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Diario de un Consentidor 100 El regreso (1)

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El regreso (1)

Cerrar etapas se está convirtiendo en algo habitual para Carmen. Decir adiós, abandonar el refugio y salir de nuevo al mundo a pesar de la intranquilidad que le provoca es algo que no puede demorar más tiempo. Lleva días sabiendo lo que necesita hacer y hoy ha tomado la decisión. Es el momento.

No ha sido tan difícil. Tomás es un hombre sagaz. No esperaba una llamada de Carmen a media mañana, nunca lo había hecho hasta hoy y enseguida intuyó lo que estaba por venir.

Y no se lo puso difícil, evitó el cuerpo a cuerpo porque no hubiera conseguido mantenerse entero y habría dicho y hecho cosas de las que más tarde se habría arrepentido. «Quiero dejarte el mejor recuerdo de mí» le dijo. No, no iría a despedirse aunque dudó, dudó tanto y tan fuerte que en más de una ocasión tuvo el teléfono en la mano a punto de llamarla. «Espérame si, necesito verte, necesito hacerte el amor solo una vez más»

Aguantó dejando que pasaran los minutos, las horas, sintiendo como se hacía un poco más viejo.

…..

No puede evitar un cierto temor cuando detiene el auto ante el portón del garaje. Es absurdo pero el recuerdo de aquel día cuando encontró su plaza ocupada por el coche de Graciela se le presenta de una manera física.

Avanza por el garaje acumulando emociones. Allí al fondo localiza el auto de Mario y parece como si la garganta se le fuese a cerrar. No, su hueco está vacío, ¡cómo no!

Aparca mecánicamente, como si lo hubiera estando haciendo todos los días.

Los olores, los ruidos. Todo sigue igual, todo vuelve a ser igual, como si nada hubiese cambiado en su vida.

Son las once y media, a esa hora no hay movimiento en el garaje y lo agradece. No le apetece encontrarse con nadie.

Sale del ascensor y avanza hasta que la puerta de su casa detiene sus pasos ¿Qué tiene de especial meter la llave y girar, empujar la puerta y dar un paso adelante?

Dos, tres, cinco segundos. No puede continuar ahí parada.

Cierra la puerta tras de sí. Está en casa y los estímulos la inundan. El silencio es atronador, aún así, en ese inmenso silencio los sonidos que percibe le recuerdan que ese es su mundo. El tic tac del reloj de la cocina le habla de su hogar; el siseo del frigorífico, un murmullo que llega desde otro piso. Todo la reinstala en la vida que tuvo.

Y el olor de su casa, el inconfundible olor de su hogar.

Si, ha vuelto.

Avanza, se impregna cada vez más de lo cotidiano y llega a su alcoba. Todo está igual, tal y como lo esperaba, tal y como lo dejó la última vez que estuvo allí.

Deshace el equipaje que ha sido toda su vida; coloca la ropa, guarda las maletas y en poco tiempo es como si nada hubiera estado fuera de lugar

¿Y ahora? No está todo resuelto, es consciente de que aún le quedan temas por resolver pero ese no es el momento. Tiene que terminar de recuperar su casa.

Sube las escaleras y se reencuentra con el salón. Los recuerdos brotan, la asaltan como si estuvieran acechando desde las paredes. Casi como un ritual repone en su lugar el marco con la foto del lago de Como. Cuando se la llevó dudó de que este momento llegase. Luego mira a través de la cristalera. La terraza está preciosa, sonríe agradecida al ver que no he descuidado sus plantas. Empuja una de las correderas y sale. El calor de este Abril veraniego se hace notar. Carmen inspecciona cada una de las jardineras que acotan el perímetro de nuestra inmensa terraza. Toca la tierra de una de ellas y percibe la humedad de un buen riego. Los prunos han comenzado a brotar, los rosales ya están cargados de capullos, algunos ya han abierto. Si, ha regresado a tiempo.

Algo falla. Las tumbonas deberían estar ya montadas y las mesas de teca también, sin embargo ahí siguen, envueltas en plástico, protegidas del invierno para que la madera no se dañe. Es evidente que Mario no se ha sentido motivado para preparar la terraza, piensa.

Una hora más tarde Carmen mira su obra. La terraza está lista y ella necesita una ducha.

…..

—¿Qué te parece?

Irene camina lentamente por el amplio salón del ático dejando que su mirada descubra cada rincón, cada detalle, cada foto.

—Tienes una casa preciosa, es… no sé como decirlo. Si, se te reconoce en ella.

—¿Sí?

Carmen la sigue hacia la terraza. Sonríe. Le halaga ver la expresión de asombro en el rostro de Irene.

—¡Carmen, pero si tienes un jardín!

