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Diario de un Consentidor (52)

en Intercambios

Café con leche; la leche bien echada, con arte, haciendo círculos lentamente para provocar una abundante espuma blanca.  Agradecí con un gesto  al camarero su buen hacer y eché medio sobrecito de azúcar.  Mientras daba vueltas al café no pude evitar volver la vista a la mesa que quedaba detrás a mi izquierda y cuya ocupante había llamado mi atención al entrar.

Pelo castaño claro recogido en un moño alto, delgada hasta marcar los pómulos y dibujar suavemente las mandíbulas en su rostro. Cuello esbelto en el que se insinúan las vértebras que se pierden bajo el negro suéter de escote ovalado que deja ver sus clavículas. Espalda recta a pesar de que apoya sus codos en la mesa mientras lee un libro.

Cuando entré, de alguna manera debió notar mi mirada pues sus ojos abandonaron la lectura para cruzarse brevemente con los míos. Ojos de un verde intenso que ahora, al volver la vista atrás mientras removía mi café, respondieron a mi insistencia con un aire de altiva interrogación.

Juro por esos dioses en los que no creo que jamás me comporto así. Quizás fue la necesidad de resarcir al varón malherido que acababa de poner en tela de juicio en la sauna de la que apenas salí cinco minutos antes, lo cierto es que mis pasos me dirigieron con una seguridad que no era mía hacia la mesa de aquella hermosa mujer, con la taza en la mano, mientras ella no dejaba de desafiarme con el magnetismo de sus ojos.

……

-        “¡Idiota, idiota, estúpido, tonto engreído!”

Carmen se revolvió con furia y en su arrebato golpeó un frasco de colonia que cayó arrastrando consigo varios otros objetos y con gran estruendo resbalaron por la superficie del lavabo ganando velocidad hasta terminar estrellándose contra las grandes losetas de mármol. Una lluvia de diminutos cristales se extendió por todos los rincones y aguijoneó sus pies descalzos, el ambiente se saturó de una mezcla irrespirable de perfumes y colonias. El fuerte impacto del cristal contra el lavabo actuó como un shock  y Carmen se quedó inmóvil, encogida sobre si misma con los brazos cubriendo su rostro, mientras un profundo sentimiento de culpa se apoderaba de ella.  

La humillación que hasta entonces se había negado a reconocer cobró fuerza en forma de reproche desmesurado; se castigó sin piedad durante unos segundos en los que dio vía libre a un verdugo que, aprovechando aquella excusa, dejó aflorar otros reproches y otras debilidades no confesadas.

-        “¡Pero qué torpe eres, qué manazas! ¡es que no te fijas en nada, no pones cuidado y así te van las cosas! ¡Idiota!, nunca piensas en las consecuencias de nada, no te fijas en lo que haces y luego te quejas”

Suspiró profundamente, rendida ante las acusaciones que ella misma se estaba lanzando y, sin animo para defenderse, perdida ya toda referencia al origen de los reproches que se estaba haciendo, se dejó vapulear por el castigo.

-        “Improvisas, das bandazos sin pensar y luego esperas que las cosas vayan bien, que las personas respondan según tus deseos, pero claro las cosas no son así, hoy pareces una señora y mañana aparentas ser una puta y al día siguiente una novia, ¡así como no se va a volver loco cualquiera!”

Se dejó vencer por el abatimiento, se agachó y se mantuvo en equilibrio sobre sus pies, apoyó los codos en sus rodillas y de nuevo ocultó su rostro entre sus manos.

-        “Le he desquiciado, no he sabido hacerlo, no… no he sabido, no”

Hundida en sus pensamientos, culpándose por no haber sabido manejar la relación con Carlos, se sintió perdida, indefensa, abandonada, triste y sola, muy sola. No quería perderle.

La angustia le atenazó el corazón ¿Y si le llamaba?, ¿y si le contaba la verdad? No, no podía hacer eso, entonces si que le perdería para siempre. Podía jugar la otra carta, la de la fulana, la mujer promiscua que Carlos imaginaba y ella se había encargado de hacerle creer. Le quitaría hierro al enfado y le engatusaría para que la deseara, para que sintiera la necesidad de poseerla.

