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Alba (3)

en Sadomaso

Capítulo Tercero. Las agujas.

Dos hombres soltaron a Alba de los tobillos y brutalmente le obligaron a darse la vuelta, retorciendo las cadenas que sujetaban sus brazos en alto. Hecho esto, volvieron a atar los heridos tobillos de la joven a las argollas. Entonces ella pudo ver a sus trece verdugos, excitados por ver ahora su cuerpo por delante. Los pechos de Alba no eran grandes pero estaban muy bien formados y ahora brillaban de sudor. El vientre era casi plano aunque no musculoso. Una pequeña mata de pelo rubio adornada el pubis y bajo él se adivinaba la parte superior de los labios vaginales que la muchacha intentaba ocultar a toda costa manteniendo sus piernas apretadas.

Normalmente los soldados se limitaban a azotar por la espalda a los condenados, pero era evidente que aquel caso era muy especial y que el centurión había recibido una recompensa por cebarse de una manera tan atroz. Consiguientemente, el centurión cogió otro látigo y desenrrollándolo de un golpe lanzó un fortísimo latigazo sobre los pechos de la muchacha. Esta vez, Alba lo vio venir y volviendo la cabeza cerró los ojos. El violento latigazo arañó sus pechos haciéndolos sacudirse y ella lanzó un alarido de dolor, temblando de rabia y sufrimiento. El centurión volvió a echar el látigo hacia atrás y acertó en el mismo sitio con un sonoro chasquido, el látigo adoptó la forma de los pechos de la muchacha y al tirar de él provocó cinco dolorosas heridas. La joven volvió a gritar con todas sus fuerzas, llorando y llorando. Sus dientes se habían hincado fuertemente en la mordaza de madera que era lo único que impedía que se mordiera la lengua y los labios. El siguiente latigazo hirió a la muchacha en el ombligo y el siguiente a lo largo de los muslos, provocando intensísimos dolores a su víctima.

Sin embargo, el centurión no siguió dando latigazos, pues intuía que Alba podía morir allí mismo. Tenía suficiente experiencia y no quería arriesgarse a perder a su prisionera antes de tiempo. Seguramente, el pretor le degradaría si supiera que por su incompetencia ella se había librado de morir en la cruz. Hay que tener en cuenta que los jueces romanos se planteaban la crucifixión como una muerte ejemplarizante.

Todo esto lo tenía muy en cuenta el centurión, sin embargo, le habían encargado algo muy especial para aquella puta germana y él estaba dispuesto a llevarlo a cabo gustosamente. No seguiría con el látigo, pues, pero recurriría a algo muy doloroso y refinado que el mismo Lucio le había sugerido.

Entretanto, mientras preparaban el siguiente tormento, Alba lloraba con la cabeza inclinada sobre el pecho. Era incapaz de soportar más y deseaba con toda su alma que llegara una muerte liberadora. Apenas llevaba dos horas atada a aquel poste pero a ella le parecía que habían pasado cinco o seis.

Repentinamente la joven notó que los soldados volvían a bullir a su alrededor y vio cómo le pasaban unas correas en sus costillas y lo mismo hacían con sus muslos. Rápidamente tiraron de las correas con toda su fuerza, de modo que su torso y piernas quedaron sólidamente inmovilizados contra el poste. Alba gimió por el dolor de los rasponazos de la madera contra la espalda y volvió a cerrar los ojos llorando. Entonces, el centurión le obligó a levantar la cara tirando de sus cabellos. Alba abrió entonces los ojos y éstos casi se salieron de sus órbitas al ver lo que tenían delante. El centurión abría y cerraba unas tenacillas, mientras tanto, le apretaba el pezón derecho con los dedos de su mano izquierda.

- ¿Sabes lo que te voy a hacer con esto?.

La mujer no respondió, pero sudaba y jadeaba con la mirada fija en las tenazas.

- No sé qué habrás hecho germana, pero tu amo ha pagado mucho dinero para que te haga esto, así que agradécelo en lo que vale y grita para que él pueda oírte.

- Mis pechos no, por favor, gritaba ella desesperada.

