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Hechizo de amor

en Control Mental

Cuénteme, ¿qué es lo que ve en sus sueños? –

La veo a ella. –

¿Quién es? ¿La conoce? –

No la había visto antes... nunca en mi vida. Pero tengo a la vez la sensación de que la conociese desde hace siglos. –

¿Y cómo es? –

Es... increíble. No hay criatura más atractiva en todo el universo. Me siento arrastrado hacia ella, como el hierro hacia el imán. No puedo apartar mis ojos de su silueta, sinuosa y seductora. –

¿Le puede ver el rostro? –

Sí... y no. Está cubierta por un velo púrpura. Adivino sus curvas, su forma femenina. En ocasiones se arquea con gracia felina, el velo se desliza sobre su pulcra piel y entonces entreveo alguna de sus facciones. Es un instante fugaz, un éxtasis. Unas veces son sus ojos, profundos. Otras su delicada nariz, o su sedoso pelo negro. Y muy pocas logro atisbar el contorno de sus labios, siempre sonrientes. Y es tanta la belleza que de su cara se desprende que no puedo dejar de mirar. Se me paraliza el pulso y una voz me llama desde muy lejos. Es la suya. Luego me deslumbra su perfección y quedo ciego. Oigo su risa. Se burla de mí, de mi embelesamiento, del hechizo con que me ha encadenado. Quiero salir del trance en que me tiene sumido, pero no soy capaz. Al final me desespero, porque ella se va desvaneciendo. Cuando me despierto, en mis oídos retumba suavemente el eco de su adiós.


El doctor Sigfrid, eminente psiquiatra noruego, se quedo pensativo un rato. No reconocía la causa de la obsesión de su paciente. Esperando que con un poco de descanso se le pasara, le recomendó:
- Debería alejarse de esta ciudad, de su ambiente cerrado. Creo que está perturbando su sexualidad, haciendo de usted un neurasténico. Váyase lejos un tiempo, a algún lugar que desconozca. Quizás allí su mente encuentre, o reposo o lo que anda buscando. –

Sir Edward Bluefish, aristócrata inglés venido a menos, sintió desde muy pequeño que su lugar no estaba en el bullicioso Londres. Su corazón no había dejado de indicarle la dirección hacia otros caminos, otros mundos, otras culturas. Tenía que cumplir una misión en otra parte. No sabía en absoluto qué tipo de misión, pero tenía que cumplirla. Una voz interior se lo exigía continuamente, negándole todo placer erótico hasta que dejaba de resistirse a su mandato.

- Un pasaje en el expreso de la tarde. -
- ¿Hasta dónde, monsieur? -
- No sé. ¿Dónde me aconseja? -
- ¿Pardon? No le entiendo, monsieur. -
- ¿Por qué no hasta la India? -

Edward se dio la vuelta para tropezarse con el hermoso rostro de una desconocida. Lo miraba con una sonrisa que le resultaba familiar, al igual que sus ojos.
- Sí. ¿Por qué no? -
El taquillero se encogió de hombros y le entregó el pasaje. Después que lo hubo recogido, Edward volvió la vista hacia atrás para averiguar más cosas sobre la misteriosa mujer, pero había desaparecido.

No la volvió a ver hasta tres días después. Edward la encontró cargando unas maletas en un compartimiento. Como buen gentleman que era, se apresuró a echarle una mano.
- Ha sido usted muy amable, sir... -
- Edward Bluefish, a sus pies, señorita... -
- ¡Ya no quedan caballeros en el mundo! - suspiró la mujer.
Luego alzó la vista y Edward se llevó una gran sorpresa. Los ojos y la sonrisa eran las mismas, pero el rostro había cambiado. No era la misma mujer.
- Disculpe, ¿no la he visto antes... en Paris, cuando partimos? -
- No, no puede ser. Yo me he montado en Berna. -
- ¿Seguro? Verá, me parece que fue usted quien me ayudó a decidir el destino de mi viaje. Quería darle las gracias y ... -
- Me confunde usted con otra, se lo aseguro. -
- Sí, claro. Excuse mi impertinencia. - hizo una pausa. La mujer seguía mirándole sonriente. - ¿Viaja sola? -
- Sí. ¿Por qué no me invita a cenar esta noche? -
- ¡Por supuesto! De hecho, yo iba a pro... -
- Ya hablaremos esta noche mientras brindamos, Edward. Hasta luego. -

