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Diario de un Consentidor 114 Sombras de madrugada

en Intercambios

Capítulo 114

Quince de Noviembre, once velas

Escribir un libro durante dieciocho años llega a parecerse mucho a compartir su autoría con mis yoes anteriores.

 

Katherine MacKinnon

Hacia una teoría feminista del Estado

Un año más; ya son once los que llevo escribiendo este diario que, como le contaba a una buena amiga, nunca pensé que fuera a prolongarse en el tiempo.

Hago un repaso de los primeros años del diario y apenas me reconozco ni como escritor, si es que se me puede atribuir ese título, ni como arquitecto de la estructura que ha surgido de lo que quería contar.

Era otro yo.

El tiempo transcurrido me enfrenta, como dice MacKinnon, con las diferentes personas que he ido siendo a lo largo del tiempo y que sin ninguna duda han modulado la forma en la que os he contado la historia. No hace falta recurrir a Ortega para concluir que las circunstancias además del medio y la sociedad nos moldean; las vivencias que me acompañaron mientras escribía influyeron en el tono, en los matices y en lo que dije, cómo lo dije y en lo que dejé de decir. ¿Cómo habría sido el diario si el yo que escribió en cada momento hubiera vivido otras experiencias?

No soy el mismo que inició el diario; por el camino he descubierto la pasión por la escritura; corregir es casi tan gratificante como escribir, robarle unos minutos al sueño o al café del mediodía para darle un repaso a esa frase que no encaja o para eliminar ese adverbio que desentona es tan agradable como saborear una copa del mejor vino.

Estoy enganchado, lo confieso. Ahora leo buscando el estilo del autor no para imitar sino por aprender; me molesta no encontrar mejores sinónimos que eviten las redundancias y puedo retrasar la publicación de un capítulo hasta encontrar “la palabra” que se me resiste. Recorto, trato de no adornar innecesariamente las frases, procuro mejorar y reviso “por penúltima vez”  porque sé que no lo estoy consiguiendo aún.

¿Y todo esto por qué, si tan solo se trata de un relato entre lo erótico y lo pornográfico que no tiene mayor trascendencia?

Porque me lo paso bien, cada vez mejor; porque de un tiempo a esta parte escribo todos los días, poco o mucho pero escribo, y el día que no lo hago siento que me falta algo. Y solo por eso, por haber descubierto una pasión ha merecido la pena.

Comencé sin un plan y así continúo; seguiré aquí mientras la pasión permanezca conmigo y la vida no me aseste un hachazo que me saque del camino o me deje en la cuneta solo, sin la razón que me mueve cada día para seguir adelante.

Y si llega el caso los que frecuentáis el Café El Humedal lo sabréis antes de que el tiempo implacable confirme lo que mi ausencia os esté insinuando.

En el camino, a quince de Noviembre de dos mil dieciocho

Sombras en la madrugada

Acabábamos de regresar del pueblo y nos dirigimos al jardín; Carmen se descalzó al pisar la hierba y yo la seguí hacia los butacones de madera maciza que miran al pozo. Se arrellanó hasta encajar la nuca en el borde del grueso cojín y estiró las piernas. Qué bien se está, pensé.

La miré. Relajada, con los ojos cerrados y esa respiración pausada bien podría ser que…

Necesitaba escapar de la tentadora comodidad del sillón; tenía la boca seca.

—¿Gin tonic?

—Poco cargado por favor —respondió sin llegar a abrir bien los ojos.

A punto de levantarme añadió:

—Ya que vas, en la coqueta está la pitillera.

No le pasó desapercibido; fruncí el ceño, hundí la cabeza entre los hombros; mi intención de salir hacia la casa quedó postergada.

—¿Qué pasa? —concedió.

—No sé, me preocupa. Fumas mucho.

 —Sé lo que hago.

—Perdona si te he molestado.

Me levanté con la respuesta todavía en los labios y eché a andar.

—Espera. ¡Te quieres esperar!

Respiré hondo. Me miraba como quien mira a un chiquillo y eso terminó de irritarme.

—Soy plenamente consciente de que no debo abusar, tampoco quiero depender del tabaco ya te lo he dicho: Me planteo dejarlo poco a poco; tres o cuatro meses pero no me atosigues.

Volví sobre mis pasos, recogí velas.

—Lo siento, es que a veces me da la impresión de que lo tienes tan normalizado que...

—Lo sé, lo sé.

—No pretendo controlarte, tal vez debería haberme callado pero nos hemos propuesto decir todo lo que se nos pase por la cabeza ¿no? En otro momento no habría abierto la boca; tómalo así, no me censures por ello.

—Por eso lo estamos hablando; en “otro momento” te habría mandado a la mierda.

Sonrió, sonreímos. En otro momento… en otro momento no se me habría pasado por la cabeza un comentario de ese tipo, era algo que ya estaba hablado.

—El tabaco no me preocupa —continuó— y en cuanto al resto…

Se tomó un instante tal vez para construir su mejor argumento. Me agaché a su lado, quería tenerla cerca.

—Dejaré de necesitarlo dentro de poco. No me mires así, me refiero al tiempo que dure esta terapia, no pienses que hablo de otro tipo de necesidad.

¿Qué habría visto para decir aquello? No creí que fuera tan transparente.

—No te convencen mis explicaciones ¿verdad?

Me encogí de hombros, quería decirle que no tenía por qué dudar de sus intenciones.

—Estoy hablando de los motivos que me llevaron a volver a fumar maría cuando ya estaba en tratamiento.

—¿En la montaña?

—Si, tengo la impresión de que no acabas de creértelo del todo.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—No lo sé, dímelo tú; la forma como te comportas cada vez que recurro a la marihuana me lleva a pensar que no lo has aceptado del todo. No te sucede solo cuando fumo por puro placer; también te ocurre si la utilizo en situaciones de tensión, durante la terapia. No te gusta Mario, no te sientes cómodo.

—Puede ser, no me he dado cuenta —respondí algo molesto.

—¿Por qué crees que te invité a compartir un porro? Quería saber si podíamos trabajar esa conducta.

—¿Tan importante es lo que opine sobre lo que haces con la droga? Si has decidido usarla en tu terapia…

«No, no», decían sus gestos.

—Es importante que estés conmigo, necesito que creas en lo que hago y si no es así quiero que lo hablemos.

Me acarició la mejilla.

—Tienes miedo, lo sé; estamos a punto de iniciar una nueva etapa y temes que pueda ser un escollo que hunda esta oportunidad ¿no es así?

Asentí lentamente; ese era uno de mis temores, quizá el mayor de todos.

—No tienes por qué volver a fumar si no quieres —susurró.