Sonriendo, el centurión colocó la tenacilla en el pezón derecho sin apretar. Alba siguió sollozando con la vista fija en las tenazas y temblando de miedo. Podía notar el frío hierro y la creciente presión sobre su pecho. Cuando la presión empezó a aumentar el dolor se hizo más intenso y Alba cerró otra vez los ojos gritando.

Eso hizo que el centurión perdiera el control, cogió la tenaza con las dos manos y martirizó el pezón salvajemente tirando hacia todos los lados con una intensa cara de sádico. Ahora Alba aullaba de dolor, moviendo la cabeza espasmódicamente y llorando completamente histérica pues creía que le iban a arrancar la punta del pecho con aquellas tenazas. La tenacilla atrapaba una y otra vez la aureola del pecho cogiendo pellizcos de distinto grosor y forma, retorciendo y estirando de manera que parecía que la piel se iba a desgarrar. Tras un rato el centurión pasó al pezón izquierdo y se puso a torturarlo de forma análoga, despreocupado de los gritos histéricos de su víctima.

- Esto es sólo para prepararte, esclava, luego será peor.

Y diciendo esto siguió pellizcándole con saña, pasando alternativamente de un pecho a otro. Cuando por fin dejó de hacerlo estaban enrojecidos y palpitaban dolorosamente. Alba seguía llorando y miraba lastimosamente sus pechos castigados y deformados.

En ese momento alguien trajo una vela y una caja de agujas de acero. El centurión sacó una de esas agujas y se la mostró a la pobre muchacha. Se trataba de una aguja fina y puntiaguda de unos tres centímetros de larga y tenía una cabeza redonda en forma de bola. El verdugo se puso un guante protector en la mano derecha y colocó la aguja sobre el fuego de la vela. Mientras esperaba daba vueltas a la aguja encima de la llama sonriendo diabólicamente a la muchacha que le miraba aterrorizada. Al ser tan fino, el metal no tardó más que unos segundos en ponerse de color rojo. Una vez conseguido esto el sádico centurión levantó la aguja y se la puso frente a los ojos de la mujer. Ella miraba el objeto como hipnotizada, sudando y respirando fuerte. Entonces el centurión cogió la punta del pezón derecho con las tenaza y estirándolo, pinchó la aureola de éste con la punta de la aguja. Al principio Alba apenas notó el pinchazo, sin embargo a medida que la aguja penetró en el pezón atravesándolo de parte a parte un dolor insoportable le recorrió todo el pecho.

Automáticamente la muchacha comenzó a sacudirse como un animal herido y a lanzar alaridos de dolor intentando desatarse entre gritos e insultos. Los soldados que rodeaban a la víctima, miraban anonadados, algunos era la primera vez que eran testigos de una tortura de este tipo y aunque eran hombres endurecidos aquello les estaba impresionando.

El centurión ya había clavado la primera y tenía una segunda aguja calentando en el fuego, mientras el efecto de la primera se iba mitigando. Pasado lo peor Alba sollozaba ahora con la cara pegada a su brazo derecho, las lágrimas y la saliva caían por éste abundantemente. Toda ella temblaba sin poder controlarse. Repentinamente y por sorpresa una segunda aguja fue atravesando el pezón izquierdo, esta vez la joven miró con rabia al centurión mordiendo la mordaza con todas su fuerzas y lanzando maldiciones en su lengua materna, sin embargo, a medida que le fue quemando la piel, volvió a emitir gritos desgarradores. La aguja siguió penetrando muy poco a poco y finalmente salió por la otra parte del pecho tras abultar la piel desde dentro. La joven gritaba y maldecía con una mirada angustiada que dirigía de vez en cuando a su torturador pidiéndole que dejara de hacer eso.

Huelga decir que éste no se apiadó lo más mínimo. La tercera aguja se la clavó en vertical atravesando el pezón izquierdo, la cuarta en el derecho, la quinta en el izquierdo, y así sucesivamente. Era terrible oír los aullidos de la joven y sus súplicas. Los amoratados pechos estaban sufriendo un castigo sobrehumano y la joven no podía moverse ni un mílimetro a pesar de las sacudidas involuntarias de su cuerpo que no dejaba de retorcerse ni debatirse. Sin embargo, el centurión sabía que el efecto de las agujas podía ser aún más terrible.