Por toda respuesta la coge por la cintura y la estrecha. Bajo el amplio toldo que cubre toda la mitad derecha de la terraza están protegidas del fuerte sol que aprieta como si estuvieran en verano. Carmen lanza una furtiva mirada al bloque de enfrente antes de besar los labios de su novia. Siente la emoción del riesgo ascender por su pecho. Deja caer la mano que se aferra a su cintura y le acaricia el culo.

—¿Qué haces? —le dice Irene mirando en la misma dirección —, ¿Estás loca?

—Por ti.

—Anda, estate quieta.

—No te preocupes lo tengo todo calculado. Son muchos años haciendo top less y jugando con Mario. Sé hasta nos podemos mover por la terraza sin que nos vean.

Carmen perseveró en la caricia. Irene la miró un instante y al fin sonrió dejándola hacer.

—Salvo que se le ocurra a alguna vecina subir a tender —prosiguió—, entonces hay que refugiarse en las tumbonas o moverse hasta la balaustrada.

La llevó hasta el borde de piedra donde quedaron apoyadas mirando el jardín de la urbanización. Carmen deslizó la mano bajo la ceñida camiseta de Irene buscando los marcados abdominales. Ésta volvió a sonreír con cierta indulgencia.

—¿Has pasado mucho ratos así, disimulando, mirando el jardín, verdad? —le preguntó.

—Y los que vamos a pasar tu y yo.

Irene perdió la sonrisa. Carmen detuvo la caricia y devolvió la mano a la cintura de su chica.

—¿Qué te pasa?

—No sé Carmen.

Se alejó hasta el balancín y se dejó caer. Ella la siguió  y se sentó a su lado mirándola. Irene parecía preocupada.

—No dime, ¿Qué pasa?

—Es que… tú lo ves todo tan fácil que a veces me dejo arrastrar; pero no, no es tan sencillo. Cuando nos conocimos éramos diferentes, tú eras diferente. Estabas… No , déjalo, mejor no sigo.

La retuvo. Irene había intentado levantarse y huir de aquella conversación que se le estaba haciendo tan difícil.

—No, ahora no vamos a dejarlo, necesito saber qué piensas, por favor cariño, dímelo.

Irene la miró con expresión angustiada.

—¿No te das cuenta de que decides por las dos? Un día desapareces y debo esperarte porque necesitas aislarte, luego vuelves y aquí me tienes, después te vas dos, tres días porque sabes que me encontrarás. Ahora has decidido que regresas con tu marido y quieres seguir contando conmigo pero ¿acaso me has preguntado?

Carmen quedó en silencio, estaba sorprendida como si acabase de descubrir algo que no esperaba.

—Dime ¿qué sabes de mi aparte de las cuatro cosas que hemos hablado cuando no estamos haciendo el amor? ¿Te has interesado por saber algo de mi vida, de mi familia? Yo lo sé todo de tus padres, de tu hermana, de Mario; pero tú, ¿me has preguntado alguna vez por mi familia? ¿sabes algo de mis amigas? He intentado un par de veces integrarte con mi gente y lo único que he recibido ha sido vaguedades, “si, otro día, vale, ya veremos”.

Carmen estaba abochornada por una realidad que se le hacía abrumadora.

—Dime una cosa ¿Te intereso algo además de para desahogarte y como pareja sexual?

No tenía argumentos, esa era la imagen que le había estado dando a la mujer que quería. Se sentía una absoluta egoísta.

Irene reaccionó al ver el efecto que habían causado sus palabras.

—Perdona, perdona, no he querido decir eso.

La recogió entre sus brazos en el momento justo para que Carmen lograse ahogar el nudo que comenzaba a formarse en su garganta.

—Tienes razón, no sé como he podido…

—No, no, calla, shhh…

Irene la estuvo meciendo durante un largo tiempo. Cuando al fin se separaron sus ojos se encontraron, la tomó por la mejillas y la besó con ternura.

—Lo siento —susurró Carmen —. No sé como he podido hacerte esto.

—Ya, ya.

Carmen se refugió en su hombro y ella la recogió bajo su brazo.

—Te quiero con locura, he sido una egoísta.

—Si, pero ya pasó.

—No sé cómo me has aguantado.

Irene besó su cabello.

—Por lo mismo que tú me soportas, porque te quiero.

Durante unos minutos se quedaron en silencio abrazadas, dejaron que los pensamientos las llevasen quizás por el mismo sendero, el futuro próximo.

—Quizás he sido injusta, yo también tenía otra idea cuando te conocí. En parte deseaba que tu matrimonio no se solucionase; veía un futuro en el que estábamos tú y yo, nadie más. Ya ves que yo también he sido una egoísta.

—Es normal, a veces yo también me he visto así.

—¿Y ahora?

—Ahora no quiero perderte Irene. Tenemos que hablarlo pero no concibo la vida sin ti. Tampoco voy a pedirle a Mario que renuncie a Graciela, sería un tremendo error. Tenemos que hacerlo compatible.