Se sintió sucia pensando aquello, pero era tal el vértigo que sentía al pensar que cada minuto que pasaba le alejaba mas de él…

El dolor en las articulaciones reclamó su atención, había estado en esa postura demasiado tiempo; cinco, quizás diez minutos. Se irguió y,  totalmente abatida, se limpió con una toalla los pies e intentó pisar sobre otra para salir de allí. Tenía que hablar conmigo, contarme lo que había pasado, necesitaba refugiarse en mi, como cada vez que se sentía perdida. Marcó mi número  y  saltó el contestador.

-        “Llámame, estoy en casa, necesito hablar contigo.”

Quince minutos mas tarde había logrado despejar el baño y alejar los reproches que la habían sobrepasado. Cogió el móvil de la cómoda e hizo rellamada mientras devolvía los trastos a la cocina. Cuando saltó el contestador lanzó el aparato con rabia hacia el sofá del salón.

Tras protegerse el cabello con un gorro de baño se metió bajo el fuerte chorro encarándose a él como si quisiera ahogarse. Dejó que el agua corriera por su rostro y la empapase, su respiración iba aumentando el ritmo a medida que volvía una y otra vez a revivir la conversación con Carlos.

¿Y ahora qué? Se imaginó lo que sería el futuro sin él y un ahogo le aprisionó el pecho, su respiración se transformó en grandes suspiros con los que amortiguó los sollozos que estaban por brotar. El agua que caía en su cara le impidió saber si lo había conseguido o finalmente la desolación ganaba la partida. No quería saberlo, mejor no saberlo, Carlos no se lo merecía.

Y esa pena que oprimía dolorosamente su pecho, ¿cómo ignorarla?

Respiró profundamente, una, dos, incontables veces, siguió respirando a bocanadas, negando las lagrimas bajo la cascada que rompía en su rostro.

Giró la manilla con brusquedad y dejó que el agua fría cayera ahora sobre su nuca esparciéndose como un helado manto sobre su cuerpo, como afiladas cuchillas rasgando su piel.

Abrió los ojos mientras todo su cuerpo reaccionaba al brutal cambio de temperatura.

El corazón comenzó a bombear con fuerza.

Sus ojos enrojecidos miraban al frente, mas allá de los límites del cuarto de baño.

Carlos, Roberto, Mario, todos los hombres que a lo largo de su vida se habían dirigido a ella viendo a la mujer antes que a la persona, antes que a la compañera, desfilaron por su mente. Ninguno lograba ser hombre antes que macho. Carmen sabe la inutilidad del esfuerzo, conoce de sobra los circuitos cerebrales que priorizan  el paso de las señales sensoriales primero por la amígdala y el sistema límbico, - parte del cerebro arcaico, reptiliano, preparado para las funciones básicas; alimentación, reproducción, supervivencia: la lucha o la huida, -  antes que por las zonas mas desarrolladas y racionales. Es un mecanismo vital para que saltemos  ante un ruido inesperado o un peligro, es un mecanismo que salva la vida innumerables veces, que nos permite dar un volantazo sin pensarlo cuando se nos cruza un niño en la calle o que nos hace saltar hacia atrás si vemos venir un coche que no respeta un stop.

Pero es el mismo mecanismo que impide a un varón ver a una mujer a primera vista sin que sus ojos se pierdan unos milisegundos en sus pechos, sus labios, en su pubis o en su culo, aunque rectifique inmediatamente, aunque no quiera hacerlo.

Aunque sea su hermana o su hija y jamás recuerde que lo ha hecho.

Desenganchó la ducha y comenzó a dirigir el chorro helado por sus pechos, su vientre, sus piernas… Ya no sentía frío, su cuerpo había reaccionado lanzando torrentes de sangre a la periferia. Dejó la ducha y comenzó a enjabonarse.

Se sentía traicionada por los hombres, quería lanzar un fuerte reproche pero no le bastaban las palabras, ¿cómo expresar lo defraudada que se sentía si nadie la iba a entender?