Cuando Alba llevaba ya tres agujas clavadas en cada pecho, el centurión se dispuso a clavar la séptima de una forma diferente. Esta vez apoyó la aguja sobre la punta y fue introduciéndola hacia dentro lentamente. El rostro de la mujer, esta vez se desencajó en una horrible. La aguja fue introducida hasta la cabeza y Alba notaba perfectamente cómo le quemaba el pecho en profundidad. Algunos soldados se empezaron a masturbar otra vez cuando el metódico centurión calentó la siguiente aguja. Al ver ésta Alba negó y gritó todo lo que pudo pero esos murmullos incomprensibles que ella emitía eran completamente inútiles, y sólo servían para que el centurión se animara más. El centurión apretó el pecho derecho con la mano y fue clavando la aguja sin piedad ni compasión, disfrutando de cada uno de los gemidos y gritos de la muchacha que siguió aullando con la cara dirigida hacia lo alto.

Ya llevaban más de veinte minutos de tortura con las agujas, cuando el centurión decidió pasar a algo aún más fuerte. Dos soldados le trajeron un brasero que tenía una plancha de hierro que se estaba calentando sobre brasas encendidas. Sobre la plancha había otras agujas, mucho más largas, como de quince centímetros, y algo más gruesas. Estaban ya muy calientes, aunque sólo tenían color rojo a tramos. Previsoramente habían dejado las cabezas de las agujas en el borde del brasero para que el centurión pudiera cogerlas con los guantes sin quemarse. Alba vio esas agujas y comenzó a gritar espantada, intentando liberarse y diciendo que no a gritos. Sin embargo, nada le libró de eso. Antes de clavársela el centurión le enseñó una aguja sólo para disfrutar de los desesperados gestos de la muchacha que intentaba soltarse y agitaba su cabeza enloquecida e histérica. Esta primera aguja se la clavaron en el pecho derecho, aproximadamente en el centro, de arriba a abajo. A pesar de que la aguja era bastante afilada, al centurión le costó bastante introducirla. Un hilo de humo se levantó de la herida a medida que el metal caliente penetraba poco a poco en la tierna carne de la joven, mientras se extendía un peculiar olor a carne quemada. El dolor y el sufrimiento provocados por aquel suplicio eran increíbles.La chica empezó a llamar a su madre en su lengua materna con sonoros alaridos que se podían oír a través de la mordaza. Las lágrimas caían en grandes goterones y los ojos de la mujer se ponían en blanco del extremo dolor.

Tras unos minutos, la larga aguja había casi traspasado por completo el pecho de Alba, cuando la puerta de la sala se abrió y apareció el Tribuno Sila. Este puso una mueca de sorpresa y disgusto ante la escena que se desarrollaba ante sus ojos. La mujer estaba rodeada de los soldados que miraron sorprendidos hacia el recién llegado. Sin embargo, éste le miró a ella, cruzándose con una mirada angustiada y suplicante. El cuerpo de la condenada, cubierto de sudor y sangre, se exponía totalmente inerme ante sus torturadores. Lo que más sorprendió y asqueó al tribuno fueron esos pechos morados y traspasados por las agujas y se compadeció del sufrimiento de la muchacha.

- Qué estás haciendo centurión, dijo con voz enfadada. El juez está esperando desde hace mucho rato.

El centurión miró contrariado a Sila, ya tenía otra aguja en la mano, y se disponía a clavarla en el otro pecho.

- Quiero que llevéis a la esclava arriba inmediatamente.

Y diciendo esto, el tribuno salió de la sala con un portazo. El centurión estuvo a punto de no hacer ningún caso, pero finalmente tiró la aguja al suelo, contrariado por aquello y ordenó a los soldados que lo prepararan todo. Ese maldito tribuno le había estropeado la diversión.

