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El Museo (2)

en Sadomaso

El Museo II

Recordemos que Miguel había mostrado su castillo a Silvia y a Moli y finalmente las había llevado hasta los sótanos. Allí las jóvenes masocas encontraron su cielo e infierno en la tierra: una cámara de tortura. Veamos cómo sigue la historia.

Miguel volvió a cerrar la puerta tras empujar a las muchachas hacia adentro. Ellas no se resistieron pues no podían dejar de mirar lo que tenían delante. Silvia tenía la carne de gallina por el frío, pero también por una mezcla de miedo y excitación. La joven rubia bajó los escalones mientras intentaba entrar en calor frotándose los brazos desnudos con sus manos. Miguel las miró satisfecho y con cierto orgullo preguntó. Qué ¿os gusta?. Es increíble, exclamó Moli. Silvia se dirigió lentamente hacia el centro de la sala. Hacía mucho frío pero ella ya no lo notaba. En el centro destacaba un gran potro de tortura medieval, un enorme armatroste de madera amenazador y siniestro. Silvia se acercó a él y acarició los mandos de las ruedas con sus manos aún temblorosas, la rugosa madera, los hierros oxidados de las cadenas, ahora era Miguel el que las había sorprendido. Su voz volvió a resonar por la sala. Si os gusta el sado creo que éste es el lugar idóneo para follar, ¿no os parece?.

Ellas no contestaron, sino que siguieron paseando su mirada por los instrumentos y cachivaches de aquella sala. Parece salida de una película de terror sobre la inquisición, dijo Silvia muy excitada. ¿Son antiguos estos instrumentos de tortura?, dijo Moli, pensando que estaba en un museo o algo así. En realidad, la mayoría no, dijo Miguel. Sólo algunos que guardo en esta vitrina. Y diciendo esto enseñó a las chicas una pequeña vitrina en la que había unos objetos de hierro rotos y oxidados. Ellas los miraron curiosas. Estos sí que son verdaderos. Los encontré aquí mismo hace años haciendo excavaciones y quitando porquerías. Entonces mandé hacer unas reproducciones fijándome en libros y otras cosas.

Por ejemplo, eso que veis a la derecha es el tornillo de una pera vaginal. ¿Una pera vaginal?, preguntó Moli con un gesto escéptico. Sí, contestó Miguel, esperad un momento. Entonces fue hasta otro armario y lo abrió delante de las muchachas. Había varias decenas de látigos, fustas y objetos metálicos colgando de ganchos. Miguel cogió una pera vaginal completa que reproducía a la perfección el instrumento de tortura medieval y se lo ofreció a Moli que lo miró curiosa dándole vueltas entre sus manos. ¿Cómo funciona esto?. Miguel lo cogió otra vez de las manos de Moli e hizo una pequeña demostración girando el tornillo. El mecanismo es muy sencillo, la pera se introduce cerrada en la vagina y allí se va abriendo lentamente. A medida que decía esto Miguel accionaba el mecanismo bien engrasado, la pera se iba abriendo y del interior surgían unos pinchos afilados y cortantes. Las chicas pusieron gesto de asco. ¿Véis?. Al ir abriéndola la pera iba desgarrando internamente la vagina de la condenada. ¡Que horror!, exclamó Moli, ¡qué bestias!. Pues eso no es nada, dijo Miguel, el tormento podía empeorar mucho calentando la pera lentamente cuando estaba en el interior de la vagina hasta ponerla al rojo vivo.

Hay documentos que muestran que eso se practicaba con cierta frecuencia. Las chicas hicieron un nuevo gesto de disgusto. Un momento, dijo Silvia, de repente. Has dicho que habías encontrado esto aquí. Eso significa entonces... La propia Silvia no pudo terminar el razonamiento mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo. Exactamente, dijo Miguel leyendo en los ojos de la aterrorizada muchacha, esto fue una cámara de tortura auténtica en la Edad Media. Hostias, dijo Moli, mirando los muros de piedra y las sórdidas bóvedas de aquel lugar. Miguel siguió explicando.

