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Diario de un Consentidor 105 - Sanación

en Intercambios

Capítulo 105

Sanación

—Papá, hola… si bien… aquí en la sierra… si, al final decidimos quedarnos… No, no nos apetecía este año salir… porque no… no, no pasa nada ¿qué iba a pasar?

Escucho a Carmen hablar con su padre y percibo la desconfianza que llega del otro lado de la línea. ¿Por qué hemos cambiado repentinamente los planes cuando lo habitual es que salgamos fuera en estas fechas? Si ya resultó complicado aparentar normalidad en el cumpleaños de mi suegra ahora este cambio se suma para romper con las costumbres tan arraigadas.

—Si, está aquí ahora te lo paso ¿Y mamá, está bien?

Le he pedido que les llame, no sé desde cuando no habla con ellos y eso en esta familia no es normal.

Normalidad, algo que le debemos a la familia. No se han entrometido pero me consta que están preocupados y en algunos casos han sufrido.

Hablo con mi suegro sobre todo para darle seguridad. Estamos juntos, estamos bien. Le prometemos una visita pero no ahora, no en esta semana. Noto recelo y trato de sofocarlo. En quince días comida en nuestra casa, prometido.

Hace un sol de justicia, cualquiera diría  que estamos en verano. Ya es miércoles y para mañana esto se va a llenar. Estamos comiendo en la terraza de uno de los restaurantes de la plaza del pueblo. Son las tres de la tarde; después de hacer el amor, ducharnos y perder otra media hora bajo el agua salimos con prisas hacia el pueblo. Menos mal que a última hora se me ocurrió reservar.

Carmen luce espléndida. Un vestido veraniego, estampado en tonos rojos y verdes claros con motivos florales sobre fondo blanco anudado al cuello con escote en pico por medio muslo, sandalias planas para caminar cómoda por el empedrado del pueblo y uno de los bolsos grandes de este verano pasado que como el resto de la ropa de temporada también guarda en los armarios de aquí. Brutal.

Comemos bajo el toldo del restaurante atendidos por otra Carmen, la dueña, una mujer entrañable. Comida casera que poco a poco los hijos intentan modernizar.

Nos vamos quedando solos en la terraza, aprovechamos porque mañana esto será un bullicio imposible. Café, chupito de orujo para mí, Baileys para ella. Bronca de la “mamma” cuando la ve sacar el paquete de tabaco. «¿Desde cuándo fumas?»

Durante la comida me he fijado en las miradas que ha cosechado Carmen; estoy acostumbrado, es una mujer imponente. Cuando eligió el vestido pensé que no era el adecuado para la época, lo veía más propio para el verano pero no quise decirle nada, todavía me sigo moviendo con cierta cautela.

Siempre ha reaccionado a ese tipo de miradas con una clara despreocupación, no le da importancia salvo que sea algo muy incómodo, entonces procura dar a entender su malestar de forma lo suficientemente contundente como para persuadir al que molesta.  Mira al pesado como si no se hubiera fijado y cuando parece que sus ojos pasan de largo vuelven a caer sobre él como un halcón en su presa, duros, insolentes. Parece decirle «Eh tú, ¿por qué me estás mirando?». Casi siempre consigue vencer en ese cuerpo a cuerpo inesperado para el que pocos están preparados.

Actúa con decisión, con carácter; la miran y ella responde sin pudor, sin vergüenza, sin acobardarse ante el mirón. Eso los intimida, me da la impresión de que le infiere un poder que atemoriza a los acosadores.

En algún sentido es la misma conducta que seguiría yo mismo, o cualquier otra persona que notase una mirada insistente. ¿Conducta de varón? No, conducta de persona a la que están molestando.

Persona, más allá del género.

De todas formas esto sigue siendo un pueblo y que sus pezones se marcasen en el fino vestido ha tenido mucho que ver. Desde que lleva los aros he observado que rara vez están en reposo, debe de ser consecuencia del piercing. Y la ausencia de sujetador ha reforzado el efecto lo cual no justifica el acoso.

De vuelta en casa subimos a cambiarnos de ropa. No se me iba de la cabeza lo que había sucedido en el pueblo.

—Estabas preciosa, no te quitaban ojo de encima ¿te fijaste?

Carmen estaba colgando el vestido. De espaldas a mi su silueta desnuda comenzaba a excitarme. Volvió la cara para mirarme.

—Ya, que pesadez. Hubo uno que a poco me tengo que sacar sus ojos del escote.

—¿Si, cuál de ellos?

Se volvió sondeando mi mirada. Sabía lo que buscaba y en ese momento estaba pensando si tirar del sedal o dejarlo ahí.

—El moreno del pelo liso, largo; el que tenia los ojos verdes.

—Vaya, parece que te fijaste bien.

—Soy buena fisonomista.

Quieta, sin hacer intención de ponerse la ropa que estaba a un palmo de su mano, sobre la cama. La cartas estaban echadas.

—Es que el vestido que te has puesto te sienta genial y sin sujetador… pues mucho mejor.

Dio un paso adelante.

—¿Si, tú crees? ¿Mucho mejor? —respondió sugerente.

Comencé a acercarme a ella.

—Si, porque al ser tan liviano… y como esos aros hacen que tus pezones estén siempre así.

Estábamos frente a frente, podíamos tocarnos con levantar la mano.

—¿Así, cómo?

Subí la mano derecha, índice y medio extendidos y rocé su pezón. Dio un respingo apenas contenido, entrecerró los ojos.

—Empitonada, siempre vas empitonada desde que te perforaron los pezones.

Jamás había empleado antes esa palabra. Carmen guiñó levemente los ojos extrañada.

—¿Ah si? No me había dado cuenta.

—Pues el chico moreno de ojos verdes y pelo largo liso si que se ha dado cuenta.

Comencé a acariciarle el pecho, con el pulgar rozaba esa punta dura, erguida y hacía que sus ojos tendiesen a cerrarse aunque ella los forzaba a mantenerse abiertos.

—Ya, no hacía más que mirarme las tetas.

Me provoca. Subo la apuesta.

 —Y los muslos, puede que algo más.

—Puede. Nada distinto a lo que me viste antes.

—¿Antes?

—Cuando te tuviste que hacer una paja.

¡Vaya! Parece que va fuerte.

—¿Crees que te ha llegado a ver tanto?

Alzó un hombro con cierta indiferencia.

—Puede que por eso no dejase de mirarte.

—Puede.

Avancé un paso para poder llevar la mano libre a su nalga. Colaboró pegándose a mí.

—No estaba mal, ¿es tu tipo?

—Demasiado creído.

—¡Vamos! —respondí escéptico. Sonrió.

—No estaba mal, se le puede hacer un favor.

—¿Se le puede?

—Se le podría.

Le mordí la boca, le hice sentir la tensión que aprisionaba el bóxer y ella no perdió el tiempo. Metió la mano apresuradamente y se apropió de ella, comenzó a recorrerla mientras yo la arrastraba a la cama. Esa mirada sucia, esa expresión de lujuria. «Puta, zorra» venían a mis labios pero me contuve. Aún no es tiempo para volver a esas palabras pensé,  todavía no.

Pero mis ojos me delataron, ella me conoce demasiado bien y leyó mi rostro.

—Dímelo —pidió gimiendo mientras me apresaba las caderas con sus piernas y yo la penetraba sin miramientos—. Dímelo —exigió movida por el deseo que la dominaba.

—Qué puta puedes llegar a ser cuando te lo... propones —acompañé la última palabra con un brutal golpe de cintura que le hizo crispar el rostro.

Aguantó.

Echó la cabeza hacia atrás cerrando los ojos, sonriendo llena de placer.

Cuando volvió a mirarme parecía otra.

—Si, soy tu puta —me lanzó a la cara.

Se sujeto a mi cuello con las dos manos y me besó como jamás lo había hecho. No parecía ella, sus labios se frotaban contra los míos de una manera que no conocía. Yo seguí follándola sin ningún cuidado, debía estar haciéndole daño. Si, es mi puta.

…..

—Esto ha sido algo aparte, un paréntesis.

Volvía del cuarto de baño, yo seguía en la cama intentando asimilar el polvo tan salvaje que había compartido con esa mujer, una desconocida que había aparecido de improviso cuando menos lo esperaba. La miré como se ajustaba las bragas que acababa de sacar del armario.

—Ha sido sexo, algo de la pareja, ajeno a la terapia que estamos haciendo ¿de acuerdo?

Asentí en silencio.

—Es conveniente que lo tengamos claro, que no mezclemos lo que sucede en nuestra cama, en nuestras conversaciones íntimas con lo que surge en la terapia.

—Está bien, de acuerdo.

—Cariño, lo digo porque han surgido cosas que podrían interferir en el proceso que hemos…

—No te preocupes, lo he entendido —la interrumpí con evidente malestar—. Te recuerdo que cuando tú todavía eras una estudiante de psicología yo ya llevaba bastantes años de práctica profesional.

Me levanté de la cama y me encerré en el baño donde intenté recuperar la calma. Mientras me aseaba traté de entender por qué había perdido los estribos de esa manera.

—Lo siento, ha sido una salida absurda.

—No, perdóname tú, me estaba poniendo pesada.

Un abrazo nos reconcilió sin necesidad de más palabras.

—¿Por dónde íbamos?

Soy yo quien quiere dar continuidad a la sesión inconclusa, pero Carmen vuelve al incidente.

—Antes de continuar, deberíamos entender qué es lo que acaba de ocurrir. La tensión esta ahí, aparece de múltiples maneras, de forma sexual como te ha sucedido a ti o de modo irritante como ahora conmigo, lo que ha provocado ese estallido de ira por tu parte. Tenemos que estar atentos a eso porque va a ir in crescendo a partir de ahora y nuestra experiencia nos obliga a responder como profesionales.

—Es complicado Carmen, nos movemos en una dualidad que nos hace difícil distinguir el rol del otro en cada momento. Si yo intento calmarte en una situación de tensión ¿quién interpretas que soy, el terapeuta, tu marido conciliador o tu marido condescendiente? No va a ser sencillo.

—Pues habrá que intentarlo y exponer la duda. “No sé quién eres”, así de directo.

—Por otra parte hemos dado un gran paso adelante ¿no crees? —añadió.

La miré, suponía por qué lo decía pero quería saber más.

—Puta se había convertido en una palabra maldita, al menos para mí. Antes de todo esto formaba parte de nuestros… juguetes verbales ¿recuerdas? Me llamabas puta en la cama y provocabas en mí algo difícil de describir; era como añadir una dosis de afrodisíaco. Si ya estaba excitada me lanzabas a otro nivel. Me gustaba ver la expresión que ponías al llamarme puta.

Mientras hablaba recordé cuantas veces haciendo el amor, follando sin control surgía: Puta, zorra. Aquella vez que la miré en casa de sus padres y mis labios le lanzaron desde lejos esa palabra muda, Puta, y sonrió halagada, excitada, compartiendo el secreto que nadie más sabía.

En todas esas ocasiones pude comprobar el efecto que le causaba. Era como si mis dedos hubiesen hollado su intimidad, parecía como si mi rostro aspirase el  tibio aroma de su axila, como si mis labios viajasen por su vientre camino hacia su auténtico destino. Pronunciaba puta y le provocaba casi el mismo efecto.

—Y luego cuando empezamos a jugar con otros tú seguías llamándome puta, pero entonces sentí como cambiabas, le ponías más énfasis, más intención, puede que más morbo. ¿Más planes de futuro quizá? No sé, tus ojos brillaban de otra manera, había más vicio en tu mirada cuando me llamabas puta en ese contexto.

Cómo me conoce. Si, más allá de las palabras que le pudieran seguir o que pude callar en esas circunstancias Carmen adivinó lo que yo sentía cuando la llamaba puta después de haber estado follando con Carlos o con Doménico. Era mi yo más morboso el que, quizás sin ser consciente del todo, imaginaba un futuro en el que ella…

No, no sé… no sé.

—Ese “puta” que me dedicabas entonces… puede que no te hayas dado cuenta, constituye una de las caras de la misma moneda.

—Si —Afirmó tras una breve pausa—, creo que si lo sabes.

Estaba convencida de que la había entendido. Repasé mentalmente su discurso para averiguar qué era eso de lo que estaba tan segura que yo ya sabía. Desmenucé sus palabras sin dejar de observar esa sonrisa que parecía querer darle más sentido a todo.

—Antes de comer me hiciste un quiebro, evitaste el tema —añadió.

—¿Antes de comer?

De pronto...

¡Cómo una palabra, tantas veces escuchada, tantas veces pronunciada, puede explotar en la mente!

Cobró otro sentido.

Y las sensaciones llegaron.

