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Diario de un Consentidor 104 La impúdica verdad

en Intercambios

Capítulo 104

La impúdica verdad

He intentado subvertir su plan pero es implacable. Tiene un orden establecido y debemos mantenerlo, dice. No entiende mi interés en remontarme hacia atrás y tampoco puedo presionar demasiado. Debo encontrar el momento para mi confesión.

Encauza la sesión. Hace un quiebro que no esperaba. Claro, es muy hábil; cada vez la respeto más como profesional. Me cede la palabra, me deja al borde de otro abismo.

Cómo me enteré de que estaba en casa de Doménico.

Se está soltando la mampostería de la chimenea.

Hay tanto que arreglar en esta casa…

Que cómo me enteré.

No sé si necesito volver a pasar por esto.

—¿Cómo lo supiste?

Me ha concedido tiempo. Puede que haya seguido la deriva de mis ojos, que se haya fijado en cómo he acariciado la piel gastada del sillón, cómo he mirado al techo con ojos de Serrat. Si, la verdad es que al techo le hace falta una mano de pintura. Y en cuanto al sillón, no lo pienso tirar, lleva tanto tiempo conmigo que es más que un viejo mueble, tiene mucha historia.

Que cómo me enteré.

Me ha dado una tregua para asimilar la pregunta, para que me sitúe en el  tiempo al que me ha arrastrado sin previo aviso. Sé que es la forma en la que hacemos las cosas en nuestra profesión, lo que no sabía es lo duro que resulta.

—Habías estado en casa, lo noté nada más entrar —Se me escapó un gesto de tristeza que hubiera querido evitar—. Un sexto sentido si quieres, el caso es que sentí que estabas o habías estado. Luego ya fueron pequeños detalles —sonreí con nostalgia por aquel Mario ilusionado que recorría la casa—. El rímel que faltaba en el cuarto de baño, la sombra de ojos…

Hablo rellenando las pausas que mis pensamientos dejan en un discurso hecho jirones. Las imágenes que copan mi mente son tan densas…

—Abrí tus armarios y vi que faltaba ropa, sujetadores, conjuntos.

—¿Conjuntos?

—Conjuntos de lencería, si. Fue lo primero que miré, ya ves —respondí casi excusándome—. Luego  ya… busqué en tu ropa. Comencé a ilusionarme, no faltaba tanta. Empecé a calcular cuánto tiempo pensabas estar fuera; subí arriba a ver en qué maleta te habías llevado todo.

—La trolley pequeña.

—Eso es. Pensé que no tenías intención de estar mucho tiempo fuera. La cabeza me bullía. Eso fue a mediodía, no había aguantado más tiempo en el despacho, estaba hecho polvo, debía de tener un aspecto horrible porque no dejaban de observarme, así que volví a casa. Total que me di una ducha y cuando llevé la ropa al cesto me sorprendió encontrar tus bragas y tu sujetador. No solo eso, había más, incluso lo que llevabas puesto el domingo. Entendí que te habías traído toda tu ropa usada. ¿Qué sentido podía tener aquello salvo que estuvieras pensando en volver?

La miré, tenía una expresión de lástima que me conmovió.

—No estaba seguro dónde podrías estar y llamé a Alicia, luego me acordé que hablaste de Gloria y decidí ir directamente. No sé por qué no te llamé, hubiera sido lo lógico pero en aquel momento estaba tan nervioso que no razoné. Cuando llegué al chalet Daniel estaba llegando, se acercó y me preguntó si nos habíamos dejado algo. No sabía de qué hablaba y me lo aclaró: “Cuando vinisteis a recoger sus cosas”.

Hice una pequeña pausa. La expresión de Carmen era de autentico bochorno.

—Daniel se dio cuenta del equívoco. Para entonces Gloria corría a nuestro encuentro pero a mi ya todo me daba igual.

No tenía sentido seguir dando detalles. Carmen estaba noqueada, necesitaba recuperarse de lo que acaba de saber y yo le iba a dar todo el tiempo que necesitase. Me levanté con intención de dejarla sola.

—¿Dónde vas?

Me detuve en la puerta. No iba a ninguna parte. ¿Qué importaba dónde fuera?

—Ven, sigamos —Seguía afectada pero la psicóloga se sobrepuso a la paciente.

—¿No prefieres…?

Negó con determinación. Volví a tomar asiento.

—¿Qué experimentaste al saber que me había ido? —De nuevo tomaba el mando.

—Traición —respondí sin dudarlo—. Fue lo primero que me pasó por la cabeza. Traición.

No movió un músculo del rostro. Si quería continuar con aquello sería absolutamente sincero. Tras unos segundos me instó a continuar.

—¿Qué más?

—Pensé que el mundo se derrumbaba a mi alrededor. Suena algo cursi quizá —negó con un gesto rápido—, pero es lo que sentí en aquel momento. Sabía con certeza que te habías ido con él, estaba convencido pero tenía que comprobarlo.

Nos quedamos callados sin dejar de mirarnos. Yo recordaba mis sentimientos de aquel momento.

—Ira, una ira ciega. Si le hubiese tenido delante le hubiese pegado. Estaba ciego de odio.

Volví a experimentarlo, lo sentía como si fuera ahora mismo. ¿Hubiera sido capaz? Tenía que decirlo, era necesario para avanzar.

—Creo que hubiese sido capaz de matar —murmuré obligándome a no escapar de sus ojos.

Carmen desvió su mirada hacia mi mano derecha que reposaba sobre el muslo. El puño se había ido cerrando. Estaba temblando. Comencé a respirar profundamente.

—Cinco minutos —dijo y se levantó saliendo precipitadamente con el tabaco en la mano.

Salí por la puerta delantera, abrí la cancela y caminé por los alrededores.

¿Qué pensará de mí? He protagonizado tantas escenas de violencia delante de ella que quizá esta confesión le haga dudar de la persona en la que me he convertido.

¿Cuál es su diagnóstico? ¿Creerá posible que en alguna futura crisis pueda llegar a ponerle la mano encima?

Si lo que acabo de decir ha llegado a crearle esa duda es posible que haya abierto una fractura que no existía.

—¿Volvemos?

He escuchado sus pasos sobre la grava, sin embargo no me he sentido capaz de volverme. Llevo un buen rato apoyado en el exterior de la cancela sin decidirme a entrar.

—¿Qué te pasa?

Su voz es tan dulce. ¿Puede esta mujer llegar a tener miedo de mi?

—No sé Carmen, ¿Cómo he llegado a acumular tanta violencia? Yo no soy así, jamás he actuado de esa manera. No me reconozco en esa persona pero no sé…

Abrió la cancela, salió y se apoyó a mi lado.

—¿Qué es lo que no sabes?

Enmudecí, era como si temiese que al pronunciar las ideas que rondaban por mi cabeza se fueran a hacer reales. Nunca he sido supersticioso ¿qué me sucedía?

—¿Piensas que algo de esa violencia que has sufrido ha echado raíces en ti, es eso? Porque si es eso lo que te está mortificando voy a tener que recordarte quién eres, quién me enseñó a ser algo más que una simple licenciada en Psicología, quién me ayudó a preparar el doctorado. Tú eres la primera persona a la que acudo cuando no encuentro salida a algún caso; lo hablamos, lo ponemos en común y siempre, siempre acabamos por encontrar una respuesta ¿no es cierto?

Asentí. Estaba perdiendo el control, dejando que la irracionalidad me dominara. Por fin pude volver el rostro y mirarla.

—No quiero hacerte daño.

—Ni yo a ti. Por eso estamos haciendo esto. Es la parte difícil y no hemos hecho más que empezar; pero de aquí vamos a salir limpios, te lo prometo.

Le tuve que hacer daño, la abracé con tanta fuerza que sin duda le tuvo que doler. Sin embargo se echó a reír, rió sin control escondiendo la emoción tras aquella risa desbocada.

Entramos en casa cogidos de la mano, dispuestos a volver al duro trabajo.

—Sigamos

—Tenía que asegurarme que estabas con él, me había obsesionado. Dejé el coche en el parking de la glorieta de Bilbao y fui caminando hasta su casa. Me metí en un bar que hay cerca, un poco más abajo y ahí pasé la tarde hasta que apareció. Eran casi las diez.

“Cuando mi reloj marcó las diez de la noche, reconocí a Doménico a través del cristal que me separaba de la calle. No caminaba deprisa pero su paso fue fugaz y me produjo un sobresalto por lo inesperado. Le vi alejarse hacia su casa y por un momento sentí el deseo de correr hacia él y cogerle por el cuello ¿qué le estás haciendo a mi mujer, desgraciado?

