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El Museo (6 y final)

en Sadomaso

Moli despertó de su sueño entumecida y confusa. Tenía frío pues estaba desnuda y le dolían sobre todo las muñecas y los brazos. Todo su cuerpo colgaba ahora de las muñecas, y éstas se las habían atado a unos grilletes que pendían del techo. La muchacha intentó aliviar ese dolor posando los pies en el piso, pero sólo llegaba al suelo de puntillas así que difícilmente podía hacer más cómoda o soportable su postura. Quejarse era imposible pues le habían encajado un palo de madera entre los dientes y se lo habían atado a la nuca con una cuerda.

En cuanto pudo ver con claridad lo que tenía delante, Moli se quedó de una pieza. Unos cuantos desconocidos se encontraban en su presencia, vestían extrañas ropas, de la Edad Media o algo parecido y hablaban entre ellos de cosas que ella no entendía. Buscó a Miguel con los ojos pero había desaparecido. ¿Qué había pasado?, ¿quién era aquella gente?. Repentinamente reparó en Silvia, se encontraba a su lado, colgada a unos dos metros también desnuda y estirada con los brazos en alto como ella. La joven Silvia lloraba quedamente con la cara escondida en uno de sus brazos, todo su cuerpo temblaba por los sollozos. Entonces Moli vio horrorizada los pequeños regueros de sangre sobre la blanca piel de su amiga. Aquí y allá se veían las heridas que alguien le había realizado con una aguja o un punzón por todo el cuerpo. Nuevamente Moli miró alarmada hacia los hombres con ánimo de decirles algo, pero no lo hizo.

Moli también se dio cuenta de que había algunos cambios en la cámara de tortura. Enfrente de las dos jóvenes habían colocado una mesa larga detrás de la cual se encontraban tres tipos sentados. Por sus vestidura parecían clérigos o así, y uno de ellos escribía con una pluma de ave sobre un papel amarillento. A los lados había como seis guardias vestidos como guerreros medievales con sus armas en la mano e inmóviles, y otros tres tipos casi desnudos a excepción de un taparrabos y con un capuchón en la cabeza que les ocultaba el rostro. Toda la habitación estaba iluminada por antorchas cuyos trémulos reflejos generaban fantasmagóricas sombras en paredes y bóvedas.

No hemos encontrado la marca, señoría. Dijo uno de los encapuchados que llevaba un punzón ensangrentado en la mano Son los trucos del Maligno, verdugo, contestó el hombre que se encontraba en el centro de la mesa. No importa, actuaremos de otra manera. Traed hasta aquí a la acusada, quiero interrogarla. Repentinamente Moli notó que álguien le cogía del cabello y tiraba brutalmente de él obligándole a torcer hacia atrás su cabeza. La otra bruja ya ha despertado, señoría, dijo alguien. Moli le miró. ¡Era Miguel!, estaba disfrazado también de clérigo y tenía una pequeña cámara digital en la mano. Repentinamente Moli recordó que Miguel les había prometido que ambas iban a protagonizar una película sado. Sólo que su amiga y ella lo estaban haciendo a la fuerza, nadie les había preguntado ni pedido permiso. Decididamente el tal Miguel se estaba pasando, pensó Moli, me las pagará cuando me suelte.

Que siga ahí por ahora dijo el hombre desde la mesa mirando a Moli. Seguiremos con la rubia. Tienes suerte, por ahora te libras preciosa, Miguel sonrió y guiñó un ojo a Moli mientras enfocaba su cámara para captar cómo los verdugos descolgaban a Silvia de sus ataduras. Ésta estuvo a punto de caer al suelo desfallecida, pero los verdugos la cogieron en volandas y la arrastraron hasta la mesa del tribunal. La joven llevaba grilletes en muñecas y tobillos que resonaron tétricamente en los fríos muros de la cámara de tortura.

Moli miraba ahora anonadada la escena. Silvia se encontraba ante la mesa del tribunal. La joven temblaba de frío y de miedo, humillada, con la cabeza baja y sollozando, tratando de taparse inútilmente con sus manos encadenadas y palpándose sus innumerables heridas. El verdugo le había herido con un punzón por todo su cuerpo buscando infructuosamente la marca del diablo.