Calma, serenidad, aceptación.

Solo entonces pude verbalizarlo.

—Cornudo. ¿Es eso, verdad?

No me costó reconocerlo, al contrario, tuvo algo de liberación.

Carmen, sin perder la sonrisa, asintió un par de veces con extrema suavidad.

—Antes te lo llamé, también alguna vez te lo he dicho en la cama, pero no creo que fueras tan consciente como lo acabas de ser.

No, no lo había sido. Antes de la comida lo evité y esas otras veces que había mencionado tan solo fue un juego entre amantes, sin embargo ahora…

Ahora lo estaba asumiendo.

Permanecíamos en silencio, mirándonos a los ojos, sin pronunciar palabra.

Yo cornudo, ella puta. Al mismo nivel.

Un leve estremecimiento recorría mi cuerpo, mi mente estaba vacía de pensamientos, solo contemplaba a aquella que me complementa, sin la cual mi vida carece de sentido.

—Puta —Lo pronuncio despacio, mirándola a los ojos. No intento excitarla, no es eso, es…

¿Qué quiero expresar, realmente lo sé?

Silencio.

Sus ojos me recorren, Carmen me analiza. Siento que desnuda mi mente, que penetra hasta lo más intimo de mi.

—Cornudo.

Me golpea.

Con esa voz profunda que le surge en momentos de alta tensión, no solo sexual. Se la he escuchado en situaciones extremas, cuando está muy concentrada. Si, por supuesto, en momentos de gran carga sexual. No sé si es el caso lo que sé es que éste es uno de esos momentos trascendentales en los que nuestra vida está dando un giro radical.

—Si Carmen, soy un cornudo, lo acepto y no es algo que rechace ni me haga sentir humillado ni me convierte en peor persona. Soy un cornudo. No sé si es la mejor palabra, puede que no lo sea ni la que mejor me describe, acaso haya otra menos denostada pero tú y yo sabemos que tanto puta como cornudo son las que vamos a utilizar porque de alguna forma son los términos que deseamos usar ¿no es así?

Sus hermosos ojos negros aletearon, sonrió con un leve toque de perversión.

—Piensas demasiado y ahora no es el momento. No te evadas intentando racionalizar todo, ya habrá tiempo de eso. Ahora es el tiempo de asimilar, no de pensar.

—¿Sabes lo qué pensarían de mí si me escucharan?

—No seas tan egocéntrico. Lo que pensarían de nosotros.

Sus ojos descendieron hacia mi vientre, más allá. Solo entonces fui consciente de la batalla que se libraba en esa zona entre mi carne pulsante y mi ropa.

—Siente, deja de pensar, asúmelo. Tú que eres tan de zen ya tienes un koan para ejercitarte. Cornudo. Ese es tu koan.

Me estaba emocionando, no lograba entender la causa de esa agitación que amenazaba con dominarme.

—Es extraño, me siento liberado Carmen.

—Lo sé.

—¿Y esto, a donde nos lleva?

—A la tranquilidad, a la paz, a la serenidad —Respondió con tal seguridad que me dejó desconcertado.

—¿Tú crees?

—Es lo que espero. El hombre violento que me insultó con esa palabra, puta, y me hizo huir de casa pienso que se ha desvanecido.

¡Qué coño es esto! ¿Otro quiebro? Carmen fuerza un giro mental que me aturde. ¿Eso es lo que buscaba? ¿hacerme bajar las defensas?

Me sitúo en el plano que ella propone y por primera vez esa imagen del Mario agresivo no me hace sentir mal.

¿Por qué? Simplemente no soy yo, no me siento identificado con él.

Alivio.

Me siento ligero, como si un enorme peso que cargara sobre mi espalda y al que estuviera habituado hasta el punto de no prestarle atención hubiera desaparecido.

Sonreí, sonreímos. Carmen empatizaba con las emociones que brotaban en mi rostro sin que yo hiciera nada por evitarlo.

—No está, ya no está. Por primera vez… Carmen, lo veo tan lejos…

¿Qué ha hecho conmigo? ¿qué clase de terapia es esta? ¿Es lo que en otras culturas llaman sanación? Puede ser, no quiero seguir pensando.

Sin darme cuenta las lágrimas comenzaron a rodar por mi mejillas. No hice nada por evitarlo, no quise hacerlo. Conozco bien el poder sanador que el llanto posee. No me oculté, seguí mirándola a la cara. Lloré sin esconderme, lloré sin dejar de sonreír.

…..

—Ha sido un gran avance.

Continuamos tumbados en el sofá, ella me recoge en su pecho, me cobija en su brazo. Tras esa explosión emocional que he sufrido me ha hecho el amor dulcemente, sin prisas, sin un objetivo concreto. Han sido caricias esparcidas como pinceladas que me he permitido recibir sin sentir la obligación de corresponder. Aún estaba bajo los efectos del shock y necesitaba justamente eso, el consuelo que Carmen me estaba proporcionado con sus manos, con el contacto de su cuerpo, con el roce de sus labios, como si el tiempo no existiera. El susurro de sus palabras pidiéndome tranquilidad, ese sosiego me ha terminado de serenar. El sexo solo ha llegado al final, de una forma tranquila, cuando sus manos ya habían hecho el trabajo previo. Fue su boca la que se encargó de besar, lamer, engullir. Sin premura.

Y me dejé, otra vez me dejé sin dar nada a cambio. De nuevo he sido egoísta y me he dedicado a recibir placer, amor, cariño, ternura de esta mujer que lo es todo para mí.

Y cuando me ha pedido que me abriera, que me ofreciera a ella he obedecido. Me ha traspasado con sus dedos, he sido suyo y aunque no era la primera vez que me poseía, en algún sentido lo ha sido. Mi entrega ha sido distinta, mis caderas han respondido de otra manera a sus envites. Me ofrecía si, como nunca lo había hecho, como no sabía que se podía hacer. Puede que haya dejado de ser yo para ser más ella, puede que sin ser consciente haya adoptado sus maneras o simplemente mi cuerpo la ha imitado. Y lo ha notado y ha comenzado a penetrarme con una intensidad, con una determinación diferente. «Así, así, déjate hacer» ha murmurado.

Y yo… yo he gemido como jamás me había permitido hacerlo. ¿Quién es ese que suspira entrecortadamente? ¿De quién es esa voz que apenas reconozco, que tiembla, balbucea, que reprime un amago de sollozo?

He perdido la erección, lo percibo en la forma que su boca maneja lo que ya no es sino un débil guiñapo. Sin embargo el deseo no disminuye, me tiene desatado, me vuelve loco. Estoy entregado a sus manejos que me siguen zarandeando. Y mi cuerpo responde, si responde menos esa parte que parece no existir.

Carmen ha acelerado la penetración y yo he alcanzado el clímax en su boca mientras ella se encendía, respiraba furiosa por la nariz como si fuera… como si fuera…

…..

—Ha sido un gran avance.

Sonríe. Está satisfecha.

—Si y también ha sido un polvo antológico —añado buscando el lado desenfadado.

—¡Idiota! —me golpea en el hombro y rompe a reír.

—Venga, vamos  a seguir.

—Antes te diré una última cosa para que reflexiones.

He comenzado a vestirme, la miro y escucho con atención.

—Me llamas puta y esperas que me derrita, que me deshaga, que el placer que siento se multiplique; y así es. Mi femineidad y mi feminismo no se resienten por ello, no se menoscaban mis principios ni sufro una crisis de identidad cuando me llamas puta. Disfruto del juego, porque es lo que es, un juego compartido que no pone en cuestión mi identidad.

Nos miramos, lo entiendo. Espero algo más, sé que su argumentación no ha acabado.

—Te llamo cornudo y se abren los cielos cuando al fin comprendes que es un juego compartido en el que tu masculinidad  no se quiebra, que tu identidad no zozobra. Te ha costado una crisis personal asumir que eres un cornudo y cuando al fin lo aceptas poco menos que hay que tratarlo como una gran victoria personal, una inmensa batalla en la que eres el héroe que ha salido triunfante. ¿Ves la diferencia?

Es cierto, si. Es cierto.

—¿Durante cuánto tiempo te has resistido a la idea, di? Yo no, yo siempre he aceptado el juego. Desde el primer momento que comenzaste a llamarme puta en nuestra cama lo vi como tal, un desahogo erótico, sensual, que nos unía más. Sin embargo, sé sincero: Cuando empecé a llamarte cabrón, cornudo, después de estar con Carlos ¿Te gustaba o procurabas pasar rapidito a otra cosa?

No fui capaz de mantenerle la mirada.

—Supongo que sabes lo que es eso—añadió.

—Machismo —reconocí.

—Ya tienes tema para reflexionar. Ahora si podemos continuar.

—Sin embargo…

—Dime.

—Creo que entonces ya lo vivía.

—Una cosa es vivirlo, sentirlo y otra cosa es asumirlo, reconocerlo. Lo sabes bien, no es lo mismo.

—¿Y tú? ¿cuándo has reconocido que estás casada con un cornudo, cuándo asumiste tu papel? Creo que esto nos afecta a ambos.

Me miró fijamente, se sintió interpelada por algo que debía llevar pensando largo tiempo.

—Me estás haciendo reinterpretar escenas que tenía muy asentadas —añadí.

—¿Como por ejemplo?

“—¿Tenéis sed? ¿Os apetece que abra una botella de cava? —una vez dicho me sentí demasiado servicial.

 

—¡Genial! Para celebrarlo es lo mejor  —dijo Carlos. Su mano jugaba con el vello púbico de Carmen, ella estaba ligeramente girada hacia él, recorría lentamente su pecho con los dedos, se miraban a los ojos en silencio; Giró su rostro hacia mí.

 

—He bebido demasiado, prefiero otra cosa.

 

—¿Tónica?

 

—Si, por favor.

 

¡Qué emocionante era verla entregada a su amante con naturalidad, sin pudor ni reproche alguno! Todavía me quedé unos segundos mirándola, llenándome con esa escena, luego les dejé en la cama, sin rastro de temor.

 

—No quedan tónicas cielo —grité desde la cocina.

 

—Arriba del todo, en la despensa —replicó. Busqué donde me decía pero no las encontré.

 

—No hay ninguna, ¿te llevo un Nestea?

 

—Las he debido dejar en el garaje.

 

No era una petición explícita pero la conozco bien. Sonreí, si hubiéramos estado solos me habría intentado seducir con esa voz mimosa que sabe que me puede. Tenía que vestirme si quería salir a por las latas. Entré en el dormitorio, seguían vueltos el uno hacia el otro, mirándose a los ojos, Carlos tenía su brazo bajo el cuello de Carmen, ella tenía su pierna derecha doblada sobre el muslo de Carlos, éste rozaba con los dedos su pezón y ella descansaba la mano en su cintura; un brote de excitación me sacudió, me sentía feliz, seguro, confiaba en ella, me alegraba verla relajada, disfrutando.

 

—Me pondré algo para salir si no me voy a congelar.

 

—Déjalo cariño, tomo otra cosa —dijo sin cambiar de postura.

 

—¡Pero qué falsa eres! —bromeé.

 

Una sombra de preocupación me alertó, habíamos descuidado las formas, nos comportábamos como un matrimonio.

 

Me puse el pantalón, los zapatos y un jersey que busqué en el armario, en el salón cogí el abrigo y salí a la calle. El frío de la noche en la cara me resultó agradable, caminé envuelto en el silencio sobre el que resaltaba el sonido de mis pisadas en la tierra iluminado por la pálida claridad de la luna creciente.

 

El aire gélido terminó de despejarme. Me seguía pareciendo increíble, ya era realidad lo que tantas veces había soñado, Carmen acababa de follar con otro hombre, estaba aún en la cama con él, sin vergüenzas ni pudores, sin recriminaciones ni arrepentimientos; recordé su arranque cuando, casi desnuda, entramos en la alcoba y tomó la iniciativa; había sido brutal, salvaje, nunca pensé que fuese a comportarse así.

 

Recogí las tónicas y volví deprisa a la casa, el frío que al salir me resultó agradable congelaba mis pies desnudos dentro de los zapatos.

 

Cerré la puerta y me despojé del abrigo; no se oía nada, supuse que seguían extasiados el uno con el otro.

 

—¡Dios, qué frío hace ahí fuera! —nadie contestó.

 

Dejé las tónicas y me asomé al dormitorio, el corazón me dio un vuelco; Carlos estaba incorporado sobre un codo echado sobre ella, la besaba en la boca, la mano de Carmen acariciaba su cuello, tenía las piernas flexionadas, la mano de Carlos mecía su pubis y dos de sus dedos se hundían en su coño. Es una mujer increíble, parece no quedar saciada nunca, jamás dice no a una caricia más, a un juego más.