 

Poco antes de llegar al portal se detuvo, hurgó en el bolsillo del chaquetón, sacó el móvil y comenzó a hablar caminando alrededor del portal.

 

Sonreía y pensé: habla con Carmen. Podía ser con cualquiera pero… no, estaba convencido, hablaba con ella, con mi mujer.

 

Diez minutos después, tras diez minutos de sonrisas, de pausas, de palabras que no escuché pero que intuí, de gestos sugerentes que se lanzan a un interlocutor que no los puede ver pero que enfatizan la voz y que estoy seguro de que le llegan a través del móvil, no tuve la menor duda de que hablaba con Carmen y me convencí de que la esperaba.

 

Luego, aún con la sonrisa en la boca, sacó las llaves, abrió el portal y desapareció dentro y con él mi seguridad.

 

¡Qué absurdo! Carmen no estaba con él. Si, puede que estuvieran hablando pero eso no probaba nada, lo cierto es que él llegaba solo y ella no había aparecido por allí en toda la tarde.

 

Las once y cuarto. El camarero secaba unos vasos sin dejar de mirarme, supongo que mi estado de nerviosismo era evidente. Pagué las consumiciones y atravesé la puerta del bar.

 

No pude avanzar más. ¿Y si cuando me hubiera ido Carmen aparecía y yo no estaba allí para verla? Fingí recibir una llamada y volví a entrar, ocupé el mismo asiento y le hice un gesto al camarero para que me sirviese lo mismo mientras hablaba con un teléfono apagado.

 

—Si vale, te espero aquí —improvisé, luego miré al camarero —¿A qué hora cierra?

 

Miró el reloj que había sobre la caja registradora adornado con el escudo del Atleti; marcaba las once y media, frunció la boca.

 

—Doce, doce y media…

 

Yo le repetí la hora a mi interlocutor imaginario, quedé con él allí y me perdí en mis pensamientos frente al segundo ron barato con Coca Cola.

 

Llevaba… ¿cuánto, media hora? Algo más, sumido en una interminable secuencia de escenas en las que recreaba lo que pude haber hecho y no hice, lo que debí detener y no detuve, lo que dije y no debí decir, lo que callé, lo que hablé de más.

 

Luego pensé en lo que estaba haciendo en aquel bar.

 

No me reconocía a mi mismo, espiando a mi mujer. Muerto de celos por una sospecha fundada solo en un comentario absurdo de alguien a quien apenas conozco. ¿Que había ido acompañada a recoger sus cosas, bien y qué?

 

Pensé en lo que llevaba haciendo desde que me fui de casa de Gloria; había perdido la razón, me estaba comportando como uno de tantos maridos acosadores que, a poco que se les dejase seguir con el curso de sus desvaríos podían acabar cometiendo una locura irreparable ¿Ese era yo?

 

Me sentí avergonzado. Me estaba afectando tanto lo que nos estaba sucediendo que había perdido mi dignidad y mis principios.

 

Pagué la cuenta y salí de allí decidido a reconducir mi vida durante el tiempo que durase nuestra separación.

 

Entonces la vi y me quedé paralizado, se me secó la boca, un nudo atenazó mi garganta y se me paró el corazón durante uno o dos latidos.

 

Carmen atravesaba la calle a la altura del portal de Doménico, igual que el viernes cuando la cruzamos juntos. La vi detenerse, abrió el bolso y rebuscó en él, sacó un llavero metálico que brilló bajo la farola, metió una llave pero se equivocó, no era esa, no. ¡Dios, todavía no conoce bien las llaves que ya tiene en su poder! A la tercera acertó, empujó con dificultad la pesada puerta y se perdió dentro.”

—Cuando te vi sacar ese llavero y abrir el portal sentí que aquello no era algo pasajero. ¿De dónde podías venir a esas horas? Había visto llegar a Doménico mucho antes y me quedé, no sé por qué. Podía haber pensado que ya estabas allí pero necesitaba tener la constancia.

Bajó la cabeza. Esperé una respuesta que no llegó, no me iba a decir qué había estado haciendo aquella noche hasta tan tarde. Parecía que la sinceridad tenía algunos límites.

—No sé cómo sucedió. La verdad es que la opción de quedarme en casa de Gloria después de la noche que había pasado no entraba en mis planes pero tampoco había pensado nada concreto. Todo sucedió tan deprisa. La llamada de Doménico… La primera no la pensé atender, había sido una perdida durante el trayecto en metro; luego, cuando insistió pensé que si no la cogía quizá te llamase a ti y temí una situación muy violenta, se enteraría de todo de una forma… No sé, estaba tan aturdida que no sabía bien como reaccionar.

La escucho. Pongo imágenes al relato que desgrana mi esposa. Veo a Carmen desecha, aturdida, rota tras abandonar nuestro hogar. La llamada de Doménico es un salvavidas, aún está encendida por todo lo sucedido el fin de semana. Desvalida tras nuestra ruptura necesita un hombro en el que refugiarse, conoce el riesgo pero está tan magullada, tan débil.

Entiendo el fracaso de sus defensas, no necesito muchas explicaciones para comprender que tras el primer abrazo se encendieran los rescoldos y los pasos marcaran el rumbo. Estaba escrito, no todo había terminado la madrugada del sábado. El error quizá fue huir de la soledad refugiándose en el hombre que le procuraba el calor y el cariño que yo no le daba en ese momento. El error fue no calibrar el tiempo, el futuro, no pensar en las consecuencias.

El dolor ciega.

—Fue como si no se hubiese interrumpido nada, no sé si me entiendes, como si no hubiese pasado el tiempo desde el sábado por la mañana, como si no hubiese salido de allí.

—¿Volvisteis a tomar…

—¡No, nada de eso!

No hizo falta, pensé. Esa sensación de ruptura que sintió al marcharnos bruscamente como me acababa de echar en cara se resolvió al regresar con la persona y al lugar donde había consumado su transformación.

—Estaba tan dolida, tan herida, supongo que me refugié en Doménico sin pensar en las consecuencias; necesitaba alguien que me abrazase, que me escuchase y él llegó en el momento oportuno.

—¿Le contaste lo que había pasado?

—Si claro. ¿Qué hacía yo a esas horas fuera del gabinete? Fue una descarga poder contar todo lo que había sucedido entre nosotros.

La emoción al recordarlo vuelve a aparecer en sus ojos. Tras unos segundos retoma el relato.

—No te criticó, en ningún momento intentó aprovecharse de la situación.

No supe qué decir, cada vez tenía menos claro el papel de Doménico en nuestra crisis.

—Fue entonces cuando me propuso que me mudara a su casa. En un principio lo rechacé pero luego las ventajas eran evidentes. Estaba cerca del gabinete y él lo planteaba desde la visión del amigo. Yo pretendía estar solo unos días, todavía pensaba que lo nuestro se solucionaría en muy poco tiempo. Doménico me ofrecía darme mi espacio. Acepté sin caer en la cuenta de mi fragilidad.

—Pero, habíais estado… Carmen, ¿estabais en la cama, no?

Se quedó callada, mirándome a los ojos. Debió pensar que me debía una explicación.

—Si Mario. La llegada a su casa fue…

Respiró profundamente.

—Cuando me llamó quedamos en el café donde nos conocimos con la idea de tomar algo y hablar. Eso era todo en principio. Pero cuando lo vi esperándome en la puerta, cuando nos vimos, todo cambió. Todo el dolor, todo el desamparo que sentía me hizo echarme a sus brazos. Nos besamos sin medida, sin caer en la cuenta de donde estábamos. ¡Podía haberme visto cualquiera!  «Vamos» dijo y yo ya sabía donde nos dirigíamos, abrazados, sin poder separarnos, necesitaba sentirle pegado a mi, como si fuera el refugio en el que me sentía segura.

Se detuvo y me observó un instante.

—¿Te duele?

Negué con rapidez.

—Sigue.

—En el ascensor no dejó de besarme ni un solo instante y yo… yo lo necesitaba Mario, me sentía tan herida que necesitaba eso. Luego cuando entramos ya estaba entregada.

Está excitada, lo noto. Su mirada se pierde en el sillón donde estoy sentado, escucho su respiración. De repente me mira, se ha dado cuenta de que la observo.

—No sé si…

—Es la terapia, debes continuar.

Miento, es mi deseo el que la urge a que continúe, soy yo el que necesita escuchar lo que sucedió.

—No esperamos. Me desnudó allí mismo, contra la pared. Se arrodilló ante mi  y me quitó las… la única prenda que me quedaba y se quedó así con el rostro pegado a mi, respirando, besándome, sin moverse. Y yo, sin saber qué decir, inmóvil, dejándome hacer a su antojo.