Nadie salvo otra mujer.

Su piel, sensibilizada por el frío, había respondido al contacto áspero de la esponja. La dejó caer y siguió extendiendo el jabón con sus dedos. Sus manos se adaptaron a sus formas, tropezaron con sus pezones, se deslizaron por su piel. - “Esto es lo que ese imbécil se va a perder” – pensó en un arrebato de orgullo, rabia y desaire con el que intentó en vano mitigar su vacío.

Siguió el contorno de sus caderas y dibujó sus muslos, hasta que sus brazos estuvieron estirados, luego los hizo avanzar hacia el centro y regresaron a rozar su pubis, jugó con el vello cubierto de espuma. ¿Qué sentía Carlos al acariciar su vientre? tan duro, tan plano. ¿iba a ser capaz de prescindir de ella? Sus pezones eran dos rocas por el efecto del agua helada. Apretó sus pechos igual que lo había hecho él tantas veces, como si calibrase su densidad ¡Dios, que tonto era! Cómo se iba a arrepentir.

No tenía ganas de seguir, su cuerpo no respondía, estaba muerta. Se aclaró rápidamente y se envolvió en una toalla. El vaho en el espejo le impidió verse; abrió la ventana del baño y desempañó el cristal con la toalla que dejó en el suelo.

Sus ojos enrojecidos delataron lo que la ducha había disimulado. “Nunca más” pensó, nunca mas iba a llorar por un hombre, jamás volvería a implicarse emocionalmente con un hombre como le había ocurrido con Carlos.

Volvió a mirarse al espejo. Aquel compromiso consigo misma encerraba otra idea de la que acababa de ser consciente sin necesidad de dotarla de palabras. Supo en ese instante que su aventura con Carlos no iba a ser la ultima, no tenía ninguna sensación de urgencia, no necesitaba acostarse con nadie pero tenia la completa seguridad de que algún día, en algún momento volvería a follar con otros hombres. Había probado de nuevo la intensidad de la primera vez; recordó con nostalgia su sorpresa al tener en sus manos el sexo de Carlos, esa sensación de novedad al notarlo tan distinto. A su cabeza volvieron las emociones que tuvo al desnudarse para él y como su cuerpo reaccionó al sentir que estaba siendo penetrada de una forma nueva, por un vigor diferente que horadaba su coño con otro volumen, otro impulso, otra palpitación.

No sabía cuando ni con quien pero si que volvería a suceder.

Salió del baño buscando el móvil; necesitaba hablar conmigo, cancelar nuestros planes y refugiarse en mi. No lo encontró en la alcoba y se dirigió al salón donde lo encontró a los pies del sillón. Dolorida, con el alma magullada, sin importarle nada, abandonó toda precaución y esperó paseando desnuda por el salón hasta que saltó el contestador de mi móvil.

-        “Mario, llámame, no tengo ganas de salir esta noche, vente a casa en cuanto puedas”

La urgencia de  su voz era suficientemente elocuente como para que no necesitase decir nada mas. Sin duda en cuanto oyese el mensaje sabría que algo le pasaba.

Regresó al cuarto de baño, tomó el frasco de crema hidratante y comenzó a extenderla por su cuerpo; le dolía la cabeza. - “Nunca mas voy a llorar por un hombre” - volvió a jurarse mientras sus manos extendían la crema por su piel con un mimo especial, - “Nunca más”

…….

Al llegar a la mesa me di cuenta de que en el trayecto se me había acabado el guión. Nadie estaba ahí para gritar “corten!” ni yo era Humphrey ni aquello era el bar de Rick. No me quedaba mas que improvisar pronto o estaría haciendo el ridículo en menos de diez segundos.

Me incliné acercándome ante aquellos preciosos ojos que me miraban con cierta suficiencia.

-        Rápido, dime que es lo que debería decir para que no me ignores y quede como un imbécil” - dije casi en un susurro.