 

Me deshice de la ropa con la intención de incorporarme al juego pero algo me detuvo, comprendí que en ese momento yo sobraba.

 

No me dolió, mi cabeza me decía que ese pensamiento tenía que doler, sin embargo no encontré en mi interior nada más que… amor.

 

Un profundo amor por mi dulce niña, una intensa sensación de ternura y, ¿por qué no decirlo?, felicidad al verla en brazos de Carlos sin el más mínimo asomo de duda. Siempre había temido que en medio de su entrega tuviera un momento de vacilación y los pudores se hicieran dueños de ella haciéndole imposible continuar, temía que quizá tras follar con Carlos surgiera el arrepentimiento, la sensatez se hiciera cargo de la situación y sufriera por haber hecho aquello.

 

La mujer que yo veía en esa cama estaba entregada a disfrutar, había hecho algo más que sexo, veía el cariño hacia Carlos en sus gestos y en su rostro, había follado y se sentía bien, tanto como para continuar sin reparo, sin miedo a hacerme daño.

 

Salí del dormitorio, les dejé a solas, quizá volviesen a hacer el amor, quizá.”

Vi un gesto de angustia en su rostro, también de tristeza. Puede que no debiera haber recordado aquella escena.

—En aquel momento me comporté ya como un cornudo y tú actuaste como la perfecta esposa del cornudo, tenías sed y me enviaste a por tónicas mientras seguías con tu amante en la cama. Yo no lo dudé, corrí a serviros y cuando al volver te encontré ocupada no os molesté y me retiré. Lo que ocurre es que entonces no le dimos la importancia que realmente podía tener.

Carmen quiere dejar el tema, lo noto.

—En fin, ya volveremos a eso. ¿Café?

Comenzamos la sesión, volvimos al punto en el que lo habíamos dejado, Carmen se movía por el club conociendo a la gente, charlando con los diferentes grupos que se habían formado. El ambiente cada vez se volvía más intimo, mas sensual. El alcohol y lo que fuera que contenían aquellos chupitos que seguían circulando la tenían en un estado de abandono, de relajación muy agradable.

—No era capaz de controlar mis actos, simplemente me encontraba libre de prejuicios, alegre, cómoda en ese ambiente en el que todo el mundo podía acercarse y besar si el otro lo permitía, tocar y ser tocado, acariciar sin pudor. Y ver aquello era una de las escenas más eróticas y bellas que recuerdo. Todo estaba bien, todo era bonito, bueno. Nada era sucio.

“Vuelve con Pelayo que está con una japonesa menuda que apenas le llega al pecho, la llama, se acerca, la toma de la mano y se la presenta, la coge de la cintura. Más Bauhaus, más Nueva York, la japonesa le acaricia la mejilla, es agradable parece una figurita de porcelana, le ofrece un porro, no gracias, quiere irse, necesita comer algo, Pelayo la retiene y la besa en la boca por sorpresa; bueno, no ha estado mal, quizás un poco de cariño es lo que necesite. Siente una mano diminuta entre sus muslos, la mira y la figurita de porcelana le sonríe y la besa entre los pechos, ¿qué es esto? no se lo esperaba, es tan suave, se siente un poco acosada pero la japonesa es tan dulce, sus ojos son cálidos, su sonrisa invita a dejarse querer, la pequeña mano sigue entre sus muslos, la acaricia con extrema suavidad buscando hacerse un hueco. Mira a su alrededor, no son los únicos que juegan juegos morbosos, aquí y allá parejas, tríos se besan, intercambian caricias, desnudan cuerpos en los rincones sin que nadie preste más atención que una mirada que aprecia un detalle de belleza.

 

Pelayo sigue besando su mejilla cerca de sus labios mientras repite machaconamente su discurso sobre el Bauhaus y desliza su mano por el costado hasta alcanzar su pecho, todo sucede tan rápido, son tantos puntos de contacto, son tantas sensaciones de placer que no sabe como afrontarlo. Sin darse cuenta ya ha rodeado el cuello de Pelayo con su brazo Todo es demasiado agradable y confuso como para detenerlo, aunque en realidad quería irse. La pequeña mano de la japonesa ya está rozando su sexo desnudo, a nadie le importa, a ella si. La mira, esos ojos diminutos, apenas una línea en el rostro nacarado, le sonríen como dándole las gracias, como pidiéndole permiso, parece una muñequita hurgando entre sus labios mojados en medio de la gente; se siente violada, ¡no, qué va! es agradable, se está dejando usar, querer. Mira y ante ella una pareja observa como la están tocando como si aquello fuera una obra de teatro, es una locura pero todo esos toques han conseguido relajar la tensión que Mahmud le había provocado. La manita presiona, dos veces como si llamase a una puerta y ella cede, mueve un pie y deja un hueco suficiente como para que sus muslos abran el resquicio, los dedos de niña encuentran el  hueco y se cuelan entre sus labios chorreantes, tiene la cabeza apoyada entre sus pechos, ¡Dios parece una niña! Ha abierto un hueco en el escote y aprieta su naricilla buscando, siente algo húmedo en su pezón ¡dios cómo ha llegado ya ahí! Pelayo ha entrado por la sisa y cubre el otro pecho con la mano, un destello de cordura le grita que es excesivo, todo esto es una locura. Mira al frente y ve a una pareja en un sillón tumbados, ella le entrelaza con sus piernas, ¿estarán…?  No puede seguir pensando, su espalda se dobla cuando su clítoris  es alcanzado por los hábiles dedos de la japonesita que la sonríe al verla curvarse, “no, no” gime pero ella, la muñeca de porcelana, sigue buceando en su escote y lamiendo con habilidad su pezón mientras abajo pellizca su clítoris. Tiene espectadores y eso le produce más morbo, se sabe medio desnuda, con el escote desplazado por la boca de la pequeña oriental que más abajo levanta su vestido con la mano, debe estar impúdica con las piernas separadas dejándose invadir por esa mujer, colgada del cuello de Pelayo que hunde su mano en el vestido y palpa su pecho, ¿golfa dijo Mahmud? Que lo sepan todos.

 

Se retuerce en un silencioso orgasmo entre los dedos de la joven nipona, cierra los ojos colgada del cuello de Pelayo, jadea, “basta, basta ya” suplica.  Al fin consigue trasladar la pequeña mano hacia el cuerpo de Pelayo y se va sin que su deserción les provoque demasiadas protestas”.

Siento calor en las mejillas como si fuera yo el que tuviera motivos para ruborizarse. El corazón me bombea con fuerza. Soy un fiel reflejo del aspecto que tiene Carmen, mejillas arreboladas, ojos brillantes, respiración agitada…

No, no podemos volver a interrumpir la sesión.

—Tengo la impresión de que Mahmud había calado hondo en ti, ¿me equivoco?

Percibo cierta resistencia ante mi pregunta. Tarda en contestar, posiblemente porque está filtrando la imagen que quiere darme con su respuesta.

—No tanto, ten en cuenta que te estoy contando las cosas tal y como las recuerdo y sin ningún tipo de restricción. No actúo como la típica paciente que se calla las cosas.

—¿Estás segura?

—¿Acaso has notado algo que te lleve a pensar lo contrario? —argumentó con agilidad. Noté un punto de malestar. Evité seguir esa vía de confrontación.

—No obstante Mahmud aparece como referencia indirecta en más de una ocasión. Es evidente que la conversación que tuvisteis durante el baile fue lo suficientemente intensa como para que te dejase huella.

—Si, por supuesto.

—Dime.

Carmen hizo un gesto con el que me interrogaba; no entendía o no quería entender qué quería de ella.

Esperé.

—No sé por dónde vas —me exigió con una velada irritación.

—Háblame de Mahmud.

Supe que había tocado una herida.

—¿Quieres que te hable de Mahmud?

Cogió el tabaco, sacó un cigarrillo y lo encendió con dedos nerviosos. Me miró con ojos airados.

—Puede que sea la única persona que me ha tachado de golfa sin que me haya sentido insultada; ya ves, ¿qué te parece?

Me acusaba. Aspiró una profunda calada sin dejar de mirarme.

—Tiene esa capacidad para decir las cosas con franqueza, mirándote a los ojos. Lo recuerdo bien, como si fuera ayer. «Golfa, puta te queda grande pero golfa…» Se quedó un momento sopesándolo, luego añadió. «Si, ese te va bien». No pretendía insultarme, tan solo constataba un hecho. Charlaba con una mujer casada, infiel, que mantenía una relación con su mejor amigo. Yo misma acaba de reconocerlo. No, su conducta no tenía nada que ver con la que tuviste tú mismo cuando me llamaste puta antes de que me fuera de casa. Aquella era una conversación entre dos personas civilizadas que bailaban.

Volvió a llevarse el cigarro a los labios, escrutaba mi rostro intentando ver el efecto que sus palabras me causaban; pero había decidido no responder la provocación.

—Una conversación entre personas civilizadas. Sabes que eso no es del todo cierto.

—Puede que no, puede que hubiera más trasfondo.

Por primera vez apartó los ojos.

—Mahmud tiene un discurso…

—Con evidentes matices sadomasoquistas ¿Crees que no lo he advertido? —me interrumpió claramente incómoda.

—Es peligroso.

—No hace falta que me lo digas. Sé como manejarlo.

—¿Cómo que sabes? ¿Es que no forma parte del pasado?

El silencio, el cigarro como refugio, la mirada que no me encuentra.

—Cuéntame más, ¿qué pasó entre Mahmud y tú?

—Ah no, no, ahora no. Descabalaríamos todo el programa. —Dijo aplastando el cigarro con una desproporcionada gesticulación.

—¡Ah! ¿es que hay un programa? —Respondí con sorna; a esas alturas no terminaba de ver claro el criterio con el que fijaba los temas de las sesiones, pero decidí frenar y no seguir por ahí para evitar perder el verdadero asunto que nos acababa de enfrentar.

—¡Vaya, pensé  que lo tenías claro! —El clima había cambiado drásticamente. Carmen estaba a la defensiva—. Desde el principio te expliqué que debíamos llevar un orden, un plan para poder resolver lo nuestro de una manera ordenada, creí que lo habías entendido. Si rompemos este plan podemos poner en peligro todo el resultado de lo que queremos…

La detuve haciendo gestos muy explícitos para que comprendiera que se había excedido en su defensa del “Programa”.

—De acuerdo, lo he entendido —terminó secamente.

Hace trampas, se disfraza de terapeuta para esconder su debilidad como paciente. Intenta esconderse.

Está bien. Si no puedo llegar a la náufraga, como a ella le gusta llamarla, apelaré a la terapeuta.

—No obstante, si uno de tus pacientes hubiera tenido una reacción similar a la que acabas de protagonizar, ¿Cuál sería tu diagnóstico?

No se demoró demasiado, lo suficiente como para que yo recibiese indicios de que no me había equivocado.

Entonces sucedió.

Lo que vi a continuación me alteró profundamente. Se serenó, adoptó una expresión concentrada lejos de la irritación que la había dominado hasta ese momento. Incluso su presencia fue mudando en cuestión de segundos. Apenas había sido consciente de la clásica postura defensiva que mantenía, ahora se recomponía ante mis ojos mientras pensaba sobre el diagnóstico que le acababa de solicitar.  Su mirada, su semblante, su espalda, todo iba cambiando ante mí como quien articula un muñeco. En ese momento entendí realmente a quién se refería cuando hablaba de la náufraga, la acababa de ver en persona; ahora regresaba Carmen.

—Diría que el paciente ha adoptado una posición reactiva ante el tema. Evitaría insistir por el momento para no enquistar el rechazo y sondear las posibles causas que lo provocan, trabajarlas hasta que el paciente esté listo para hablar sobre ello.

Incluso su voz había recuperado su tono habitual. Era todo tan sutil que no me había dado cuenta hasta ese momento.

—Estoy de acuerdo.

Escribí unas rápidas notas. Cuando levanté los ojos del cuaderno todavía tuve tiempo de captar una fugaz mirada que desvió al cruzarse con la mía. Lo que vi en su rostro fue, aún hoy lo es, difícil de expresar con palabras.

Compenetración, intimidad, sintonía, sincronía, empatía, gratitud.

Amor es algo que, de tan usado y mal usado, apenas significa lo que vi en sus ojos durante aquel breve instante.

Propongo un descanso, media hora, lo necesitamos. Desaparece escaleras arriba.  Salgo al porche y mis pasos me llevan al fondo del jardín.

Necesito desconectar.  Me siento en el suelo, cierro los ojos, respiro.

Regreso. Carmen está en el porche con un zumo en la mano. Sonríe, se le ilumina la cara. Me lo ofrece.