Edward estaba confuso. Normalmente era él quien daba el primer paso al empezar una relación, y esa mujer estaba tan segura de sí misma, de su encanto irresistible, que había acabado de un plumazo con su confianza masculina. Se encontró en su compartimiento, temblando, febril, y masturbándose sin poder parar mientras susurraba un nombre. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo y quiso recordar qué nombre era el que pronunció en su excitación, comprobó que no era capaz. Intentó dormir un poco hasta la hora de cenar.

- Antes no me ha dicho su nombre, madame... -
- Es cierto, no se lo he dicho. ¿Qué va a tomar? -
- Ehhh... Ostras y caviar. ¿Y usted? -
- Lo mismo. Tiene usted buen gusto, sir Edward. Buen gusto para la comida y para la compañía. -

A Edward cada palabra que salía de la boca de la misteriosa mujer le parecía extrañamente erótica. Sólo oírla hablar le excitaba. Al rato de empezar a comer se dio cuenta, avergonzado, de que tenía una erección.
- Si me disculpa, voy a echarme un poco de agua fría en el rostro. Creo que tengo fiebre.-
- Eso no es fiebre, querido. -

Notó que bajo la mesa la mujer se quitaba el zapato y empezaba jugar con él, subiendo por la pantorrilla de Edward, acercándose a su miembro. El vagón restaurante estaba lleno de gente, y al muchacho le costó lo suyo disimular lo que sucedía. En cambio la mujer seguía comiendo con total naturalidad, sonriendo y guiñando el ojo de vez en cuando al pobre chico. Fuese por morbo, vergüenza u otra razón, Edward no quiso interrumpir el juego erótico.

- Mírame. Quiero que me mires. -
- ¿Eh? -
- Me gusta que me mires con esos ojos tan bonitos. -

Edward no sabía ni qué decir ni qué hacer. No podía dejar de obedecer las suaves órdenes de su compañera, y ello acrecentaba el miedo a eyacular en aquel mismo momento.
- ¿Ya has terminado? Vamos a mi compartimiento. Deseo que me veas más... de cerca. -
- Como desees. -

Supuso un gran alivio poder dejar el vagón atestado de gente, que por fortuna parecía no haberse enterado de nada. Pero a la vez que disminuía ese temor a ser descubierto en plena excitación, crecía otro más evidente: ¿qué haría aquella mujer con él, si podía pedirle lo que quisiese y Edward sabía con certeza que nada podría negarle?

- Siéntate. En la cama. -
Las manos de la mujer no tardaron en despojar de la camisa y los pantalones a Edward. Embobado, sólo miraba a su objeto de deseo, incapaz de pensar o atender a nada más.
- Edward. Seguro que hay un montón de preguntas en tu cabeza sobre mí. Lo leo en tus ojos. No tienes que tener miedo. Yo soy todo lo que has deseado. Pero aún es pronto. Te resta un largo viaje hasta que nos unamos de forma definitiva. No desfallezcas nunca y al final seré tuya, y tú tan mío, o más de lo que eres ahora. –

Selló su promesa con un beso interminable, el más dulce de cuantos podría saborear Edward a lo largo de toda su vida. Luego lo tumbó en la cama y le hizo el amor. Se montó en su pene, totalmente erecto, y con suavidad se dejó caer hasta el fondo. Edward sentía mil caricias, los besos no dejaban de calentar su piel. Y aunque permanecían inmóviles, ella encima estrechándolo con brazos y piernas, él debajo sin poder apartar la mirada, abrazados, le parecía que no paraba de moverse, como una fiera, sobre su cuerpo.