Lo absurdo e inesperado de mi frase contrastaba con la firme expresión de seguridad que no había desaparecido de mi rostro desde que abandoné la barra, todo ello sorprendió  a mi oponente que, sin una respuesta adecuada, se limitó a sonreír reconociéndose fuera de juego, elevó las cejas, pareció titubear un segundo y al fin respondió.

-        “¿Te estás jugando tu prestigio ante tus amigos?” – Mas que una pregunta aquello era la afirmación de quien estaba a punto de mandarme a paseo.

-        “Este es un asunto entre tu y yo, estoy solo y es la primera vez que entro en este café”

Sus ojos se clavaron en los míos buscando el mas mínimo resquicio de falsedad; aquel intenso examen me permitió ver infinidad de expresiones en aquel rostro tan perfecto, incredulidad, sospecha, duda…

Al fin hizo un gesto invitándome a tomar asiento. Elegí la silla a su derecha y cuando iba a iniciar el trámite de presentarme comprobé que había tardado poco en recuperarse.

-         “Reconozco que me has dejado sin argumentos”, - me miraba buscando algo que me delatase, que pusiese en evidencia cualquier detalle oculto que desvaneciese mi aparente aire de honestidad -, “En fin, vamos a darle una oportunidad a la sinceridad” – extendió su mano, larga, de dedos finos y uñas cuidadas, tan solo una alianza en su dedo y una pulsera de oro en la muñeca.

-        “Graciela” – la sentí fría y pequeña entre mis dedos, suave y delicada como esas figuras de Lladró.

-        “Mario, gracias por darle esa oportunidad a la sinceridad en estos tiempos que corren”

No abandoné su mano inmediatamente, me hice el remolón un momento hasta que ella elevó con gracia una ceja y esbozó una sonrisa que apenas marcó una suave curva en la comisura derecha de su boca, suficiente para cederle su mano.

Hablamos con comodidad, la franqueza se instaló entre nosotros desde el primer instante sin que mediara ningún malentendido. Éramos dos solitarios sin mas intención que dejarnos llevar de una conversación confortable, - esa era la mejor palabra que describía la situación -, sin necesidad de buscarle dobles sentidos a ninguna frase, con la serenidad que concede el tiempo de la confidencia mezclado con el placer de la compañía de una hermosa mujer que se sabe deseada y se mantiene sin caer en la coquetería o en el tímido recato.

Hablamos de mi profesión y demostró conocer mas de psicología que la mayoría de la gente no profesional; me contó que se había convertido en profesora de ballet tras convencerse de que nunca llegaría a ser una primera figura ya que el sacrificio que le suponía ser profesional no le compensaba de la pérdida de otros placeres.

-        “…la música, la literatura, la fotografía… ¡qué se yo! Tantas cosas que no podría hacer si tuviera que dedicar ocho o diez horas a practicar a diario, mas las giras. No, no valía la pena, sigo bailando y disfruto con ello pero también puedo disfrutar de una mañana en el Prado o dedicar un fin de semana a fotografiar los acantilados de Normandía. No me planteo éxitos ni medallas, solo quiero vivir”

La escuchaba hablar y transmitía tal serenidad que envidié su mundo. Había sido capaz de escapar de los cantos de sirena que la intentaron arrastrar a una vida de intenso sacrificio personal y siendo apenas una adolescente tuvo la madurez necesaria para decidir su camino. Ahora, quince  años después,  sabía que su elección fue acertada.

Ella vio mi alianza y yo vi la suya, ninguno preguntamos nada y seguimos hablando y mientras la conversación avanzaba y el lazo se estrechaba entre ambos. A veces me llegaban imágenes de mi estancia en la sauna, flashes fugaces en los que unos cuerpos desnudos se entrelazaban y unas manos masculinas tocaban por vez primera mi pene erecto. Fundido en negro de esas escenas, de nuevo me centraba en aquellos ojos verdes, recuperando su conversación, respondiendo a su sonrisa… hasta la siguiente vez, cuando una sensación centelleaba en mi mente y me recordaba aquella espalda masculina anónima, sin rostro, que me atrajo y que acaricié hasta llegar a las nalgas que se endurecieron al contacto de mis manos.

