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Los cuernos del rey

en Zoofilia

Hace ya mas de dos mil años, en una isla griega, la magnífica Creta, reinó el más soberbio monarca, el temible Minos. Tal era su poder que incluso la ciudad de Atenas tenía que pagarle un tributo anual de 14 jóvenes y doncellas que eran sacrificadas para aplacar el insaciable apetito del monstruoso hijastro de Minos, el híbrido de hombre y toro llamado Minotauro. En un laberinto construido a modo de hogar y prisión, aguardaba el pasto humano, siempre acechante.

¿Y de dónde nació este prodigio? Del vientre de la esposa del rey: Pasífae.

La soberbia de Minos fue castigada con una maldición: su esposa se enamoraría de un toro y con el engendraría el terrible hijo.

La reina Pasifae daba un paseo por la pradera cercana a palacio cuando fijo en ella su atención Zeus, el rey de los dioses olímpicos. Y se dijo: En Pasifae ejecutaré el castigo de la soberbia de Minos.

Al instante llamó a Eros, dios del amor y le ordenó disparar una flecha en el corazón de la reina. El pequeño dios no desobedeció y tensó su arco.

¡Zas! Pasífae sintió una ligera turbación al clavarse la saeta en sus entrañas. Se apoderó de ella de inmediato un amor demente. Desató su ceñidor y con los senos descubiertos corrió por la pradera, presa de un fuego que el agua no podía apagar.

Llegó junto a un río y cansada por la carrera intentó beber. No pudo llevarse las manos húmedas a los labios porque en ese instante, en la otra orilla, apareció un formidable toro. Pasífae se asustó, pero sólo un momento. En seguida el miedo se transformó en excitación. Aquel animal era el elegido, la fuente que apagaría su sed de amor extrahumano. Admiró con la boca abierta su color negro. Parecía un tizón brillante recién sacado de entre las brasas. Se recreó en sus grandes y profundos ojos, que parecían humanos y creyó sumergirse en la pez de aquella gigantesca pupila. Su rabo espantaba unas moscas.

"Insolentes insectos. ¿Cómo os atrevéis a tocar a mi amado?" pensó Pasifae. Deseaba agarrar aquella cola y que sus crines acariciaran su cuerpo haciéndole mil cosquillas. El cuero, firme y terso, de la bestia, para ella era el más suave lino, y moría por estrechar sus brazos en torno al poderoso cuello. Se imaginaba cabalgando sobre su enorme amante, desnuda, y besando mil veces aquellos cuernos matadores de hombres, más temibles que la famosa flota cretense. Pero lo que deseaba sobre todas las cosas era sentir dentro de su sexo aquella inmensidad de falo que colgaba del vientre del astado. En un instante se apoderó de su cabeza una única obsesión: ser montada por el toro.

Un ruido de pastores distrajo al animal, que sin mirar a la reina echó a correr por el pastizal. Pasifae, al ver huir a su amado, se desvaneció.

Cuando despertó se encontró tendida en su cama en palacio. Junto a ella y con cara de preocupación estaba su hija Ariadna, todavía muy pequeña.

Mamá, mamá. ¿Estás bien? –

Pasifae recorrió la habitación con la vista buscando en ella el toro. Ni en su desmayo lo había olvidado.

Ariadna salió y entró Minos. Era un hombre fornido y bronceado por los ejercicios gimnásticos. Se tendió junto a su mujer y la acarició tiernamente, al tiempo que decía:

No te preocupes, señora. Te hemos encontrado inconsciente junto al río. El médico dice que estás perfectamente. –

Pasifae miró a su esposo y sintió asco. Ya no le agradaba el roce de sus manos ni su espesa barba. Chilló presa de la desesperación y se volvió a desvanecer.

En sus sueños, su toro recorría con el morro su piel y bufaba, pero no se dejaba tocar. Y Pasífae sufría, porque cada vez que intentaba arrimarse al sexo de su amado, este se movía para impedirlo. Por fin la reina quiso ser una vaca y empezó a mugir. El toro se desvaneció en la niebla mientras la reina mugía desconsolada.

Despertó sola en su habitación. El palacio estaba desierto. Todos dormían. Pero un ansia incontenible hizo que la reina saliese sola y en silencio, con la única compañía de una antorcha. Recorrió el camino de los pastos, esperando encontrar allí a su amado. La luz de la antorcha iluminó el cercado. La reina no se lo pensó y saltó adentro. Allí, rodeado de vacas estaba el toro. Dormía plácidamente. Pasífae se acurrucó a su lado y se puso a acariciarlo hasta que se quedó dormida. Aún en sueños repetía: Te amo, te amo...te amo.

Un rayo de sol la arrancó de los brazos de Morfeo. Miró y su toro ya no estaba. Lo buscó durante horas hasta que llegó a la orilla del río. Allí estaba, bebiendo. Iba a lanzarse sobre él, desnuda, cuando una hermosa vaca se le adelantó. Y delante de la asombrada reina, su amado montó a su compañera. Pasífae se sentía traicionada, y maldecía a la competidora. Volvió al palacio y ordenó que trajesen a aquella adúltera. La ató a unas columnas y la torturó ella misma hasta la muerte. Bañada en sangre, con las ubres de la pobre víctima arrancadas de un hachazo, se reía, presa de la locura, y gritaba: - Ve ahora con mi amado. –

Y por fín, Zeus, padre de los dioses, metió en la mollera de la reina la más atrevida idea para que pudiese llevar a cabo su pervertido adulterio. Le inspiró la creación de un armazón revestido con la piel de una novilla donde la reina podría ocultarse. Dédalo, arquitecto e ingeniero real, fue el encargado de construir aquel artilugio.

En el prado, ante los ojos acuosos del toro, apareció, trotando alegremente, una jovencísima y pequeña novilla. Sus cuernos eran de oro, y sus pezuñas de bronce labrado. El toro se sintió atraído hacia ella de inmediato y se acercó a olerla. La reina, oculta bajo el disfraz, había tenido mucho cuidado de no delatarse de ningún modo, y había hecho frotar la piel que la recubría por los establos para que se adhiriese el aroma bovino.

El toro primero la acarició con la cola. Pasífae se excitó al sentir las cerdas recorrer sus nalgas, expuestas por la parte de atrás del disfraz. Luego frotó su morro contra el de la novilla. El tanto tiempo deseado beso animal llegó por fin, y la reina colmó de bendiciones los enormes labios de su amado. Y por último, el astado dejó caer todo su peso sobre el armazón, para poder montar a su hembra. A la primera arremetida, la reina se sintió plena. Nunca hubiera imaginado tanto placer y tan grande tamaño de miembro llenando su sexo. Extasiada recibió durante media ahora las salvajes acometidas del animal hasta que el semen taurino la invadió las entrañas. Nada más correrse, el animal salió trotando, dejando a una radiante y pletórica reina embarazada del horrible monstruo que años después sería el peor enemigo de la vencida Atenas.

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