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Más allá del amor... más allá

en Fantasías Eróticas

Me cansé de llorar y tomé la decisión que durante la jornada anterior había rondado por mi cabeza como un buitre sobre la carroña. A ella, pensé, le habría gustado.

Cuando el reloj dio las doce, cogí la gabardina y el sombrero. Salí no bien hube enjugado una lagrimilla al escuchar el último eco de las campanadas del viejo carrillón. Noelia siempre decía en aquel momento:

-Los fantasmas ya andan entre nosotros.-

Tenía algo de bruja. Incluso en su modo de preparar una velada romántica, había algo de magia. Unas veces eran las velas, que proyectaban extrañas sombras según ella avanzaba, con su camisón transparente, guiándome hasta la cama. Otras eran las casi visibles nubes de mirra candente, que lo único que no apagaban, era el brillo de sus ojos negros al mirarme mientras sus labios me daban todo el placer que pudiera imaginar.

Le gustaba la noche, tan fría como ella cuando regresaba del trabajo por la tarde. A mí nunca me ha gustado la oscuridad, y según caía el sol, comenzaban mis temores. Por eso me parecía cruel que, en invierno, cuando yo, asustado como un niño me aferraba a su talle para huir de sus miedos ella se riese a carcajadas y me mandara a la cama mientras ella se quedaba viendo la tele.

Tampoco me gustaba la tele.

Y ahora, ¡cómo la echaba de menos! Las calles sin su brazo cogido del mío se convertían en un sinuoso laberinto de penumbra.

Pero, a pesar del frío, estaba excitado. Mi imaginación, que tan malas jugadas me pasaba, era quizás la cualidad que más desarrollé. Noelia me lo dijo algunas veces: no había misterios que ella pudiera sugerirme a los que, acertada o no, no pudiera dar respuesta.

Procurando que nadie me viese, tomé mi pene y lo sacudí con violencia varias veces, consiguiendo que la erección aumentara violentamente. Apreté los músculos, cerrándole la salida por unos instantes al gustito. Luego aceleré el paso.

Debía llegar cuanto antes a la morgue, para evitar que mi libido menguase o que alguien descubriese que debajo de la gabardina y del sombrero iba completamente desnudo. Con la velocidad que imprimí a mis zancadas dejaba ver mis piernas algo velludas, y creo que alguien se dio cuenta, pero nadie me detuvo.

Llegué al edificio. Una corona de flores nada más entrar, apoyada en la pared de ladrillo de la derecha, como indicándome el camino que seguiría. Gente compungida entre las sombras, que por una vez se convirtieron en mis aliadas.

Por fin, me metí en la sala, la número 7. Una luz tenue se había enseñoreado del lugar. Había un sofá de cuero negro, un teléfono, un panfleto plastificado sobre los servicios de embalsamamiento, y más cosas que no hacían sino espolear la sangre que llenaba mis genitales.

Tras la esquina, en la pared de la puerta, estratégicamente colocada para que no se viese al entrar, estaba...

Ella.

El féretro sin tapa, dos cirios en doradas... lo que fuesen. Apunté mentalmente que tenía que averiguar cómo se llamaban. ¿Sujetacirios?

La mortaja, de un blanco inmaculado.

Y ella otra vez.

Su cabello negro estaba recogido por una ¿cofia?. Sus labios aparecían grises. El maquillador había hecho un buen trabajo, demasiado bueno. Siempre me atrajo el color cianótico. En la pálida cara de Noelia, que probó varios tonos y colores de pintalabios, el azul eléctrico y el violeta fueron mis favoritos. El negro también, pero a ella no le convencía.

Apoyé ambas manos sobre el cristal esférico y expiré, de modo que se formara una película de vaho. Con la uña del dedo meñique dibujé un corazón, atravesado por una flecha.

Metí la mano en el bolsillo derecho de la gabardina, lo saqué y... esperé.

...

Ya estaba junto a ella. La abracé y llevé en brazos hasta el sofá su cuerpo inmóvil. Como una perfecta marioneta, sus articulaciones bailaban con mis pasos, en círculos erráticos.

La dejé sobre el mueble y sin dejar de mirarla me quité la gabardina. Sus ojos cerrados no miraban como siempre mi pequeño miembro erecto. Mejor, no podría esbozar una irónica sonrisa.

Con cuidado la quité la mortaja. Su piel blanquísima era bella, de porcelana china. Me enamoré otra vez de su cutis y lo besé compulsivamente, llegando desde sus muslos hasta los labios. Ninguna reacción por su parte.

No lo había hecho nunca, eso era evidente, y por ello, me precipité.

-No importa, puedo repetir.- me dije en voz alta.

Luego le susurré cosas, primero lo que nunca me gustó de ella. Tardé apenas un segundo en reprocharle que no se hubiera ido antes. El resto de mudas confesiones y suspiros era alabanzas a sus infinitas virtudes.

La tendí por completo sobre el sofá, no lo suficientemente largo, con lo cual tuve que apoyar su cabeza sobre el reposabrazos. Entrelacé sus dedos sobre su estómago y me coloqué entre sus piernas. La volví a mirar.

Toda mía, indefensa. Completamente entregada a mis caprichos. ¡Mierda! ¿Por qué no había traído una lista en la gabardina con las cosas que siempre había querido hacerle pero nunca me atreví a pedirle?

No había remedio, empecé a sospechar que aquello estaba saliendo mal.

La penetré instintivamente, echándome sus piernas sobre los hombros, y comencé a bombear. Mi ritmo aumentaba acorde con la tensión y...

Ella se dio cuenta. Abrió los ojos y me miró con cara de preocupación. Sentí un escalofrío.

-¿Cariño? ¿Estás bien?-

Gruñí y le di tres salvajes embestidas que a poco casi me rompen, pero que consiguieron que me llegara el orgasmo.

Me corrí, me levanté, la ayudé a ponerse de pie, me quité el condón, lo tiré al cenicero, pero fallé y se escurrió hasta el suelo. Me puse la gabardina, le ayudé a Noelia a ponerse la suya, nos calzamos y salimos, apretados el uno contra el otro, sintiéndonos más vivos que nunca.

Pero antes de dejar atrás aquella fantasía, Noelia miró en la puerta el nombre de la fallecida que descansaba en (relativa) paz.

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