Era un caballero ya maduro, de raza negra, pero con una constitución física inmejorable. No parecía uno de esos trompetistas de jazz gordos, sino que más bien tenía el tipo de Pelé o Bill Cosby. En principio no pensaba montármelo con un negro, pero tras pensarlo... ¿cuánto? ¿medio segundo?, la idea me pareció incluso más atractiva que en el plan original.
Lo seguí a través de varias calles, procurando que nadie lo notara, hasta que entró en un bar, dejó su bastón apoyado en la barra y pidió una cocacola. Me lo ponía en bandeja. Adelantándome a él y esquivando por los pelos la mirada inquisitiva del único camarero, me colé en el baño de hombres. Y esperé, callada como un muerto. Por suerte no había mucha concurrencia en aquel momento: hubiera sido muy vergonzoso el justificar mi femenil presencia allí, en cuclillas, dispuesta, viciosa, junto al urinario de pie, a cualquier macho de vejiga o esfínteres inquietos. Pero no, no pasó eso, y vino quien yo quería: mi negro. Me había hecho temblar, el muy cabrito, pero ya estaba.
Desde mi posición parecía incluso más impresionante, con su rostro afeitado, sus oscuras gafas y sus poderosas mandíbula y nariz. No obstante, enseguida mostró lo que yo más quería ver: su gigantesca tranca negra, al examinar la cual casi dejo escapar un gemido de lascivia.
Echó su mano por encima de mi cabeza, sin llegar a tocarme, pues lo esquivé con agilidad. Sonrió cuando encontró lo que buscaba y suspirando, dejó que su caliente líquido dorado saliera disparado. Yo cerré los ojos y dejé que me bañara el rostro unos segundos, extasiada, pero enseguida, cuando comprobé que así salpicaba demasiado los pantalones de mi particular fuente, abrí la boca y recibí esa exquisita ambrosía, que me apresuré en tragar, sintiéndome así humillada y a la vez enaltecida. Él casi metía su pene en mi boca; mas yo lograba evitar que mis dientes, lengua o labios lo rozaran: aquella polla no era un biberón (aunque su grosor era muy aproximado), sino una deliciosa fuente que escanciaba mi manjar favorito. Sin embargo, cuando terminó y sacudió las últimas gotas, no pude evitar la tentación y di una lamida rápida por su falo y huevos, a la cual reaccionó con un escalofrío y un respingo. Yo por mi parte salí corriendo del baño, pero no tan rápido que no oyera a mi inopinado surtidor comentarle al camarero:
-¿Tienen un perro, y muy callado, en el servicio?-
-No, no admitimos animales en este establecimiento.-
-Vaya, pues no imagino que puede haber sido entonces...-
-¿Cómo dice, caballero?-
-Nada, nada. ¿No querrá un décimo de la O.N.C.E*?-
*Organización Nacional de Ciegos Españoles.