—No sé si te puedo entender y tampoco sé si puedo asimilar una situación así. Lo llevo pensando mucho tiempo Carmen, no me va a ser fácil, lo que tengo claro es que no quiero renunciar a ti.

…..

Despierta una vez más. Las tres de la madrugada. El tiempo parece moverse exasperantemente lento; apenas ha pasado media hora desde la ultima vez que abrió los ojos. A su lado, ocupando el lugar que suele ser suyo duerme Irene. ¡Qué extraño le resulta haber cambiado su ubicación. Surgió de manera casual cuando tras hacer el amor Irene se dejó caer hacia la izquierda. Y así se quedaron, hablando, cogidas de la mano hasta que el sueño las venció.

Y ese duermevela insano en el que pasa las noches le ha hecho pensar y sentir cómo se  duerme en pareja desde el otro lado de la cama. Extraño, diferente. Por si algo tenia que añadir al hecho de llevar a su novia a su lecho, además le cede su lugar.

«Mañana podríamos estar en Tarifa»

La propuesta surgió de nuevo mientras cenaban. Es la ocasión para convivir, para conocerse mucho más, es la oportunidad para entrar en su vida, para demostrarle que realmente quiere formar parte de su mundo, de su gente.

Le ilusiona la idea y se lo dice pero ahora es el momento de recuperar su vida.

—Quiero hacerlo Irene, podríamos irnos más adelante, quizás para el puente de Octubre.

—No sé, quizás —dice con poco convencimiento—, no creo que lo tengas tan fácil cuando ya estés con tu marido.

Hay un tono de desencanto en su voz que le duele.

—No, eso no va a ser así. He cambiado y Mario también. Por eso es necesario que nos encontremos ya y pongamos todo en claro. Ya no somos los que éramos, tenemos que refundar la pareja que fuimos y creo que seremos capaces de hacerlo de una manera en la que podamos…

No pudo continuar, no supo como poner en palabras lo que quería expresar. Irene llenó ese vacío.

—Espero que tengas razón.

Volvieron a casa cogidas de la mano, con una sensación dolorosa.

…..

Despierta de nuevo una hora más tarde. En algún momento Irene se ha vuelto hacia ella y Carmen la ha recogido bajo su brazo. La mano que descansa en su vientre desprende un calor agradable. Aspira y el aroma del corto cabello de Irene inunda su cerebro. La desea. Fuerza el cuello y logra posar los labios en su frente. La besa una vez, dos, tres. No se detiene y la serie de breves besos alcanza la dormida conciencia de la mujer que susurra algo ininteligible y se mueve buscando estrechar el contacto de los cuerpos desnudos. Carmen coge la mano que reposa en su vientre y la lleva hasta su pecho. Irene respira profundamente al palpar el volumen duro y redondo. Es casi un jadeo. Sus dedos cobran vida e inician una torpe melodía sobre un teclado que no es tal; se detienen, buscan a tientas hasta que topan con el montículo que ya ha empezado a cobrar turgencia. Carmen comenzó, no sabe cuándo, a acariciar la espalda hasta donde alcanza su mano. Arrastra los dedos y araña con delicadeza. Sabe que eso la mata y nota como la piel se eriza a su paso. El sonido que le llega de la boca de Irene ha cambiado, ya no es la pausada respiración de unos minutos antes. Un temblor interrumpe su respiración, la altera y Carmen sabe que puede hacerlo a su capricho, basta que juegue con sus uñas en la piel cuando inspira para que ese sonido se entrecorte. Se siente poderosa aunque sabe que Irene tiene también esa carta, piensa, al sentir los dedos en su pezón.

Irene se incorpora y la besa.

—¿Desde cuándo estás despierta?

—Desde que empezaste a torturarme la espalda.

Ambas ríen.

—Y como no puedes dormir…

—Tenía ganas de ti.

Se enredan, las piernas se entrelazan, los besos las funden, las manos buscan, el aliento de esta mujer la excita como pocas cosas lo consiguen. Recorre su ancha espalda ansiosa hasta que alcanza la firmeza de sus nalgas. Escucha el gemido cercano que anticipa un suave mordisco que atrapa el lóbulo de la oreja. Ella dibuja tercamente la línea que delimita los glúteos de Irene que se tensan cada vez que intenta penetrarlos. Pelean buscando quien será la que domine hasta que Carmen se rinde, brazos arriba, muñecas rodeadas por las fuertes manos de su dueña, caderas apresadas por los muslos que la montan. Intenta alcanzar los pechos que apuntan hacia ella pero una y otra vez le son negados.

—¡Por favor!

—Qué quieres.

—Dámelas —le pide casi en un lamento.

Irene se balancea sobre ella, le acerca los pechos pero se retira antes de que alcance con su boca y le hace protestar con un sollozo.