—Hay momentos en los que confío ciegamente en ti, en esos momentos creo en el rumbo que has marcado; sin embargo… a veces tengo dudas que me hacen cuestionar si no nos estaremos equivocando.

—¿Cómo con la hierba? ¿o hay más cosas?

Mentí.

—No, solo es eso.

Hay momentos en los que no deberíamos conocernos tanto, en esos momentos ella me hace sentir tan desnudo que lamento no haber pensado antes de lanzarme a hablar.

Finalmente sus ojos acabaron por sonreír.

—Confía en mi; en la montaña entendí que la droga me permitía encontrar el estado mental adecuado para avanzar y me propuse utilizarla para llegar cuanto antes al objetivo que me había fijado: cerrar una etapa e iniciar el regreso; tenía que acelerar ese proceso.

—Y la marihuana era el catalizador.

—Actuaba como tal —afirmó—, me ayudó a salir del atasco en el que estaba sumergida, por eso cuando terminé con los porros que me quedaban acudí a Álvaro; pero pasaban los días sin dar señales de vida y no tenía suficiente confianza como para insistirle.

Buscó en el bolso el tabaco, encendió un pitillo y aguantó el humo hasta que lo expulsó mirando al cielo. Me había sentado en el suelo a su lado, el otro butacón se me antojaba demasiado alejado.

—Sin esa alternativa solo me quedaba una opción, no me agradaba pero no podía demorarlo más.

—¿No crees que hubieras podido continuar sin…?

Una profunda mirada dilatando en el tiempo otra calada me hicieron desistir de un debate que nos alejaría del discurso que ya tenía encarrilado.

—Me despedí de Tomás, supongo que no fue capaz de decirme adiós a la cara. Volví a casa, a nuestra casa; por primera vez tuve la impresión de que no estaba de paso; quise estar unas horas allí, lo necesitaba y antes de marcharme llamé a Claudia, es la única persona que me podía facilitar la hierba aparte de Álvaro.

Claudia. Me erguí como si su nombre quemase.

—Cada vez que la mencionas tengo la misma sensación de peligro que siento cuando hablas de Mahmud.

Meneó la cabeza restándole importancia.

—Es curioso. Hace poco me has pedido que hablase de mis… mujeres a fondo y para eso me proponías que pensase en la forma en la que habías hablado de tus relaciones. Cualquiera, decías, «toma cualquiera, he sido clara, detallada, meticulosa», y citaste a Salif, a Doménico, a Tomás; te cuidaste de mencionar a Irene y lo entendí. ¿Y Claudia, qué pasa con ella? La verdad es que con ella no has seguido ese patrón de claridad y meticulosidad del que haces alarde; no había caído hasta que tú misma me lo echaste en cara para hacerme hablar.

Había tocado los cimientos de un muro que hasta ahora se mantenía sólido, lo supe en cuanto observé la dureza de su mirada.

—Lo sé, es una terapia y haces tu trabajo; lo que no entiendo es la razón por la que en este caso te saltas tus reglas. Has ocultado gran parte de Claudia, su personalidad, su conducta contigo, las secuelas que te ha dejado...

Secuela es un término duro que le hizo mella. Reprimió su inmediata intención de contraatacar, puede que la terapeuta tomara el mando.

—Sabes lo suficiente, al menos por ahora; déjame continuar por donde iba y los huecos se irán completando, te lo aseguro.

Habíamos entrado en sesión sin darnos cuenta; de acuerdo pero no estaba dispuesto a dejar que me manejase.

—Está bien —transigió—, ¿qué quieres saber?

—¿Necesitas que te lo diga?

Suspiró profundamente.

—Siéntate, venga siéntate.

Volví a acomodarme a su lado con las piernas cruzadas, tan cerca que podía rozar el butacón.

—Te situaré: Aquel viernes cuando llegué a casa y te encontré con Graciela ¿recuerdas? Había sido un mal día; pasé la noche con Irene tras rescatarme de las garras de Borja; me sacó a la calle para hacerme olvidar y ya avanzada la noche me regaló el piercing, luego volvimos a su casa. Fue entonces cuando me dijo que se marchaba unos días de viaje; lo planteó de una manera que me supo a despedida, como si estuviera marcando distancia conmigo; me dolió pero acabé por entenderla. Por la mañana regresé a casa de Domi a arreglarme, no quería llegar tarde al gabinete otra vez. Al subir lo encontré en la cama con Piera. Fue…

—¿Te sentiste mal?

—Si. No sé por qué, en realidad no tiene ningún compromiso conmigo pero…

—Sentiste celos.

—¿Celos? no, me sentí rechazada, algo parecido.

—Abandonada.

—Si, eso fue. Abandonada. Tuvimos una escena desagradable, parecíamos un matrimonio en el que ella se lo encuentra en la cama con otra. ¡qué espanto!

Se me secó la boca, ¿hasta ahí había avanzado la relación? Me miró y al instante supo por donde iban mis pensamientos.

—Eran los primeros días, las emociones estaban a flor de piel —se excusó.

Asentí.

—Reaccioné, corté de raíz aquello, le dije que ya tenía pensado marcharme; se molestó, intentó sonsacarme mis planes. Yo… me refugié en el baño, tenía prisa, no podía llegar tarde esa era mi obsesión, las cosas no estaban bien en el gabinete.

No le estaba resultando fácil evocar esos recuerdos; la tensión apareció en su rostro.

—Al salir de la ducha Piera entró con la intención de mediar, entonces se fijó en mis pechos; hablamos de Doménico, de los hombres en general, pero estaba absorta en las barras y comenzó a preguntarme.

Sus ojos se desplomaron. Cuando se rehizo pude imaginar lo que esa mirada turbia estaba reviviendo.

“—¿Todavía te duelen?

—Muy poco.

—Quién te lo hizo, ¿Erika?

—¿La conoces?

—Si, es muy buena. Cuida la higiene, sobre todo al principio es muy importante.

Carmen la mira pero su mirada es huidiza, ¿qué tiene Piera que la intimida? Quizá es el recuerdo de su primera vez con ella, fue tan intenso, tan devastador. Pero no quiere eso, sin embargo no hace nada por detener esa caricia en que se ha convertido el primer roce que calibró la barra que atraviesa su erguido pezón. No, no ha hecho nada todavía por parar esos dedos que palpan su pecho, que rozan la areola trazando círculos concéntricos con una suavidad extrema. Piera sigue mirándola a los ojos con esa picardía que parece adivinar su debilidad, con esa media sonrisa que acentúa el hoyuelo en su mejilla que tanto le gusta.

—No —atina a decir con voz enronquecida.

—¿No qué, que no te toque, que no deje de hacerlo?