Y entonces comprendí que Graciela había actuado como un antídoto que me permitía revivir esas escenas sin la culpa que me hizo salir huyendo de la sauna. Ahora, ante ella, deseándola, podía recuperar esas vivencias tan cercanas sin remordimiento, con deseo, casi orgulloso de haber sido capaz de vivirlas. No me había convertido en un ser distinto al que era antes. Aquí estaba, dispuesto a acostarme si era posible con aquella espléndida mujer, no me había sucedido nada, seguía siendo el mismo aunque una hora antes hubiera estado piel con piel con un hombre.

El sonido del móvil interrumpió la cadena de pensamientos que discurrían entremezclados con la conversación de Graciela. Miré la pantalla.

-        “Es mi mujer”

Graciela reprimió con rapidez un gesto de incomodidad que, para cualquiera, hubiera pasado desapercibido y lo enterró tras una mano que me invitaba a atender la llamada.

-        “Hola?” – el café tenía el suficiente bullicio como hacerme elevar el tono.

-        “Mario, ¿dónde estabas? Te he dejado un montón de mensajes en el contestador.”

Su voz era un reproche; intenté hacer memoria y de pronto recordé nuestros planes para aquella tarde. Miré el reloj.

-        “Estuve terminando un dictamen y luego me acerqué al Colegio, me olvidé completamente cielo, lo siento”.

-        “Es igual, tampoco tenía muchas ganas de ir de compras”

Graciela estaba dando señales inequívocas de sentirse fuera de lugar, intenté dar un giro a la conversación.

-        “Cuando salí del Colegio paré a tomarme un café y he conocido a una profesora de ballet, fotógrafa y alguna cosa mas a la que voy a invitar a tomar el vermut mañana con nosotros ¿te parece?”

Volvió sus preciosos ojos verdes hacia mi con expresión de sorpresa mientras yo le proponía a Carmen mi plan y le hacía gestos afirmativos con la cabeza. Percibí una pausa al otro lado del móvil que no supe interpretar.

-        “No se Mario, no he tenido mi mejor día hoy. ¿Cómo que… la has conocido?”

-        “Digamos que he ligado, en el sentido mas adolescente de la palabra” – respondí bromeando, quería afrontarlo con toda naturalidad y desde el primer momento.

Graciela sonrió moviendo la cabeza a ambos lados, entornando los ojos y elevando las cejas, sus labios dibujaron “fanfarrón” y fue entonces cuando supe que deseaba besar esa boca de labios finos. No se cuanto tiempo me quedé centrado en su sonrisa, debió ser mas de lo prudente por la forma en que me miraba cuando caí en la cuenta.

-        “Vaya, me alegro por ti, estás desconocido. ….  Habrá que conocer a tu ligue es lo justo, no te parece?”

Algo no funcionaba, desde el comienzo había notado una tensión en la voz de Carmen que no supe interpretar bien y mi historia sobre Graciela y la invitación del sábado no había hecho sino empeorar las vibraciones que me llegaban desde el otro lado de la línea. Me encontraba en una situación en la que tampoco podía hurgar mucho mas en el problema y opté por la solución mas pueril: continuar fingiendo no haber captado los nubarrones.

-        “De acuerdo entonces, ahora quedo con Graciela en los detalles, un beso cielo, enseguida te veo”

Guardé el móvil y cuando volví la vista hacia mi acompañante la encontré observándome con una expresión entre divertida y sorprendida.

-        “Eres todo un pozo de sorpresas, primero me pareciste el típico ligón, luego me haces cambiar de idea y me caes estupendamente, después descubro tu alianza…”

-        “Y yo la tuya” – la interrumpí.

-        “Mi marido falleció hace dos años”

Otra mujer hubiera jugado esa baza, Graciela no. Mantuvo la serenidad de su mirada, sonrió al ver mi gesto de pesar y apoyó su mano sobre la mía para detener mi disculpa.