Se lleva las manos a la cara, ocultándose. Puede que se arrepienta de ese arrebato de impúdica sinceridad que acaba de tener. Luego las desliza hasta solo tapar su boca; me mira pero no me ve.

—Se incorporó y entonces se detuvo a observarme como quien contempla una estatua o… una obra de arte. Así me sentía yo. Y le dejé hacerlo como si no tuviera voluntad, como si fuera su juguete.

Otra vez esos segundos perdidos recreándose en el recuerdo, quien sabe.

Aleja los pensamientos que se le vienen a la cabeza, deben ser tan perturbadores que prefiere apartarlos con un gesto repetido de su cabeza que los rechaza. Me imagino a los dos en la cama, esa cama que conozco bien, follando. Si, los he visto, sé cómo se comportan cuando se dejan llevar por la pasión, por el sexo descontrolado, lo sé.

—Debía ser mediodía cuando se extrañó de que no estuviera trabajando, intenté poner una excusa pero se dio cuenta. Fue cuando le conté todo. Entonces me lo propuso. Se comportó más como un amigo que…

Como su amante, pensé.

—Acepté. Me costó decidirme pero acepté, total iba ser cosa de pocos días, esa era mi idea. Estaría cerca del gabinete, podría pensar, poner mis ideas en orden. Salí a recoger el coche, tiene varias plazas de garaje en el edificio; luego fuimos a comer. Necesitaba comprar algunas cosas de aseo personal y se empeñó en acompañarme. Me resultó violento ir al Corte Inglés con él, por si nos veía alguien pero es tan obstinado que no me pude negar. Quise ir sola a casa de Gloria a recoger mis cosas pero nuevamente insistió.

—Y no pudiste negarte.

—No.

Me abruma cómo se somete al italiano.

—Luego regresamos, y se comportó de una manera tan dulce. Vació uno de sus armarios, yo tenía la intención de ocupar una de las habitaciones pero se empeñó.

En su alcoba, en su cama, no se negó.

—Al día siguiente volví al gabinete. Me sentía extraña, apenas me podía concentrar. Fue una jornada difícil.

—Si.

Difícil. Un silencio tenso que apenas duró unos segundos le recordó como había comenzado esta sesión. No pretendía incomodarla pero no encontraba argumentos para romper ese vacío que se acababa de abrir entre nosotros.

—¿Quieres algo, agua, una tónica? —pregunté comenzando a levantarme.

—Agua si, gracias.

No me sentía como un terapeuta analizando un caso clínico, pensé mientras preparaba una bandeja con dos vasos y llenaba una jarra. Si ella había podido hacerlo sola tenía que ser capaz de desdoblarme y ayudarla a recuperar esa posición o, al menos ser yo ahora el terapeuta mientras ella adoptaba el rol de paciente y se abría a mi.

—Veamos, ¿Qué pasó después cuando saliste del gabinete?

Cambié de actitud, incluso mi postura frente a Carmen fue otra. Ahora yo era el terapeuta y lo notó enseguida.

—Volví a casa, a casa de Doménico —corrigió al darse cuenta del matiz—. Esa noche teníamos la fiesta, ya sabes. No podía imaginarme… En fin, me arreglé para estar lista cuando él llegase.

Se detuvo. Vi en su rostro algo; un signo de culpabilidad si, eso fue. Como aquella tarde en el Vips cuando comencé a interrogarla y me desviaba la mirada. Tuve que contener un conato de irritación, no podía dejar que aquello se me fuera de las manos, esta vez no. Respiré hondo intentando que no se diera cuenta.

Terapeuta, soy el terapeuta y ella es, ella es tan solo una paciente. Una paciente.

—Cuando salí del gabinete fui a la peluquería —confesó de un tirón—, había pedido hora por la mañana. Depilación, maquillaje… Fue ese día cuando me depilé completamente.

¿Por qué hace esa pausa? Lo he entendido. Aquel breve bosquecillo que tanto me gustaba aprisionar con los labios cada vez que llegaba a su sexo y cuya ausencia me ahogó la garganta  casi tanto como sus pechos atravesados por las barras fue un regalo para Doménico pensado esa tarde antes de la fiesta.

—Me depilé el pubis —prosiguió.

—Lo he entendido.

Se turbó ante mi respuesta.

—De allí fui hacia Princesa, quería comprarme algo para esa noche, al final me compré un vestido…

—Lo vi. Esa noche; ya te conté.

No pude seguir mirándola. A mi memoria acudieron las palabras que le escupí a  la cara aquella tarde en el Vips.

«Anoche te vi llegar con tus amigos, el moro, el negro… estabas muy guapa con ese vestido nuevo tan cortito, se notaba que ibas bastante bebida, apenas podías meter la llave  en la cerradura. ¡Cómo os reíais!  se te veía muy cariñosa con ellos —Carmen me miró horrorizada —. Te ha faltado tiempo para cumplir tu fantasía —bajó los ojos, comenzó a negar con la cabeza—¿crees que te queda tiempo para pensar en lo nuestro entre polvo y polvo?»

No es momento para sentir culpa, pensé. Ni rencor ni culpa. Tenía que recuperarme, continuar en mi papel de terapeuta, no desfallecer tampoco ahora que los recuerdos me hacían sentir un miserable.

—Volví a su casa, me terminé de arreglar y me vestí —continuó imperturbable—. Luego, cuando llegó nos fuimos al club.

Se debate enfrentada a los pensamientos que la llevan a aquel día. Espero, dejo que ordene las ideas o quizá que filtre, seleccione; puede que censure lo que quiere y no quiere decir.

Al fin vuelve esos negros ojos que me atrapan y me mira. Hay una profundidad en ellos que me asusta.

—Yo no esperaba que todo transcurriera así, como pasó. Tenía pensado hablar contigo al día siguiente, se lo dije a Doménico. No sé como pudo…

—Sigue, continúa.

Calla. Está rememorando algo que se reserva. Quizá no es el momento y pasa por ello en silencio. Uno, dos minutos. Es mucho tiempo durante el que Carmen muestra en su semblante las emociones que vivió y que ahora pasan por su cabeza.

—Bailamos, se movió la coca pero le dejé claro que no quería volver a tomar drogas y allí nadie te forzaba a nada. Más tarde se acercó Mahmud y comencé a bailar con él. Es una persona extraña. Parecía halagarme sin embargo me sentía juzgada, vejada. Al poco tiempo de comenzar a bailar supe que me consideraba poco menos que una zorra. Otra vez, zorra. Empecé a sentirme incómoda; si estaba allí con la intención de olvidarme de todo Mahmud consiguió todo lo contrario. Me recordó lo que era, una mujer casada, infiel que estaba viviendo con su mejor amigo.

“¿Aceptas un baile conmigo? —Carmen tiene la respiración agitada, le mira, toda la noche ha estado observándola como un cazador, la intimida y no puede hacer nada que lo demuestre.

 

—Claro.

 

La toma en sus brazos; en las distancias cortas su baja estatura se acentúa más, ella le saca la cabeza pero eso no le resta carácter, se nota en su mirada, en su forma de dirigir el baile con mano firme en su cintura y en su espalda, los ojos clavados en los suyos como si quisiera ahondar en su mente. Carmen mantiene la mirada, sabe que si la retira habrá perdido esta batalla.

 

—Llevaba toda la noche deseando un momento de intimidad contigo —Carmen sonríe.

 

—¿Esto es intimidad, en medio de una multitud, bailando? —pero sabe a qué se refiere.

 

—Tú me entiendes.

 

—No estés tan seguro —Mahmud sonríe, durante unos segundos se hace el silencio, las miradas mantienen el duelo, él la sigue inspeccionando.

 

—Creo que Doménico no exagera ni un ápice.

 

—Lo dudo, siempre exagera cuando habla de mí.

 

—Dice que eres un diamante en bruto —Carmen se tensa, teme que haya hablado de más.

 

—¿Ves? exagera —ha perdido la sonrisa, intenta mantenerse cordial pero hay una cierta tensión en su rostro que Mahmud detecta.

 

—No, es cierto, eres una auténtica joya, se lo he dicho, lo que ocurre es que lo diamantes en bruto no son fáciles de tallar.

 

—¿Y quién ha dicho que yo me vaya a dejar tallar? —Mahmud sonríe.

 

—Tallar un diamante, darle la forma adecuada, quitarle las imperfecciones requiere a veces usar algo de violencia, no mucha, golpear en su justa medida. El camino a la perfección a veces está transitado por el dolor.

 

—Eso suena fatal —responde con fingida preocupación.

 

—Suena peor de lo que es en realidad. Placer y dolor a veces se confunden, se funden diría yo, los límites  son difusos ¿quién decide lo que es dolor y lo que es placer? Todo depende de la motivación, de lo que te mueve a aceptarlo, a pasar por el proceso.