Carmen da un respingo cuando siente el roce en la cadera, muy abajo, casi en la nalga, nota la presión que la insta a acercarse a ella y cede, sin darse cuenta cede, se aproxima y da un pequeño paso para mantener el equilibrio. Sus muslos se rozan, un movimiento más y sus pechos entran en contacto, la mano que le acariciaba el culo se desliza por su espalda y la estrecha haciendo que sus pechos se aplasten.

—Me tengo que ir. —Su voz ha temblado, se da cuenta de que ha sonado más a rendición que a otra cosa.

—Espera un poco.

—No, basta ya. —Ahora si consigue darle un tono de firmeza.

Se separa con cierta brusquedad, evita su mirada y avanza hacia la bata que cuelga del perchero en la pared al lado de la puerta. No le da tiempo a descolgarla cuando siente las manos y se le eriza la piel. Es tan suave, tan delicada. Pero no puede ser.

—Déjalo ya, por favor, tengo que irme.

Está atrapada. Se pega a su cuerpo, el aliento en su oído le habla de deseo, de sexo; los pechos clavados en su espalda, el pubis empujando su culo, las manos abiertas cubriéndole los hombros.

—Déjame.

Piera comienza a derramar pequeños besos por su cuello, en su mejilla mientras sus manos descienden buscando los volúmenes que nacen bajo las axilas. Carmen cierra los ojos, no puede ser, no debe ser.

Se vuelve.

—Por favor.

La atrapa de nuevo contra la bata, sigue sonriendo con esa malicia en el rostro que la anula.

—¿Qué, por favor qué?

Sus pechos se rozan, Piera sabe el efecto que le está causando y se mueve sensualmente para que el roce sea más impactante, la besa en la boca, un beso corto, provocador, Carmen gira el rostro para escapar de ese beso pero antes de que lo consiga es Piera la que ha abandonado su boca y eso la sorprende. Juega con ella, con sus vacilaciones. Carmen se enfada.

—¡Ya está bien!

—¿Si? —La vuelve a besar por sorpresa, otra vez un beso rápido, corto, intenso, otra vez la pilla desprevenida, Carmen la mira sin saber bien como reaccionar.

—¡Déjame ya!

—¿Eso es lo que quieres? ¿de verdad?

Amaga con darle otro beso, Carmen la evita, Piera de nuevo  busca su boca y Carmen la rehúye, la italiana disfruta con ese juego, sonríe hasta que la caza y le planta otro beso en la boca. Carmen tan pronto parece desvalida como frustrada.

De pronto la mira, su expresión ha cambiado, toma su rostro con las dos manos y la besa con furia, intensamente, rodea su cuello con un brazo como si no quisiese separarse de ella y la besa una y otra vez. Sus ojos muestran ese fuego que la vuelve poderosa. Le muerde el labio inferior, ya no tiene control, la desea, hunde la lengua en su boca.

—¿Ya? ¿estás satisfecha? —Piera no contesta, entorna los ojos y suspira, Carmen afloja el lazo que la anuda a su cuello y le acaricia la mejilla, sigue dándole multitud de pequeños besos en la boca —. Eres…”

—Es una mujer tremendamente sensual. Me acorraló en el baño, no pude evitar…

—No era la primera vez que te seducía, no me digas que te sorprendió.

Me evita; no creo que a estas alturas se avergüence, no es eso.

—La reacción que tuvo Domi cuando vio el piercing fue extraña. Si, lo vio —dijo al ver mi expresión—, Piera le llamó. Se ofendió, se sintió… herido porque me lo hubiera hecho por mi cuenta.

—¡Qué curioso!

—Lo sé, tú tendrías más derecho a sentirte herido, sin embargo…

—Sin embargo es él quien se cree con derechos. «¿Dónde has pasado la noche, con quién?» —improviso—, y se molesta porque te haces un piercing que considera su prerrogativa.

—No digas eso —replica dolida.

—¿Me equivoco en algo?

—Es su mentalidad, no tiene nada que ver con la nuestra; nosotros no pensamos así.

—¿Y cómo pensamos nosotros?

La angustia que le estoy provocando me hace recapacitar; algo debió suceder que desconozco.

—Perdona.

Amago una caricia y Carmen retiene mi mano.

—Cuando se enteró de que había sido un regalo de Irene y que había pasado la noche con ella perdió los estribos, como tú ahora. «Tienes nueva pareja, se te da bien engañar a la gente, primero a tu marido y ahora a mí». Le dije que era un cabrón y entonces…

—¿Qué pasó?

—No lo llegó a decir pero no hizo falta: «¿Yo un cabrón? ¿Y tú, qué eres tú?»

La tensión le resulta insoportable; abandona el sillón y se apoya en el borde del pozo; durante un instante me da la espalda, el tiempo que tarda en reunir fuerzas.

—Me hundí. Comencé a revivir una cadena de insultos, de rostros crispados que me rechazaban; eras tú y Borja y Mahmud, todos, todos despreciándome, «Puta, golfa, ramera, no eres una buena esposa, no eres nada».  Otra vez me recordaban que tan solo era una puta.

—¡No cariño, no!

—Y estallé.

“—Dilo, no te reprimas, una puta, ¿es lo que ibas a llamarme, no? —dijo con la voz cargada de tristeza —, para Mahmud ni siquiera soy eso ¿sabes? cree que no tengo suficiente clase, que soy solo una golfa. Sin embargo para Mario si soy una puta, ya ves, dice que no me reconoce, que ya no soy la que era. Así que no te cortes, puedes llamarme puta si te apetece.

—Carmen, lo siento.

—Déjame, por favor.

—Lo siento— Hunde el rostro en su cabello —, lo siento, perdona, no sabía lo que decía.

Carmen cede, está herida y reconoce al Doménico tierno y sensible, se deja arrullar en sus brazos.

—¿Qué ha pasado Carmen, qué te ha pasado?

Doménico nota el temblor que poco a poco la domina, la estrecha en sus brazos y acoge el mudo sollozo, la lleva hasta la cama y consigue sentarla a su lado. Cuando el llanto remite Carmen comienza hablar atropelladamente, mezclando escenas. El encuentro con Mario, el descubrimiento de su infidelidad, el equívoco al haberla visto con Mahmud y Salif en la puerta de su casa, «pareces una puta», la insulta. Sin embargo Mahmud en la fiesta le dijo que no tenía clase para ser una puta, que solo era una pequeña burguesa jugando a serlo, tan solo una golfa; y Doménico decide ponerle las cosas muy claras a su amigo, sobre todo cuando se entera de la escena en la cocina aquella misma mañana. Aprieta los puños, sabe de las oscuras aficiones del argelino y no va a consentir que vuelva a tocarla. Mientras tanto sigue escuchando el relato entrecortado, el desvarío de esta mujer atormentada al ser rechazada por su marido que vaga por Madrid; imagina cosas que ella no acaba de contar, preguntas que no responde y enlaza con Irene, su tabla de salvación —¿salvación de qué?—. No responde y vuelve a hablar de Irene que la recoge del sufrimiento, le enseña el ambiente y le regala el piercing.

