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El Museo (1)

en Sadomaso

El Museo (I).

Un deportivo descapotable ascendía por la carretera serpenteante que subía una pequeña colina. En su cúspide se encontraba un pequeño castillo. Una residencia aristocrática del siglo dieciocho o diecinueve construída sobre una antigua fortaleza medieval. Tras un trabajoso ascenso, el automóvil llegó por fin a la cima de la colina y de él bajaron dos mujeres: una rubia y una morena.

Miguel oyó el timbre de la puerta y se apresuró a abrir. Inmediatamente pensó que eran sus dos invitadas, Silvia y Moli, pues nadie solía pasar por allí a no ser que fuera ex profeso a su casa. Miguel estaba nervioso. Había conocido a las chicas sólo unos días antes en una discoteca y enseguida habían hecho buenas migas. Lo primero que le llamó la atención de ellas era lo buenas que estaban, pero además su forma de vestir y bailar era muy provocativa, por lo que Miguel dedujo que se trataba de chicas fáciles y un poco pijas. No se equivocaba en absoluto, así que pidió a un amigo común que se las presentara. En seguida se cayeron bien, así que se pasó toda la noche bailando y flirteando con las chicas, y al final, ellas habían aceptado su invitación de pasar el fin de semana en su castillo. A las chicas les gustó Miguel, pero no les gustó menos que fuera un tío con pasta y encima tuviera antepasados nobles. Miguel tenía seguro que ese fin de semana habría sexo con las dos y por eso había despedido al servicio. Y sin embargo, Miguel estaba nervioso, pues no sabía si las chicas compartirían sus extrañas preferencias sexuales.

Pensando en esto, abrió la puerta y las vio allí en el umbral. Silvia llevaba un vestido de tela muy delgada, casi transparente y se notaba perfectamente que no llevaba nada debajo, ni sujetador ni bragas. Además el vestido era de esos de tirantes que se atan en la nuca y que dejan al aire la espalda, los hombros y casi los pechos. La minifalda le llegaba muy arriba de los muslos. De hecho, decir que Silvia iba vestida era decir mucho. La tía tenía veinte años y estaba muy buena, así que le gustaba exhibirse y decir con su cuerpo a los tíos que quería follar con ellos. Para describirla brevemente diremos que no era alta y que tenía un trasero redondo y respingón, unos pechos generosos y bien formados y que llevaba su pelo intensamente rubio recogido en una coleta. Lo que no se puede describir tan bien es su bellísimo rostro de muñequita de porcelana, sus ojos azules y ligeramente rasgados, su pícara sonrisa, en fin, hasta su voz era suave y sensual. Moli tenía diecinueve e iba embutida en un mono de latex negro que se le pegaba a las curvas de su cuerpo como un guante, pues tampoco llevaba nada debajo. Moli era muy delgada y algo más alta que Silvia, apenas tenía pecho, pero era enormemente atractiva. Llevaba el pelo castaño, corto y engominado. Tenía unos seductores ojos verdes y un gesto de viciosa que no podía disimular aunque quisiera. Por si no estaba claro que iba pidiendo guerra, Moli llevaba la cremallera del mono desabrochada a unos pocos centímetros por encima del ombligo.

Hola chicas, dijo Miguel sonriendo, habéis sido muy puntuales. Silvia respondió con una sonrisa y sin más se fue hacia él para darle un beso en la boca. Hola precioso, ya nos tienes aquí. El beso fue corto pero con lengua y Miguel cerró los ojos encantado, casi en ese instante Moli le puso la mano en el paquete y acariciándole suavemente le dijo al oído. Ya veo que te alegras de vernos, cariño, ya verás qué bien lo pasamos.

Bien, estaba claro que iba a haber sexo con las dos, pero Miguel quería proponerles algo más, pues sus preferencia sexuales eran, ¿cómo decirlo?, un poco especiales, así que les invitó a pasar y cerró la puerta. Traéis poco equipaje, dijo Miguel al ver la pequeña bolsa de deporte que traía Silvia. Su compañera no traía nada. Las dos chicas se miraron sonriendo y Silvia depositó la bolsa sobre una mesa. No creo que necesitemos mucha ropa este fin de semana, sólo traemos lo indispensable. Y diciendo esto abrió la bolsa y fue sacando su contenido ante los ojos de Miguel: unos cepillos de dientes, unos consoladores, bolas chinas, vaselina, varios juegos de esposas, dos mordazas de bola de goma y una fusta. Miguel se quedó de una pieza. Las dos chicas se rieron. Espero que no te asustes, dijo Moli. Es que nos va el sado y no nos gusta follar sin que nos aten o nos den unos azotitos en el culo, no te importa ¿verdad?. No, no hay problema, dijo Miguel en un susurro y sin apartar los ojos de los objetos. Bien, dijo Silvia cogiendo de la mano a Moli, entonces nos enseñas el castillo como nos prometiste, así decidiremos dónde lo vamos a hacer. Está bien, dijo Miguel, seguidme.