—¿Todo bien?

—Todo bien.

Recuperamos la sesión. Carmen ha perdido el hilo, intenta reconectar con el punto en el que lo dejó pero le cuesta. Propongo dejarlo pero insiste. Se queda pensativa, recordando.

Espero. Sin darme cuenta mis ojos se pierden en su figura, es tan sensual. Ese corte de pelo le favorece, tengo que reconocerlo. Está levemente volcada sobre la mesa leyendo alguna de las anotaciones de su cuaderno y la media melena cae formando un fondo sobre el que resalta su perfil. Es hermosa, irresistiblemente hermosa. Golpea tercamente con la base del rotulador sobre la mesa siguiendo un ritmo pausado, mantiene el brazo izquierdo apoyado en la cadera por lo que su pecho destaca forzando la ligera textura de la camiseta de hilo y mis ojos no resisten la tentación de engancharse en esa forma rotunda que se marca a través del tejido. Sigo la curva redondeada y descubro el grosor del pezón que parece querer atravesar la prenda, es fácil descubrir la joya que la atraviesa, una forma tenue que altera la perfección de la colina que…

El silencio me alerta, el rítmico golpeteo sobre la mesa que me acompaña en mi desvarío ha cesado, no sé cuando. Elevo los ojos y me encuentro con su mirada. Me ha cazado.

—¿Me puedo vestir?

Bromea si, pero es cierto; estamos trabajando, debería estar a lo que estamos.

—Lo siento, no he podido evitarlo.

Sonríe, se acomoda en el respaldo, estira el cuello, saca pecho, no sé si es consciente. Mis ojos actúan por libre y se regodean en su torso un segundo, quizá menos antes de que los controle.

—¡Cómo estamos! —exclama fingiendo estar escandalizada.

Me excuso sin palabras, estoy algo abochornado.

—No sé si estás en condiciones de proseguir.

—Si, si por supuesto. Es que… te vas a tener que poner sujetador cuando estemos en sesión. Tus pezones últimamente me matan, están siempre erectos y con esos aros… —hice un gesto evidenciando que volvía sobre algo ya hablado.

—Vale, me vendaré el pecho —Se rinde sobreactuando.

—Mejor, mucho mejor.

Nos echamos a reír.

Vuelve la calma. Por un momento parece estar a punto de decir algo, de tomar una decisión que se queda en eso, en un amago que se frustra o que queda pendiente.

Retornamos al trabajo.

—En algún momento se me acercó Irene, me la había presentado Doménico al comienzo de la noche y no habíamos vuelto a coincidir.

“Doménico la tomó del brazo y continuó con las presentaciones, todos los ojos estaban puestos en la pareja, había una cierta expectación que no le pasó desapercibida y que la hizo ponerse algo tensa, avanzaron unos pasos hacia dos mujeres que conversaban sin dejar de mirarles.

 

—Te presento a Piera.

 

—Por fin nos conocemos —dijo dándole un par de besos, cuando estaba cerca de su mejilla aprovechó para susurrarle —creo que tengo algo que quieres ver —al separarse le guiñó un ojo.

 

No supo que decir, tampoco tuvo tiempo, las presentaciones continuaban, ahora era el turno de Irene, una especie de culturista andrógina agarrada del cuello de un modelo con cara de hastío que sin embargo se interesó vivamente por su profesión. Llevaba una especie de top ajustado que dejaba al descubierto su musculado vientre e insinuaba unos pechos breves, cuerpo excesivamente trabajado en el gimnasio, pelo muy corto rubio.

 

Carmen destacaba por su altura, solo igualada por Irene, la esbelta andrógina que no le quitaba ojo de encima. Doménico la tomaba por la cintura, ella le echó el brazo por el hombro y se dejó llevar de un grupo a otro siendo presentada como “la nueva chica de Doménico”. Relajada, con una excitante sensación de morbo recorriendo su cuerpo.”

—Me había impresionado, no te sabría decir exactamente por qué. Y entonces cuando se acercó a mí volvió a causarme ese impacto que me había producido cuando me la presentó Domi.

“Caminó hacia una de las barras, la más cercana la dirigía directamente hacia el grupo de Doménico. Eligió la contraria, hacia su izquierda, cerca de una pequeña pista de baile improvisada, con focos indirectos y telones en gris oscuro. Se sentía ligera, parecía flotar entre la gente. Allí estaba Irene moviéndose sensualmente frente a Febe. Al pasar la miró como si no la reconociera, luego apareció una sonrisa en su boca y le envió un beso, Carmen le devolvió la sonrisa. Pensó que tenía una manera muy sensual de bailar, cuando la vio por primera vez su cuerpo le pareció demasiado musculado, quizás carente de formas pero ahora, al verla bailar bajo los focos se dio cuenta de su error, cada músculo de su vientre parecía cobrar vida bajo aquella luz y sus pequeños pechos constreñidos bajo la apretada malla marcaban unos pezones duros, perfectos. Sonrió, ¿qué hacia ella mirándole los pezones a una chica?

 

Mientras esperaba en la barra a que le preparasen el combinado no dejaba de recordar las formas que sus brazos dibujaban bajo los focos. No, no era aquel un cuerpo desgarbado, no era una mujer andrógina como pensó en un primer momento, al contrario, tenía una…

 

—Ponme lo mismo que a ella —escuchó a su lado cuando el camarero dejó su copa.

 

—No sabes lo que he pedido —había reconocido la voz grave de Irene sin necesidad de volverse.

 

—Me gustará, estoy segura de que tenemos gustos parecidos.

 

—¿Tú crees?

 

—Nada más verte, tengo un sexto sentido para estas cosas.

 

—¿Qué cosas?

 

— Para los placeres.

 

No habían dejado de mirarse a los ojos durante aquel ataque en toda regla, había algo mágico en Irene, tenia poder, pensó Carmen, tenía atractivo.

 

—Ven —le dijo y la tomó de la mano.

 

Se dejó llevar y, sin poder evitarlo, miró de reojo hacia donde sabía que estaba Doménico. Si, él la vigilaba. Carmen la seguía, casi a su lado, un poco rezagada. Cerca de la pista de baile Irene dejó su copa en una pequeña mesa baja y la imitó, sonaba una balada, Irene se situó frente a ella. Sintió una mano en su cintura, la otra mano alcanzó la suya, ni una palabra que pueda ser rechazada, un suave balanceo que sigue el ritmo de la música, es todo tan natural… ¿Cuándo, cuándo esas dos mujeres han comenzado a bailar juntas, pegadas, mejilla con mejilla?

 

El roce de los muslos, los brazos en la cintura, los pechos que tropiezan con cada paso y que hacen que sus párpados oscilen, el aliento como una brisa en el rostro, el perfume que irradia la mujer que abraza, el roce de esos labios en su sien.

 

—¿Habías bailado antes con una mujer?

 

—Una vez con una amiga y se provocó un gran revuelo.

 

—Si, no suele ser frecuente y genera mucho morbo.

 

—Si, además mi amiga quería provocarlo.

 

—¡No me digas!

 

—It´s raining men nada menos.

 

—¡Aleluya! —ambas rieron —¿disfrutaste?

 

—Mucho, luego tuvimos que aguantar los típicos comentarios y bromitas.

 

—Ya, muchos patosos.

 

—Si, menos mal que mi marido estaba allí atento al quite.

 

—¿Estabas casada?

 

— Estoy.

 

—Vaya, pensé…

 

—No, estamos pasando por una breve separación y Doménico me ayuda.

 

—Ya, entiendo.

 

Es inevitable que las miren, las dos destacan por su altura, por su forma sinuosa de moverse, ambas llaman la atención por su belleza y ahora, en la pista sobresalen del resto, mejilla con mejilla, abrazadas, siguiendo el ritmo de esa balada, ajenas al mundo. Dos amazonas que se entregan en cada mirada, que destilan sensualidad en cada movimiento.

 

—Y tu amiga…

 

—Sara, fotógrafa, un encanto.

 

—Quiero decir…

 

—¿Si es lesbiana?, si.

 

Irene la mira a los ojos, hay una pregunta en su mirada que no acaba de brotar.

 

—No, no pasó nada más, aparte del baile.

 

La música casi está por finalizar, siente que la boca de Irene se aproxima a su oído, un beso apenas un roce y un murmullo.

 

—Le estamos dando por culo a algunos, disfrútalo.

 

Luego, una mirada, un guiño y una sonrisa.

 

Al terminar, ambas ríen, se abrazan y salen de la pista hacia la mesa donde sus copas las esperan.

 

—¿Estás bien?

 

—Mejor que bien, ¿Nos miraban mucho? —Irene la mira sorprendida.

 

—¿No lo viste? Enmudecimos a todo el club.

 

—Me alegro.

 

—Creo que esto es el comienzo de una hermosa amistad, que diría Bogart – es Doménico el que habla.

 

Carmen levanta la cabeza para mirar a Doménico y Mahmud que se han acercado a la mesa. ambas sonríen.

 

—Creo que fue el gendarme francés el que dijo esa frase – dice Irene.

 

—Es igual, os he visto muy bien, muy compenetradas —mira a Carmen —. Me alegro.

 

—Ay que ver lo que os gusta a los hombres ver a dos mujeres… bailar solas.

 

—Por eso lo has hecho Irene, que te conozco.

 

—No seas ególatra Domi, lo he hecho por mí —deja caer su mano sobre el muslo de Carmen —, me moría de ganas de conocer a tu chica.

 

—Y ahora que la conoces, ¿qué te parece?

 

No ha hecho nada por retirar la mano que aprieta su muslo, sabe que está provocando a Doménico como él la ha provocado con sus escarceos con Piera, ambas se miran a los ojos, sonríen.

 

—Pues… creo que necesitamos conocernos mejor —ríe y Carmen se contagia.

 

Doménico las deja, Mahmud, no ha abierto la boca pero no ha dejado de mirarla con el deseo pintado en sus ojos, Carmen no le ha evitado, se siente fuerte, libre, su exhibición con Irene le ha hecho sentir poderosa.

 

Sigue con Irene charlando, se siente cómoda con ella, se sabe seducida y se deja seducir, es una sensación nueva, extraña, mucho más fuerte de lo que sintió con Sara porque entonces se resistía. Ahora no, ahora lo vive intensamente, nota las miradas que le dedica a sus pechos, le deja acariciar su mano, deja que le acaricie el muslo, allí nadie las mira, nadie les reprocha esos gestos. ¿Otra copa? Si, ¿por qué no? Irene va a por ella y se sorprende mirándole el culo mientras va a la barra, gira la cabeza y ve a Doménico que la ha pillado, le envía una sonrisa y se la devuelve. ¡Dios, ella mirándole el culo a  una mujer! Además, le gusta, porque tiene un buen culo. La ve venir, se mueve bien, ¡joder, se está dando cuenta de que la mira con deseo!  Baja los ojos ¡no se habrá ruborizado!  ¡si, lo nota en el calor que siente en las mejillas!

 

Se sienta a su lado casi frente a ella, la mira ¿y esa sonrisa que tiene en su cara?

 

—Te sienta muy bien ese vestido  —le está mirando el pecho.

 

—Gracias, lo compré para esta fiesta.

 

—Tienes un pecho precioso, no te sentaría igual si te hubieras puesto sujetador.

 

—Bueno, en principio si que me lo puse pero Doménico, ya sabes, se empeñó en que me lo quitase.

 

—Hizo bien, sino yo te lo hubiera hecho quitar —Carmen abre la boca sorprendida —¿lo dudas? Sería un sacrilegio que usases sujetador con esos pechos tan bonitos, te hubiera mandado a los lavabos a que te lo quitases.

 

—¿Y por qué crees que te hubiera hecho caso?

 

—Por la misma razón que has bailado conmigo sin rechistar.

 

Carmen sonríe, entorna los ojos, no quiere ruborizarse, pero…

 

—Te pones preciosa cuando te ruborizas.

 

—¡Vale ya!

 

—Me muero por besarte.

 

Silencio, las miradas clavadas, no hay nada que decir porque no tiene argumentos, no tiene razones a favor ni en contra, no sabe, no conoce, no tiene experiencia. La mira, solo la mira ¿Y qué ve? Una mujer que le atrae, una mujer sincera, hermosa, atractiva, sensual, que dice la verdad sin adornos, sin rodeos.

 

¿Y ella, qué siente ella? Lo que se ha estado negando a sentir  en tantas otras ocasiones en las que a punto ha estado de dar el paso de vivir una experiencia nueva, diferente, en la que ha podido ser libre, mujer de otra manera y no se ha atrevido a dar el paso.

 

—Y yo.

 

—Ven conmigo.