Doménico escucha en silencio, entiende y acepta la necesidad de soledad que expresa Carmen.

—Pero tal vez deberías esperar unos días, ahora estás muy dolida, necesitas compañía; puedo estar a tu lado como amigo, solo como amigo.

—Lo sé pero es lo  mejor, necesito pensar, reinventarme.

—Mario…

—Mario piensa que soy una puta que se acuesta con cualquiera, cree que me he acostado con Mahmud, con Salif; a saber con quien más cree que me estoy acostando a estas alturas.

—Pero eso es falso —interviene Piera que acaba de entrar en la alcoba.

—Da igual; que lo haya hecho o no carece de importancia, para él soy una puta y eso es lo trascendental.

 

…..

 

El silencio se extiende sobre los tres amigos amantes que reposan en la cama. Piera acaricia con ternura la mano de Carmen que cae sobre su pecho y enreda con el aro, lo levanta y lo deja caer distraídamente una y otra vez. Doménico piensa, piensa mientras la acoge en su hombro, ¿Qué le ha sucedido a esta mujer? ¿Qué puede hacer por ella?. Aspira el aroma de su cabello y piensa qué puede hacer para evitar que esta pareja siga una deriva que les condena a la ruptura. Carmen por su parte retrocede en el tiempo, vuela de unas escenas a otras. Revive el abuso de Ramiro, su ginecólogo y amigo al que nunca creyó capaz de tratarla como lo hizo; de pronto se ve frente a Mahmud, taladrada por esa mirada que parece ver a través de su cuerpo, capaz de adivinar sus pensamientos; él, que ha sido capaz de hacerla confesar su condición de golfa, ni siquiera puta, solo una simple golfa, la azota y consigue con esa humillación hacer brotar algo muy profundo, algo sobre lo que no quiere pensar, algo de lo que quiere huir y que sin embargo la incita a regresar hacia quien la ha agredido, como el perro apaleado que vuelve a lamer la mano del amo. Ahora se ve frente a Borja viviendo esa turbia escena que no ha podido contarle a Doménico. Se dejó sorprender por la duda del yuppy; ¿Eres o no eres una puta? Tuvo una fugaz tentación a la que no supo ponerle precio.

—¿Cuánto valgo? —La pregunta rompe la paz del silencio que ha dominado los últimos minutos.

—¿Qué? —pregunta atónito Doménico.

Carmen mira hacia arriba buscando sus ojos.

—Si —Insiste—, si realmente hubiera sido tu puttana, ¿cuál sería mi precio, mi tarifa.

Se separa de ella, Piera se incorpora con cara de sorpresa.

—¿De qué estás hablando?

—Vamos, tú debes saberlo, me conoces bien, debes saber lo que valgo.

El italiano la observa intentando analizar la expresión de su rostro. Parece serena, no hay rastro de ansiedad ni de ironía. no logra adivinar el objetivo de Carmen.

—No estás bien, déjalo por favor.

—¿Te molesta hablar de esto? Estoy bien, solo quiero saber lo que valdrían mis servicios; todo el mundo me trata de puta, unos como halago, otros como insulto, pero nadie me dice mi tarifa. —Mira a Piera buscando apoyo—. Siento curiosidad, nada más —dice encogiéndose de hombros.

—Tiene razón, díselo —insiste Piera.

—Cállate, no tienes ni idea —exclama Doménico visiblemente afectado.

—¿De qué no tengo ni idea? Me has tratado de puttana a tu antojo, me has motivado, me has incitado a serlo y cuando quiero saber más ¿te callas?

Carmen le desafía pero se da cuenta de la incomodidad del italiano y cede.

—No te enfades, solo es curiosidad.

—Carmen, yo… solo era un juego, no quiero que te pase nada.

Ella sube un brazo hasta alcanzar su mejilla y le acaricia.

—Tonto, ¿en qué estás pensando? No me va a pasar nada.”

Me falta el aire; No sé si me ahogo al conocer que ha querido saber su precio o porque esta revelación me provoca una terrible excitación que me avergüenza.

Sus ojos me taladran; ¿lo sabrá? No puedo apartar la mirada o quedaré expuesto; tengo que huir hacia delante, no hay otra opción.

—¿Por qué?

No le estoy exigiendo una respuesta, es la expresión de mi propia incapacidad para comprender lo que la llevó a preguntarse su precio de puta. De puta.

—No lo sé, puede que de tanto ser tratada como una golfa, de tanto escuchar «Eres una puta» y tras la duda que surgió con Borja se despertase en mí la curiosidad.

Hay algo más pero no es ahora cuando debo ahondar en la herida.

—¿Eso es todo?

Carmen me saca del fondo de mis pensamientos. ¿Cuánto llevo ausente?

—¿Cómo?

—¿No tienes nada más que decir?

Trato a la desesperada de encontrar un argumento.

—Cada vez tengo más claro que esto ha sido un error —remata.

—No digas eso.

—¿Ah no? ¿A quién crees que le estoy hablando? ¿Tiene sentido que le cuente a mi marido lo que acabo de decir? ¿No será en todo caso a mi psicólogo?

—Por supuesto.

—Por supuesto, si; pues no actúas como tal, lo he visto en tu cara nada más terminar; ¿y esa pregunta? Pensé que podía reconducirla al terreno profesional pero has sido incapaz, te han podido las emociones.

—Me cuesta Carmen, me cuesta y te juro que lo intento con todas mis fuerzas, procuro ser el profesional que soy, te miro como alguien ajena a mí y no sé en qué momento me deslizo hacia el lado personal en el que pierdo la imparcialidad.

No creo que me escuche, parece volcada en sí misma, en lo que acaba de dictaminar sobre mi.

—Me he equivocado, debí contar con un mediador, he sobreestimado nuestras capacidades.

—¿Un mediador? Sabes que no habríamos conseguido ni la mitad de lo que tenemos ahora.

Parecía dispuesta a tirar la toalla, no podía permitirlo.

— ¿Acaso no te ha sucedido a ti en la montaña? Seguro que si, me temo que es inevitable perder el sentido crítico cuando te manejas en un vendaval de emociones que te tocan tan de cerca; tal vez lo que pasó es que estabas sola, contigo misma y ahora aquí somos dos y es más posible detectar el instante en el que se produce la deriva y dar la alerta.

—No te veo Mario, desde el inicio no te he visto asumir el rol que te corresponde, te has mantenido en una posición ambigua que no nos conduce a ningún lado.

