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Tres cuentos fetichistas

en Fetichismo

Una noche, en Leganés, encontré dos cajas de zapatos, ¿olvidadas por sus dueñas?

Unos eran blancos. Los otros negros. El modelo era similar, lo que me hice pensar en que pertenecían a la misma mujer.

Los blancos tenían una cinta de raso alrededor, que no era parte del calzado. ¿Sería porque era un regalo? No, eso no parecía. La cinta estaba arrugada, puesta sin cuidado, sin un lazo. Quizás era una metáfora. Una de esas raras alegorías fetichistas, con simbología freudiana. Es posible, incluso, que la cinta tuviera una finalidad mucho más práctica que la puramente ornamental.

-Puede que esta cinta sirviera para atar unos tobillos.-

Me sedujo la posibilidad y me puse a imaginar. Volviendo a examinar la pareja de zapatos, le di un nuevo sentido a la delgada correa con hebillita que servía para mantener el calzado en su sitio. La dueña sería, a la vez que portadora, prisionera de los zapatos.

Decidí que fueran de baile. Eran elegantes, clásicos, de tacón ancho y alto. Me parecieron antiguos, no por su edad, sino por su modelo. Como esos zapatos de las películas americanas de mediados de siglo.

Emulando a los que llegaban al paroxismo del cansancio en las maratones de baile de la Gran Depresión, la dueña de este par los llevaría puestos con soltura, y los hombres mirarían sus pies y piernas, y les parecería que anda entre nubes, pero a ella le resultarían muy incómodos, como las suelas de plomo de los buzos. Un tormento cada paso que con ellos diera.

¿Por qué? ¿Son acaso el regalo de un amante que se ha dado cuenta de que no le amas? ¿Te invitó a bailar esta noche, quiso forzarte y al final los perdiste al correr, con tu flor aún caliente por su esperma?

Exacto.

Diste una nueva significación a tu ser, encontraste la llave para escapar de la mazmorra, y cuando Barbazul pretendía añadirte a su morbosa colección, tuviste la fuerza suficiente para echar a correr, sin mirar atrás.

Y su regalo abominó de ti, volvió a su caja de cartón, y espero a que alguien los encontrara.

¿Para qué?

Era preciso un cronista de tu apasionada historia.

O un príncipe azul que tuviera el valor de seguir tus pasos y probar esos zapatos en todos los pies del mundo hasta dar con los tuyos.

¿Entonces?

Sin duda los besaría, se secaría una lágrima con la manga de la camisa, y una vez incorporado, con mirarte a los ojos ya habría comprendido tu historia. Te amaría y como a Cenicienta, colorín colorado.

...

Los negros eran... sobrios. No estaban acostumbrados a esas soledades. Ellos que tanta fiesta de etiqueta había recorrido, pisando sin querer los bordes de las alfombras, ahora se veían condenados a un ostracismo en el solar de Leganés.

Cogí la caja y la acuné. Dentro los zapatos despertaron.

-Contadme vuestra historia.-

El cuero era suave, aunque no inmaculado. Una rozadura en forma de estrella adornaba ambas puntas.

-¿Ves? ¡Le dijimos al mayordomo que no frotara!-

-¿Frotaba?-

-Sí, y lamía también.- dijo el izquierdo. -Por eso acabó deslustrándonos, porque en su lujuria se olvidaba de respetarnos.-

-Los primeros días sobre todo. Cuando eramos recién comprados y la muchacha sólo se nos había probado en la tienda. Nos guardó en el cajón y nos solía enseñar a sus amigas.-

-Ajá. Y he de decir que la señorita nos consideraba su mejor par, reservado sólo para ocasiones especiales.-

-Pero el mayordomo tenía envidia de nosotros. Estaba obsesionado con la muchacha y pagaba su frustración con nosotros.-

-Lamiéndoos.-

-Exacto.-repiqueteó el derecho. -Le encantaba. Cerraba los ojos y sacaba la lengua. La primera vez no se atrevió a rozarnos. Solamente nos olió, tragó saliva, gimió y nos dejó en el armario, bien ordenados.-

-Pero la siguiente vez. ¡Caramba!-

-¿Qué hizo?-

-Pues...¿no fue el día que la señorita inauguró el museo?-

-Sí, compañero, ese mismo. Me acuerdo porque la hija del alcalde no dejaba de mirarnos, envidiosa.-

-Estábamos cansados, y el sudorcillo de los pies de la señorita nos refrescaba. Pero al mayordomo le debió dar el ataque de celos. Entró en la habitación aprovechando que la familia se había ido a almorzar, y sin dejar de masturbarse, a ambos nos lamió, besó, chupó, hasta que perdimos todo rastro del aroma de la señorita.-

-Me encantaba ese olor.-suspiró derecho.