Cosas de inquisidores. Desgraciadamente para las acusadas de brujería, alguien había escrito en el Malleus Maleficarum, el manual de caza de brujas, que Satán solía dejar su marca sobre el cuerpo de las mujeres con las que mantenía relaciones sexuales. Esta era invisible, pero se podía reconocer pues era el único punto en que la mujer no podría sentir ningún tipo de dolor por mucho que la hirieran. Ya nos podemos imaginar lo que buscaba el verdugo con el punzón en la piel de la joven Silvia. Sólo que no había encontrado nada como demostraron los gritos de ésta pidiendo piedad mientras el verdugo le pinchaba por todo el cuerpo.

Te encuentras ante el tribunal del Santo Oficio para responder de los crímenes de que has sido acusada. El hombre que estaba sentado en el centro de la mesa habló mientras el que estaba a su lado se puso a escribir. ¿Cómo te llamas?. Silvia, susurró ella entre sollozos. Más alto, hechicera, aquí no estás hablando con tu señor Satán. ¡Silvia!, volvió a repetir ella más fuerte a punto de llorar. Muy bien, ¿tienes algo que alegar antes de que empiece el interrogatorio?. Soy inocente, señor. Naturalmente, eres inocente, contestó el inquisidor para sí, sin mirarla y revolviendo unos papeles que tenía delante. Por favor, señor, tenéis que creerme, volvió a insistir Silvia insistiendo en taparse con las manos. Pero el inquisidor no levantó los ojos.

Entretanto Miguel grababa toda la escena. Moli observaba a su vez, no podía creer lo que oía, no cabía duda de que aquello parecía un proceso de la Inquisición, además parecía que Silvia había aceptado representar su papel sin mayor problema.¿Cuánto tiempo más la mantendrían colgada?, le dolía todo el cuerpo y estaba aterida de frío. Y sin embargo, no podía negar que todo aquello le estaba poniendo a mil. Eso de estar desnuda y maniatada en presencia de todos esos desconocidos le producía una mezcla de miedo y humillación pero también le excitaba mucho. ¿Estarían reproduciendo aquellos locos el juicio contra las brujas que describían aquellos documentos medievales que les había mostrado Miguel?.

Dime hija mía, siguió el inquisidor, ¿sabes rezar?. Sí, sí, señor, contestó Silvia. Y sin esperar ninguna orden se puso a recitar el Padre Nuestro. Silvia rezaba a trompicones con los ojos llorosos, mientras los verdugos se afanaban a su alrededor acercando a ella la pirámide puntiaguda que Moli ya había visto antes. Inevitablemente Silvia se interrumpió mirando horrorizada el instrumento de tortura. Vamos, ¿por qué te paras?, preguntó el inquisidor. ¿Acaso tu señor Satán te ha prohibido rezar?. Aterrorizada, Silvia volvió a empezar la oración, mientras los verdugos seguían preparando el suplicio.

Esta vez fue el inquisidor quien le interrumpió bruscamente. Dime bruja, ¿estás ya dispuesta a confesar tus crímenes?. No sé de que me habláis, por favor, tenéis que creerme. Sí que sabes de qué te hablo. Las esclavas del demonio habéis sido entrenadas para esto. Sé que lo negarás todo. Satanás habla por tu boca y te impide decir la verdad, pero no importa. Silvia hizo ademán de hablar, pero el clérigo le hizo un gesto de que se callara. Silencio, yo estoy aquí para liberar tu alma de la condenación eterna aunque para ello haya que recurrir a métodos... ¿cómo diría?... sí métodos dolorosos. Estas últimas palabras las dijo con un tono cruel, mientras su polla de sádico se endurecía bajo la toga. Vamos, ¿vas a confesar?. Silvia contestó sollozando, completamente desesperada. Es que no sé de qué me habláis, no sé qué tengo que decir. El inquisidor se empezó a impacientar. Mira muchacha, dijo él señalando con el dedo la cama de Judas. Si no hablas ahora será mucho peor, los verdugos se encargaran de sacarte la verdad con eso. ¿Acaso es lo que quieres?. Silvia no contestó, miró otra vez el instrumento de tortura y se puso a llorar pidiendo piedad desesperada de rodillas en el suelo. Muy bien, bruja, tú lo has querido, ¡verdugo!.