—No es fácil…

—¿Acaso piensas que lo es para mí? Antes me has mirado con esa expresión de juez para decirme que te preocupa que fume, como si fueras tú quien se está quemando los pulmones y las neuronas. Pues cuéntame, dime cómo prepararías tú un caso tan complejo que te afecta personalmente y tenerlo a punto antes del fin de semana, dímelo. No me arrepiento de haber usado la droga para llegar a tiempo y poder trabajarlo contigo. Pero lo único que ves es a tu mujer esnifando y te olvidas de la psicóloga experimentando en una situación límite.

—¿Cómo puedo arreglarlo?

—Tienes que escuchar a la paciente Mario, si no lo haces todo lo que estoy contando se te clavará en el pecho como un puñal, puede que no nos demos cuenta ahora pero tarde o temprano sufriremos las consecuencias, cuando ya seamos incapaces de detener la hemorragia.

Tenía que hacerlo, nos jugábamos nuestro futuro. Carmen se dio cuenta de que había entendido la gravedad del momento.

Entonces me puse en su lugar, recordé los momentos en los que la terapia de Raúl se me hacía insoportable y lo multipliqué por diez, por cien, por mil. Y se me erizó la piel.

—¿Cuántas veces detuviste el análisis en la montaña porque no podías soportarlo, cuántas veces saliste a correr por huir de ti misma, dime?

Carmen desvió la mirada un instante.

—Mi tiempo de reacción no es tan inmediato como desearía, el golpe me hace tambalear, no consigo evitarlo pero me recupero tan pronto como soy capaz.

Mis silencios son mis peores enemigos, tenía que ponerlos sobre la mesa.

—«¿Por qué?», no sé qué pretendía cuando te hice esa pregunta; el caso es que le respondiste al psicólogo y me alegro; imagino que el vacío posterior fue lo que te indignó, sin embargo lo interpretaste mal, en ese momento trataba de reconducir “el golpe”;  estaba analizando tus frases y pensando si debía profundizar en esa vía: tu precio de puta, o dejar que siguieras el relato y volver más adelante a tocar ese punto.

Esta vez no dudó de mi sinceridad, había aludido a la escena sin el menor signo de emoción, como se supone que lo hace un profesional.

—Y cuál piensas que es la mejor estrategia.

—No creo que debas interrumpir el discurso, ya habrá tiempo de desarrollar esa escena.

—Eso mismo pienso yo.

Nos quedamos mirándonos; La forma en que habíamos resuelto la crisis era un indicador de que avanzábamos. Volvimos a situarnos y continuó.

—El sonido de mi móvil me devolvió a la realidad. Julia me intentaba localizar; de repente me vi desbordada por la responsabilidad, debería estar en una reunión a la que ya no llegaba.

Cogió el paquete de tabaco pero estaba vacío.

—Voy a por las bebidas y de paso te traigo…

—No, ya no me apetece —rechazó con cierto desdén—; en el aparador hay una cajetilla.

Regresé con la vieja bandeja de madera, una reliquia de los años sesenta; redonda, enorme y poco práctica por la que Carmen siente debilidad. Vasos, cubitera, botellas y el tabaco poniendo a prueba mi escaso sentido del equilibrio.

—Cuando llegué al gabinete supe que algo iba mal. Andrés quería verme, me dijo Pilar: «Me ha pedido que le avise cuando llegaras», un velado mensaje para que no fuese a su despacho. Esperé dispuesta a presentarle mi renuncia pero se portó como es él, preocupado por mi; no quiso detalles solo me pidió que me tomase el tiempo que necesitase y que cuando regresara lo hiciese repuesta.

—Andrés te aprecia.

—Si, pero lo que interpreté es que él también me repudiaba.

Tardó unos segundos en continuar.

—Salí de allí mal, muy mal; había defraudado a alguien a quien debía mucho y la consecuencia era el rechazo. Pensé que lo merecía, en el fondo iba a ser verdad, tan solo era una golfa, una mujer incapaz de cumplir sus compromisos.

Le cuesta contener las emociones que están a punto de arrollarla; se ayuda del tabaco, da pequeños sorbos para fragmentar su discurso ahí donde la voz comienza a quebrarse.

—Volví con la intención de hacer el equipaje y marcharme. En la puerta me di de bruces con Mahmud, esa sonrisa irónica fue el colmo; intenté apartarle pero me sujetó con una brutalidad que me asustó.

—Mahmud otra vez —estallé—; ¿qué te hizo?

—¡No joder, ahora no! —exclamó llevándose las manos a la cabeza.

Lanzó el cigarrillo al suelo y me miró de tal manera que lamenté ser como soy.

—¿Es que no puedes parar? ¿Necesitas saber hasta el último detalle? ¡No vamos a hablar de Mahmud!

Todas las emociones que había controlado acabaron por romper los diques. Los recuerdos que había estado dosificando por lo que yo creí que era una sana intención de hacérmelo más llevadero se me reveló como la única forma que había encontrado de dominar la  profunda desesperación que le provocaba enfrentarse a toda la magnitud de la experiencia por la que había pasado. Revivirlo en pequeñas dosis le había permitido sobrellevar el análisis.

Y yo la estaba obligando a mirarlo de frente, como el general que desde una colina observa el campo de batalla arrasado.

Solo que los escombros, las cenizas humeantes la representaban a ella, a nosotros.

Se había alejado unos metros, caminaba despacio, perdida por la oscuridad intentando calmarse; al cabo regresó, apoyó ambas manos en el brocal y se mantuvo así. Ya erguida se retiró el pelo de la cara y me miró.

—Ahora si voy a necesitar ese porro, ¿o me lo vas a volver a negar?

Permanecí unos minutos en la alcoba con la pitillera en la mano intentando calmarme;  no me demoré demasiado, necesitaba saber.

Me acerqué; de espaldas a mí rellenaba su vaso; solo tónica.

—Lo siento.

Me enganché a su cintura, aspiré el aroma de su cabello, cerré los ojos.

Escogió un cigarrillo y aseguró los extremos antes de llevárselo a los labios y encenderlo despacio, aspirando profundamente. Me apoyé en el brocal a su lado; la casa aparecía en penumbra frente a nosotros. Carmen dio una calada y me lo ofreció sin mediar palabra. Podía haberlo rechazado sin embargo lo tomé de sus dedos y aspiré con cautela; mis pulmones lo admitieron y di una segunda calada más intensa, lo iba a necesitar.

—Fui directa a casa; ya sabes: La escena con Graciela. —Un gesto me dejó claro que no iba a entrar en aquel desagradable incidente—. Cuando os fuisteis regresé para preparar lo que creía que necesitaba y me marché. Me despedí de ti, en la nota —matizó—; pasé por casa de Irene y le escribí por qué no iba a encontrarme a su regreso; en ambos casos no sabía si eran despedidas definitivas, ya ves.