Los soldados ya sabían perfectamente lo que tenían que hacer así que llevaron a cabo todo mecánicamente. Las agujas pequeñas se las dejaron puestas, pero un soldado empezó a sacar la aguja grande del pecho y la mujer volvió a torcer el rostro y quejarse amargamente. Por fin salió toda la aguja ensangrentada acompañado de otro grito de la mujer. Alguien aflojó las correas, y los grilletes y Alba se desplomó de puro agotamiento. Sólo un soldado que la cogió de la cintura impidió que la mujer cayera directamente al suelo. La depositó lentamente sobre el piso y ella se quedó allí, quieta, respirando pesadamente. Toda la espalda y el trasero estaban cubiertos de latigazos.

Apenas la dejaron descansar un momento, pues dos soldados trajeron un travesaño de madera de algo más de un metro de largo, veinte centímetros de ancho y ocho de grosor. Era el patíbulum, es decir, el madero transversal de la cruz que ella tendría que transportar sobre sus brazos abiertos hasta el lugar de la ejecución. Los soldados pusieron el patíbulum en el suelo y, cogiendo a Alba de las muñecas la obligaron a darse la vuelta y apoyando su cabeza sobre el madero, extendieron sus brazos muertos encima de éste. Uno de los soldados examinó de cerca las muñecas enrojecidas e hizo dos marcas con tiza en la madera. Hecho esto volvieron a depositar a la joven en el suelo y se pusieron a hacer agujeros en la madera con un taladro. Alba estaba demasiado cansada para resistirse, pero con la mano temblorosa intentó sacarse las agujas. Nada más tocarse un intenso dolor le hizo desistir de sacárselas.

Tampoco le dieron tiempo a mucho, pues una vez que prepararon el madero, un soldado colocó una larga cadena en la anilla del cuello de la chica y tirando de su pelo, le obligó a ponerse de rodillas. Alba no pudo resistirse y se incorporó, arrodillándose.

- Atadla, dijo el centurión.

De pronto, ella notó que le colocaban algo rugoso sobre la espalda, y que otros dos soldados la volvían a coger de las muñecas, sin que ella pudiera ejercer ninguna resistencia. Así le estiraron los brazos a lo largo del patíbulum y comenzaron a atárselos con cuerdas. De este modo, la mujer quedó con los brazos abiertos y atados a su madero adoptando la postura en la que luego sería crucificada.

Cuando ya tenía los brazos atados al travesaño, los soldados lo soltaron y la joven pudo experimentar dolorosamente el peso del madero. Consiguientemente se tambaleó y estuvo punto de caerse, pero por fin se recuperó manteniendo el equilibrio con dificultad. Las lágrimas empezaron a caer por su bello rostro en grandes goterones. Imploraba piedad a sus verdugos ¿por quñe se ensañaban así con ella?, ¿qué les había hecho a aquellos animales?.

Repentinamente, un soldado se acercó a ella y le puso algo en la cabeza. Se trataba de una corona de flores. Alguien le había dicho que la mujer era una princesa germana y eso le dio la idea. El citado soldado había sido en una ocasión prisionero de los bárbaros que, a su vez, lo maltrataron salvajemente, de manera que lo de la corona fue una especie de burla y venganza por lo que había sufrido. Alba miró a aquel soldado suplicante, sin entender por qué hacía eso con ella.

- Salve reina de los bárbaros, le dijo burlonamente mientras le hacía una reverencia.

Los demás soldados se rieron de aquella ocurrencia, hasta que el centurión, aún enfadado, les conminó severamente a llevar a la germana arriba.

- Levanta zorra, ordenó uno de los guardias, mientras tiraba de la cadena atada al cuello. Alba estuvo a punto de caer hacia delante, pero reacciónó a tiempo y dobló la pierna derecha, incorporándola sobre el suelo. De todos modos, el madero pesaba mucho, y tuvieron que ayudarla a incorporarse. Ya de pié, el madero le pesaba tanto, que la chica se vio obligada a inclinarse hacia delante, con la mirada baja. Entonces otro soldado, que había cogido el ensangrentado taparrabos, se lo colocó en la entrepierna y ató las dos cuerdas del mismo alrededor de las caderas de la mujer. El taparrabos sólo tapaba el sexo, pero dejaba ver los glúteos despellejados por los latigazos. El centurión juzgó que aquello sería suficiente para no ofender a las virtuosas jovenes romanas o a los sacerdotes de los templos por los que pasara.