 

Irene la toma de la mano, se levantan, camina sin mirar a ningún lado, solo ve el hombro de la mujer que la guía, la sigue entre la gente, solo quiere llegar a donde la lleve. Se detienen ante una puerta, Irene enseña una tarjeta que saca de su cintura a un encargado de seguridad que les franquea la entrada. El ruido de la música y las conversaciones ha cesado, los oídos acusan la ausencia de ruido. Caminan por un amplio pasillo con luces indirectas, se cruzan con una pareja que salen de una habitación, Carmen  se deja llevar de la mano. Allí, una habitación, una especie de despacho con una mesa, unos sillones, una luz indirecta. Irene echa el pestillo y se vuelve, sonríe, camina hacia ella, Carmen piensa que son igual de altas. Está nerviosa, está excitada. Irene posa sus manos en sus hombros desnudos, luego desliza las manos hacia atrás hacia sus omoplatos, la atrae hacia ella. El roce de sus labios, tan suave provoca que sus ojos se cierren, Carmen la toma por la cintura, tiene la piel tan suave, tan cálida, nota la dureza de sus músculos y le gusta, sin darse cuenta baja las manos hacia sus caderas, es como si sus manos tuvieran vida propia, buscan sus nalgas, Irene gime, encuentra la cremallera del vestido y comienza a bajarla, Carmen suspira, las manos de Irene  acarician su espalda, se separa de ella lo suficiente como para retirar el vestido de sus hombros. Descubre sus pechos, la mira con adoración, deja caer el vestido para que ella eleve los pies y salga. La descubre desnuda y la mira con lujuria.

 

—Eres más hermosa de lo que imaginaba.

 

Con un gesto rápido se despoja del top y de la malla. Mientras, Carmen se quita las medias sin dejar de recorrer con los ojos el cuerpo de Irene, sus pequeños pechos son duros y firmes, traspasados por dos barras plateadas; desea tocarlos, se acercan, se abrazan quieren sentirse, se pegan la una a la otra, hay urgencia en sus gestos, las manos exploran la piel con ansia, las bocas buscan con prisa, recorren las mejillas, las sienes, las lenguas buscan las orejas, muerden los lóbulos, juegan con los pendientes.

 

La ultima prenda que oculta su cuerpo cae, el vello rubio se enreda entre los dedos de Carmen como si no fuera la primera vez que juega con el sexo de una mujer. La desea, si la desea. Caen en uno de los sillones, sentadas, abrazadas, la boca de Irene posee los pezones de Carmen y ésta se deja chupar, morder. Amamanta a la hermosa mujer que la está iniciando, acaricia su cabello mientras deja que lama sus pezones como si fuera una niña pequeña al tiempo que hunde sus finos dedos entre sus muslos buscando cobijo en sus labios, ¡Oh si! Sabe muy bien donde buscar, es mujer y conoce donde enterrar los dedos, con qué presión, hasta que profundidad, en qué lugar horadar.

 

Abre las piernas todo lo que puede y luego suplica: entra mujer, entra en mi, hazme tuya como solo una mujer sabe hacerlo.

 

Y cuando regresa de la dulce muerte, agradecida y satisfecha, desea probar lo que solo ha conocido en si misma; ven, le pide Irene, ven a mi. Carmen acaricia ese cuerpo blanco, firme, duro, sus pechos pequeños son rocas puntiagudas que provocan ríos en su propio sexo, sus pezones llaman a su boca, los besa, los lame, juega con las barras que atraviesan sus pezones y la envidia, desea estar perforada como ella ¡Dios, cómo lo desea! Pequeños mordiscos provocan gemidos en su amante, los chupa, ahora es ella la pequeña que se amamanta de una mujer mientras la acaricia, recorre cada uno de los marcados músculos de su vientre, ¡es tan hermosa! Como pudo pensar que no tenía formas femeninas! Le falta tiempo, le faltan manos para recorrer ese cuerpo. Besa su axilas la huele, la sigue con la nariz con la lengua y ella ríe al sentir como la olfatea, se engolfa en su ombligo. Baja, mordisquea su vello, el aroma de su sexo excitado la embriaga, la mira justo antes de bajar un poco más y hundir la lengua entre sus labios, entonces ve como Irene cierra los ojos abatida por el placer. Ella misma está a punto de morir al saborear el flujo de su amante, lanza la lengua en busca de la fuente que mana, saborea, gime y busca entre los labios el grueso capuchón que se abre al contacto de la lengua curiosa, un grito ahogado le indica que hizo blanco, Irene se estremece, Carmen desea devolverle todo el placer que ella le ha dado antes. ¿Sabrá hacerlo? Tiembla, sus manos acarician el vientre de su amiga, de su hermana, de la mujer que la ha estrenado, su boca se hunde en ese primer coño que explora, huele bien, sabe bien, la emborracha, la vuelve loca, ¿cómo ha podido pasar tanto tiempo sin vivir esta experiencia? Lanza la lengua y provoca un terremoto en la mujer que es prolongación de su boca, lanza de nuevo la lengua y un mar salino inunda su boca, sigue mortificando a su presa hasta hacerla llorar y cuando la siente vibrar hasta el éxtasis lleva una mano hasta su sexo para alcanzar el nirvana juntas y deja que el orgasmo de Irene explote en su rostro y no se retira del abrazo de sus muslos hasta que, rendida, le ruega que vaya a sus brazos.

 

Echada en el pecho de Irene siente su respiración, los dedos de su nueva amante enredan en su cabello, su mano juega con la suave mata de vello púbico, sus muslos se entrecruzan. No es cómodo el sillón en el que han hecho el amor, no pero es su lecho de iniciación.

 

—Te quiero volver a ver —Es Carmen quien expresa su decisión, Irene la besa en la frente.

 

—Y yo a ti.

 

—Nunca antes, yo…

 

—Calla, ya lo sé —la estrecha —. Vamos, tenemos que salir de aquí.

 

—¿Ya? —Irene se separa, la mira y sonríe.

 

—Si, viciosa tortillera, tenemos que volver a la fiesta —la besa, Carmen la sujeta por la nuca, la atrae, no quiere acabar ese beso.

 

—No creí jamás que yo…

 

—¿Qué tú, qué? —ríe Irene.

 

Salta sobre Irene se sube a horcajadas sobre ella, la besa.

 

—¿Cómo he podido vivir sin estar… completa?

 

Irene no la deja continuar, la besa de nuevo.

 

—No digas nada Carmen, hoy no, deja que los sentimientos reposen un tiempo, es mejor.”

Estoy sobrecogido. No sé qué decir , quizá no deba decir nada pero Carmen espera, anhela saber qué pienso.

—Es… hermoso, es tan tierno.

Sonríe, se echa a mis brazos, quedamos así, abrazados suavemente sin hablar. Yo sigo asimilando lo que acabo de escuchar. Una historia de ternura como solo dos mujeres pueden vivir.

Cuando nos separamos tiene los ojos brillantes, una sonrisa inmensa que me contagia. Ya no sé si estamos en sesión, en confidencia o si hemos terminado por hoy.

—Jamás pensé que podría experimentar algo así, esto ha sido una especie de despertar, no sabría explicarlo.

—Ha habido una frase que me ha impactado, «Cómo he podido vivir sin estar completa». Cuando lo he escuchado he comprendido lo que debiste sentir.

Mis palabras la emocionan.

—Sabes lo racional que soy, temía que todo hubiera estado condicionado por la droga. Pero no, no ha sido así.

Debo decirlo, no puedo callar.

—Es justo lo que no acabo de comprender, apenas estuvisteis ¿cuánto, veinte minutos, media hora? No consigo entender el impacto que te causó Irene.

Temo el efecto que mis palabras le puedan producir, sin embargo veo que reflexiona.

—No sé Mario, no lo sé. Ella misma me pidió calma. Para mí no ha sido fácil asimilarlo. En parte mi marcha a la montaña respondió también a mi necesidad de comprobar si alejándome de ella los sentimientos permanecían.

—¿Os habéis vuelto a ver?

Una preciosa sonrisa de felicidad me anticipa la respuesta.

—Si, hemos estado en casa.

Se detiene, sin duda piensa en ella, en la mujer que parece formar ya parte de su vida, como Graciela lo es de la mía. ¡Cómo hemos cambiado!

Suspira, sus bellísimos ojos parpadean y con ello parece regresar de algún lejano lugar.

—Me va a costar continuar con el plan previsto, ahora mismo me gustaría hablarte solo de Irene pero…

Cerró los ojos, se irguió estirando la espalda, inspiró profundamente y cuando volvió a  abrirlos de nuevo era la terapeuta; serena y con esa mirada de inmensa felicidad pero había vuelto a su papel.

—En la fiesta estaba una amiga de Doménico, Piera, no sé si… no, creo que no.

Bajó la mirada, esa incertidumbre de no saber si lo sabía o no, si estaba realmente dormido durante aquella tremenda conversación en la que Doménico decidió por ella lo que iba a hacer con su cuerpo y con su mente.

“—Tu sei la mia puttana —Carmen sonríe, la voz de Doménico suena sensual y ella se remueve, se estira en la cama como una gata.

 

—¿Soy tu puta?

 

—Si, eres mi puta, me perteneces —¿por qué esa insistencia en la figura de la puta?

 

—¿Y qué vas a hacer conmigo  —quiere más, le sigue el juego, está tan excitada…

 

Doménico recorre con la mirada el cuerpo de Carmen que se estira como si esos ojos fuesen una caricia.

 

—Primero, tendré que adornar este cuerpo.

 

Sus dedos cobran vida, recorre su estómago despacio y ella se estira como si quemase, cierra los ojos un segundo, abre la boca y suspira. Dobla las piernas, las frota. El italiano juguetea con el adorno de su ombligo.

 

—Este piercing … necesita compañía —pellizca el pezón izquierdo y Carmen se retuerce de placer —te voy a poner un aro en este pezón, un aro de oro blanco.

 

Habla en presente cercano, como si ya estuviese decidido. Me ahogo.

 

—Ya lo tenía pensado hace tiempo —dice. Es cierto, alguna vez lo hemos hablado pero nunca hemos tomado la decisión en serio ¿cuándo pensaba proponérmelo?

 

Doménico vagabundea por su vientre y ella, que mantiene las piernas flexionadas, las abre para dejarle el camino libre. Si, parece una puta, actúa como una puta.

 

—Te marcaré aquí con un tatuaje —Carmen levanta el cuello para ver dónde señala.

 

—¿Ahí, tan abajo? Lo tapará el pelo —¡Pero qué está diciendo, lo da por hecho! Nunca hemos sido partidarios de los tatuajes, la idea de una marca permanente en la piel nos provoca rechazo ante la inevitable decadencia del cuerpo; no nos gusta la idea del efecto de lo que podrá ser en un cuerpo en ruinas.

 

—Quiero que te depiles del todo, me gusta más sin nada de vello, te quedará mucho mejor el tatuaje así, muy cerca de… —Se curvó cuando sintió hundirse los dedos dentro de ella.

 

—¡Estás loco, eso es en el mismo labio! —protestó entre escandalizada y excitada.

 

—Ya lo sé, pero es ahí donde quiero que lo lleves, será discreto, déjalo de  mi cuenta.

 

Se volcó sobre su boca y la silenció con un beso que Carmen correspondió efusivamente.

 

—¿No puedo opinar?

 

—No. Y aquí, llevarás otro piercing, en el clítoris —Carmen cierra las piernas bruscamente.

 

—¡No, qué dolor!

 

—Te equivocas, te dará mucho más placer, si está bien puesto te aumentará la excitación al doble , al triple, confía en mi —Le ha atrapado la mano entre sus muslos, le mira fijamente con los ojos muy abiertos, asustada ante la idea de ser perforada ahí. Yo también estoy asombrado ante tanta información nueva que ella asume sin apenas oposición.

 

—Pero… ¡tiene que doler muchísimo!

 

—Solo es un instante, pero merece la pena, te lo aseguro —la besa, la mano prisionera se mueve ondulante entre sus muslos, ella cede a sus besos y veo como sus piernas se relajan —te voy a presentar a Piera, que ella te cuente, se lo hizo hace ya un par de años y está encantada aunque, según qué modelo de joya se ponga apenas puede caminar sin llegar al orgasmo.

 

—¡No! —exclama incrédula, Doménico sonríe.

 

—Como lo oyes, está tan sensibilizada que algún tipo de piercing solo se lo puede poner para ocasiones especiales.

 

Carmen le escucha atentamente, sin perder detalle.

 

—¿Tan fuerte es?

 

La escucho hablar y no entiendo como este hombre tiene tanto poder de seducción. En un momento ha conseguido vencer su resistencia y ya la tiene interesada en saber lo que se siente al llevar un piercing en el clítoris.