El cigarro, una pausa para pensar, para volver por unos segundos a aquel tiempo, y la pena que carga su semblante. Se me desgarra el pecho pero no debo interrumpirla.

—¿Por qué te cuento esto ahora? Tal vez porque te he estado dando jirones de mi vida, trozos sueltos sin darte la oportunidad de saber realmente cómo me sentí, qué me estaba pasando. Pensé que quizá con eso bastaba para limpiar el pasado. No sé, ahora pienso que me he equivocado en la forma en que he enfocado todo.

—Sigue, por favor. Por favor.

Si tengo que volver a pedírselo puede que me rompa.

Y ella lo ha notado.

—Y allí estaba, en una casa vacía que me traía recuerdos hermosos de la mujer a la que quería y que sin embargo ponía distancia entre nosotras porque creía que era lo mejor para ambas, para mi y para mi matrimonio; el caso es que también me apartaba, con delicadeza pero me echaba de su lado. ¿Quién más, quien quedaba por repudiarme? La casa se me estaba cayendo encima, mi cabeza no dejaba de recordarme lo que era, lo merecido que tenía el castigo. Comencé a sentirme ahogada, tenia que salir de allí; escogí entre su ropa y me maquillé como ella habría hecho, un estilo inusual pero que a través de sus ojos me hizo sentir diferente, otra mujer. Y eso es lo que quería ser, una nueva mujer porque la que era no me gustaba.

Arquea la espalda, se estira, flexiona el cuello liberándose de una carga que le agarrota las articulaciones.

—Salí de allí como si necesitase oxigeno; comencé a caminar sin rumbo fijo, quería huir, dejar de pensar. El reflejo en un escaparate me mostró a una mujer que no reconocí, no era yo; en minifalda y con ese maquillaje parecía mucho más joven, diferente y eso me reconfortó. Pasé por un salón de belleza y no sé bien por qué entré; no tenía ni idea de lo que quería, en realidad no quería nada. «Voy a cortarme el pelo», dije; cogí una revista y elegí este corte. Cuando terminaron lo supe, había acertado; la sensación que tuve fue como si hubiera renacido. Salí de allí dejando atrás todos los sentimientos de culpa, todas las vejaciones, los insultos, los errores.

Se detuvo; me miró como si no me reconociese. Pude ver la añoranza por el compañero perdido que tal vez nunca volvería a ser.

—Pensé en ti. —Chasqueó la lengua y su gesto se nubló—. Imaginé que si me pudieras ver con aquella minifalda de ante negro, la blusa de seda y los tacones más altos que me he puesto jamás probablemente me habrías vuelto a decir que parecía una puta. —Me detuvo antes de que pudiera iniciar una protesta—. Pero, ¿sabes una cosa? esta vez no me dolió, ni siquiera me entristeció. Bueno, pensé: ¿Y qué si soy una zorra?

La pena me impide hablar, sin embargo ella sonríe con una sencillez casi ingenua.

—Ya sabía donde quería ir, puse rumbo al pub donde habíamos estado Irene y yo.

—Al principio me sentí un poco intimidada, estaba sola, sin la protección de mi chica pero enseguida sentí que en un ambiente de mujeres no tenía de qué preocuparme. Pedí un gin tonic, solo entonces caí en la cuenta de que ya me había tomado un par de ellos, uno en casa mientras te preparaba la nota y otro en casa de Irene; estaba en mi límite.

Relleno mi vaso y Carmen espera a que termine.

—El ambiente del pub es cómodo, más relajado que el de un local hetero; puedes estar tranquila sin que nadie te moleste; si, notaba cómo me miraban y me resultaba agradable pero allí nadie me iba a molestar de eso estaba segura.

“Poco a poco se va sintiendo más cómoda, más relajada, la música es fácil de seguir, tan diferente a la que suele escuchar. Sus ojos se cruzan por segunda vez con la mirada de una mujer que ha captado su atención, es tan… diferente, bastante mayor que ella; la vuelve a mirar y le sonríe. Carmen le devuelve la sonrisa y sigue su deambular por la sala.

Sin embargo no deja de pensar en ella. Es atractiva, Carmen le calcula… es difícil decir; su melena plateada le hace parecer mayor de lo que sus facciones aparentan, quizás cuarenta y cinco, posiblemente menos pero esa melena blanca hace que los cálculos surjan sesgados. Sin embargo es ese detalle lo que la hace especialmente atractiva. Su mirada ejecuta una nueva batida de regreso y, ahí está, esperándola. Carmen huye de sus ojos; ¡Cobarde! Se ha debido dar cuenta. Aún así ha tenido el suficiente tiempo para captar algunos detalles. Es extremadamente elegante, sus facciones angulosas y sus ojos azules le recuerdan en parte a Lauren Bacall, a Marisa Paredes.  Le sienta muy bien el cabello blanco, le sorprende el contraste con sus rasgos maduros pero aún jóvenes, ¿será ella capaz de lucir las canas con esa dignidad cuando lleguen? Cree haber captado un cuerpo estilizado en esa pose abandonada en el sillón, un brazo firme, dejado a lo largo del respaldo en una posición que no pretende ocultar, si los hubiera, esos signos de flaccidez propios de la edad. Es evidente que se cuida con rigor y constancia y eso le gusta, va con ella. Carmen se contiene y aguanta las ganas de volver a observarla mirando fijamente la pista de baile hasta que finge sorprenderse al escuchar unas risas a su derecha y se vuelve hacia allá no sin antes escanear a su objeto de deseo. Tampoco encuentra rastro de decadencia bajo ese mentón que sostiene con arrogancia una mandíbula firme y unos ojos que parecen disfrutar con el juego que ambas se traen.

Está perdida. La desconocida, se levanta con movimientos felinos y, sin apartar los ojos, avanza hacia ella. Carmen sabe que le ofrece una espléndida vista de sus piernas cruzadas, la escueta falda de Irene apenas cubre lo necesario. Su codo, apoyado en la barra sirve de firme apoyo a la mano que sostiene su mentón. Se presenta; Claudia, y estrecha su mano, otra sorpresa ya que esperaba el típico par de besos. Se deja mirar mientras inician una conversación protocolaria, ¿vienes mucho por aquí?, no recuerdo haberte visto… esas cosas.  Hablan, hablan o mejor dicho Claudia interroga y Carmen se deja interrogar ¿por qué no, por qué no dejarse seducir por una mujer? Ya sabe de qué va, es mucho más suave, más sensible, más tierno que con un hombre. A lo mejor su futuro está lejos de los hombres, quién sabe.