-Y cuando eyaculó, lo hizo sobre mí.-

-Yo me libré, pero por muy poco.-

-Me llevó al baño y me limpió, muy asustado de que le cogieran. Y luego nos dejó en el armario, desordenados.-

-¡Que desconsideración!-

-Y así durante varios meses, hasta que empezamos a ponernos duros, y la señorita dejó de usarnos.-

Era una historia curiosa. Y como no tenían ganas de quedarse allí a solas, me los llevé al cumpleaños de un amigo, para regalárselos.

-Oye, ¿no nos lamerá como el otro?-

-No, se lo advertiré expresamente. Lo más seguro que haga, siendo como sois de bonitos, es que os ponga en un pedestal en su casa. Creo que os gustará. Tiene auténticas joyas, de tacón de aguja, sandalias, bailarinas,...-

-A mi, mientras no me pongan con una sórdida alpargata, cualquier compañía me parece buena.-

-Sí, aunque tenemos clase, somos sobrios. No nos creemos muy importantes.-

-Entonces estaréis a vuestras anchas.-

-¡Vale!- Repiquetearon ambos haciendo chocar sus suelas.

...

Otra noche, porque este es un sueño, mi sed y mi hambre, y todos mis sentidos, fueron saciados en el mismo instante por unos exquisitos pies.

¿Cómo los describiría?

Son delicados.

Son pequeños, como pequeña es la chica que se jacta de poseerlos.

Son morenitos.

Y tienen unos deditos.....¡mmmmm! Estilizados, finos, como esculpidos para una muñeca. Apenas se marcan las articulaciones, no como en otros.

La única pega que tienen es que en la realidad pertenecen a la novia de un amigo. Pero como es un sueño, nos tomaremos la licencia metonímica erótica.

Yo diría que huelen un poco a café. Pero eso sólo hasta que puedes olerlos de cerca. Entonces es cuando descubrirías su verdadero tufillo, y percibirías el calor en tu nariz de la transpiración.

Sería un juego divertido. Yo me dejo en el suelo, bajo un columpio. Estoy sin fuerzas, más que las necesarias para sentir y tener un orgasmo, pero ni siquiera para abrir la boca o cogerme el pene.

Por supuesto estoy desnudo. Ella, columpiándose, no, o sí, pero da igual. Sus pies, balanceándose atrás, alante, para darse impulso, a veces me rozan. Está, claro, descalza.

Y por fin deja de columpiarse, para mi regocijo. Me mira, divertida a la par que intenta componer un gesto serio. Y comienza a jugar.

Planta su pie sobre mi cara, pero sólo me toca con un par de dedos, y enseguida se aparta. Vuelve a hacerlo, alargando el espacio de contacto. Y una tercera vez, tras la cual se ríe.

Noto una sutil capa de humedad en torno a su plata y yemas. Es el momento perfecto para la saturación de sensaciones.

Acerca sus dedos a mi nariz hasta taparla, y los mueve juguetona, haciendo que se forme un ritmo entre respiración-tapón, en el nexo entre los cuales me lleno de la inefable esencia de su pie.

¡Quiero más!

Ataca de nuevo, y vuelvo a someter toda mi atención. Me excito como un cohete, pero ella cesa el contacto antes de poder estallar. Gimoteo extasiado, notando que el orgasmo se acerca. El divino licor de su humedad es cada vez mayor, pero no llega a licuarse sobre mis labios, tal y como hubiera sido mi deseo.

Por última vez acometen los deditos. No puedo resistirlo cuando buena parte de sus pequeñas y suaves plantas toman posesión de mis mejillas, pasean por los labios, abriéndolos, y el calor me hace arder.

Eyaculo sin fuerzas para nada más que para suspirar bajo ella, bajo sus pies, bajo el columpio y bajo su bonita sonrisa.

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