Los verdugos no necesitaron más indicaciones, se acercaron a Silvia y le quitaron los grilletes, sólo para ponerle un cepo de madera que aprisionara a un tiempo el cuello y las muñecas. Silvia se veía así obligada a mantener las manos levantadas a ambos lados de su cara y aprisionadas por el madero. Lo siguiente fue enganchar el cepo a unas cadenas que colgaban del techo. Silvia era incapaz de reaccionar, muerta de terror mientras la ataban y restringían sus movimientos. Arriba, ordenó un verdugo, y los otros dos tiraron de las cadenas con toda su fuerza obligándola a incorporarse y levantando a la joven en vilo. Silvia empezó a gritar y patalear cuando levantaron su cuerpo del suelo. Cuando la elevaron lo suficiente acercaron la cama de Judas, es decir, la pirámide, y la colocaron justo debajo de ella. Al ver el puntiagudo instrumento bajo sus piernas Silvia se puso a gritar histérica y a retorcerse en el aire, pero pronto le cogieron dos verdugos de las piernas, mientras el otro iba bajando a la joven poco a poco. A pesar de la resistencia de ella y de sus súplicas de piedad, los verdugos actuaron con diligencia y acercaron su entrepierna a la punta de la pirámide. Justo a unos centímetros de que el ano de la muchacha se encajara en la pirámide los verdugos pararon y miraron expectantes hacia el tribunal.

Por última vez, dijo el inquisidor, confiesa. Piedad, señor, os lo suplico, misericordia, gritaba Silvia. El inquisidor hizo entonces un gesto al verdugo y el cuerpo de la acusada cayó de golpe incrustándose contra la punta de la pirámide. La pobre muchacha lanzó un espeluznante alarido largo e intenso que terminó en un sollozo desesperado. Moli no podía creer lo que veía. El corazón le latía a gran velocidad y empezó a sudar de miedo. No, aquello no podía ser cierto, no era un simulacro, a Silvia la estaban torturando de verdad. ¡Tú lo has querido bruja!, dijo el inquisidor. Colocadle los pesos. Los verdugos le colocaron entonces unos pesos de plomo en los tobillos de manera que ella quedó encajada en el infernal instrumento de tortura gritando y llorando. Silvia tenía el rostro desencajado de dolor, completamente enrojecido y surcado de lágrimas. Respiraba entrecortadamente en intensas bocanadas interrumpidas por los lloros y toses. Todo su cuerpo brillaba de la transpiración y un reguero de sangre algo más generoso que los anteriores se empezó a deslizar entre sus muslos.

¿Confesarás ahora bruja?, le gritó el inquisidor. Silvia apenas tenía fuerza para hablar pero hizo un esfuerzo. Bajadme, os lo suplico, me duele mucho, por favor. Confiesa y aliviaremos tu sufrimiento, muchacha. Es que no sé qué tengo que confesar, decídmelo, os lo ruego. El inquisidor sonrió. ¿Crees que no sé lo que intentas, Satán?. Hablas por la voz de esta pecadora haciéndola pasar por inocente, pero la Santa Iglesia tiene sus métodos. Azotadla hasta que hable, vamos. Uno de los verdugos cogió entonces un largo látigo de cuero enrollado y acercándose a Silvia le amenazó con él, ésta pidió piedad mirando el látigo y negando con la cabeza.

Entonces el verdugo se alejó unos metros y desenrrolló el látigo de un violento gesto chasqueándolo contra el suelo. Encaramada en la cama de Judas Silvia miró el látigo muerta de terror y volvió a redoblar sus gritos de piedad, pero nada pudo impedir el castigo, el látigo silbó en el aire e impactó sonoramente contra su espalda enrollándose sobre su cuerpo. Silvia gritó y se agitó sobre sí misma volviendo a herirse el ano contra la punta del ingenio. Un segundo latigazo le dio otra vez de lleno un poco más arriba que el anterior y de rebote le arañó los pechos arrancando nuevos gritos lastimeros mezclados con peticiones de piedad. Sin embargo, el látigo no paró y continuó hiriendo su cuerpo, dejando unas marcas rojizas que contrastaban con la blanca piel de la muchacha. Al quinto latigazo Silvia había perdido ya el control de sí misma y agitaba su cuerpo indefenso hacia todos los lados hiriéndose ella misma la entrepierna una y otra vez mientras el incansable verdugo seguía flagelándola a placer.