 

—Si se hace bien, si; estimula las terminaciones nerviosas del clítoris y al caminar o al hacer el amor lo notas mucho más. A mi me encanta cogerlo con los labios y moverlo con la punta de la lengua.

 

Carmen le mira sensualmente

 

—mmm… suena bien, ¿lo has hecho con ella?

 

—Si, y con alguna otra amiga que también lo lleva.

 

—¿Se lo han puesto por ti? —Doménico ríe.

 

—No todas —la besa, un beso largo, profundo, ella rodea su cuello con el brazo para que no se separe, cuando al fin se separa él la mira y prosigue —, pero tú te lo harás para mí —ella sonríe, no dice nada pero a mi me sabe a aceptación.

 

—Tiene que doler.

 

—Tranquila, fíate de mí, eso no es algo que puede hacer cualquiera, te llevaré al mejor, es médico, además lo hace con cierta preparación, con una ligera anestesia local, no te dolerá —la besa, la mima —. No te preocupes por nada, yo me encargo.”

Es el momento, no debe haber secretos.

—Estaba despierto.

Sus ojos se abren aún más cuando me escucha. Parece sorprendida pero no, quizá está algo asustada por lo que he de decir a continuación.

—¿Sabes? Creo que siempre lo he sabido —añade.

No respondo, espero. Es ella la que tiene que justificar aquella escena.

—¿Por qué lo hiciste, por qué fingiste estar dormido?

No quería, sin embargo se me escapa una sonrisa amarga.

—Esto no va bien —dice. Está tensa.

—Eso no toca ahora ¿no te parece? Creo que nos estamos saliendo del guión.

He recuperado el tono. Me mira, analiza mi rostro, creo que intenta comprobar si ese amago de tormenta que ha visto permanece o ha sido algo pasajero.

—Venga, continuemos con el tema que nos ocupa ahora, ya tendremos tiempo de volver a eso ¿no te parece? Anótalo.

Me cree, me creo a mí mismo. Ha sido un conato de naufragio. Carmen garabatea en su cuaderno el tiempo suficiente para que respire hondo varias veces y piense en lo mucho que nos estamos jugando.

Levanta la mirada del cuaderno. Creo ver un toque de tristeza. Se repone.

—Piera es otro tipo de mujer, no es como Irene. Domi me la había puesto de ejemplo a seguir desde el inicio de la noche. Algo que me hizo sentir mal, de algún modo me humilló —vio mi gesto de extrañeza y prosiguió—. Me reprochó un gesto que me había visto hacer. El vestido que llevaba era… no sé, muy provocativo. Yo notaba que se adhería a las medias y tendía a subirse demasiado y a veces cuidaba de colocármelo procurando que nadie me viese hacerlo, Ese gesto, me dijo, le resultaba molesto, le humillaba ante sus amigos. Me hacía parecer una burguesa ñoña. ¿Cómo fue? —se detuvo intentando recordar—. ¡Ah si! «fíjate en Piera, a ella no se le ocurriría hacer algo así, el vestido tiene un tope natural, tu culo, más allá no se subirá, no temas. Tómala esta noche como modelo, esa es tu tarea de hoy, aprende de ella, libérate de prejuicios. ¿Cómo? tomándola de referencia, observa cómo actúa, cómo se mueve, cómo se relaciona. Es el mejor modelo que te puedo ofrecer». Frases como estas hicieron mella en mí y de alguna manera me forzaron a fijarme en Piera, en su forma de moverse, de relacionarse, observé como se comportaba con los hombres. Si Doménico quería que dejase de parecer una pequeña burguesa tendría que seguir el modelo que me había marcado.

Y eso hice, observarla, ver su conducta. Lo cierto es que me sorprendió su… libertad, su capacidad para moverse sin prejuicios, hablaba con unos y con otros, el contacto físico que mantenía era para mi excesivo, parecía no tener ningún pudor cuando alguna mano bajaba más de la cuenta desde su cadera hacia su culo. No solo no se molestaba, no rechazaba el contacto sino que se dejaba hacer de una manera que me sorprendía. No era una mujer débil cediendo al sobeteo sucio de un hombre sino una mujer libre que recibe una caricia y participa. Ella sentía ese contacto en el culo o cerca del pecho y parecía agradecer el placer que sentía, buscaba la proximidad, posaba su mano en el pecho de él, respondía buscando un contacto similar, en su nalga, en su pecho, le acariciaba la mejilla, seguían charlando como si no sucediera nada, luego todo se acababa, como si se hubiesen dado la mano. ¿Te imaginas, yo participando en eso? Varias veces me cazó espiándola, solo me sonrió.

Se detuvo un instante, parecía recordar.

—Estaba en los lavabos cuando apareció. Me sentí intimidada, la había estado espiando y ella lo sabía. Hablamos; más bien fue ella la que habló.

“Demasiada humedad sin nada que la contuviera, pensó cuando se limpió tras orinar. Se ajustó las medias y se colocó el vestido, fuera del reservado se miró al espejo. Le dolían los pies, tantas horas con tacones. Se arreglaba un poco el cabello cuando entró Piera.

 

—¡Vaya, por fin coincidimos! Estás tan solicitada que no hemos podido charlar ni un minuto —Carmen detecta su acento italiano más acusado que el de Doménico

 

—Es verdad, aunque tú tampoco has estado desatendida.

 

—No me puedo quejar —se acercó a un espejo, sacó del bolso un pintalabios y comenzó a retocarse —¿qué tal, te gusta esto?

 

—Si, es… no sé, no me lo había imaginado así.

 

—¿Ah, no? ¿y como te lo esperabas?

 

—No sé, no tenía una idea preconcebida —Piera sonríe.

 

—Me extraña, Domi tiene una cierta tendencia a exagerar.

 

Piera pierde la sonrisa, la mira profundamente.

 

—Doménico tiene muchos planes para ti —Carmen no puede aguantarle la mirada, sabe que se está sonrojando  —y creo que tú estás de acuerdo, è vero?

 

—No sé…

 

Piera apoya la cadera en el lavabo, la mira, Carmen no puede sustraerse por más tiempo a la intensa mirada de la joven italiana y se vuelve hacia ella, se siente intimidada, ¿por qué? no es mujer que se deje acobardar fácilmente.

 

—Mira – dice señalándose el pecho.

 

Carmen ve el relieve de su pezón, alrededor observa un pequeño círculo, la mira a los ojos, Piera toma su mano con suavidad, sujeta la parte alta de sus dedos y la lleva hasta su pecho, hace que las yemas de sus dedos palpen el contorno de ese círculo. No ha opuesto ninguna resistencia y ahora ya es tarde, siente el tacto duro de un objeto redondo, un anillo, un aro que cuelga del pezón, que lo atraviesa, el rubor caldea sus mejillas. Se abre la puerta del baño. Antes de que pueda reaccionar, Piera ha ejercido una presión sobre sus dedos, lo suficiente como para que no pueda retirar la mano de su pecho, es evidente que ha adivinado lo que iba a suceder y se ha adelantado a su pudor. Entra una chica, la ha visto antes aunque no recuerda su nombre, las mira, se encierra en un reservado. Piera no deja de mirarla y la mantiene férreamente pegada a su pecho mientras la chica sigue encerrada. Suena la cisterna y se abre la puerta.

 

—Ciao Silvia —dice Piera en tono desenfadado. La chica saluda, Carmen no se atreve a mirarla, tiene los ojos clavados en Piera.

 

—Ven —la toma de la mano y la lleva hacia el cubículo del que ha salido la chica

 

—No…

 

—Vamos —insiste.

 

—No es el lugar, ni el momento —dice Carmen, apenas se la escucha.

 

—¿No es el lugar, por qué?, ¿porque es un lugar sucio? tú y yo somos unas chicas sucias y hacemos cosas sucias.

 

Carmen respira agitadamente, no puede apartar los ojos de ella.

 

—Es un lugar sucio, si, es lo adecuado, ven.

 

Carmen entra, le arden las mejillas, apenas caben las dos, la mirada de Piera no es como la de Irene, es lo primero que piensa. Piera desliza uno de los tirantes de su vestido y descubre su pecho, es más grande que el de Irene, más grande que el suyo, el pezón está atravesado por un aro dorado, Carmen se fija en que el pezón está hinchado, es grueso, sobre una areola pequeña y oscura. No puede apartar la vista del pecho.

 

—Tócalo, vamos tócalo —insiste ante la parálisis de Carmen, por fin, acerca la mano y roza la joya con los dedos como si se fuera a romper si lo toca demasiado —así no, sin miedo.

 

Pone su mano sobre la de ella y la guía, hace que recorra su pecho y provoca un temblor en Carmen como si tuviera frío, luego lleva sus dedos al pezón, mueve la joya hacia arriba, gira el aro dentro del pezón.

 

—¿Te gusta?

 

—Si —apenas se escucha su voz.

 

—Mírame, Carmen, ¿te gusta?

 

Carmen la mira a los ojos, está conmocionada.

 

—Si, me gusta mucho —Piera desnuda el otro pecho, le muestra el piercing idéntico, Carmen mira a uno y otro pecho, su respiración se asemeja a un jadeo.

 

—¿Quieres tener unos iguales?

 

— Si.

 

—Pídeselos a Doménico.

 

Carmen calla, sigue mirando los pechos de Piera, no ha dejado de tocar el piecing, roza el pezón, sin darse cuenta ya es una caricia lo que está haciendo.

 

—¿Lo harás, se lo pedirás? – Carmen parece salir de un trance.

 

—Si.

 

Piera le quita la mano de su pecho, sonríe, no se cubre, escuchan la puerta abrirse, voces. Carmen se altera, Piera se lleva un dedo a los labios pidiéndole silencio, cuando las voces salen del baño exagera un gesto de alivio, luego mira a Carmen con un gesto de travesura se sube el vestido hasta la cintura y se quita el pequeño tanga, Carmen descubre su pubis rasurado, su vientre plano, un ahogo le impide respirar, mira su desnudez de una manera diferente, Piera sube un pie al borde la taza, separa sus labios

 

—Mira.

 

Sobre su grueso clítoris aparece una pequeña piedra de color verde intenso sobre una base plateada, por debajo otra igual de menor tamaño.

 

—Agáchate, lo verás mejor, vamos, agáchate.

 

Carmen se arrodilló sin pensar en el lugar en el que estaba. La visión de aquella joya atravesando el clítoris de Piera la tenia trastornada, el órgano parecía estar inflamado. Sin darse cuenta su foco de atención se amplió a todo el sexo de la mujer, el brillo acuoso que humedecía los labios que mantenía separados con sus dedos atrajeron su atención, el color rosado de su coño y el aroma que comenzaba a llegar a su olfato, ese olor, empezaba a afectarle. La miró, elevó su mirada, Piera le sonreía consciente de lo que le estaba sucediendo.

 

—¿Te gusta?

 

—Mucho.

 

—Tócalo.

 

Carmen dudó, no dejó de mirarla.

 

—Vamos, no seas tonta, tócame.

 

Ese matiz, ese cambio sutil en la frase hizo que Carmen se volviese a sonrojar y bajase la mirada.

 

—¿Te gusto, verdad?

 

Carmen no respondió, no podía responder, llevó los dedos hasta rozar la joya que atravesaba el clítoris, lo movió como había hecho con el piercing que adornaba el pezón.

 

— ¡Aah! Quieres hacer que me corra eh, putita?

 

—No, yo…

 

—Vamos, tócame si es lo que quieres.

 

Carmen deslizó los dedos un poco, solo un poco hasta que sintió la tibia suavidad de la carne húmeda. Tropieza con el erecto clítoris, lo roza y escucha el gemido de Piera, la mira, tiene los ojos entreabiertos, sonríe, coge la joya con dos dedos, con sumo cuidado y la mueve, prueba a deslizarlo por el finísimo canal que atraviesa la delicada zona. Una caricia en su cabello, unos dedos enredándose en su melena agradecieron su atención.

 

—Sigue, no te detengas.

 

Cómo no seguir, esa joya la atrae, la hipnotiza, ese aroma de hembra que acaba de probar hace unos momentos con Irene por primera vez la vuelve loca. Toca con extremo cuidado el pequeño falo que se yergue ante ella y la mujer que se ofrece exhala todo el aire de sus pulmones por la nariz. Repite el contacto y ve el temblor que provoca en los muslos perfectos de su amante, nuevos brillos brotan del sexo que tiene ante su rostro, el aroma se intensifica, deja que sus dedos improvisen, recorre los pliegues que se muestran ante sus ojos, recibe el flujo que mana gracias a sus caricias y lo lleva a su boca, lo prueba. No puede más, gatea, se aferra a esos muslos y prueba con su boca a tantear esa joya, con cuidado con sumo cuidado, no quiere herir a su maestra, a su guía. Cierra los ojos, en realidad se le cierran solos, muere de placer, liba el néctar que fluye abundante de la flor que tiene entre sus labios, bebe, besa, besa, bebe, juega con la joya, su lengua provoca jadeos allá arriba en esa garganta que apenas puede contener los gemidos que no deben ser escuchados afuera donde vuelven a escucharse pasos, voces.