Se acaba la copa entre preguntas, confidencias y miradas a sus piernas cruzadas que amenazan con desvelar el color de su lencería prestada. Hace una seña a la camarera pero Claudia la invita a su mesa; allí pedirán, le dice. No espera su aprobación, se nota que está acostumbrada a imponer su criterio, piensa Carmen que se deja llevar cogida del brazo. Claudia la serena, la dominante, la enigmática, Claudia la sugerente, la mujer que le saca diez, quince años, que ha tomado el mando y su cazadora y no deja de provocarle una extraña sensación difícil de definir. Ella lo sabe y teje la tela con cautela, sigilosamente para enredar a Carmen sin que ésta caiga en la cuenta.

Caminan despacio; la mano que rodea su brazo con la firmeza justa para guiarla roza su costado arriba, muy cerca del nacimiento de su pecho y no dice nada, solo escucha. Claudia si suele venir con frecuencia, le gusta el ambiente, la música. ¿Conoces a Silvia, una de las socias? no, claro que no, ya me dijiste que no has venido mucho. Yo si, para desintoxicarme del día a día, del trabajo, de mi marido. Carmen se sorprende. Si, estoy casada, remacha Claudia. Y tú también, le lanza junto a una mirada profunda.

—¿Cómo lo has sabido?

—Enseguida lo supe, Hay algo en ti de transgresor, en tus gestos, en tu forma de mirar, de moverte. En cuanto te vi supe que no eras como las demás, que no eras lesbiana.

Carmen sonríe con un tinte de tristeza. No, no es como las demás, quizás eso es lo que la aleja de Irene.

—Ni te imaginas cuantas normas he transgredido en los últimos tiempos, más de lo que nunca me planteé hacer en mi vida.

—¿Estar conmigo puede ser una de ellas?

Claudia posa la mano en su hombro y hace que descienda lentamente por el costado. Se miran, ninguna dice nada, el suave roce de los dedos discurre lentamente por su cuerpo disparando una electricidad que la obliga a entornar los ojos levemente, algo que no ha conseguido evitar y que no le pasa desapercibido. Llega a su cadera y retrocede, cuando alcanza su nalga toda su delicadeza se transmuta en pasión y se apodera de ella con fuerza. Los rescoldos del violento castigo que Mahmud le infligió se despiertan en su carne y en su cerebro. Carmen se tensa, lanza la mano en un gesto instintivo y le sujeta la muñeca.

—Hoy me han castigado –. Quizá el alcohol hace que declare sin ambages.

Ella la mira a los ojos.

—¿Te van los juegos duros?

—No es un juego, es un castigo –. Claudia renuncia y vuelve a sujetarla del brazo.

—¿Es por eso por lo que te han castigado hoy, por tanta transgresión?

Asiente con la cabeza lentamente. Si, es por eso por lo que pide el castigo que no llega, que también le es negado.

Y mientras se acercan al sillón que parece tan lejano, como si todo se ralentizara, los dedos que aprietan su bíceps inician una leve presión, un jugueteo que le recuerda los ejercicios de piano que repetía una y otra vez, incansablemente cuando era niña: sol, do re mi fa sol, do do. Se le eriza el vello de la nuca y al mismo tiempo nota como sus pezones luchan contra el leve tejido del sujetador malva de Irene.

Se sientan. Ella más bien se deja caer y la mano que jugueteaba en su brazo aterriza con extrema suavidad sobre su muslo; no puede evitar que sus ojos sigan ese gesto antes de volver a mirar a Claudia que le devuelve una sonrisa con la que parece decirle “no temas”. ¿Por qué se siente tan pequeña? 

—¿Cuándo lo descubrió? —. Vuelve los ojos hacia Claudia, parpadea. La pregunta la encuentra perdida en sus pensamientos mientras sigue el devaneo de esos dedos largos, finos, de uñas cuidadas por sus piernas —. Tu marido, ¿cuando descubrió que tenías un amante?

Sonríe, entorna los ojos. No Claudia, el asunto no es tan prosaico, piensa.

—Lo supo desde el primer instante, incluso antes de que fuéramos amantes. Es más, él fue quien me estimuló para que me acostara con Doménico, —Sonríe ante la exagerada expresión de sorpresa de Claudia —, Estuvo presente cuando me acosté con él.

—Te estimuló —le sorprende la expresión que ha empleado —, un marido complaciente sin duda

—No le hace justicia ese calificativo.

—Entonces, ¿no es él quien te castiga?

—No, no es él, aunque también me está castigando, pero de otra manera.

Toma el vaso y bebe un largo trago, el alcohol está haciendo estragos en su conciencia.

—Creo que estoy siendo indiscreta.

Carmen le acaricia la mejilla. En las distancias cortas se aprecia mejor el paso de los años. Las ojeras que el maquillaje intenta ocultar, los surcos que cruzan sus mejillas y que le dan expresividad a su rostro, ese diente astillado que intenta ocultar cuando sonríe bajando el labio superior. Supone que ha debido ser un accidente muy reciente porque una mujer tan exquisita como ella no estaría allí con esa pequeña tara sin corregir. Recupera el hilo de la pregunta. ¿Indiscreta?

—En absoluto. —responde, quizás hablar le ayude y Claudia puede ser tan buena escuchando como cualquier otra persona. Suspira profundamente —. Se llama Mahmud.

—Mahmud. Dicen que los árabes son expertos en ciertos placeres…

—No lo sé —la interrumpe —, él solo me castiga, en realidad dice que me educa, pero eso a mi me da igual, yo busco el castigo.

Claudia enmudece, la estudia durante unos segundos, ella se deja.

—¡Vaya, es toda una confesión!

—Madre, perdóneme porque he pecado –—teatraliza intentando quitarle hierro a una  conversación que se le está yendo de las manos, luego la sonrisa se desvanece lentamente.

—Mea culpa —susurra Claudia.

—Mea culpa —responde Carmen.

Durante unos segundos se miran a los ojos, es un tiempo en el que, sin palabras, ambas mujeres se comunican, se posicionan. Claudia serena, hierática, firme; Carmen doliente, expectante, herida, derrotada.

Se aproxima, sus labios rozan la boca de Carmen, con la punta de la lengua le dibuja el contorno de los labios que se abren instintivamente, los dedos que juegan entre sus muslos presionan pero no pueden ahondar y optan por escalar el abultado pubis y alcanzan la delicada puntilla de la braga. Carmen contrae el vientre al sentir el roce de los dedos que se doblan y se cuelan bajo el tejido.

—Pecadora —le susurra. Carmen se tensa.

—No es un juego Claudia.

—Lo parecía. Madre, perdóneme…  —la imita. Carmen se aparta avergonzada.

—Tal vez me equivoqué.

—No te has equivocado, simplemente intentabas huir.