Miguel continuaba grabando como si tal cosa. Moli, por su parte pensaba que aquello no podía ser cierto, sin embargo lo era. Pensó entonces en lo que había oído tantas veces pero que nunca había creído posible: esa leyenda urbana de las snuff movies, películas en las que jóvenes como ellas eran secuestradas, violadas y torturadas hasta la muerte. La pobre Moli se orinó encima sólo de pensar en lo que le esperaba y se puso a gritar de terror tras su mordaza, pero poco podía hacer para atraer la atención de los que había allí, más interesados en el suplicio de Silvia.

El látigo siseaba siniestramente en la cámara de tortura estrellándose contra el cuerpo de la joven y obteniendo como respuesta los gritos de ella y sus súplicas de clemencia. Parad, hablaré, por favor, hablaré, gritó Silvia entre sollozos. Inmediatamente el inquisidor hizo un gesto y el verdugo dejó de azotarla. Silvia se puso a llorar desconsoladamente. ¿Confesarás?, dijo el Inquisidor. Silvia no contestó sino que siguió llorando. Vamos, confiesa, ¿acaso quieres que sigan azotándote?. Silvia negó con la cabeza. Señor, dijo entre lágrimas, confieso que soy culpable. No juegues conmigo, di exactamente de qué eres culpable. Señor, me acosté con ella. ¿Con quién?. Con Moli. ¿Hiciste el amor con esa mujer?, dijo el inquisidor triunfante señalando a Moli. Silvia afirmó con la cabeza sin dejar de llorar. Apunta escribano, por fin oímos alguna verdad. Continúa bruja, ¿hicisteis el amor con el maligno tu amiga y tú?. Sí, volvió a decir Silvia dispuesta a confesar lo que fuera con tal de librarse de la tortura. O sea que sois las putas de Satanás. ¿Y qué más?. No sé, ya os he dicho lo que queríais, qué más queréis de mí?. Lo sabes muy bien, quiero que me digas cómo invocasteis al príncipe de las tinieblas. No, no lo sé, simplemente le llamamos. Mientes, dime la verdad o los verdugos seguirán aplicándote tormento. No, por favor, eso no, decidme qué debo confesar, os lo suplico. ¡Terca adoradora del diablo!. ¿Intentas confundirme?. Verdugo, prepara los hierros, eso desatará su lengua.

Uno de los verdugos cogió varios instrumentos de hierro y los introdujo en un brasero para que se fueran poniendo al rojo. Entre ellos se encontraban las temidas garras de las brujas, las tenazas puntiagudas con las que Miguel había acariciado los pechos de Silvia.. Las pobres muchachas miraban ahora el brasero hipnotizadas. Los hierros crepitaban entre el carbón incandescente e iban adquiriendo un color entre rojo y amarillento. No serán capaces de algo tan horrible, pensó Moli a la que las gotas de sudor le caían por el cuerpo. El cuerpo de Silvia, herido ahora por el látigo brillaba cubierto de su propia transpiración y el corazón le palpitaba en el pecho tan fuerte y tan rápido que a la joven le parecía que le iba a estallar. Nuevamente volvió a rogar al inquisidor que le dijera lo que tenía que confesar, pero éste se limitó a seguir escudriñando sus papeles. ¿Estás ya preparado, verdugo?. Uno de los verdugos sacó las tenazas del brasero y las levantó en el aire comprobando que las puntas estaban de color rojo. Sí señoría, dijo el verdugo, y acercó los hierros candentes hasta la condenada manteniéndolos a pocos centímetros de su piel. Silvia gritaba y lloraba histérica pues ya notaba el intenso calor de las garras incandescentes sobre el cuerpo.