 

—¡Vaya! Me das un poco de miedo —Mahmud echa la cabeza hacia atrás y sonríe, luego la mira repentinamente serio.

 

—Mientes —Carmen lo mira sorprendida.

 

—¿Me estás llamando mentirosa? ¡me insultas!

 

Intenta conducir el diálogo por la vía del desenfado porque Mahmud la cohíbe.

 

—Tendría que utilizar palabras mucho más gruesas para llegar a insultarte y aún así, créeme, sonarían… halagadoras.

 

—¡Mucho más gruesas! Me espanta pensar en qué piensas cuando me miras a los ojos.

 

Mahmud se queda en silencio mirándola a los ojos como ella ha dicho, pasan los segundos, Carmen sonríe.

 

—¿Qué, me estás insultando en off? – exclama divertida, Mahmud vuelve a sonreír.

 

—¿Lo quieres oír?

 

—¡Por favor! —le invita.

 

—Según tengo entendido, estás casada, ¿me equivoco? —Carmen entorna los ojos.

 

—Ya entiendo por donde vas, me decepcionas.

 

—¿Si? ¿Ya sabes por dónde voy, qué sabes?

 

—El tipo de palabras gruesas que crees que pueden llegar a hacerme sentir ofendida.

 

—¿Si, tú crees?, ¿cómo qué? —Mahmud parece divertido.

 

—¿Cómo… puta? —se arrepiente, no sabe por qué se ha atrevido a tanto, quizá para no sentirse tan cohibida ante él.

 

—No, te falta mucho para merecer esa palabra —ella se sorprende ante su argumento.

 

—¿Crees que hay que hacer méritos para ganarse ese título?

 

—Por supuesto, cualquiera no se lo gana —Mahmud sonríe ante la sorpresa de Carmen.

 

—¿Entonces, cuál es el… título que me adjudicarías a mi?

 

Mahmud la mira durante unos segundos, teatraliza su inspección.

 

—¿Estás casada, no es cierto? —Insiste.

 

—Si, soy una mujer casada, infiel que vive con su amante —contesta algo agresiva.

 

—Entonces… golfa, si, golfa; puta te queda grande, pero golfa… si, ese te va bien.

 

—Golfa —Carmen está excitada, siente ese temblor por todo su cuerpo que es presagio de otros placeres por llegar, más intensos —¿debo considerarlo un insulto o un elogio?

 

—Déjate llevar por lo que hayas sentido al escucharme.

 

—Entonces, te daré las gracias.

 

¿Por qué ha dicho eso? Ve a Mahmud sonreír y se arrepiente del giro que le acaba de dar a la conversación, ¿se está insinuando? No lo pretende pero es lo que parece.

 

—Justo lo que esperaba.

 

Se queda callada, pensativa, sigue en brazos de Mahmud, se deja llevar, ‘Golfa’ resuena en sus oídos ¿qué es lo que esperaba, que le gustase que la llamase golfa? Para ese musulmán no deja de ser una mujer que está siendo infiel a su marido; es por tanto, una golfa, claro que si, por eso se permite el descaro de decírselo a la cara y ella… ¡le da las gracias! ¿Pero qué coño está haciendo?

 

—¿Qué piensas?

 

—Me sorprende. Si hace unas horas alguien me hubiera dicho que uno de los amigos de Doménico me iba a estar llamando golfa…

 

—Y tú le ibas a estar dando las gracias…

 

Ambos se echaron a reír.

 

—Naturalidad Carmen, las cosas hay que aceptarlas con naturalidad.

 

—Puede que tengas razón.

 

—¿Te encuentras bien?

 

—Si, ¿por qué lo preguntas?

 

—Por un momento te he notado tensa, sin embargo ahora me da la impresión de que te has relajado.

 

—Es cierto.

 

—Quizá tenga que ver con el hecho de que al fin te hayas reconocido como una golfa —Carmen le miró a los ojos.

 

—Has sido tú, yo no.

 

—Lo sé, ¿Te sientes capaz de hacerlo?, creo que te vendría bien.

 

—¿Qué es esto, una especie de terapia?  —Mahmud la miraba con ojos risueños —no lo voy a hacer, no tiene sentido.

 

—Tú sabrás, tu eres la psicóloga.

 

Le miró con cara de asombro, él sonreía retándola; continuaban bailando, sin darse cuenta habían enlazado una canción más… o dos, había perdido la cuenta y estaba a punto de acabar la que sonaba en ese momento, quizá fuera la última que bailase con ese argelino que la hipnotizaba con sus ojos oscuros. ¿Qué la incitaba a aceptar el reto? ¿Por qué se sentía tentada a pronunciar esa frase que la dejaría sin muros de protección ante el moro?

 

—Si, creo que tienes razón, soy una golfa —sintió una descarga de adrenalina que inundó su torrente sanguíneo —¿es eso lo que querías escuchar?

 

—Si, lo eres, eres una golfa Carmen.

 

Vació de un golpe sus pulmones

 

—¿Crees que me conoces, verdad?

 

—Absolutamente, sé las cosas que te excitan —Carmen le mira intrigada.

 

—¿Y por qué puta no?

 

—Te falta… pulir defectos, como te dije eres un diamante en bruto. Hay que tallar ese diamante Carmen, pero según dices no pareces estar dispuesta a someterte al dolor y al placer del proceso.

 

Carmen sonríe, se divierte con el juego de palabras.

 

—Así que todo el proceso para tallar el diamante conduce a convertirlo en una puta ¡que lastima! En vez de elevar la joya, la hundes en el lodo.

 

—No sabes lo que dices.

 

La música cesó, por un momento se separaron, pero Carmen no hizo intención de moverse. Mahmud se dio cuenta y cuando comenzó a sonar una nueva balada la tomó por el talle una vez más, ella rodeó su cuello. Doménico había comenzado a caminar hacia ellos pero se detuvo y volvió sobre sus pasos.

 

—Veo en ti ese diamante en bruto, intuyo lo que tienes por desarrollar y sé que tú también lo ves. Pero ambos sabemos que no es fácil, aunque también sabemos que merece la pena.

 

—No sé de que me hablas.

 

—El sexo, tal y como lo conoces, se te ha quedado corto.”

—No entiendo cómo permitiste que te manejara de ese modo.

—Mahmud no me maneja ¿lo oyes?—respondió en un arrebato.

El silencio se podía cortar.

—Perdona.

Resté importancia al incidente con un gesto.

—¿Qué pasó después?

Le cuesta proseguir, sufre. Estoy por detener la sesión pero sé que es conveniente avanzar; es el momento, quizá sea difícil conseguir este clima más tarde.

—Dime, qué sucedió.

Me mira. Se debate en una lucha interior. ¿Cómo habrá podido superar estos enfrentamientos terapeuta paciente cuando estaba sola, alternando ambos roles?

—Hubo drogas, no sé de qué se trataba. Al poco de llegar comenzaron a pasar chupitos con algo. Al principio intenté no tomarlo pero Doménico insistió. Era algo suave, no como lo que tomamos en su casa, pero hacía efecto, una laxitud, una dejadez extraña. Luego Álvaro pasó también canapés… especiales dijo; no se qué llevaban, hierba quizá no estoy segura.

Esperó alguna reacción por mi parte, me limité a hacerle una seña para que continuase.

—Parecía como si no tuviese voluntad ni prejuicios.

“Casi no ha notado cuando comenzó esa suave dejadez que la posee, nada importa, nada le preocupa, todo está bien, las luces parecen mas tenues, mas difusas, las voces se mezclan con la música y a veces le cuesta distinguir de donde vienen. Ella es la nueva y todos vienen a presentarse, besos, abrazos; imita a Piera, se vuelve más cálida, se entrega más al contacto físico, la verdad es que cada vez le cuesta menos, todos son agradables, son fáciles de querer. Le sisean los oídos, las luces, esas luces brillan en sus pupilas de una forma un tanto… no sabría decir.

 

El ambiente en general se relaja, hay morbo, parejas por los sillones que se entregan sin pudor a caricias intimas, puertas que dejan paso a parejas, tríos… sin que los grupos que charlan den mayor importancia a lo que sucede a su alrededor, hay un ambiente de libertad que a Carmen le sorprende y le agrada, nada es motivo de atención excesiva por parte de nadie. Pasa cerca de un sillón y una pareja que está sentada le acaricia las piernas, sonríen cuando les mira, está bien, no se siente agredida, les devuelve la sonrisa pero de regreso evita pasar por allí ¡qué tonta! sintió un cosquilleo agradable, quizás en otro momento vuelva a pasar, sonríe.