—¡No, dámelas!

—El qué.

—¡Tus tetas, dámelas. Por favor!

Carmen se debate, intenta soltarse pero no lo consigue. Irene juega con ella, se las acerca y Carmen boquea tratando de alcanzarlas pero la evita hasta que cae rendida.

—Suplícame —le ordena.

—¡Te lo ruego!

—¿Tanto las deseas?

—¡Si!

Se acerca fugazmente hasta rozarle los labios con el pezón y vuelve a alejarse. Carmen solloza.

—¿Qué quieres hacer?

—¡Comértelas! —susurra mimosa.

Irene cede, arquea el torso hasta que su pezón le roza los labios, se lo hace perseguir un instante antes de ponérselo en la boca. Carmen lo agarra entre sus labios con ansia.

—Eres un bollera.

Le suelta las manos que se mueven rápidamente buscando piel, carne. Una se asienta en los riñones, otra se pierde entre los muslos de Irene y la hace temblar cuando encuentra refugio en la húmeda cueva que la acoge.

Carmen eleva los ojos hasta encontrar la mirada de Irene. No deja de chupar el pezón.

—Si, bollera, eres una bollera.

Una emoción incontenible arrebata a Carmen. Esas palabras resuenan en su cabeza y la hacen vibrar.

—Yo…

Irene aplasta su pecho sobre la boca de Carmen y la hace enmudecer.

—Anda calla, bollera.

Más tarde, enterrada entre los muslos de su amante, con las manos aferradas a sus caderas y la boca hundida en su sexo, cada vez que le hace estremecerse con su lengua inquieta le busca la mirada turbia. Irene apenas puede mantener la cabeza erguida, jadeando, perdido el sentido, guiándola con la mano en su cabello. Carmen se deja hacer dócilmente y aún le parece escucharla, los ojos perdidos de Irene le siguen diciendo “Bollera, bollera”

—¡Vamos despierta que se va a enfriar el café!

Carmen sintió como le arrebataban la sábana y eso la terminó de despertar. La luz que entraba por la ventana le dio una pista, debían ser más de las diez. Se desperezó mientras la veía salir de la alcoba vestida tan solo con una de sus camisetas moviendo su culo casi desnudo de esa forma que le resulta tan seductora. La escuchó trastear en la cocina y sonrió.

Reparó en la ropa que llevaba puesta y sintió un ahogo. Irene había tomado posesión del armario con toda naturalidad. Si, se movía por su casa sin ningún reparo y eso todavía le provocaba sentimientos encontrados que tenía que conciliar. ¿Es lo que ella quería, no?

—¡Vamos muévete!

Entró en el baño y tras orinar y lavarse en el bidet se refrescó el rostro y alisó el enmarañado cabello. Estaba feliz, muy feliz.

Salió hacia la cocina pero allí no había rastro del desayuno.

—¿Dónde lo has puesto? —exclamó levantando la voz

—Arriba en la terraza, hace un día fantástico para desayunar al aire libre.

En un instante construyó la imagen: Irene semidesnuda en la terraza, a la vista de cualquier vecino del edificio de enfrente que a esas horas… Calculó distancias, calculó perspectivas. Desde la puerta del salón, de cintura para abajo… si, podían verla, si.

—¿Vienes o no vienes?

Pensando a mil por hora decidió qué hacer. No quería censurarla abiertamente ni de una manera implícita.

—¡Voy!

Inspiró profundamente para eliminar el nudo que intentaba atenazar su pecho. El qué dirán, el maldito qué dirán. Volvió al dormitorio y cogió una de las camisetas revueltas que Irene había estado escogiendo, buscó un culote que le tapara algo más y subió las escaleras.

No la vio. Sobre la mesa de teca el café, tostadas y zumo recién exprimido. Se acercó a la puerta y vigiló las terrazas de enfrente donde no consiguió ver a nadie. Salió y el corazón comenzó a palpitar desbocado. A su izquierda, en la parte de la terraza donde no hay toldo Irene inspeccionaba atentamente los maceteros ajena a quien pudiera verla. Libre —pensó—, ella si que es libre. Carmen, acostumbrada a controlar las distancias, supo de inmediato que si alguien subía a la terraza comunitaria podría ver perfectamente el culo moreno de Irene apenas cubierto por la pequeña braga. Y el suyo.

No podía permitirse el lujo de mostrarse acobardada, solo rezar a la nada para que no sucediera eso.

—Ya estoy aquí. Vamos a desayunar, que no me gusta el café frío.

—Si mi madre viera esta terraza, con lo que le gustan las plantas —exclamó Irene ignorándola— ¿Este frutal qué es?

Carmen se rindió y acabó por acercarse.