No, Dios, no, confesaré lo que sea, firmaré lo que queráis, pero esto no, os lo suplico.. Confiesa o si no mandaré al verdugo que te queme la piel, vamos es tu última oportunidad. Sí, sí hablaré, hablaré. Silvia no tuvo más remedio que inventar llorando histérica.... Cogimos un gato negro y un gallo y los matamos....nos bebimos su sangre...entonces nos desnudamos frente a una hoguera invocando a Satán y éste apareció en forma de macho cabrío....y follamos, follamos con él una y otra vez..... ¡Mientes!, gritó el inquisidor. Os lo juro, es la verdad, gritaba Silvia sin apartar los ojos de los temibles hierros candentes. Híncale las garras en el pecho, verdugo. Este obedeció, abrió las tenazas y finalmente le clavó las garras en uno de los pechos con un gesto de indescriptible sadismo. Moli apartó el rostro y cerró los ojos, pero no pudo evitar oír un horrible siseo del hierro caliente contra la piel y el espeluznante alarido de su compañera. Silvia gritó como una condenada con un grito largo y desesperado que no parecía de persona. Sin embargo, tras unos segundos todo acabó.

Moli abrió los ojos y vio a Silvia desmayada con la cabeza caída sobre el cepo. ¿Ha muerto?, preguntó el inquisidor. El verdugo la examinó y negó con la cabeza. Sólo ha perdido el sentido señoría, pero no creo que podamos seguir interrogándola por el momento. No importa, contestó el inquisidor, tenemos a la otra y señaló a Moli para desesperación de ésta.

Los verdugos fueron esta vez a buscar a Moli y también la desataron de sus cadenas. Moli luchó y peleó con todas sus fuerzas resistiéndose como pudo a los verdugos, pero igualmente fue arrastrada hasta la mesa del tribunal a la fuerza. ¡Fuera la mordaza!, ordenó el Inquisidor. Los verdugos lo hicieron y soltaron a la joven. Ésta se quedó quieta mirando fijamente al inquisidor, jadeaba por la lucha y su cuerpo brillaba por la transpiración a la luz de las antorchas. ¿Es que estáis todos locos?, gritó Moli con lágrimas en los ojos. Silencio, bruja y contesta sólo cuando se te pregunte. No, no participaré en esta farsa, sois unos sicópatas asesinos y tú Miguel el primero, nos has traicionado hijoputa, os vais a arrepentir de esto. Moli protestaba, indignada, pero también desesperada ante las salvajadas que le habían hecho a Silvia, sin embargo, de repente enmudeció cuando notó el cuchillo en su garganta.

Era Miguel que le susurró al oído. Aún no sabes las "cosas" que podemos hacerte. Coopera o será mucho peor. Eso atemorizó a la joven que se limitó a asentir con la cabeza. No temas, hija mía, dijo hipócritamente el inquisidor. Sabemos que tu alma está poseída y por eso hablas así, sin embargo el Santo Oficio conseguirá tu salvación....el inquisidor sonrió cruelmente,.... por supuesto tras una dolorosa purificación de tu cuerpo. Moli entendió perfectamente la cruel indirecta y volvió a gritar y sublevarse. No, por favor, tened piedad, no lo hagáis. Dime entonces cómo invocabais al Diablo. Moli sabía que era inútil inventar nada. No lo sé, esto no tiene sentido. Entonces retrocedió unos pasos y dijo desafiante. Hay mucha gente que sabe que estamos aquí y si no aparecemos vivas el lunes vendrán a buscarnos con la policía. Por supuesto eso era mentira, nadie sabía que las dos jóvenes habían ido al castillo de Miguel, y tras esa pasajera muestra de valor Moli se echó a llorar, pues sabía que cualquier resistencia era inútil.

Veo que persistes en decir cosas sin sentido. ¿Acaso no has visto lo que le hemos hecho a tu amiga?, no creas que vas a tener tanta suerte como ella, a ti te vamos a torturar despacio y con más cuidado, no perderás el sentido tan fácilmente. No, gritó Moli muerta de miedo, y entonces intentó escapar corriendo hacia la puerta. Fue un intento inútil pues los verdugos se abalanzaron sobre ella y la sujetaron con fuerza. Muy bien, dijo el inquisidor, acostadla en el potro, vamos a estirar a esta perra hasta que diga toda la verdad. Hizo falta que dos verdugos y otros dos guardias se emplearan a fondo para arrastrar a la joven hasta el potro de tortura.