-        “Debería quitármela, lo se, pero aun me cuesta hacerlo. En fin…” – dijo, agitando la cabeza como quien ahuyenta una pesadilla – “ te decía que vi tu alianza y de nuevo pensé mal, imaginé al casado infiel con mucha labia y bastante encanto en busca de una aventura de fin de semana.”

Suspiró, fue una breve interrupción en su discurso, suficiente para hacerme consciente del suave contacto de sus dedos sobre mi mano y del sutil cambio de tono en su voz.

-         “Entonces me sorprendes de nuevo compartiendo con tu esposa el “ligue” que acabas de hacer ¿qué mas sorpresas me esperan a continuación? ¿Acaso le vas a decir a tu mujer que te quieres acostar conmigo?”

Acompañó esta frase con un gesto que la enfatizaba como una exageración. Y era sincera, no intentaba seducirme, aunque quizás se arrepintió nada mas pronunciarla, posiblemente valoró demasiado tarde la carga de sus palabras.

No lo pensé demasiado, si lo hubiese hecho quizás mi decisión habría sido otra, mas sensata, menos pasional. Me acerqué lo mas que pude a través de la mesa.

-        “Si y si” – le contesté con toda la dulzura que pude poner en mi voz.

-        “¿Cómo?” – No quiso entender, la expresión de su rostro la delataba.

-        “A su tiempo, sin prisas y si es lo que tiene que suceder, me encantaría hacerte el amor y, por supuesto, Carmen lo va a saber hoy mismo”.

Fue la primera vez que la vi perder esa serena calma que la había acompañado toda la tarde. El silencio fue como una paleta en la que la turbación teñida de un rosa intenso salpicó las mejillas de Graciela trémula, Graciela de ojos brillantes, labios húmedos, entreabiertos, Graciela de pecho breve, puntiagudo, agitado. Quisiera haber podido aspirar su aliento para sentir la transformación de su olor, un signo mas del cuerpo de la hembra reclamada.

No dije mas, mantuve su mirada mientras duró su silencio. Pronto recuperó la calma, sus ojos volvieron a mostrar quietud y la sonrisa apareció anunciando el final de la tormenta.

-        “¿Nos vamos? – me adelanté a lo inevitable.

Asintió con un gesto; en silencio recogió los libros y permitió que la invitase. Ya en la calle intercambiamos teléfonos y concertamos la cita del día siguiente. Seguía tocada por el último gancho de derecha que le había lanzado y, al despedirnos, nos dimos un beso en la mejilla que apuré al máximo para oler su aroma y sentir el roce de su piel.

Dos pasos mas tarde me volví.

-        “¡Graciela!”

Caminaba con los libros sujetos con ambos brazos en su pecho. Esbelta, erguida como solo una bailarina sabe estar. Se volvió pausadamente.

-        “¿Te veo mañana?” – Entendió mi duda y sonrió.

-        “Hasta mañana”

Se volvió y siguió caminando; sabía que yo la observaba pero no sucumbió a la tentación de volverse a mirar o quizás pertenece a esa élite de mujeres, - como Carmen -, que aceptan con naturalidad su condición de seres deseables y lo viven sin reproche.

…..

Carmen mantuvo el teléfono en la mano ante ella unos segundos como si necesitase asimilar la conversación que acabábamos de tener, por fin soltó el móvil en el sillón, a su lado y dejó caer la cabeza hacia atrás.

-        “¡Pero que gilipollas soy!”

Un golpe de risa solitario, luego otro  y otro mas dieron paso a una amarga carcajada tras la que regresó al silencio.

Esperaba, toda la tarde esperando como una cría herida a que llegara para cobijarse en mí y sentirse segura.

¡Infeliz! Estaba sola, sola con su tristeza, sola con sus errores y no tenía con quien consolarse, yo seguía mi vida ajeno a sus problemas.

Se imaginó la escena cuando llegase a casa eufórico y ansioso por contarle con pelos y señales cada detalle de mi hazaña; cómo había ligado, cómo era la chica, qué habíamos hablado. Desde luego yo no iba a resultar el mejor interlocutor para escuchar su fracaso, su pena ni sus dudas. Ahora ya no se encontraba predispuesta a utilizarme de consejero ni tenia confianza en mi predisposición a escuchar.