 

Cae otra copa, ríe una broma de Pelayo, un arquitecto que le ha estado contando historias muy interesantes sobre el Bauhaus y que poco a poco ha ido acortando distancias físicas con ella. Detecta la mirada de Doménico y tantea, ¿debe seguir el ejemplo de Piera que coquetea abiertamente con unos y con otros? Apoya su brazo sobre el hombro del arquitecto y se deja caer en su costado, su pecho hace contacto con el brazo de su nuevo amigo cuando éste eleva su copa, la mira, interrumpe su discurso un segundo, ella sigue atenta a su frase, bebe, deja la copa y siente la mano que avanza, rodea su cintura y la atrae hacia él. Se deja hacer, es agradable.

 

Observa de reojo a Doménico que sonríe, ¿Qué quieres que haga? Pero solo sonríe. Es el arquitecto que hizo toda la obra de su casa, «trátale bien» le ha dicho cuando se lo ha presentado, ¿qué quiso decir? Ambiguo, inconcreto; soy su puttana, ¿tengo que demostrarle algo? No sabe cómo actuar, no sabe qué quiere de ella, «ya es hora de que me lo demuestres» Pero no le ha dado pautas. Le interroga con la mirada cada vez que se cruzan en la distancia y solo obtiene esa enigmática sonrisa. Ahora la vigila de nuevo con esa mirada impenetrable, ella le pregunta con los ojos ¿qué quieres de mi? Y él por toda respuesta abandona la vigilancia y la libera.

 

Ella sigue el juego, se abandona en el cuerpo del arquitecto que huele a colonia fresca. La conversación gira en torno a las nuevas tendencias en urbanismo, Pelayo es buen conversador, en pocos minutos ha conseguido sentarla sobre sus piernas ya que no lograron encontrar más que un pequeño sillón de una plaza; es divertido, no la acosa demasiado, lo suficiente para sentirse deseada, lo justo para notar unos dedos acariciando distraídamente su hombro, rondando su brazo, tanteando su axila, recorriendo el borde de la sisa del vestido; ¿su vestido? ¡Dios, no se ha vuelto a preocupar! Cierra las piernas que andan algo relajadas, algunos pares de ojos frente a ella están clavados en sus muslos totalmente desnudos. «No me abochornes», recuerda que le dijo su Amo, ¡Oh Dios, su Amo!. Adiós a la pequeña burguesa, sonríe y relaja la tensión con la que ha atenazado sus muslos. Sus muslos, por cierto, también han recibido alguna tímida atención por parte de Pelayo que ha procurado tenerla distraída, tan distraída que ni se ha dado cuenta cuando empezó a recorrerlos con la yema de los dedos.

 

Carmen se sujeta a su pareja en ese inestable acoplamiento que mantienen en el minúsculo sillón rodeando su cuello con el brazo y cada vez que Pelayo se inclina hacia la mesa para tomar la copa la arrastra consigo haciendo que su pecho aterrice en su mejilla, Carmen supone que la primera vez fue un efecto fortuito y le provocó un pequeño destello de placer, se miraron a los ojos, quizás era un amago de disculpa que no llegó a producirse, pero los viajes hacia la mesa se empezaron a repetir con cierta frecuencia, quizás demasiada y los choques pecho-mejilla son evidentemente provocados, Carmen le mira con clara intención de reprenderle pero Pelayo ignora abiertamente su mirada y sigue haciendo una disertación sobre algo a lo que Carmen ya no presta atención ya que su pezón apunta descarado sobre la fina tela del vestido y el roce con el tejido la está alterando. En la siguiente ocasión que han viajado para dejar la copa casi se rozan los labios, se han mirado, luego Carmen se ha dejado caer un poco más sobre Pelayo y ninguno de los dos ha dicho nada. ¿Es eso lo que quiere Doménico? Quizá. Se siente relajada, libre, morbosa, no lo ve, pero es como si tuviese los ojos de su Amo sobre ella en todo momento. Abandonada sobre el cuerpo del arquitecto, laxa, con unos dedos rozando su nalga apenas cubierta por su breve vestido. Desea… ¿qué desea?

 

Pelayo deja la copa una vez más sobre la mesa arrastrando el cuerpo indolente de Carmen y al inclinarse la mira con pasión, ha habido morbo desde que se sentó sobre él, sus  muslos cada vez más desnudos son una gran tentación, a punto de mostrarle más de lo que deberían, el roce continuo con su pecho le ha dejado clara la ausencia de sujetador. Está con la mujer más deseada de todo el club. Es un segundo eterno en el que ambos se miran a los ojos y en el que no cree ver rechazo. La besa, un beso fugaz con el que intenta saber hasta dónde puede llegar. Es un misterio, Carmen no lo rechaza pero tampoco responde, le sonríe, siente entre sus muslos el roce de unos dedos que la acarician con delicadeza, demasiado cerca del borde del vestido y, por tanto demasiado cerca de su sexo desnudo, húmedo, cálido. Se ha distraído, de nuevo la besa, esta vez con más ímpetu, besa bien, siente la lengua intentando explorar su boca, ¿por qué no? le abre paso. Los dedos que rozan el borde de su vestido alcanzan la confluencia de sus muslos con el pubis, es una sensación agradable en su sexo recién depilado, es solo un toque cerca de los labios, no se alarma y le extraña, en otro momento, en otra situación se habría sobresaltado, sin embargo es todo tan suave, tan agradable…”

—No sé, era todo tan… onírico…  Dejé a Pelayo, me uní a otros grupos, eran todos tan, amables, nadie te forzaba a nada.

Imaginé el ambiente, era tal y como nos lo había descrito Doménico un grupo hedonista donde los prejuicios y las reglas están prescritas y cada cual puede sentirse libre de hacer o de estar, solo estar. No podía juzgarla, si yo hubiera estado allí quizá… no sé, no lo sé.

Libre, entregándose al placer, sin prejuicios, sin pudor.

La cabeza me bullía con tanta información. Las palabras de Carmen se transformaban en imágenes procaces que me asediaban y se convertían en hipótesis rayando en lo pornográfico que me veía obligado a desechar continuamente. Tenía que intentar mantener la claridad mental suficiente para seguir siendo el terapeuta que quería ser, que debía ser.

Carmen abandonó la silla. Cogió el último cigarrillo y aplastó la cajetilla. Tiene clase hasta para encender un pitillo, pensé. Al aspirar se le marcan los pómulos. Esa manera en que guiña los ojos para evitar el efecto del humo; cómo contiene la calada echando el cuello hacia atrás y luego la forma que adopta su boca, se entreabre dejando un mínimo resquicio, con el labio inferior levemente adelantado por donde expele el humo. Todo, todo en ella es tan seductor.

—¿Quieres que te traiga otro paquete?

—Déjalo, ya lo cojo luego —contestó con una tierna sonrisa.

En lugar de volver a la silla buscó refugio en el sofá. Acurrucada en una esquina, dobló las piernas sobre el pecho, las rodeó con el brazo izquierdo y siguió fumando a la espera de que la acompañara. No pude evitar que mis ojos se perdieran un milisegundo en la abultada franja blanca que apareció entre sus tobillos los cuales no conseguían ocultar al final de sus muslos, el nacimiento de sus nalgas y ese brote de su sexo apenas cubierto por la breve prenda blanca.

Huí de aquella visión que me dejaba en evidencia. Me senté en el otro extremo del sofá.

—¿Seguimos?

Una calada la ayudó a retomar el hilo, la llevó a esa noche. Y a mi me dio la oportunidad de volver a ser hombre y dejar que mis ojos recorrieran esos muslos largos, inmensamente largos que se ofrecían a mi encendido deseo. El pie desnudo sobre el sofá activó esa parte fetichista que siempre he tenido, que tantas veces nos ha deparado momentos de intenso placer y en ese instante me devolvió a la cama de Doménico.

“Me desplazo hacia abajo, acaricio sus pies y la escucho desfallecer; uno a uno aspiro con mis labios sus dedos y noto como los pone en tensión para separarlos y ofrecérmelos. Me olvido de lo que pueda estar haciéndole allá arriba su amante, me concentro en enviarle el máximo placer hacia su coño desde el pie, como le gusta, como tantas veces me pide.

 

Pero no puedo sustraerme a sus gemidos, a las tensiones que me llegan cuando desfallece entre suspiros, cuando todo su cuerpo se estremece y cae en un nuevo orgasmo. Y desde el sur de su cuerpo la veo saltar en la cama presa del gozo hasta quedar rendida una vez más.