—Es un guindo —respondió y decidió olvidarse de la terraza de enfrente. Si tenía que suceder al menos no estaría tensa. Se dedicó a recorrer el perímetro repleto de plantas y jóvenes arbustos junto a Irene, olvidando que ambas se mostraban desnudas de cintura para abajo. No volvió a vigilar y a partir de ese momento una extraña paz la invadió.

…..

—Mañana podríamos estar en Tarifa. Juntas. —Insistió una vez más como si la conversación de la noche anterior no se hubiera detenido.

Aquello era algo más que la reiteración de un deseo expresado tantas veces. Irene quedó en silencio tras repetir la frase con la que concluyó la cena y que no había obtenido una respuesta clara. Carmen se refugió en la taza de café para ganar tiempo, para demorar una negativa que le duele a ella tanto como a Irene.

—Podrías conocer a mi gente, vivir mi vida.

—Lo haremos te lo prometo, cuando vuelvas.

—No será fácil después, cuando estés con tu marido.

—¿Por qué no? Mario… él, si, él también tiene a Graciela. Es algo que tenemos, que debemos hablar.

Carmen observó la expresión de Irene. Se había quedado ensimismada tras aquella frase y entendió lo que le ocurría. Parecía incomodarse cada vez que mencionaba a Graciela.

—Graciela es mi amiga, no sabes cuánto me ha ayudado en estos momentos tan complicados. Sin ella creo que Mario se habría derrumbado. Al principio le resultó tan difícil de asumir como a ti.

Silencio, pausa. Irene escucha o tensa la cuerda quién sabe.

—Te voy a contar algo. La llamé desde tu casa, aquella noche cuando todo parecía hundirse a mi alrededor le pedí que, pasase lo que pasase, no abandonase a Mario. Fue duro para mí, no sabía si se lo estaba entregando, si le pedía ayuda o si me estaba declarando derrotada. Sin embargo ella ha estado ahí, leal, apoyándonos. Es algo más que su amante si, y lo va a seguir siendo, también se lo he dicho. No creo que Mario pudiera prescindir ya de ella, es mucho mas que una amiga, que una compañera de cama. Hace unos días encontré su huella en mi casa, en mi alcoba, entre mis cosas.  Mi primera reacción fue amarga pero en seguida recapacité y entendí que así debía seguir siendo. La llamé y nos reunimos; le dije que tenía que volver a ocupar mi cama, que se acostumbrara a mi casa, a usar mis cosas. Que Mario sintiera que ella no se consideraba una intrusa y que viera que nosotras nos compenetrábamos. Le hablé de cosas cotidianas que podían hacer que él lo sintiera, pequeños detalles que marcan la diferencia, “deja tu ropa en el cesto de la ropa sucia, que vea que conoces la casa y que te manejas con soltura, se lavará con la mía y Mario verá que no me sorprendo, la guardaré junto a mi ropa y se la daré cuando sepa que te va a ver, otras veces cuando vengas a casa yo misma te la daré. Normalidad, eso quiero en nuestras relaciones” le dije.

—Y eso mismo eso lo que quisiera para nosotras, Irene. Que Mario te vea en casa y no se sorprenda, que te muevas con soltura, que cuando duermas aquí conmigo no sea motivo de incomodidad el hecho de que él ocupe la habitación de invitados, verás como esa idea surge de él, Mario es así ya le irás conociendo. Ya ha sucedido por otras causas ¿por qué no va ocurrir porque esté mi chica en casa?

Irene había escuchado en silencio cada vez más emocionada.

—Es demasiado, déjame que lo asimile. Todavía no me he hecho a la idea de irme sola, había puesto tanta ilusión en este viaje juntas.

—Lo sé

Irene pareció rebelarse e inició una débil ofensiva.

—Es que, no te imaginas los planes que había hecho. No tendremos una ocasión como esta Carmen, ahora no dependes de nadie para tomar tus decisiones. Luego, quieras o no, tendrás que contar con Mario, deberemos encontrar unas fechas que combinen bien no solo entre nosotras sino con él.

Carmen intentaba ponerse en su lugar cuando Irene volvió a insistir.

—Por otra parte este viaje afianzaría nuestra relación. Nos hace falta estabilidad. La verdad es que hemos estado demasiado tiempo separadas, ha habido muchas interrupciones que nos ha impedido…

La presión de Irene empezaba a ser excesiva. Carmen esperaba más comprensión por su parte.

—Lo sé, lo sé y te aseguro que nada me gustará más que vivir contigo. Estar juntas todo el día en algún lugar donde nadie nos conozca, sin tener que separarnos al llegar una hora. No te imaginas cuantas veces lo he soñado. Pero este no es el momento cariño, ahora tengo que recuperar a Mario, explicarle quien soy, como soy y hacer que me acepte. Y si todo sale bien, entonces tú y yo podremos vivir tal y como queremos.

—Ojalá tengas razón— zanja sin violencia, sin cargar con demasiada tristeza el momento para no presionar.