El silencio era absoluto, pero Edward oía los gritos de pasión animal de la divina mujer que estaba fornicándolo. El aire frío del tren había sido sustituido por una tibia fragancia, un olor delicioso a hembra y a sexo. Era de noche pero veía perfectamente cada rasgo, cada sutil movimiento de su amante. Parecía despedir un aura de luz blanca que llenaba sus poros de placer. De todas partes le llegaban susurros y jadeos apagados por la distancia. El traqueteo del tren ahora parecía el de un potro desbocado. Creía que la pelvis de ella se contoneaba muy rápidamente sobre la suya, pero no lo veía. Era, en definitiva como si estuviera haciendo el amor con una mujer que no estaba allí.


De improviso empezó a elevarse, volando, cada vez más veloz, cada vez más feliz, hacia el cielo. Arriba, entre las estrellas, en un jardín imposible, ella lo esperaba. Cuando la vio, sentada en un altar de marfil, con los brazos abiertos, los ojos cerrados y los labios sonrientes llamándolo sin emitir sonido, tuvo el orgasmo. Sólo pudo rozar uno de sus dedos, antes de desvanecerse, saturado de placer.


Despertó y no recordó nada de lo sucedido, ningún detalle. Pero una inquietante sensación de haber alcanzado la gloria, le recordó que algo inmenso e indescriptible había ocurrido. Ella ya no estaba. En su lugar había un círculo de pétalos de rosa y el gorjeo de un ruiseñor.

Salió del compartimiento confuso y desnudo a buscarla, pero no estaba fuera. Recorrió el pasillo, protegiéndose con la mano a modo de visera del cegador sol matutino. El paisaje cambiaba a gran velocidad, mostrando campos y aldeas típicas. La frontera rusa no quedaba lejos.

Emmm... Disculpe monsieur,... ¿le importaría regresar de inmediato a su habitación y ponerse algo de ropa? –

¿Dónde ha ido? ¡Dígamelo! –

El ayudante primero de vagón no tenía ni idea de a quién buscaba aquel tipo inglés completamente desnudo que corría por el pasillo, pero sí sabía la sensación que causaría en el resto del pasaje.

No sé de qué me habla, monsieur... Si me permite acompañarlo hasta su compartimiento, y una vez se haya vestido no tendré inconveniente en ayudarle en lo que desee. –

Una de las puertas se abrió y un par de señoras mayores salieron, arregladas para tomar el café de la mañana en el bar del tren. Y al ver a Edward como su madre lo trajo al mundo, se quedaron de una pieza.

¡Dios mío! ¿Qué significa esto? –

Edward ni las oyó. Estaba confuso, buscando con la mirada a su misteriosa amada. Por suerte para él el ayudante tuvo buenos reflejos e improvisó:

¡O madame Renatte, figúrese que el señor Bluefish acaba de darse cuenta de que se ha dejado la maleta con toda su ropa en el vagón portaequipajes. -

Y uniendo los hechos a las palabras se apresuró en quitarse la chaqueta y cubrir con ella el bajo vientre de Edward. Al mismo tiempo le susurró:

¡Sujete esto y vuelva a su compartimiento, por lo que más quiera, que me juego la cabeza! Este vagón es de mi responsabilidad. –

Edward, totalmente distraído, agarró la chaqueta que le tendía el encargado y se la puso, pero no para taparse las vergüenzas, sino como normalmente se ponen las chaquetas, es decir, se visitó con ella y siguió con el pene al fresco. Acababa de levantarse y lo tenía erecto. Las viejas, no bien lo divisaron detrás del cada vez más nervioso ayudante, se desmayaron.

