Como todos esos romances que había leído, su mano tocó la mía, y yo la sostuve, separadas por la delicada tela. Sonrió, me descubrí e hice una reverencia. No hizo falta más presentación o ceremonia. Echó a andar. El eco de sus pisadas me condujo por calles y callejones

"Sígueme, ven, corre, pronto, tú, yo... aquí"

Dobló una esquina y yo con dos zancadas llegué al rincón desierto y tranquilo donde me esperaba. Me tomó de la camisa y me atrajo hacia sí. Por fin, nos besamos. Y al beso siguió un baile de manos sobre las sendas de nuestra piel. Sin respirar otra cosa que los jadeos, gemidos y suspiros que llenaban el fuelle de nuestros pulmones, avivábamos el fuego de la voluptuosidad.

Estampé el sello de mi boca en sus ardientes mejillas mientras ella exploraba con sus delicadas manos mi cuerpo bajo el jubón. Desanudé la lazada de mis calzas al tiempo que ella subía su vestido hasta la cintura. La cubrí, me adentré en su ser y nuestros sexos se fusionaron. Apoyando una mano en la pared, dejaba que Dínime mordisquease los dedos de la otra, como si sólo eso pudiera evitar que prorrumpiese en gritos de placer. Ella tenía sus manos plantadas en mi trasero y apretaba hacia su propio vientre, insaciable su cúpula del amor a pesar de estar llena con mi ariete.

Creí desfallecer. Breves segundos me habían parecido los minutos que permanecí allí con ella, empujándola, traspasándola, abrazándola, poseyéndola. Pero por fin llegó el ansiado clímax. Arqueé mi cuerpo, como si tensara una ballesta, y en un remolino de placer, disparé la flecha líquida, alojando mi cálido esperma en el bendito vientre de Dínime.

¿Qué pasó después? Sería oneroso repetir los balbuceos que emití, ensalzando a la dama Danebar, y que ella escuchó en silencio, como si con sólo mirarme supiera lo que realmente quería decirle. Al fin, cuando me noté vacío, tanto de palabras como del calor de la pasión, dijo:

-Mañana ven a mi despacho a primera hora, querido alumno.-

Una noche entera pasé riendo feliz, componiendo versos, bailando descalzo en la alcoba. Y el sol iluminó aquella mañana un rostro sonriente. Pero...

Hoy se cumple el plazo. Pronto vendrá el carro que me arrancará de Cynthel para siempre. Serán muchas jornadas de camino, solo, hasta que llegue a un perdido monasterio en Zermas. Allí pasaré años, quién sabe cuántos, hasta que, dicen, se me borre todo recuerdo del maravilloso día que viví en compañía de Dínime.

Aquella mañana, hace seis días, mi amada no estaba en el despacho. Yo había corrido, volado casi sobre los adoquines, para reunirme con ella. Llevaba un ramo de flores para ella, rosas, rojas. Abrí la puerta y...

-¡Hijo!-

Allí estaba mi madre y un tío mío, ambos con ojeras y aspecto de no haber dormido durante toda la noche. No entendí el motivo de su presencia hasta que un guardia que también estaba en la sala y que hasta entonces no había visto, me lo explico con rudeza.

-Se te acusa de haber mantenido relaciones pecaminosas con una mujer de esta escuela, y aunque la víctima no ha querido declarar por no enviarte al cruento brazo de la justicia eclesiástica, es perentorio que marches de Cynthel en el plazo máximo de seis días contados a partir de mañana. Has ensuciado el buen nombre de esta institución y el de tu familia. Ahora te acompañaremos a tu alcoba, en donde quedarás recluido hasta que concluya el plazo.-

-Madre, ¿qué es esto?-

-Calla, mal hijo.- contestó mi tío, mientras mi madre rompía a llorar. –Ya sólo queda una oportunidad para ti, para que limpies tu falta. Irás a Zermas y allí ingresarás de novicio en un monasterio.-

...

El camino se torna lúgubre, y ha empezado a llover. Algunos rayos caen, pues hay tormenta en el norte de Minadan. El hombre al que han encomendado mi custodia duerme profundamente. Tal vez intente escapar, pues ahora, arrebatado todo lo que quise, poco me importa ya lo que sea de mí. O tal vez no... Puede que algún día regrese a Cynthel, dentro de muchos años, y entonces volveré a ver a Dínime, bella, hermosa, mirando a través de una ventana cómo mi carruaje parte rumbo a la soledad...

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