Además hay documentación al respecto. En la biblioteca he encontrado documentos originales del siglo quince en los que se relata el proceso que siguió la Inquisición contra dos brujas. Al parecer eran dos jovencitas de la aldea que vivían solas en una casa extramuros y que fueron falsamente acusadas de tener tratos con Satán. El proceso duró tres meses y algunos interrogatorios están descritos con todo lujo de detalles. Las debieron torturar en este mismo lugar y al final tuvieron que confesar todo tipo de crímenes realmente increíbles. Al parecer habían hecho el amor entre ellas y con el demonio, además habían envenenado el agua de los pozos y se habían comido a un niño recién nacido. Ante tan horrendos crímenes el inquisidor mayor las condenó a sufrir el suplicio de la rueda en la plaza del pueblo. ¿Qué es eso?, preguntó Silvia aterrorizada y excitada a un tiempo.

¿La rueda?, nada especial, las ataron desnudas a dos ruedas de carro y les rompieron todos los huesos con una barra, entonces colocaron las ruedas en alto para que agonizaran lentamente mientras se las comían los pájaros. Las dos chicas volvieron a poner gesto de disgusto, una cosa es que les gustara el sado y otra muy distinta la crueldad y brutalidad de esas prácticas bestiales. Sin embargo la curiosidad les traicionaba.

Miguel podía sentir su excitación, era evidente que las tías estaban muy impresionadas y probablemente algo cachondas. Silvia cogió entonces otro instrumento, esta vez se trataba de unas garras de hierro dobles, puntiagudas y retorcidas y con gesto de asco preguntó ¿Y esto?, ¿para qué era?. Vaya, la garra de las brujas. Miguel ni siquiera respondió sino que con un gesto señaló los prominentes y jugosos pechos de Silvia. Esta se puso roja como un tomate al tiempo que se los cubría instintivamente con los brazos. Pero ¿cómo se usaban?, dijo sonriendo a medias. Seguramente había varias maneras de utilizarlo, ¿no os lo imagináis?. Moli afirmó con la cabeza. Silvia también se debió hacer una idea del siniestro uso que se podía dar a un instrumento como aquel, pero se hizo la tonta. La situación le estaba poniendo tan cachonda que pensó que había llegado el momento de pasar a la acción.

La verdad es que no me hago idea Miguel, y con voz melosa añadió. ¿Por qué no me haces una demostración?. Miguel se quedó un momento callado mirando cómo los pezones de la joven se marcaban a través de la tela del vestido. O sea que quieres una demostración. Silvia afirmó lentamente alargando la garra de las brujas a Miguel. Muy bien, dijo éste. Desnúdate de cintura para arriba por favor. ¿Desnuda?, preguntó ella. Sí, pero sólo la parte de arriba.

De acuerdo, dijo Silvia muy excitada y subiendo sus brazos se deshizo el nudo que mantenía los tirantes atados a la nuca y empezó a bajarlos. La chica sonrió un poco nerviosa mientras la delgada tela de su vestido se fue despegando de sus pechos. ¿Así?, Dijo ella dejando caer el vestido sobre su cintura y entonces le entró la risa tonta. Miguel miró maravillado los pechos de Silvia, redondos, blancos y desafiantes. Eran dos tetas un poco extrañas, muy redondas y con los pezones tiesos como piedras, poco rosados y con grandes aureolas. ¿Son de verdad?, preguntó Miguel. Por supuesto, contestó Silvia poniendo los brazos a la espalda y bamboleando los pechos ligeramente. Vamos, ¿a qué esperas verdugo?, dijo ella reuniendo su valor. Sin decir más, Miguel abrió la tenaza de la garra y acercó los pinchos al pecho izquierdo de la chica. Ya estaba a punto de acariciarle con las puntas de los hierros cuando Silvia sintió un repentino miedo y apartó ligeramente su torso del frío metal. ¿Qué pasa?, preguntó Miguel. ¿No estás segura, preciosa?. Sí, dijo ella dudando, pero tal vez. ¿Tal vez qué?, dijo Moli impaciente.