Ya no estaba tan nervioso, increíblemente esas dos preciosidades se complementaban a la perfección con sus perversiones y fantasías. Dos sumisas, pensó, el complemento perfecto de un amo sádico. Los tres pasaron un buen rato recorriendo las dependencias del castillo. Este era un pequeño museo a la vez que una residencia, y tenía todo tipo de objetos de valor, muchos de ellos presuntamente medievales como armas, armaduras y cosas así. Las dos jóvenes estaban ligeramente impresionadas, ante todo aquello, sin embargo no dejaban de hacer insinuaciones sexuales a Miguel restregándose contra él y una contra la otra como gatos en celo. Miguel disfrutó mucho de ese juego pero dejó lo mejor para el final.

Bueno ya sólo nos quedan los sótanos, dijo. ¿Para qué utilizas el sótano Miguel?, dijo Moli un poco excitada, pues en su imaginación sadomasoquista los sótanos de los castillos significaban mazmorras y cámaras de tortura. Bueno, lo norma en estos casos es utilizarlo como bodega, pero yo le doy un uso muy especial, lo llamó mi cuarto de juegos. ¿Tu cuarto de juegos?, dijo Silvia, no entiendo. Venid conmigo, es un sitio discreto y muy interesante, lleno de juguetes, os gustará. Y dicho esto, Miguel dio varias vueltas a una enorme llave, descorriendo ruidosamente el cerrojo. Abrió la puerta y las chicas notaron inmediatamente frío y humedad. Miguel encendió una débil luz y les dijo: id bajando, pero cuidado con las escaleras. Las chicas se miraron sin comprender, pero así lo hicieron y fueron bajando las lóbregas escaleras con cuidado y tiento.

Entonces Silvia oyó cómo Miguel cerraba otra vez con llave la pesada puerta. Sin saber por qué, a la chica se le pusieron los pezones duros como piedras y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¿Por qué cierras?, dijo Moli. La chica volvió a dudar y mirando preocupada a Miguel le preguntó: ¿qué tienes ahí abajo?. Ahora mismo lo vais a ver, no seáis impacientes, contestó Miguel cogiéndolas ora vz de la mano y obligándolas a bajar. Las chicas recelaron un poco, las tornas habían cambiado y ahora era Miguel quien estaba resultando inquietante y misterioso. Vamos, no soy ningún sicópata, tranquilas, sólo soy un poco pervertido. Esas palabras tranquilizaron a Silvia que estaba muy excitada y sonrió forzadamente. Tenía toda la piel de gallina y sentía perfectamente el frío en su entrepierna. Sus pezones seguían muy duros. Moli también estaba muy excitada pero siguió bajando las escaleras.

Por fin llegaron hasta el piso inferior, y allí Miguel abrió otra puerta encendiendo a su vez la luz. Las chicas entraron viendo una habitación pequeña llena de estanterías y con un par de cámaras de vídeo con trípode y una televisión. En unos estantes había cintas de video mientras en otros había libros y revistas. Moli se fijó en las cintas. En ellas aparecían escritos nombres de mujeres y fechas. Entretanto, Silvia se acercó a los libros y leyó varios títulos pasando su dedo tembloroso por los lomos de éstos. A la joven le empezó a latir el corazón con fuerza, todos los libros trataban de sadomasoquismo, tortura, bondage y cosas parecidas, y había decenas de ellos.

En la habitación había otra puerta y en ese momento Miguel estaba introduciendo otra llave en ella. Este es mi cuarto de juegos, dijo sonriendo. A esas alturas las muchachas se podían hacer una idea de lo que Miguel les iba a enseñar, no eran tontas, pero estaban muy intrigadas. ¿Quién era en realidad ese tío?. Efectivamente, la puerta se abrió, la luz se encendió y las dos se quedaron sin habla ante lo que vieron. Una cámara de tortura, exclamó Silvia de repente, y su voz rebotó contra las desnudas paredes de piedra, devolviéndole el eco al momento. Sí, dijo Miguel sonriendo, éste es el cuarto de juegos, y como dudaban, les cogió del brazo con cierta presión y les empujó hacia dentro cerrando la puerta tras de sí.

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