 

Y cuando consigue arrancarle el orgasmo a la italiana hermosa que debe guiarla en el arte del libertinaje, ésta la levanta del suelo la mira a los ojos y se funden en un beso apasionado

 

—Oh cara mia, ahora entiendo que Doménico esté tan perdidamente loco por ti, llevo toda la noche sin poder dejar de admirarte.

 

—¡Oh Piera!

 

Se abrazan, Carmen está sobrepasada por las emociones. Su cabeza no puede procesar lo que siente. Irene, Piera… es mucho más intenso que cualquier otra experiencia que haya tenido hasta ahora. Y eso la emociona y a la vez le asusta.

 

—Estaremos juntas este fin de semana, tendremos tiempo de conocernos.

 

—Si —Se funden en un beso intenso, Piera parece a punto de caer en otro éxtasis.

 

—¡Dios, qué me has hecho!  —ríe y Carmen se une a su risa, se abrazan.

 

Caminan juntas cogidas del brazo, Piera la guía hacia Doménico que conversa con Mahmud y otros. Algo ve en ellas que le hace abandonarlos y sale a su encuentro.

 

—Ya está —dice Piera, Carmen se inquieta, ¿qué quiere decir, por qué se entienden entre ellos?

 

Piera aprieta el brazo con el que la sujeta, la mira, se acerca a su rostro y le susurra.

 

—Díselo, anda, díselo.

 

Carmen la mira, no entiende, no sabe a qué se refiere, le basta un segundo, le basta ver sus ojos, su sonrisa para comprender.

 

—Pídeselo – le insiste.

 

Mira a Doménico, ahora lo entiende, el encuentro en el baño estaba amañado, no le importa, ha sido tan hermoso, pero no, no puede.

 

—Vamos, pídeselo, lo estás deseando —se acerca a su oído y le susurra unas palabras, Carmen se sobresalta, la mira asustada —vamos ¿no es lo que deseas?

 

Carmen respira agitadamente, sigue cogida del brazo de Piera, sus ojos expresan todo el morbo que la domina. Sus planes de independencia han saltado hechos añicos, de nuevo se sabe sometida, Piera vuelve a acercarse a su oído y repite la frase, Carmen entorna los ojos, la pasión puede con ella. Cuando vuelve a abrirlos…

 

—Quiero que me perfores el coño.

 

Suspira profundamente, vacía sus pulmones, Piera se acerca y de nuevo le susurra algo al oído.

 

—Y mis pechos, quiero que me perfores los pezones.

 

Tiembla, exhala el aire en medio de un temblor que no consigue dominar.

 

Doménico la mira sin pronunciar palabra, Piera lo observa, pasan unos segundos en los que la emoción se palpa.

 

—No hay prisa, piénsatelo. Mañana cuando hables con Mario me cuentas como te ha ido, esto es algo que también tienes que hablar con él ¿no crees?

 

Carmen no se lo espera, la sorpresa es evidente en su rostro, se suelta del brazo de Piera y se echa en sus brazos.

 

—Cálmate, vamos cálmate.

 

Piera mira incrédula a Doménico sin comprender lo que sucede, cuando al fin Carmen se calma éste la suelta.

 

—No te reconozco Domi —exclama sorprendida Piera.

 

—No te pedí tanto Piera, solo que se lo enseñaras.

 

Mahmud camina hacia el grupo, Doménico le ve venir y se aleja de ellas.

 

—Anda, llévatela, bailad un poco, divertíos, tengo que hablar con Álvaro.

 

—No sé que le has hecho Carmen —dice Piera sorprendida —, pero Domi no es el mismo desde que está contigo.”

Carmen se detiene, no consigo ocultar mi estupefacción y decide darme tiempo. No esperaba tanto.

Se levanta y sale. Me quedo envuelto en una tormenta de pensamientos a cual más intenso. ¿Por donde empezar? Mi esposa bisexual, una idea con la que soñé tiempo atrás. Es algo bello cuando lo veo en su iniciación con Irene pero me sobrepasa la actitud que muestra ante Piera, cómo se deja arrastrar por ella. ¿Es la droga suficiente excusa? No estoy seguro. Se somete a una experiencia sucia, si. «Somos unas chicas sucias y hacemos cosas sucias» le dice y ella lo acepta, se degrada y…

¿Cómo puedo juzgarla, cómo me atrevo? Yo, que me he visto inmerso en una situación sucia, en un ambiente sucio.

Cierro los ojos y me veo en la sauna con la cabeza de un homosexual hundida en mi pubis mientras por primera vez tengo en la mano el miembro erecto de un hombre y me preparo para metérmelo en la boca. ¿Y me escandaliza lo que ha hecho mi mujer?

Me levanto, camino por el salón alejándome del escenario que he evocado.

 No, no puedo juzgarla, solo puedo aceptar los hechos.

Los hechos, pero es que son tantos…

«Quiero que me perfores el coño. Y mis pechos, quiero que me perfores los pezones»

Y no sé como aceptarlo porque no he visto en Carmen ni rastro de desasosiego mientras relataba esta escena. Evocaba el momento con tal intensidad que ha olvidado mostrar una mínima pesadumbre, esa que luego al finalizar si se ha hecho patente. Quizá por eso ha salido tan precipitadamente.

¿Y Doménico? Su conducta en un momento de total y absoluta entrega me rompe los esquemas.

«No hay prisa, piénsatelo. Esto es algo que también tienes que hablar con Mario ¿no crees?». Me ha hecho recordar otra escena, volví a verle frente a mí intentando hacerme razonar, «la estás perdiendo».

¿Acaso me estoy equivocando con él?

En ese momento Carmen regresó con dos vasos de zumo.

—¿Ya?

Asentí con una sonrisa forzada. Tampoco ella está cómoda, parece tener prisa por continuar, como si no quisiese entrar en debate sobre lo que acaba de relatar.

—Poco después la fiesta empezó a declinar, Irene vino a despedirse de mí. «Te llamaré» me dijo. La verdad es que no tenía ninguna esperanza de que lo hiciera.

Se detiene, durante unos segundos se olvida de mi. ¿Dónde está, qué recuerdos son tan abrumadores que se ha perdido en ellos?

—Salimos a la calle, alguien trajo el auto.

“—Siéntate atrás, ¿no te importa? Quiero hablar con Jairo.

 

Se siente desplazada, no obstante sonríe y entra en el todo terreno, se acomoda en medio de los chicos, primero entra ella, luego Mahmud, por la otra puerta Salif.

 

El cansancio se hace notar, Doménico y Jairo charlan, atrás el silencio se ha instalado, ha dejado el chaquetón en la bandeja trasera, va pensativa, recordando todo lo que ha sucedido en esa larga noche, echa la cabeza hacia atrás está cansada.

 

—Trabajas mañana? —Es Salif quien pregunta, Carmen abre los ojos.

 

—Si, no me queda más remedio, ojalá pudiera tomarme el día libre, estoy reventada, tengo los pies destrozados.

 

—No me extraña, con esos tacones. Tendrías que darte un baño de pies con sales y descansar siete horas como mínimo.

 

—Ya, pero no puedo, a las siete tengo que estar en la ducha.

 

—A ver, dame un pie.

 

—¿Aquí? Imposible.

 

—¡Mahmud, encógete un poquito más!

 

Piensa en su vestido, en la ausencia de bragas, en Mahmud que no deja de mirarla.

 

—No, déjalo, no hay sitio.

 

—Salif es un experto masajista, te vendrá bien —interviene Doménico.

 

—Te hago sitio —escucha casi en su oído a Mahmud que se pega a la puerta, levanta el brazo  y rodea sus hombros. No se siente cómoda en brazos del argelino pero no es el lugar para rechazarlo. Salif se ha pegado a su vez a la puerta, Carmen gira en el asiento, se apoya sobre Mahmud, dobla las piernas y las pone sobre Salif pero si quiere que alcance a sus pies tiene mantenerlas dobladas, ese es el punto crucial. No puede mantenerse de frente, corre el riesgo de mostrar su pubis desnudo, mueve la cadera y gira en el asiento hasta quedar de lado, avanza hacia Mahmud, cae sobre él y éste la sujeta con su brazo por debajo de sus pechos. ¿Qué está pasando? si eleva las piernas su vestido se subirá; nota como sus mejillas adquieren un calor intenso, síntoma del rubor que debe estar apareciendo. «No me avergüences» recuerda,  «toma a Piera como modelo», Piera, Piera… ¿qué haría Piera, su nueva amante, si estuviera aquí, ahora, en su lugar?

 

—¿Ves? Ya tenemos sitio.

 

Dobla las piernas, el vestido se ha deslizado, no sabe cuánto, baja una mano y toma el borde del vestido a tiempo de tapar su culo desnudo, se sonroja.

 

Salif le descalza los pies, siente el tacto de las manos en la planta, es agradable, suspira y se reprime, suena demasiado… sensual quizá.

 

—Separa un poco los pies, sino, no voy a poder hacerlo —le pide.

 

Separar los pies implica separar las piernas, ¿cómo hacerlo sin mostrarse abierta? ¿Qué está viendo Salif? No puede saberlo, desde donde está seguramente tiene un primer plano de su culo y ella no sabe el estado de su vestido ¿volver a bajar la mano y colocarse el vestido? Si la ve Doménico por el retrovisor no le va a gustar nada. ¿Cuándo empezó ese temblor que recorre su cuerpo, esa especie de calambre que la domina?

 

Mueve la pierna derecha, la que está encima, la desplaza hacia delante, eso hace que su nalga también se desplace hacia delante, ¡Dios, dónde estará el límite del vestido!

 

¿Sufro o disfruto del masaje?  No tengo otra alternativa, estoy aquí, sin escapatoria, lo puedo pasar mal o bien, de mí depende.

 

Placer, esos dedos comenzaron a darle el descanso que necesitaba, cerró los ojos.

 

—mmmm… ¡qué bien!

 

—¿Te gusta, eh?

 

—¡Lo necesitaba! … oh si!

 

A medida que el masaje empezó a hacer efecto Carmen se relajó, dejó de preocuparse. Se sentía bien, cómoda, no estaba en peligro, el traqueteo del auto, los brazos de Mahmud bajo sus pechos, el masaje de Salif la liberaron totalmente y dejó que los murmullos que surgían por el efecto del masaje surgieran espontáneos.

 

Cambió de pie, ahora se despreocupó si entre los muslos podía atisbarse alguna intimidad, se entregó al masaje, sus inocentes gemidos estaban caldeando el ambiente sin que ella se diera cuenta.

 

—Esto parece la banda sonora de una película porno —dijo Salif con aire inocente echándose a reír

 

Carmen estalló en una risa franca, sincera, sin ningún pudor.

 

—¡Idiota!

 

—Ya, ya, pero los que vamos empalmados somos nosotros.

 

Todos ríen en el auto.

 

—¡Guarros! —protestó.

 

¿Eso era todo? ¿Ese era el ambiente que podía esperar durante el fin de semana? Soltó la tensión que aún mantenía y dejó que los hábiles dedos de Salif continuarán aliviando sus pies. El balanceo  de las curvas, los frenazos  y los cambios de velocidad la iban arrullando y dejó de preocuparse por el contacto que el brazo de Mahmud variaba en sus pechos cada vez que el auto frenaba, giraba o aceleraba. ¿era fortuito, lo hacía a propósito? El ritmo pausado de su aliento cerca de su rostro había dejado de inquietarla, se había acomodado en su pecho, había cerrado los ojos y si el trayecto duraba poco más se iba a quedar dormida en brazos del argelino.

 

Había sucedido, lo supo cuando notó movimiento en el auto. Mahmud se intentaba incorporar, Salif hablaba con Doménico. Se había quedado dormida. Abrió los ojos, lo primero que notó  fue que sus muslos estaban abiertos, no mucho, lo suficiente. Miró a Salif, su mirada huidiza le delató. ¡Hombres! No le importó, se sentía libre, más libre que nunca, había hecho el amor con Irene y con Piera, aquello le infundía una nueva sensación de poder, se sentía completa.

 

Estaban llegando, se incorporó, fue cuando notó el efecto del alcohol que había ingerido durante toda la noche, le costó evitar el mareo.