 

He seguido lamiendo la planta de su pie, despacio, sin ningún ritmo determinado, intentando sorprenderla. Estoy de rodillas en el suelo, acodado a los pies de la cama; a veces mueve el pie hacia un lado u otro guiándome al sitio exacto que desea que le lama y yo obedezco y llevo la punta de la lengua a ese lugar que me ofrece y dejo la huella de mi saliva, luego  sigo mi rumbo errático por el tobillo o el meñique; quizás le muerda la mullida base del pulgar.

 

Carmen descansa sobre el pecho de su amante, les escucho hablar bajito, un murmullo que apenas entiendo. Hacen planes de futuro, ¿se verán esta semana próxima? pregunta él y ella promete pero no sabe cuándo porque tiene mucho lío. ¿El lunes? no, el lunes imposible, ¿ni un café? ni un café, sentencia ella dándole un cachete en la cara, él la besa con suavidad, con ternura, como si estuvieran solos, como si no estuvieran siendo espiados; y ella devuelve todos y cada uno de esos pequeños y dulces besos, cortos e intermitentes besos, rápidos y fugaces besos que acaban por provocar una sonrisa en sus labios y una caricia en la mejilla.”

Su voz me saca de mi ensoñación. Cambio de postura para ocultar el anteproyecto de erección que comienza a elevar escandalosamente mi ligero pantalón.

—¿Perdona?

—Que si me acercas el agua, por favor.

—Un segundo, voy al baño —contesto ya en plena retirada.

Me miro al espejo. La tentación de recriminarme es inmediata. El psicólogo sale en mi ayuda. Ha sido mucho tiempo echando de menos a mi mujer, deseándola. Los temas que se están tratando en estas sesiones son duros, intensos, conflictivos. La imagen de mi mujer en brazos de Pelayo permitiendo que sus dedos exploren esa vulva húmeda, suave, recién depilada es tan potente… Es sexo, puro sexo, sexo que yo mismo provoqué y al que debo reaccionar rechazándola o aceptándola.  Asumo mi responsabilidad sin olvidar que tuvo otras opciones de actuación. Es lógico que ahora me sucedan reacciones pasionales y físicas en momentos no apropiados.

Respiro hondo. La erección no disminuye, al contrario; el recuerdo de la imagen de Carmen sentada en el sofá mostrando su sexo cubierto tan solo por la ligera braga blanca me provoca una intensa pulsación que me hace notar que he humedecido el bóxer.

Libero al culpable con la intención de limpiarme. La sensación de libertad, la oscilación al no tener nada que la comprima no hace sino darle más tensión, más dureza.

La cojo con la mano; sin darme cuenta estoy masturbándome con la imagen de Carmen. Tomo una drástica decisión. Si acabo estaré libre, podré seguir trabajando sin más distracciones.

Acelero, la imagino delante de mi, abre las piernas, veo su coño abultado ahora sin nada que lo oculte, con ese vello recortado que tanto me gustaba. Se masturba para mi, ahí, sobre ese sofá. Dejo que mi imaginación vuele, la veo, imagino que…

Me corro, disparo con fuerza toda la tensión en el lavabo intentando no hacer ruido. Rápidamente me lavo y vuelvo al salón.

—Ya estoy.

Carmen se ha mudado a la mesa. Juguetea con el mechero, no me mira, no dice nada. Me siento pillado en falta como cuando era un chiquillo. Si ha intuido algo, aunque solo sean mis miradas y mi erección, es suficiente para haber perdido la autoridad que tenía como terapeuta en esta suerte de terapia que estamos llevando.

—Creo que deberíamos dejarlo por el momento.

Ni siquiera me he llegado a sentar. Levanta la vista sorprendida.

—¿Y eso por qué, ha pasado algo?

—Si, ha pasado algo y creo que lo sabes.

Lanza el mechero hacia delante.

—No, no lo sé; si no me lo dices tú no voy a jugar a las adivinanzas —respondió agriamente levantándose, y al hacerlo casi tira la silla—. Así no es como estamos llevando esto.

¿Me estaba equivocando o me quería forzar a que pusiera mis cartas sobre la mesa? Sinceridad. Nos jugábamos mucho como para perderlo todo por una estupidez.

 Me senté.

—Cambio de roles. Se tú la terapeuta, lo necesito.

Estuvo a punto de negarse lo sé, la conozco tanto que podría decir hasta las palabras que estuvieron a punto de salir de su boca.

Pero se sentó.

—Cuando te has ido al sofá no he podido evitarlo, mis ojos se han clavado en tu braga, se veía un poquito entre tus pies.

Hizo un gesto de extrañeza y seguí antes de que pudiera reaccionar.

—Te sentaste con los pies sobre el sillón, la camisola se te subió y… lo siento, solo fue un segundo. Por eso me levanté enseguida y me fui a tu lado; pero ya estaba perdido. Mientras tu intentabas recuperar el hilo yo me cebaba en tus muslos, me enganché a tu pie desnudo, ya sabes lo que me gustan tus pies y sin darme cuenta me acordé… De veras que lo siento Carmen.

—Sigue.

—Cuando estabas con Doménico y yo bajé hasta tus pies, no sé si te acuerdas. Si —continué al ver su gesto afirmativo—. Toda esa escena me arrolló mientras tu seguías pensando y, entonces…

—Vamos, sigue.

Percibí algo. Era la terapeuta, como otras veces, pero su mirada, su voz tenían algo de esa otra Carmen que me seduce, que me atrapa. Esa mirada profunda, ese tono de voz algo más grave, más sedoso. No, no era mi imaginación ¿cómo no conocer a esa mujer cuando me busca aunque no fuera este el caso?

—Entonces comencé a tener una erección. No era el momento y además podía ser malinterpretado si te dabas cuenta. Por eso me marché.

—¿Qué pensaste?

—Imagínate. En principio intenté no culpabilizarme. Han sido muchas emociones, mucho tiempo separados, también están todos los temas que estamos tratando.

—¿Qué más?

—Pero al ir a limpiarme…

—¿Limpiarte?

—Si, había manchado el bóxer, lo había humedecido.

—¿Te avergüenzas? —preguntó después de un par de segundos que se me hicieron eternos.

—¿No debería, verdad?

—¿Tú que piensas?

—Que no es tan fácil como cuando lo ves desde el lado del terapeuta, es lo que estoy aprendiendo ahora.

—No es eso lo que te estoy preguntando.

—Ya. No, no debería sentirme avergonzado; sin embargo aquí ahora, delante de ti, es como me siento.

—¿Por qué crees?

—Porque eres mi esposa.

—No me parece que sea para tanto.

—Es que hay más. Cuando me desnudé para limpiarme, la erección aumentó, me sentí más excitado y sin ser muy consciente de lo que hacía comencé a masturbarme.

No fui capaz de descifrar su reacción. Apenas cambió su semblante sin embargo sus ojos, sus ojos me taladraron. ¿Qué sintió la mujer? ¿qué interpretó la terapeuta?

—Háblame de eso.

Apenas me costo continuar. Algo había cambiado entre nosotros.

—Lo hice pensando en ti; te imaginé en el sofá, tal como estabas, con la piernas subidas, mostrando tu…

—Sigue.

—Tu coño tapado solo con la braga. Me excitó verlo así, abultado. Seguí masturbándome y varié la fantasía, te imaginé sin bragas, masturbándote, luego…

—Qué pasó.

—Estábamos en el sofá de Doménico, tú seguías masturbándote pero él estaba de pie, a tu lado, le acariciabas la polla, te la llevabas a la boca mientras seguías acariciándote. Se corría, en tu boca. Y luego eras tú la que tenías un orgasmo. Entonces me corrí yo, en el lavabo.

Nos quedamos en silencio sin dejar de mirarnos. Si, estaba excitada, no me quedaba ninguna duda.

—Regresé y al verte sentada en la silla en lugar del sofá supuse que te habías dado cuenta de mis miradas, de mi erección y que por eso te habías cambiado de lugar. Pensé que había perdido todo mi crédito como terapeuta en este proceso.

Sonrió, entornó los ojos, se levantó y vino hacia mí hasta situarse a mi espalda. Se inclinó para recogerme entre sus brazos y me besó.

—Tardabas demasiado y como tenía sed me levanté por el vaso de agua que te había pedido, luego simplemente me senté en la silla. Lo demás te lo has montado tú.

Me volvió a besar, su mano recorría mi pecho, su besos, dulces al principio fueron cobrando esa sensualidad que había percibido en sus ojos momentos antes.

—Te excita todo lo que estamos hablando. Es normal, quizás nos cueste asumir todo lo que está aflorando pero no seríamos humanos si no nos excitasen las escenas que estamos verbalizando.

Me volví. Su rostro había perdido la sensualidad que momentos antes tenía. De nuevo era la psicóloga quien emitía un dictamen.