La pobre Moli se debatía y pataleaba entre gritos e insultos hacia sus captores, sin embargo, estos últimos consiguieron acostarla sobre la tabla del potro y la ataron diligentemente con las piernas bien abiertas y los brazos estirados tras su cabeza. Una vez maniatada dos verdugos cogieron los mandos de las ruedas del potro y se dispusieron a tensarlo. Un siniestro crujido y el ruido metálico y rítmico del engranaje del freno anunciaron que la rueda se movía quejumbrosamente y poco a poco los brazos de Moli se fueron estirando y su cuerpo se levantó de la tabla mientras ella no dejaba de suplicar piedad entre sollozos y gritos desesperados. Pronto éstos se convirtieron en alaridos de dolor cuando las articulaciones de la joven se empezaron a abrir y ahuecar entre sí tensionadas por las cadenas del potro. Socorro, gritaba la joven, mis brazos, me los vais a romper parad. Efectivamente los brazos de Moli se estiraron y los hombros empezaron a deformarse.

Esperad, dijo el inquisidor con un gesto. Hemos dicho que vamos a ir despacio. Los verdugos aflojaron las ruedas del potro y el cuerpo de Moli volvió a descansar sobre la tabla de éste. El inquisidor se acercó hasta ella y la miró con deseo mal disimulado. El delgado cuerpo de Moli parecía ahora más esbelto al estar estirada sobre el madero. Sus pequeños pechos apenas sobresalían del torso marcado por las costillas. Moli brillaba de transpiración y respiraba agitada y exhausta, hinchando y deshinchando su pecho como un fuelle.

El inquisidor le miró a los bellos ojos humedecidos por las lágrimas. Piedad, dijo ella sollozando, no me torturéis más, por favor, haré lo que queráis. El inquisidor sonrió cruelmente y por toda respuesta le cogió uno de los pezones y se puso a pellizcarlo y jugar con él. Acto seguido le puso la otra mano en la entrepierna y se puso a acariciarle los labios de la vulva, disfrutando del tacto sedoso y suave de su coño. Al clérigo se le puso la polla como una estaca y siguió masturbando a la joven. Siempre me he preguntado cómo sería hacer el amor con una sierva del diablo, dijo el inquisidor a sus verdugos. Moli le miraba fijamente balbuceando que la dejara. Sin embargo, pronto le traicionaron sus reacciones y echando la cabeza hacia atrás se puso a gemir con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Estaba tan excitada que no podía controlar las reacciones de su cuerpo y el inquisidor la acariciaba como un experto así que ella dejaba que le fuera llegando el orgasmo sin resistencia.

Dado que Moli ternía las piernas muy abiertas, el inquisidor podía mover sus dedos con toda libertad entre los pliegues y cavidades del sexo de ella. Esta bruja está muy mojada, dijo, ¿qué mayor prueba podemos encontrar del poder del demonio de que en medio del tormento esta puta experimente placer?. Vamos verdugo trae tus instrumentos hasta aquí. Esto hizo a Moli abrir los ojos y levantar la cabeza. Dos verdugos acercaron el brasero hasta el lateral del potro, mientras otro dejaba sobre la tabla a pocos centímetros de la piel de Moli algunos de sus "juguetes": un peine de puas afiladas, unas tenazas y la pera vaginal.

No, tened piedad de mí señor, dijo ella. El inquisidor dejó de masturbar entonces a Moli y cogiendo la pera vaginal se la enseñó a la acusada. Creo que ya sabes cómo funciona esto, le dijo sonriendo mientras accionaba el tornillo de la pera adelante y atrás. Moli negó con la cabeza desesperada mientras el inquisidor acercaba la pera hacia su propio coño. Repentinamente la joven notó el tacto frío del metal contra su piel. Estaba tan húmeda que al inquisidor no le costó mucho introducirle lentamente esa especie de falo metálico casi hasta la empuñadura provocando un gemido en la joven. Moli sentía ese objeto en sus entrañas, era bastante grueso y largo así que prácticamente le llenaba toda la vagina. El inquisidor se puso a moverlo girándolo sobre sí mismo y moviéndolo lentamente adentro y afuera. Involuntariamente Moli empezó a gemir otra vez de placer, sobre todo porque la lubricación permitía que el objeto se moviera libremente.