 

El auto se detuvo en la puerta de la casa de Doménico. El frio en el rostro le vino bien, se sentía mareada, más de lo que estaba al salir del club. Salif le echó el chaquetón  por los hombros, Doménico arrancó y se perdió calle arriba hacia el garaje. Carmen comenzó a buscar las llaves en el bolso pero al agacharse perdió la estabilidad y Mahmud la tuvo que sujetar, se apoyó en él y la rodeó con su brazo

 

—Gracias, casi me caigo.

 

—Has bebido demasiado.

 

—No suelo hacerlo.

 

—Eso decimos todos cuando nos emborrachamos.

 

Carmen rió y se refugió en su pecho, Mahmud la abrazó, parecía haber olvidado el enfado.

 

—A ver si encuentro las llaves.

 

Siguió buscando, ¡este bolso!

 

—Espera que te ayudo.

 

Salif enciende un mechero, se acerca, Mahmud la suelta y es Salif quien la toma por la cintura y la atrae hacia él, Carmen le sonríe.

 

—Mi masajista – dice con cariño.

 

Se pega a él y revuelve en el bolso, por fin encuentra el llavero.

 

 —¡Bien, ya lo tengo!

 

La acerca al portal sin soltarla, prueba con una llave y a la segunda acierta, Salif sujeta la pesada puerta y la deja entrar.

 

—¿Cómo vas a ir mañana a trabajar?

 

Suben en el ascensor, es Mahmud quien pregunta, Carmen sube con los ojos cerrados apoyada en el hombro de Salif, abre los ojos y le mira.

 

—Café, mucho café, una buena ducha fría y  mucho maquillaje —sonríe.

 

—Ahora mismo te metemos en la cama, no esperes a Doménico —le guiña un ojo, Carmen sonríe con picardía.

 

—Eso es lo que vosotros querríais.

 

Se despide de ellos con un beso, sube a la alcoba, en la ducha piensa que no son tan peligrosos como temía.“

—Así terminó la noche.

—Lo sé, estaba allí.

Desvía la mirada. Ninguno de los dos queremos volver a recordar la escena en la que estamos pensando. Tengo una sensación ambigua, incómoda que no consigo encajar. Sé que estamos avanzando sin embargo cada vez me cuesta más esfuerzo mantenerme alejado de mi papel de esposo de la mujer que vivió todas estas experiencias que como terapeuta debo escuchar sereno y libre de emociones.

No me resulta fácil y procuro evitar que lo note, sería fatal.

—Te has quedado muy serio.

Sonrío al tiempo que niego con un gesto. Se me da fatal mentir. No insiste, mal asunto.

—Al día siguiente…

—Para, por hoy es suficiente.

—Tienes razón.

Algo pasa, la noto triste. No sé cuándo ha sucedido. Puede que ese silencio mío, esa falta de respuesta cuando me ha preguntado haya creado esta nube de tristeza.

¿Por qué me cuesta tanto abrirme?

Tal como vino, la nube se fue. Carmen se quedó escribiendo, haciendo anotaciones. Yo salí al porche trasero. Está atardeciendo, ese momento en el que los pájaros revolotean piando sobre la casa me transporta a la infancia, me serena.

Ha debido de pasar media hora cuando la siento llegar. Sus manos se posan en mis hombros pero no permanecen quietas mucho tiempo; vagan por mi cuello, rodean mis mejillas. Siento el roce de su vientre en mi cabeza y la dejo caer, en ella, en mi mujer. Si hay algo parecido a la paz es esto.

Cuando la montaña comienza a llenarse de luces me levanto.

—Te quiero.

—Y yo a ti.

La noche

El sonido de la puerta del cuarto de baño me sobresalta, me he debido quedar dormido mientras la esperaba. No se ha dado cuenta, ha salido con su ropa doblada y la ha dejado sobre el sillón. Me despejo al verla moverse desnuda por la habitación. Al cabo se acuesta y busca su hueco en mi costado. Su cabello cosquillea en mi rostro, un muslo trepa sobre los míos, la mano vaga por mi pecho; esos dedos inquietos dibujan formas, descienden, acarician… Atrapan.

Me busca, me desea, lo leo en su aliento. Yo también pero a veces me agota, no sé si esta noche seré capaz, ha sido un día intenso. Le acaricio la espalda siguiendo la cadencia de su mano, ganando tiempo.

Se detiene. Comprende. Se incorpora, me observa. Yo permanezco tumbado casi debajo de ella. Sonríe cargada de malicia. Junta los dedos índice medio y anular, me los muestra muy rectos.

—Después de esto, ya estás preparado para cosas más serias.

Lo adivino al instante. Me contagia su sonrisa.

—¡Todo eso! —exclamo asombrado —no pensé que…

Carmen afirma con la cabeza.

—¿Qué creías? Ya tienes el culito listo para…

Cierro los ojos, ¡qué está diciendo! Rompo a reír. No quiero seguir esta conversación.

—Has follado como una autentica zorra.

—¡Calla! —profiero escandalizado girando la cabeza a un lado.

Noté su mano en la barbilla que me forzaba; abrí los ojos, su rostro sobre el mío tan cerca me dominaba.

—¡No seas tonto! —me reprocha este brote de pudor.

—No me gusta.

Me besó, besos cortos, suaves, al tiempo que su mano me acariciaba la mejilla.

—Te he follado y lo has disfrutado, no me lo irás a negar. Cada vez que juego con tu culo se te va la erección, no es la primera vez y a pesar de eso tienes una eyaculación tremenda, te corres como un burro. Lo dicho, hoy has follado como una zorrita.

—¡Joder Carmen! —protesté.

Evito sus ojos; resisto, no quiero. Entonces lo siento, un cachete, una breve bofetada que me lleva a mirarla sorprendido. No me lo creo, es la primera vez que hace algo así. El estupor me corta la respiración.

—¿Joder, qué? ¿Sabes cómo movías las caderas? Como una mujer, no te hagas el sorprendido. Cuando te metí el tercer dedo estuviste a punto de echarte a llorar y no de dolor precisamente. ¿Sabes cómo se te quedó la polla?

Me muestra el índice y el pulgar apenas separados.

—Casi no se te distinguía entre los huevos, me costó sacarla del pellejo para metérmela en la boca.

Me aturde, no consigo asimilar esa forma de expresarse que ha adoptado, no parece ella. No busca insultarme no, es simplemente que jamás la había escuchado emplear ese lenguaje.

No lo soporto. Me vuelvo hacia un lado para no verla, quiero desaparecer.

De nuevo me propina una pequeña bofetada que me escuece en mi orgullo como si me hubiese cruzado la cara.

—¡Basta ya!

¿Estoy suplicando? No pero es lo que parece. No quiero que continúe aunque no hago nada por moverme.

Me ignora, coge mi barbilla y me obliga a mirarla.

—Estás listo.

—¿Para qué? —Casi se lo he gritado.

Que acabe, que acabe ya.

—Lo sabes de sobra.

Intento evitarla, huir, pero sé que si lo hago volverá a pegarme.

Me rindo, aguanto su mirada. Estoy agitado, procuro que no lo note; tengo el corazón a tope y la respiración como si acabase de dar una carrera.

Cambia, se transforma, se vuelve todo dulzura. Su mano acaricia ahí donde antes me pegó, ni siquiera me hizo daño lo sé, ambos lo sabemos. No es eso lo que está tratando de curar.

—Lo siento.

Se tumbó a mi lado.

Debería decir algo, quizá me he crispado en exceso por lo que ella enfocaba como un juego, nada más.

Lo que oculto me tiene en tensión. Soy yo el que lo lamenta, el que debería romper de una vez este muro que nos separa.

—No lo estoy consiguiendo.

—¿A qué te refieres? —Dije temiéndome lo peor.

—No logro que te abras, que confíes. Sigues a la defensiva guardándote lo que piensas, callándote tus ideas. Apenas hablas, te limitas a escuchar, a hacerme hablar.

—No es cierto.

—¿No? Hemos estado en el porche hasta que ha empezado a oscurecer. Has sido incapaz de decir ni una sola palabra, cualquier cosa sobre lo que hemos hablado a lo largo del día. Nada.

—Quería… pensé que quizá era mejor…

—Por eso he provocado esto, para intentar hacerte saltar. Ni siquiera así lo he logrado.

No sé qué decir. No está enfadada, eso es lo más grave.

—Te he contado mi experiencia con Irene, y aunque no es comparable, también lo que sucedió con Piera. No creas que me ha sido fácil pero tenías que saberlo. Cuando te he follado y te ha vuelto a suceder lo mismo que otras veces he pensado que podíamos hablarlo, era el momento. Eres tú el que teorizas sobre la bisexualidad pero cuando intento que hablemos te cierras. Por eso he forzado la situación, para ver si lograba desbloquearte. Lo siento si te he ofendido.

—No, yo…

Volvió a incorporarse.

—Vine aquí a jugármelo todo Mario, con la intención de poner sobre la mesa lo que he vivido desde que empezamos esta historia y así lo estoy haciendo. A veces dudo, tengo miedo por lo que puedas pensar, siento vergüenza; aún así continúo. Me costará más o menos pero lo voy a hacer. Si juntos lo podemos aceptar seguiremos adelante pero no nos vamos a ir de aquí con temas ocultos por resolver. Al menos por mi parte.

Me miró, esperaba una respuesta, algo. Yo estaba… bloqueado como bien había dicho ella.

—Piénsalo, yo estoy dándolo todo por nosotros pero hasta ahora no te veo Mario, no te veo. Y el tiempo corre.

Los acontecimientos se están precipitando, no puedo seguir callando.

Mas de Mario

Diario de un Consentidor 126 Tensión

Diario de un Consentidor 125 Vértigo

Diario de un Consentidor 124 El Despertar

Diario de un Consentidor 123 - Ave Fénix

Diario de un Consentidor 122 Testimonio II

Diario de un Consentidor 121 Testimonio

Diario de un Consentidor 120 Una nueva alianza

Diario de un Consentidor 119 Ambigüedades

Diario de un Consentidor 118 Terapia de Puta

Diario de un Consentidor 117 Walk on the Wild Side

Diario de un Consentidor 116 Fluídos

Diario de un Consentidor 115 Ahí lo tienes

Diario de un Consentidor 114 Sombras de madrugada

Diario de un Consentidor 113 - Lluvia

Diario de un Consentidor 112 Mujeres

Diario de un Consentidor 111 Las lagunas

Diario de un Consentidor 110 Viernes de pasiones 3

Diario de un Consentidor 109 Viernes de pasiones 2

Diario de un Consentidor 108 Viernes de Pasiones 1

Diario de un Consentidor 107 - Sexo, mentiras y...

Diario de un Consentidor 106 - Es mi momento

Diario de un Consentidor 104 La impúdica verdad

Diario de un Consentidor 103 - Salté de la cornisa

Diario de un Consentidor 102 - Carmen fuma

Diario de un Consentidor 101 El regreso (2)

Diario de un Consentidor 100 El regreso (1)

Diario de un Consentidor - 99 Juntando las piezas

Diario de un Consentidor 98 - Tiempo de cambios

Diario de un Consentidor 97 - Virando a Ítaca

Diario de un Consentidor 96 Vidas paralelas

Diario de un Consentidor 95 El largo y tortuoso...

Diario de un Consentidor 94 - Agité la botella

Diario de un Consentidor 93 Un punto de inflexión

Diario de un Consentidor 92 - Cicatrices

Diario de un Consentidor 91 - La búsqueda

Diario de un Consentidor 90 - La profecía cumplida

Diario de un Consentidor 89 - Confesión

Diario de un Consentidor 88 - El principio del fin

Diario de un Consentidor 87 Lejos, cada vez más...

Diario de un Consentidor 86 - Desesperadamente

Diario de un Consentidor 85 - Mea culpa

Diario de un Consentidor - 84 Ruleta rusa

Diario de un Consentidor - 83 Entre mujeres

Diario de un Consentidor -82 Caída Libre

Diario de un Consentidor - 81 Cristales rotos

Diario de un Consentidor 80 - Sobre el Dolor

Diario de un Consentidor 79 Decepciones, ilusiones

Diario de un Consentidor 78 Despertar en otra cama

Diario de un Consentidor (77) - Descubierta

Diario de un Consentidor (76) - Carmentxu

Diario de un Consentidor 75 - Fundido en negro

Diario de un Consentidor (74) - Ausencia

Diario de un consentidor (73) Una mala in-decisión

Diario de un Consentidor (72) - Cosas que nunca...

Diario de un Consentidor (71) - De vuelta a casa

Diario de un Consentidor (70)

Diario de un Consentidor (69)

Diario de un Consentidor (68)

Diario de un Consentidor (67)

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