- Vamos, camina, y un soldado dio un latigazo a Alba en las pantorrillas.

Esta gritó y se estremeció, pero mantuvo las piernas en el suelo por miedo a desequilibrarse. Entonces, para evitar que se repitiera el castigo dio su primer paso con la pierna derecha. Antes de dar el segundo, tuvo que afianzarse bien en el suelo para no caerse. Sus pies desnudos pisaban lentamente las frías losas de piedra. Necesariamente, tenía que avanzar muy lentamente, con la consiguiente impaciencia de los soldados que tiraban de ella y que le daban un latigazo tras otro.

Tras el largo calvario de tener que subir las escaleras aguantando el equilibrio, Alba llegó por fin a presencia del pretor. Este estaba hablando con el tribuno y ambos levantaron la mirada al advertir ruido en la puerta, su mueca de sorpresa rebeló a Alba el estado en el que estaba. En efecto, lo que vieron los dos personajes hubiera puesto los pelos de punta a cualquiera. La joven acudía a ellos de una manera muy distinta a la que se había presentado sólo unas horas antes. Estaba desnuda a excepción del taparrabos y buena parte de la piel estaba cosida a latigazos, especialmente en la espalda y el trasero. El pretor reparó inmediatamente en los pechos y vio perfectamente los pezones amoratados y atravesados por agujas.

A pesar de las lesiones la esclava seguía pareciéndole bella. Indudablemente era una pena tener que ejecutar a una hembra tan atractiva sin pasar previamente por su lecho, pero el senador Flaminio era un personaje muy influyente y el castigo debía ser ejemplar. También estaba en la sala el Procónsul Lucio que veía maravillado lo que los soldados habían hecho con su esclava.

Los sayones arrastraron a la joven hasta unos pocos metros del pretor para que éste la examinara con atención. Esas marcas rebelaban que esa vez la flagelación había sido especialmente dura y cruel, tal y como le había explicado el tribuno Sila. Este estaba compadecido ante los padecimientos de la germana y dijo.

- Señor, no creo que pueda llegar viva a la ejecución en este estado, propongo estrangularla aquí mismo y clavar su cuerpo en la cruz delante de la puerta de la ciudad. eso servirá de ejemplo. El pretor miró incrédulo al tribuno.

Alba también le miró triste pero esperanzada, pues para ese momento ansiaba con todas sus fuerzas una muerte rápida que acabara con su sufrimiento.

- Señor, permitidme, dijo entonces Lucio.

- Hablad procónsul, ordenó el pretor.

- Estrangularla sería algo muy suave para esta perra esclava, merece morir de la manera más dolorosa y lenta. Ha dejado tullido al senador y si se entera, él nunca os lo perdonará. Además, los indicios hacen sospechar que tenía premeditado atentar contra el senador. Quizá tenga cómplices. Deberíamos interrogarla al menos durante un par de días para que nos diga el nombre de esos cómplices. El potro y las tenazas candentes le harán hablar.

Alba miró angustiada a su amo, pues éste sabía perfectamente que eso de la conspiración era una patraña. Sin embargo, estas últimas palabras hicieron pensar al pretor. No se perdía nada con mandarla de nuevo a las mazmorras. Sin embargo, se corría el riesgo de que muriera allí. Por eso dudó un rato, pero finalmente se acercó a la joven y levantando su cabeza con la mano le obligó a mirarle. Ella estaba sollozando desesperada. El pretor se sintió en esos momentos una especie de dios al tener en su mano el destino inmediato de esa muchacha. Durante un segundo estuvo tentado de prolongar indefinidamente sus sufrimientos mandándola de vuelta a las mazmorras, esta vez no se perdería el interrogatorio, pero finalmente sólo dio una orden.

- Voy a ser compasivo contigo esclava, la cruz será suficiente para ti. Centurión llévatela y crucificala, dijo finalmente, mirándola a los ojos, pero asegurate que muere lentamente.

Lucio y Sila hicieron ademán de decir algo pero no se atrevieron a discutir las órdenes del pretor. Ante esa orden directa, el centurión hizo un gesto satisfecho y el soldado que tenía la cadena de Alba tiró de ella para llevarla cuanto antes a su cruel destino.

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