—No puedo demorarlo. Necesito todavía un día más, quizás dos para terminar de trabajar un par de escenarios que no tengo claros y que son cruciales para poder afrontar el encuentro. Luego le llamaré y…

—¿Crees que querrá verte?

—Si, estoy segura. La última vez que hablamos me dejó claro que es el momento de dar el paso.

—Si tienes esa corazonada, adelante, hazlo. Ya encontraremos nuestro momento.

—No soy de corazonadas ni de… pálpitos. Ya sabes como soy, tengo una mentalidad científica, me atengo a los hechos, a los datos. Y lo que ahora tengo son indicios que me llevan a pensar que Mario ha cambiado en la misma dirección que yo. Todas las conversaciones que mantuvimos desde que me fui tuvieron un patrón muy definido, sin embargo esta última fue muy diferente, rompió el esquema y pudimos hablar en otro tono que enlazaba con lo que fuimos antes y que al mismo tiempo se abría a algo nuevo.

Hizo una pausa. Recordó como se había sentido cómoda por primera vez desde la separación. Era como si volvieran a ser esa pareja que echaba de menos y que compartían momentos de intimidad. Había desaparecido el rencor, la desconfianza y volvía a estar presente la cercanía incluso un atisbo de ternura.

Además la presencia de terceras personas no enturbió el buen clima. La sintonía se mantuvo, incluso hubo algo cercano a la complicidad que llegó a expresarse veladamente. «Anda, no hagamos esperar» recordó. El fino humor regresaba.

—Sé que un solo dato no conforma una muestra, por eso debo ser prudente y no dejarme llevar de lo que deseo. Además me quedan temas por preparar. Hay escenas que no he terminado de tratar y con las que debo acabar antes de reunirme con Mario, si no…

Si. El rencor que la mantuvo distante todo el sábado al llegar a casa, la violencia con la que le trató y que condicionó su forma de enfocar la conversación que mantuvieron y provocó su marcha. Todo eso está por resolver y debe tratarlo si no quiere abordar mal el reencuentro.

—Lo entiendo, entonces está todo dicho, será mejor que te quedes.

…..

Pasan los minutos, ambas con los ojos cerrados dejándose acariciar por el sol de la mañana, disfrutando del silencio roto tan solo por algún murmullo en el jardín, algún pájaro que se posa en el tejado y se marcha precipitadamente. Y los dedos entrelazados.

Al acabar el desayuno se trasladaron a las tumbonas y siguieron charlando. La tensión desapareció cuando dejaron atrás el asunto de Tarifa, ahora surgían de nuevo planes de futuro, ilusiones compartidas que las emocionaba y se transmitía a través de aquellas manos entrelazadas.

Irene fue la primera que se deshizo de la camiseta. El sol comenzaba a calentar y se estiró como una gata. Carmen entró en busca de una crema solar. Cuando volvió la encontró totalmente desnuda y no pudo reprimir un brote de excitación que debió ser muy evidente pues Irene sonrió complacida.

No dudó. Se sentó en la tumbona y se desnudó rápidamente. La leve brisa en su piel le hizo sentir bien. Se tumbó mientras Irene se aplicaba el protector solar y cerró los ojos. Al cabo de un tiempo que no supo calcular se estremeció al sentir un frio chorro sobre su vientre. Abrió los ojos y vio a Irene de rodillas a su lado que comenzó a extenderle el protector. Por un breve instante le preocupó la terraza de enfrente pero cuando Irene descendió sobre su rostro y la besó se olvidó de todo.

El silencio, el tibio calor del sol, la brisa, los dedos de Irene entrelazados con los suyos.  Esto es la paz, pensaba Carmen.

—Eres una bollera —susurra Irene con media sonrisa en la boca.

Carmen se sorprende. Gira el cuello hacia Irene y la ve impávida, con los ojos cerrados dejándose inundar por el sol, intentando ocultar la sonrisa traviesa que brota en su rostro.

—¿Por qué vuelves a eso? —protesta casi infantilmente.

Irene abre los ojos, solo un resquicio que evita la luz del sol y la mira de reojo. «¡Qué hermosa es!» piensa Carmen.

—Te lo dije anoche. Te vi como mirabas a esa morena que entró en el restaurante.

Carmen lo recuerda. Fue algo fugaz. Mientras encargaban al maitre una pareja entró y se sentó a su izquierda. Ella captó su atención, quizás fue un segundo, quizás menos pero Irene se dio cuenta porque cuando entró en su campo de visión les echó un rápido vistazo. No comentó nada. Le gustó de la misma manera que hasta ahora solo le habían gustado los hombres, es cierto. Si no se lo hubiera recordado quizás no lo habría vuelto a pensar. Luego durante la cena sintió varias veces la irrefrenable necesidad de volver a mirarla, algo absurdo, obsesivo que le enturbió la cena y la obligó a desviar su mirada hacia la preciosa mujer que se sentaba frente a ella cada cierto tiempo, solo un breve instante, lo suficiente para hacerla sentir incómoda.