No, es una tontería, déjalo. Vamos, pide por esa boquita. Silvia estaba roja de vergüenza, pero se atrevió a decir. Tal vez si me atas las manos, dijo. ¿Quieres que Moli te ate?, preguntó Miguel sonriendo. Silvia miró lascivamente a Moli. ¿Harás eso por mí?. Miguel volvió a sonreir y dijo a Moli. Encontrarás unas esposas ahí mismo, tráelas y pónselas a Silvia. Moli lo hizo así. Ahora cariño, cruza los brazos a la espalda. Silvia lo hizo y Moli la esposó. Silvia oyó complacida el cierre metálico de las esposas y volvió a sonreir muy forzada, juraría que algo líquido se deslizaba por la cara interior de los muslos. Está bien, dijo Miguel, pero unas esposas no son suficientes. Atale los codos entre sí. Moli volvió a reirse y se dispuso a atar a los codos de Silvia con una áspera soga. Naturalmente Silvia empezó a quejarse pues la soga raspaba su delicada piel como si fuese una lija. Ata fuerte a esta zorra, dijo Miguel, vamos a acariciarle los pechos con la garra de las brujas. Moli sonrió pícaramente mientras seguía haciendo un nudo tras otro.

De hecho apretó mucho los codos de Silvia de manera que a ésta le hizo daño. Así es suficiente, ahora agárrala para que no se mueva. Silvia se veía obligada a mantener sus codos dolorosamente juntos y sus pechos proyectados hacia delante. Muy bien, dijo Miguel, procedamos. No me hagas daño, por favor, dijo Silvia, bueno, un poco sí. Me has pedido una demostración y eso vas a tener, contestó Miguel. ¿Estás preparada?. Silvia cerró los ojos y afirmó con la cabeza. Miguel empezó a pasear los fríos hierros por la piel desnuda de Silvia. Dime qué sientes cariño. Creo que me voy a correr, dijo ella suspirando.

Muy bien, pues como te iba diciendo la función de estas garras es desgarrar los pechos e ir arrancándolos de cuajo. Y mientras decía esto, Miguel fue cerrando las tenazas puntiagudas sobre el pecho derecho de Silvia. Esta gimió de placer y dolor a medida que los pinchos se iban clavando en su delicada piel. Miguel no apretó mucho, pero sí lo suficiente como para arrancar varios ayes y gemidos de su víctima. En ese preciso instante, Moli comenzó a masturbar a su compañera por debajo de la falda. Silvia gimió ahora con mayor pasión, buscando con sus labios los de Moli, pero sin abrir los ojos.

Las dos chicas se besaron entonces con pasión en un beso largo y húmedo. A Miguel se le puso la polla como una estaca, y perdió el control. Así sacudió un poco las garras sobre el pecho de la mujer, retorciéndolo incluso un poco. Ay cabrón, qué daño, gritó entonces Silvia. Miguel abrió entonces la garra y pudo ver las marquitas rojizas que había habían quedado en la teta derecha de ella. Incluso de una pequeña herida se deslizaba una gotita de sangre. Miguel se arrepintió de su apasionamiento y se dispuso a guardar el artilugio, pero Silvia quería más. Sigue, por favor, no te pares, le dijo en un susurro a Miguel, quiero correrme. Moli seguía acaiciándole la entrepierna y Miguel se dispuso a atraparle el otro pecho. ¿Sabes?, dijo mientras lo hacía.

Sólo te he acariciado y te ha dolido de verdad. Imagínate su efecto cuando se utilizaba en serio. Y diciendo esto le atrapó el pecho izquierdo con la garra, sin apretar y arañando suavemente. Yo lo haría así añadió Miguel, mientras Silvia cerraba los ojos y empezaba a gritar al sentir cómo le llegaba el orgasmo. Miguel casi se corrió también y Moli rió alborozada al ver el resultado de su pequeña azaña sobre su compañera. Me gustan las zorras sumisas como vosotras, dijo Miguel mientras besaba a Silvia. Esta sonreía sudando, satisfecha por los últimos espasmos que notaba en su entrepierna.

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