El inquisidor sonreía observando cómo se excitaba su víctima, pues Moli tenía su clítoris completamente tieso y respiraba profunda y acompasadamente. Confiesa tus crímenes bruja de Satán , oyó Moli en la lejanía. La joven ya no veía a sus verdugos, sino que solamente notaba cómo la pera vaginal la penetraba una y otra vez. Moli cerró los ojos, es como si ya no estuviera allí en aquel sórdido lugar. En un momento dado, la pera fue creciendo y ensanchándose en el interior de su entrepierna. Moli oía las órdenes del inquisidor de que continuaran torturándola como si éste hablara desde muy lejos. Ella permanecía con los ojos cerrados mientras sus brazos y hombros volvían a tensarse y garras de hierro y tenazas arañaban su piel y pinzaban sus pechos. Todo aquello debía ser muy doloroso, pero ella ya no sabía si era dolor o placer lo que sentía. Habla, puerca de Satanás, habla o calentaremos la pera, volvió a decir el inquisidor. Y efectivamente en pocos segundos la pera empezó a calentarse dentro de la vagina, pues le habían aplicado tenazas candentes. Moli se puso a gritar y bramar, el dolor de ese tormento debía ser espantoso, y, de hecho, su entrepierna comenzó a calentarse lentamente, cada vez más caliente, cada vez más intenso. Habla, habla, oía cada vez más apagado mientras el coño y todas sus extrañas le quemaban. Y de pronto todo explotó y una inmensa hola de placer inundó todo su ser, mientras ella se retorcía sobre sí misma, una y otra vez.

Moli, Moli, le decía una voz de mujer en la lejanía, y al abrir los ojos vio borrosamente el rostro de Silvia. ¿Qué, qué pasa?, dijo Moli completamente desorientada. Silvia se rió, nada, que parece que has tenido un sueño muy interesante. Moli volvió a mirarla sin entender. Silvia parecía haber salido del cuarto de baño en ese instante, pues tenía el pelo mojado y se estaba secando con una toalla. Acto seguido se miró a sí misma. Moli estaba desnuda, en su cama, con las sábanas revueltas y cubierta de sudor, se había arañado el cuerpo en diferentes sitios y se debía haber retorcido los pezones pues le dolían un poco.

No, no entiendo dijo ella incorporándose. Has debido tener una pesadilla, aunque no parecía que lo estuvieras pasando tan mal a juzgar por tus gritos y convulsiones. Moli se sentía ahora aliviada , todo había sido un sueño, y sin embargo, el alivio dio paso inmediatamente a la decepción. De pronto sintió que le gustaría no haber despertado. Ha sido algo muy raro, dijo Moli, estábamos tú y yo en una cámara de tortura y unos tíos estaban haciendo una snuff movie con nosotras. ¡Era horrible!, bueno....., en realidad no, y Moli se cogió las rodillas con los brazos un poco avergonzada de confesar su sueño a su amiga.

Eso te pasa por esas lecturas pervertidas a las que eres tan aficionada , y diciéndole esto, Silvia le tiró un libro a la cama. Moli leyó el título: La caza de brujas. Las torturas de la Santa Inquisición. La joven cogió el libro y se medio sonrió al entender mejor su sueño. Entretanto Silvia se había puesto uno de esos vestidos sexys que tenía. Convendría que te dieras prisa, dijo. ¿Por qué?, ¿a dónde vamos?. ¿Ya no te acuerdas?, me parece que ayer bebiste un poco más de la cuenta en la disco. Hemos quedado con aquel tío bueno de ayer. Moli puso cara de no entender.

Ya sabes, ése que estaba forrado. Quedó en enseñarnos su castillo. ¿Qué?, preguntó Moli alarmada. ¿Es que no te acuerdas de nada?. Se llama Miguel y está para comérselo, yo pienso tirármelo si se deja, dijo Silvia. Moli estuvo a punto de advertir a su amiga, pero, ¿advertirla de qué?. ¿Quieres darte prisa?, le volvió a insistir Silvia, y Moli se levantó y fue al baño, se duchó y tras vestirse con su mono de látex se fue con su amiga hacia el castillo de Miguel. Moli no pudo evitar excitarse mientras el coche se acercaba al castillo, pues en su interior abrigaba una secreta esperanza.

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