¡Lo que me faltaba! Hoy me despiden seguro. –

Con el ruido de la caída salieron unos cuantos pasajeros, algunos en camisón a ver lo que ocurría. Por fortuna para Ferdinand, el ayudante, Edward había regresado ya a su habitación.

No está. – suspiró por enésima vez, y después cerró la puerta.

Durante los días que duró el largo viaje ni volvió a ver a aquella deliciosa mujer ni pudo pensar en otra cosa que en ella. Soñaba con ella, con que la penetraba una y otra vez sin dejar de abrazarla. Veía sus pechos en el fondo de los vasos de vino blanco, y sus labios en los de tinto, pero por más y más que bebía, no conseguía alcanzarlos. A todas horas, estuviese donde estuviese, se acordaba del tacto de su piel, de la calidez de su voz, de su perfecta silueta y de mil cosas más. Y sufría con cada recuerdo, aunque no lloraba.

Por fin, algo cambió. El tren fue reduciendo su velocidad al acercarse a su destino: Delhi. Cuando se detuvo, alguien gritó, dentro de su cabeza: "¡Bienvenido Edward! Ven conmigo, búscame!."

Se incorporó. Había reconocido la voz de su amante. Pero no la veía. Miró por la ventana. Todo el mundo bajaba a una estación repleta de gente. ¿Estaría entre ellos su amada? Sólo había un modo de saberlo. Cogió su maleta y salió fuera. El aire estaba especiado con incienso y rosas. ¡Justo el mismo aroma que desprendía su divina amante? Buscó el origen, abriéndose paso a empujones. El olfato le guió a través de calles y avenidas.

- ¡Ya voy, amada mía! –

Gritaba a las paredes de las casas, esperando oír en el eco la voz de ella. Y se detuvo ante un vulgar puesto de esencias orientales. Nuevamente burlado se dejó caer en el suelo, desesperanzado. La chica que atendía el puesto, una hermosa muchacha de doce o trece años, sintió lastima de él y se le acercó:

¿Qué le ocurre? ¿Por qué está tan triste? –

La he perdido. Mi único amor, la más bella mujer, lo que siempre he buscado. ¿Sabes? Y la he perdido. Me guía de día y de noche, llevándome en sueños a palacios de oro y marfil. Pero luego despierto y la pierdo. –

Entiendo señor, está usted buscando a alguien, a su esposa. –

No, no es mi esposa. –

¿Quién sabe? Quizás esté destinado a casarse con ella. O quizás sea ella la que le ha traído hasta aquí para sancionar su unión. –

¿Hasta un puesto de frascos y afeites? –

No es sólo eso. Es un pequeño templo. El templo de la diosa del amor, protectora del sagrado vínculo entre hombres y mujeres. –

Edward se levantó del suelo y examinó con atención el pequeño puesto. Antes no había visto una pequeña estatua hecha de imitaciones de oro y marfil. ¡Cómo él había dicho! Representaba una pareja haciendo el amor. El hombre abrazaba a la mujer, que elevaba los brazos al cielo antes del orgasmo, como intentando agradecer a la diosa del amor sus dones. Era una estatua sencilla pero bonita.

¿Cuánto cuesta? –

10.000 rupias, señor. –

¿Qué? ¿Esta birria? –

Dio la vuelta, colérico y empezó a andar, pero no pudo dar más de cinco pasos. Una orden se le metió en su cabeza.

Compra la estatua Edward. Cómprala. Te lo mando. Si me quieres hallar, hazte con ella ya. –

No podía resistirse a la voz de su amada. Volvió al puesto, pagó las rupias y tomó la estatua con ambas manos. Besó a la mujer, como queriendo ser el hombre que yacía con ella. Detrás suyo la niña dijo en un tono profético:

Usted es suyo. Lo ha elegido la diosa. –

Pero cuando quiso girarse para pedirle una explicación, el puesto había desaparecido.

(continuará...)

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