—Yo solo he hablado de una fantasía y de un recuerdo provocado por el efecto de la visión de tu sexo —me excusé.

Volvió a su sitio. Solo entonces me fijé que bajo esa larga camisola sus pezones se marcaban rotundamente, libres de cualquier otra ropa. captó mi fugaz mirada e insinuó una leve sonrisa.

—Dile una cosa a tu psicóloga.  Cuando has escuchado como tu mujer estaba en brazos de Pelayo, sentada en sus piernas con un vestido tan corto que cualquiera que estuviera cerca podía intuir que no llevaba ropa interior, ¿qué has sentido?

Dudé. Había estado en tensión permanente mientras desgranaba el comienzo de aquella fiesta. ¿Qué sentí? No fui capaz de contestarme.  ¿Qué debía haber sentido?

—No me contestes todavía. Hagamos un ejercicio y procura prestar atención a tus sensaciones, a tus reacciones físicas y emocionales, ¿de acuerdo?

Conozco el procedimiento. Aturdido aún por no haber sido capaz de contestarle acepté .

—Pelayo la tiene encima de sus piernas y le acaricia los muslos, habla con ella de cosas intrascendentes. Ella está… digamos que en una laxitud provocada por la droga que la deja casi sin voluntad, tanto es así que le permite avanzar hasta que siente que esas caricias han alcanzado su vulva, su coño; solo es un roce en los labios pero ahí está, esos dedos siguen palpando la suavidad de su recién estrenada piel lampiña, como cuando era una niña. Todavía nadie la había tocado salvo ella y la sensación le resultó tan agradable que no hizo nada por impedirle que continuase moviendo la yema de los dedos por toda la longitud de sus labios. Solo cuando el trazo que dibuja insistentemente sobre la separación entre ambos empezó a convertirse en presión protestó y Pelayo obedeció sin rechistar.

No podía hablar. Otra vez tenía una erección tan potente como si no acabase de eyacular.

—Dime, ¿qué sientes ante esa imagen de tu mujer?

—Deseo.

—Explícate.

—Es… no es racional lo sé. Tendremos que hablar sobre qué capacidad de voluntad tenías.

—Tenía, ella —corrigió.

Otra vez se desdobla. Quizá sea bueno para la terapia pero me resulta difícil no ver en ella a la misma que se dejó meter mano. No, no lo acepto.

—Tenía, de acuerdo —dije molesto por la interrupción—. Ahora me preguntas otra cosa. No te culpo, no puedo rechazarte. No sé si mi criterio, este que te voy a decir ahora, es el definitivo, no lo sé.  Quisiera haber estado allí, Carmen, verlo con mis ojos. Una parte de mi se escandaliza al escucharme. El resto está excitado, tremendamente excitado y…

—¿Y?

—Se muere por verte así.

Silencio, solo nuestros ojos hablan.

—Como has dicho, no sabemos si este es el criterio definitivo. Queda mucho por hablar, mucho. Es pronto para…

—Tuve otras imágenes en mi mente.

Sé que si no lo digo en ese instante, interrumpiendo lo que fuera que iba a decir Carmen, es posible que no hubiera encontrado otro momento para confesar. Si, confesar. Ya me estaba costando declarar ante ella que me había masturbado como un quinceañero pensando en que le hacía una mamada al hombre que había puesto patas arriba nuestra convivencia. Aquella brusca interrupción fue como cuando nos decidimos hacer puenting, no me lo pensé dos veces, me lancé.

—¿Cómo?

—Mientras me masturbaba, pensé en otras cosas, además.

No dijo nada, solo esperó a que continuara.

—¿Recuerdas el viernes por la noche, cuando en el sofá de Doménico no pudimos, no pude acabar y me pediste que bajara, que necesitabas correrte?

—Si, claro que me acuerdo.

No dije nada más. Enseguida entendió, esa escena, esa brutal escena en la que fuimos tres y no dos, ese momento en el que al final me fui o me echó y cuando volví ella ya estaba follando con Doménico ocupó el centro de mi masturbación y logró llevarme a un orgasmo tremendo, brutal.

—Es curioso la escena que escoge tu memoria para masturbarte.

—No te entiendo.

—Podías haber escogido cientos de escenas ¿No te das cuenta? Sin embargo tu elección se decanta por una en la que tu papel se limita a ser mero espectador, no solo eso. Acababas de renunciar a hacer el amor conmigo; a follarme, dicho en toda su crudeza. No podías y cuando renunciaste a consumar sabías que Doménico nos estaba observando, eras consciente del juego que nos traíamos él y yo. De alguna manera participaste en ese juego, aceptaste un papel pasivo ¿si?

¿Por qué me cuesta reconocer lo evidente? Me mira. Sabe que lo sé.

—Si, creo que si.

—¿Solo lo crees?

—Si, lo hice. Era consciente de que te excitaba mirar a Doménico mientras yo te comía el coño. Te veía como te tocabas los pezones y sabía, lo sabía; lo estabas haciendo para él.

—Si, lo hacia para él, también para ti, para nosotros. Era nuestro juego pero creo que a esas alturas ya lo habías olvidado.

—Puede ser.

—Por eso cuando me ofreciste el agua fue un alivio. Quedarme tendida en el sillón, ofrecida a Doménico era irresistible, contaba con ello. Cuando bajo trotando se me hizo interminable. Creo que nunca me la han clavado tan brutalmente como esa vez.

Me sobrecoge escuchar como se expresa ahora; a veces parece otra mujer.

—Cuando volví y os vi follando, me temblaron las piernas, me tuve que sujetar en la mesa.

—Te vi, fue glorioso.

—¿Glorioso?

—Si. No encuentro otra forma de expresarlo. Me follaba con una intensidad animal. Y tú allí mirándome de una manera… Por primera vez te sentí como…

—¿Cómo qué?

—Como un cornudo, perdóname —Me miró en busca de mi reacción, luego negó con vehemencia—. No, no tenemos que disculparnos, estamos en terapia, es el momento de hablar con total sinceridad ¿no crees?

Sentí un frio gélido recorriendo mi interior. Algo escapaba a mi razón. Era miedo y al mismo tiempo comencé a experimentar una creciente excitación a la que intentaba poner trabas. Busqué en el rostro de Carmen un indicio que denotase desprecio, burla. No lo encontré. La otra opción era la lujuria, el juego erótico que se pudiera esconder tras esa expresión que a veces habíamos usado en la cama. No, tampoco se vislumbraba en su rostro. Solo la serena mirada  de alguien que busca refrendar un argumento sólido, irrebatible.

—Por supuesto, lo entiendo —respondí.

—Sería de gran ayuda que expusieses cómo lo viviste. Ya que se te ha venido a la memoria en este momento de excitación, ya que te ha servido de… acicate para masturbarte podría aportar datos a esta hipótesis conocer cómo lo viviste en su momento.

En su papel, aséptica, científica. No sé si podré estar en ese plano mucho tiempo.

Y empiezo a recordar.

“Comencé a bombear como si llevase sin follar un mes y ella enviaba sus caderas a mi encuentro con verdadera ansia, parecíamos dos hambrientos de sexo, había violencia en el encuentro entre nuestros cuerpos, en nuestras voces desgarradas. Follábamos como locos, mirándonos a los ojos, empleándonos a fondo.

 

Pero no pude, por más que lo intenté, por más fuerza que le eché no conseguía llegar y cuando los golpes de cadera se volvieron agónicos Carmen empezó a pedirme que parara,  «déjalo, déjalo, no importa» me decía con dulzura viendo mi desesperación; ¿tenía derecho a quejarme? Llevaba incontables orgasmos en aquella noche, era absurdo que me fuera a hundir  por no poder consumar aquel nuevo intento.

 

Me rendí tendido sobre ella y mientras Carmen me acariciaba en silencio yo trataba de asimilar  lo que me había sucedido. No era grave, la noche era larga, había batido un record, no estaba respetando los tiempos de recuperación, eso era todo.

 

—Puedes darme más cosas además de follar, no te obsesiones, cómemelo, necesito correrme.

 

Me arrodillé en el suelo a su lado y hundí mi rostro en su coño decidido a darle el máximo placer posible, sabía que en eso no tenía competencia, ella me lo había dicho. El aroma que me inundó me mareó, era una mezcla de olores, el suyo propio que reconocía y que me decía sin ninguna duda que estaba muy excitada, saboreé el olor a semen, el olor de macho, una mezcla potente en el que no estaba solo el mío propio. Me separé un momento para mirarla y ella vio mi excitación.

 

—¿Qué, te gusta?

 

—Hueles a sexo, hueles a mi y a él.

 

—¿Te gusta, si o no?