Se levantó del sillón y fue como si dejase en él una piel, la piel de Carmen la esposa compañera, dependiente de Mario, Carmen la de las decisiones compartidas, la de las indecisiones sometidas a debate entre dos.

…….

Salí del garaje y en cinco minutos enfilé la Carretera de la Coruña. Una agradable sensación de ligereza me envolvía, como si todo fluyera a mi alrededor. El tráfico era tranquilo y pude recrearme en la sensación de… felicidad, -¿por qué no decirlo? -, que me hacia mantener una media sonrisa en la cara. Qué extraña es la vida, jamás se me había ocurrido hacer una cosa así, acercarme a una mujer en un bar, atacarla de la manera que lo hice… lo reviví y apenas pude creer que hubiera sido yo. Y luego… “A su tiempo, sin prisas, me encantaría hacerte el amor” ¡Cómo fui capaz! El Mario que siempre he sido nunca habría pronunciado esas palabras.

Una mezcla de orgullo, vanidad y excitación comenzó a afectarme el ego e intenté reaccionar, todo había sido una respuesta al miedo con el que salí de la sauna.

La sauna, casi lo había olvidado, sin embargo parte de la excitación que me había acompañado toda la tarde con Graciela tuvo retazos de la que había experimentado en la  oscuridad de la sauna.

El tráfico era fluido, metí quinta y dejé que las imágenes brotaran libremente.

Atravesé la puerta del baño de vapor como si aquel ambiente me fuera habitual. La espesa nube húmeda que me envolvió inmediatamente caldeó mi cuerpo. El brusco silencio me produjo una sensación relajante, el siseo del vapor y el sonido espaciado de las gotas que retumbaban al caer bajó el nivel de mis pulsaciones. Me costó meses averiguar el origen de aquel sonido que procede de una escondida ducha en desuso  oculta en una esquina y en cuyo techo se condensan las gotas de vapor que al caer provocan ese sonido vibrante que se amplifica en esa improvisada cámara de resonancia.

Me moví por la sala con mas soltura que la primera vez, algunas sobras delataban cuerpos sentados, otros moviéndose lentamente.

Estaba excitado, había roto amarras con los lazos que unían al varón y su mundo, me encontraba mas desnudo de lo que había estado nunca, dispuesto a comprobar si lo que había pregonado desde mi púlpito tantas veces era verdad o solo una teoría.

Quería sentirme como Curie ante el radio, como Fleming ante el penicillium, pero sabía muy bien que esa era otra prenda mas de la que aun tenia que desprenderme, un taparrabos que me faltaba por arrancarme. Todavía me resistía a reconocer que tan solo era un hombre excitado ante la inminencia de juntar mi cuerpo con el de otro varón; solamente era un hombre inseguro ante la tremenda ignorancia de lo que sucedería cuando otro hombre, tan desnudo como yo,  se acercase a mi y pusiera sus manos en mi cuerpo, en mi sexo.

Porque desde el primer momento intuí que yo no iba a tomar la iniciativa, no sabía como hacerlo, no tenía la menor idea, por lo tanto no me quedaba mas que esperar.

Avancé hacia una de las bancadas que estaba vacía y me senté, el sudor mezclado con el agua que se condensaba en mi cuerpo caía a chorros por mi piel y mi rostro. Estaba solo, excitado, nervioso, expectante y temeroso al mismo tiempo; llevado de mi excitación aflojé el nudo y abrí la toalla extendiéndola a mi lado como había visto que hacían algunos de los que estaban sentados. Estaba desnudo, me sentí bien aunque mi corazón pareciera decir lo contrario, mi pene pegó dos brincos y se quedó dormido en semierección  en mi muslo izquierdo.

Escuché la puerta abrirse

No tuve que esperar demasiado. Sin llegar a ver su rostro supe que era él, el mismo que me había estado persiguiendo y acosando antes de mi precipitada huida.

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