¿Qué tenía de especial? No sabría decirlo, quizás sus ojos verdes, puede que la forma de sus hombros, las clavículas marcadas en la piel morena, los pechos algo más grandes que los suyos, puede que la forma de sus muslos que quedaron al descubierto cuando al sentarse se deslizó la tela del vestido. No sabría decir pero lo cierto es que se sentía hipnotizada por aquella mujer.

Rogó a los dioses de olimpo que Irene no se diera cuenta y que por supuesto aquella belleza no cruzase sus ojos con los suyos.

Pero sucedió, tan solo una vez sucedió y se sitió tan turbada que no volvió a mirar hacia aquella mesa en lo que restó de velada.

—Tan evidente fue? ¡Dios?

—Pues si, no dejaste de mirarla en toda la cena y ¿sabes una cosa? Ya tienes mirada de lesbiana.

—¡Qué dices!

—No te preocupes. Si eres discreta solo será evidente para las mujeres que entienden tu mirada, esas que miramos como lo hiciste anoche.

—Nunca antes había mirado así a nadie, quiero decir…

—A ningún hombre, te he entendido. Claro, porque si lo hubieras hecho te habrían tomado por… ¿una cualquiera, no? Una chica que anda buscando… ya sabes.

Carmen sonrió.

—Eso forma parte de la educación que nos dan desde niñas. Ellos pueden ir de caza pero nosotras no. Ellos pueden mirar de forma directa a las mujeres, nosotras no.

—¿Sabes? Me está empezando a preocupar volver al gimnasio.

—¿Por qué? Por encontrarte en las duchas entre mujeres desnudas y que se te vayan los ojos? Menos mal que no tenemos polla y no se nos nota.

Ambas rieron con ganas.

En ese momento Carmen escuchó voces en la terraza del edificio de enfrente, la terraza comunal que utilizan como tendedero. Irene vio la expresión de preocupación en su rostro.

—Ahora sería el peor momento para levantarnos ¿verdad?

Carmen sonrió.

—Alguna vez nos han pillado distraídos a Mario y a mi tomando el sol y nos hemos levantado sin controlar si había alguien.

—¿Y?

—Pues nada, tampoco pasa nada.

—Y si nos levantásemos ahora y llevásemos la bandeja del desayuno dentro, qué pasaría? —preguntó con expresión retadora.

—Que nos verían desnudas —respondió intentando parecer más segura de si misma de lo que en realidad estaba.

Irene se sentó en la tumbona y la miró retadora. Carmen se sentó tranquilamente. Sabía que desde esa posición solo las podían ver hasta los hombros, no había problema. Irene que había querido provocarla se sorprendió ante su reacción.

—No nos ven, lo tengo todo calculado. —le dijo triunfante.

Las vecinas terminaron de tender y como de costumbre, se apoyaron en la balaustrada de piedra y se quedaron mirando al jardín, aunque Carmen sabía que en realidad miraban mucho más.

—Seguro que se están preguntando quien soy, porque a ti ya te tienen fichada, ¿a que si?

—Por supuesto.

—Y si ahora yo me acerco y te doy un beso en la boca…

Irene se había aproximado hasta quedar cara a cara.

—No sabremos si nos han visto porque yo no pienso mirar.

Irene sonrió y se retiró.

—No te voy a poner en ese aprieto.

Con movimiento ágil e inesperado se puso la camiseta se levantó y se acercó hasta la mesa del desayuno. Irene le daba la espalda a las mujeres que observaban el jardín. Carmen la miró y pudo observar su sonrisa cargada de erotismo antes de que cogiera la bandeja.

—Pero en este otro sí.

Se irguió y se dirigió hacia el interior. Carmen tuvo aún tiempo de mirar hacia el frente un segundo. Si, las vecinas habían detectado movimiento y miraba cómo Irene y su culo desnudo se perdía en el interior del salón.

—¿Vienes o te vas a quedar ahí hasta que esas señoras decidan que te puedes mover de la terraza? —escuchó a través de la cristalera lateral. Irene la miraba burlona

Carmen sintió su corazón desbocado. Durante unos segundos vaciló, entonces se puso la camiseta, recogió las dos bragas, se levantó y caminó hacia la entrada procurando no darse toda la prisa que hubiera querido.

—¡Dios, Dios! —Murmuró antes de alcanzar a Irene que ya bajaba las escaleras.

—¡Estás loca!

Cuando entró en la cocina, Irene la esperaba. Iba a hablar pero no pudo, fue arrastrada contra la pared al tiempo que le quitaba la camiseta y su boca quedaba sellada por un beso salvaje. Tuvo que separar las piernas para dejar paso a la mano que buscaba alojarse en su sexo con una furia casi dolorosa.