 

—Si, mucho.

 

—Pues vete acostumbrando.

 

Jugaba conmigo, jugaba a excitarme. Su expresión soez, de máxima procacidad me hizo dudar, ¿realmente era un juego?  Me sumergí de nuevo entre sus labios, hundí mi lengua en su coño, lamí sus jugos y la hice retorcerse como yo solo sé, despacio, sin prisas. Mi cerebro custodia un mapa detallado de su sexo, un mapa fiel que mi lengua se encarga cada poco tiempo de repasar al milímetro.

 

Voy buscando recovecos que ella y yo conocemos, dejando de lado los lugares obvios que ya tendré tiempo de excitar, visitando pliegues que a otros pasarían desapercibidos y para nosotros son la antesala del placer, esos que deben ser estimulados antes de visitar los grandes santuarios del sexo.

 

Cuando comenzó a jadear, cuando sentí sus manos acariciar mi cabello elevé mi mirada para ver su rostro. Me vuelve loco ver la expresión de lujuria en su cara. Tenía esos ojos turbios por el placer que tanto me gusta ver, pero su mirada estaba fija en la escalera frente a nosotros y lo supe: teníamos un testigo silencioso, un mirón en lo alto que observaba la escena y que añadía un toque más de morbo a mi mujer. ¿Por qué no, qué mal había en ello? ¿No había sido yo voyeur tolerado toda la noche? Detuve mi trabajo en su coño para atraer su atención. Me miró, clavó sus ojos de nuevo en la escalera un segundo y luego volvió a mí. Ese fue el breve mensaje que cruzamos sin necesidad de más palabras. Luego bajó la mano a su vientre y aplicó dos golpecitos imperativos con la yema de los dedos sobre el vello púbico con lo me instaba a continuar con mi trabajo, ¡qué mandona! Sonreí mentalmente y continué amando ese pequeño montículo erecto, duro, vibrante que resistía mis ataques sin ceder su verticalidad.

 

Seguí espiando sus miradas hacia lo alto de la escalera, el rubor de sus mejillas, la excitación que le producía dejarse mirar mientras yo le comía el coño. Dobló la pierna izquierda y apoyó el pie sobre el respaldo del sillón; la derecha hacía rato que descansaba sobre mi espalda, eso me dejaba más campo de acción y posiblemente le ofrecía una vista más pornográfica a su mirón ¿cuál de los dos motivos había movido a Carmen a cambiar de postura?

 

Comenzó a pellizcarse los pezones con ambas manos sin dejar de mirar a la escalera, los dedos estirados, tan solo con las puntas de los dedos, toda una exhibición. Empecé a sentirme un mero objeto y eso, en vez de hacerme sentir mal, me provocó una dosis extra de morbo. Me excitaba cómo se exhibía, cómo disfrutaba dejándose ver en una actitud tan provocativa. Estaba totalmente ajena a mí, concentrada en su nuevo papel de actriz porno en el que se encontraba obviamente cómoda.

 

Su pubis inició una leve vaivén en mi boca al que intenté adaptarme, era el preludio de su orgasmo, ella tomaba el mando, ahora mi lengua pasaba ser un instrumento sobre el que su coño resbalaba a su ritmo. Me detuve y dejé que fuera ella quien se moviera como quisiera, yo era la esfinge estática, la gárgola con la lengua fuera, dispuesto para servirla. Bajó una mano y tomó posesión de su clítoris, los dedos de la otra mano se clavaron en la tapicería del sofá, todo empezaba a acelerarse, el ritmo que su coño seguía contra mi lengua se volvió frenético, el jadeo se convirtió en un lamento, luego en un agudo grito entrecortado, luego…

 

Carmen se estremeció en mi boca, me inundó, me llenó y bebí con ansia compitiendo con sus dedos que se habían hecho dueños de su coño. Y cuando sus espasmos amainaron y ya solo eran un eco lejano que atormentaban por sorpresa su vientre me incorporé. Carmen mantenía los dedos sobre su presa y de vez en cuando los movía levemente invocando esos espasmos como si no quisiera que se apagasen del todo.

 

—Tengo sed, ¿te traigo agua? —le susurré.

 

—Si, por favor —respondió sin abrir los ojos.

 

Beso su mejilla, me levanto y voy a la cocina a beber, el agua de la nevera está demasiado fría y apuro dos vasos seguidos del grifo. Bebo con ansia, me asomo a la ventana, aún es de noche. Cuando regreso Doménico está sobre Carmen y la penetra furiosamente; me aturde la escena, ¿cuándo ha bajado, cómo ha sucedido todo tan rápido? Desde la cocina no he escuchado nada. Les veo follar con tanta intensidad, con tanta potencia… necesito apoyarme en la mesa alta. Escucho un grito que el italiano ahoga hundiendo la boca en el cuello de mi mujer y veo dos tremendas sacudidas de sus caderas que hacen temblar todo el cuerpo de Carmen que gime de manera mas aguda, Doménico golpea de nuevo  y ella grita, son golpes secos, contundentes; grita con la boca pegada a su cuello y Carmen grita también y él se desploma. Ella me mira, yo la miro, ¡qué hermosa! Aplastada bajo su peso, con su mirada turbia, cruzada por varios mechones que se pegan a su frente sudada, sus piernas dobladas, abiertas al máximo, sin poder abarcar el cuerpo de su amante, sus brazos rodeándole la espalda… Le sonrío y ella me lanza un beso. «Puta!» le dicen mis labios en silencio, ella sonríe de medio lado y sus ojos se vuelven malos, sucios. Sus labios dibujan una palabra: «Cornudo».

 

Un sentimiento agridulce me lastima, su amante ha podido darle lo que yo no fui capaz de terminar, al menos está satisfecha y me alegro por ella.

 

Miro a Doménico incorporándose, parece un titán, espalda ancha, musculosa y veo a mi niña que se queda abierta de piernas sin fuerzas o sin ganas de moverse, entonces retorna la fantasía de Carmen: Hace un momento le he comido el coño, después Doménico me sustituyó y la folló. Si hubiera aquí más hombres, si hubiera otros dispuestos… Mi erección resucita con una fuerza inusitada ante esa posibilidad, ante la imagen de otro hombre llegando a ese sillón, hincando la rodilla frente a esta mujer que aún está abierta, disponible,  como si esperase a otro macho.”

—Si, es cierto, no lo recordaba. Me llamaste cornudo.

—Yo tampoco me acordaba.

—Aunque la verdad es que no lo interpreté tal y como me lo planteas ahora, fue más en el sentido lúdico.

Sonrió.

—Claro.

Me miraba de una manera que me produjo una desazón extraña, algo inquietante.

—¿Cómo crees que te lo estoy planteando?

Evité la pregunta, no sé por qué lo hice.

—Es difícil de aceptar. Quizá por eso me rebelé, puede que por eso te he hecho tanto daño. Porque me dolía aceptarlo aunque en el fondo me excitase. Es todo tan incoherente.

—Es como un parto. Tenemos que morir y resucitar para convertirnos en lo que vamos a ser. Otras personas nuevas. Tenemos que aceptarnos Mario, descubrirnos.

—Morir y resucitar. Nunca te he escuchado hablar de esta manera.

—Solo es una metáfora.

—Pues hemos elegido la semana más adecuada.

Sonríe sin ganas.  Dos ateos hablando de muerte y resurrección en plena semana santa. ¡menuda metáfora!

Echo un vistazo al reloj de la pared, la una y media, buena hora para acercarnos al pueblo.

—¿Comemos?

Me mira. Esos ojos…  De repente se estira, llevamos demasiado tiempo sentados, echa el cuello hacia atrás lo mueve hacia un lado y otro, debe dolerle. Estira la columna, mueve los hombros. No pierdo detalle, sus pechos destacan sobre la ligera tela de la camisola. Ahí está, puedo ver el contorno de sus pezones. Cuando elevo la mirada me encuentro con sus ojos, esos ojos negros profundos que me buscan, si, me buscan y esa sonrisa que me está diciendo «te he cazado».

Se levanta, con estudiada lentitud sujeta la camisola por el borde inferior y la eleva hasta sacarla por la cabeza. Ahí está en todo su esplendor. La pequeña braga blanca que antes motivó mi distracción se desliza por sus muslos y acaba enrollada en su mano derecha. No sé cuándo la ha lanzado a mi cara, apenas he tenido reflejos para cogerla antes de que caiga al suelo; la llevo a mi rostro, la olfateo y me inflama, sé cuánto le excita que haga eso. Es tan hermosa. La mano izquierda en la cadera, con la derecha se arregla el pelo alborotado.

—Yo sé lo que me voy a comer ¿Y tú?

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