…..

—Todavía estaré en casa un par de horas.

Carmen asiente con la cabeza. Es una clara invitación, una ultima oportunidad.

Irene coloca sus cosas en la moto que ha dormido entre las plazas de garaje de Mario y Carmen.  Le gusta ver como se prepara, tan concienzuda como Doménico. Ese toque andrógino que la subyuga se acrecienta cuando está lista para montar en moto.

Cuando ya esta todo en orden deja el casco sobre el asiento y se acerca.

—Bueno, llegó el momento, ya sabes…

—Si.

Irene la toma de un brazo, vacila, el garaje parece un lugar seguro aún así…

Es Carmen quien toma la iniciativa, se arroja a sus brazos y la besa. Irene rodea su cintura y la estrecha. Un beso largo, interminable.

Al fondo se escucha el chirrido metálico de una puerta y el eco del portazo. Carmen parece no haber oído nada y es Irene la que rompe el momento.

—Vale, vale ya.

—No te preocupes, es al otro lado.

La atrae a su boca y se funde con ella de nuevo.

—¡Carmen! —Irene gime, suplica en silencio.

—¡Te quiero!

Se separan sin soltar las manos. Cuando al fin lo hacen Irene toma el casco y se lo pone casi de espaldas. El potente motor ruge en el garaje. Se monta. Carmen le hace un gesto instándole a que la llame. Pulsa el mando y comienza a abrirse el portón. Cuando la moto alcanza la salida se detiene. Irene se vuelve y levanta el brazo.

Carmen siente un desgarro en el pecho pero ha decidido no llorar.

…..

—¿Graciela? Si, soy yo ¿cómo estás?

—Tenemos que hablar.

Mas de Mario

Diario de un Consentidor 126 Tensión

Diario de un Consentidor 125 Vértigo

Diario de un Consentidor 124 El Despertar

Diario de un Consentidor 123 - Ave Fénix

Diario de un Consentidor 122 Testimonio II

Diario de un Consentidor 121 Testimonio

Diario de un Consentidor 120 Una nueva alianza

Diario de un Consentidor 119 Ambigüedades

Diario de un Consentidor 118 Terapia de Puta

Diario de un Consentidor 117 Walk on the Wild Side

Diario de un Consentidor 116 Fluídos

Diario de un Consentidor 115 Ahí lo tienes

Diario de un Consentidor 114 Sombras de madrugada

Diario de un Consentidor 113 - Lluvia

Diario de un Consentidor 112 Mujeres

Diario de un Consentidor 111 Las lagunas

Diario de un Consentidor 110 Viernes de pasiones 3

Diario de un Consentidor 109 Viernes de pasiones 2

Diario de un Consentidor 108 Viernes de Pasiones 1

Diario de un Consentidor 107 - Sexo, mentiras y...

Diario de un Consentidor 106 - Es mi momento

Diario de un Consentidor 105 - Sanación

Diario de un Consentidor 104 La impúdica verdad

Diario de un Consentidor 103 - Salté de la cornisa

Diario de un Consentidor 102 - Carmen fuma

Diario de un Consentidor 101 El regreso (2)

Diario de un Consentidor - 99 Juntando las piezas

Diario de un Consentidor 98 - Tiempo de cambios

Diario de un Consentidor 97 - Virando a Ítaca

Diario de un Consentidor 96 Vidas paralelas

Diario de un Consentidor 95 El largo y tortuoso...

Diario de un Consentidor 94 - Agité la botella

Diario de un Consentidor 93 Un punto de inflexión

Diario de un Consentidor 92 - Cicatrices

Diario de un Consentidor 91 - La búsqueda

Diario de un Consentidor 90 - La profecía cumplida

Diario de un Consentidor 89 - Confesión

Diario de un Consentidor 88 - El principio del fin

Diario de un Consentidor 87 Lejos, cada vez más...

Diario de un Consentidor 86 - Desesperadamente

Diario de un Consentidor 85 - Mea culpa

Diario de un Consentidor - 84 Ruleta rusa

Diario de un Consentidor - 83 Entre mujeres

Diario de un Consentidor -82 Caída Libre

Diario de un Consentidor - 81 Cristales rotos

Diario de un Consentidor 80 - Sobre el Dolor

Diario de un Consentidor 79 Decepciones, ilusiones

Diario de un Consentidor 78 Despertar en otra cama

Diario de un Consentidor (77) - Descubierta

Diario de un Consentidor (76) - Carmentxu

Diario de un Consentidor 75 - Fundido en negro

Diario de un Consentidor (74) - Ausencia

Diario de un consentidor (73) Una mala in-decisión

Diario de un Consentidor (72) - Cosas que nunca...

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Diario de un Consentidor (70)

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