La besa, le muerde el labio inferior, aprieta y observa el gesto de dolor, muerde sin piedad, escucha el gemido de Carmen que se estremece al sentir el agudo pico del diente roto clavándose en su carne, la aparta y se tapa la boca con el dorso de la mano. La mira con expresión de incredulidad, de súplica; parece preguntar por qué le inflige ese dolor.

—Intentabas escabullirte, ¿a que sí? Pero no, no es un juego, yo no he dicho que sea un juego.

Le lame la pequeña llaga de la que comenzaban a brotar dos minúsculas gotas de sangre.

—Vamos, confiésate.

Se aparta, Carmen refugia el labio herido en su boca para calmar el escozor con su propia saliva. Ambas acuden a sus copas para ganar tiempo, para calmar la agitación que las consume. Comienza a hablar. El alcohol la confunde, le impide ordenar los hechos. Aparece Carlos, su iniciación. Mario voyeur, proxeneta, manipulador, amor, amado, amante, compañero y amigo ante todo. Surge Roberto, su perversión, se inicia su pérdida de valores y Mario se desdibuja, se destiñe, a veces desaparece irreconocible tras la máscara de un juego en el que Carlos toma el testigo y asume el rol del amigo, del confidente en la distancia que calma las dudas, acompaña en el asedio, sofoca la vergüenza y llena la soledad no cubierta por Mario. Brota la intimidad emocional a través del teléfono, crece día a día y provoca la inesperada declaración de amor de Carlos y, ahora lo entiende, la crispación que evitó mostrar su propia ternura al escucharle, la dureza con la que exageró su rechazo para que él no la descubriera no, para que no supiera,…

—¡Oh Dios!

—¿Qué te ocurre?

Carmen niega con un gesto, calla, está hablando demasiado, es el alcohol, lo sabe.  Luego continúa, relata la ruptura con Carlos, su dolor, la búsqueda de consuelo en el amigo, el esposo ausente, la soledad, la incomunicación con Mario esa noche, la veleidad de su marido que no está cuando le necesita y el despecho que la lleva a provocarle. Después, el desafío con Doménico; es el mismo juego que ya jugaron, si pero, ahora lo sabe, ya había algo más, tenía que demostrarle algo, ya no jugaba su juego, ya no iba a ser su marioneta. Y el juego se descontrola con la aparición de las drogas, con la pasividad de su esposo y su entrega a los placeres de su amante. Luego, la sensación de pérdida, el desencuentro en la pareja, el velado rencor. Y llegó la separación, el descontrol, el vértigo, la soledad. Después, Irene y el descubrimiento de la Mujer, con mayúscula.

—Hasta hoy —concluye.

—¿Tuviste miedo de los sentimientos de Carlos?

No lo esperaba. Claudia ha puesto el dedo en la llaga y el alcohol que corre por sus venas y que inunda su cerebro no sofoca la respuesta que tantas otras veces ha logrado cercenar de raíz, aún así consigue matizarla.

—Si, claro —pero Claudia ataca, sabe que la tiene arrinconada.

—¿No será que tuviste miedo de tu propios sentimientos?

Carmen recibe la pregunta como si fuera una daga en el centro del pecho. Lo sabe, lo ha sabido siempre. Claudia inspira profundamente y entra a matar.

—Tal vez, puede, si.

—¿Estás enamorada de Carlos, verdad?

—¿Por qué dices eso?

—Te tenías que haber visto. Cuando has empezado a hablar de él te has transfigurado; tu voz, tu rostro, toda tú has cambiado. Niña, estás enamorada de ese hombre, reconócelo.

Carmen escucha la voz de Claudia, suena en sus oídos, retumba en su pecho, repite esas palabras mentalmente, las escucha con su propia voz. Jamás se ha atrevido a pensarlas pero ahora que lo ha hecho sabe que siempre han estado ahí, en su mente. Se resiste, se rebela.

—Amor, es demasiado decir; le quiero, ¿cómo no quererle?

—Te engañas. Estás enamorada de Carlos.

Como un puñetazo en su pecho, así siente esas palabras. La mirada de Claudia parece taladrarla.

–Si.

—¿Si?

No puede apartar sus ojos de ella, ¿acaso no le basta? Se lleva las manos a la cabeza, se aprieta las sienes, cierra los ojos.

—Si, estoy enamorada de Carlos si, le quiero.

—Y por eso te estás autodestruyendo, por haber renunciado a él.

Se deja caer en el mullido respaldo del sillón, sus ojos húmedos  se pierden en el techo, la punta de la lengua recorre la herida que cruza su labio. Escuece, como le escuece el alma. Al cabo de un rato vuelve sus ojos hacia Claudia. La desafía.

—No me conoces, no sabes nada de mí

—Eso es verdad cariño y puede que me haya equivocado en algunas cosas, pero reconocerás que en la mayoría he acertado de lleno.

No, no la conoce, no comprende nada, no puede entenderlo.

Claudia toma su copa, bebe un largo trago, la mira y sonríe, luego parece abstraerse y comienza hablar como si lo hiciera para sí, como si estuviese sola.

—Ahora me encaja todo, no acababa de entender porque le entregabas a esa mujer a tu esposo. ¡Claro! para tener el camino libre hacia Carlos, para poder amarle sin remordimientos.

—¡Qué estás diciendo!

Claudia se vuelve hacia ella como si no se hubiese dado cuenta de que estaba hablando en voz alta

—¿Es eso verdad? Si esa mujer…

—Graciela

–Si Graciela ocupa tu lugar, tú puedes recuperar a Carlos y esta vez no tienes por qué negarte a ti misma que le amas, nada te impide responderle, decirle que tú también estás enamorada de él.

Carmen se incorpora, la mira con furia.

—No sabes lo que dices, te estás montando una historia absurda, te recuerdo que aquí la psicóloga soy yo.

—Pues ya veo lo bien que te ha ido hasta ahora, querida.

Carmen acusa el golpe. Es cierto, toda su experiencia, todo su bagaje profesional no le ha servido para nada, se está hundiendo y no encuentra herramientas para salir a flote.

–Yo quiero a mi marido —dice cargada de tristeza.

—¿Le quieres?

—Estoy enamorada de él

—Piénsalo bien, te escucho decirlo y me cuesta creerte.

No encuentra argumentos para rebatirla; el alcohol  merma sus facultades para un debate que en otras circunstancias tendría ganado. Sabe que no tiene razón, lo sabe.

—En fin, por hoy es suficiente, ya te he desgarrado bastante.

Se vuelca sobre ella, la besa, Carmen se resiste, teme un nuevo arranque de crueldad pero al fin cede. Todo es ternura, Claudia la acaricia, la mima, sabe que ahora solo necesita refugiarse en ella y olvidar el veneno que le ha inoculado. Por unos momentos se convierte en madre pero el deseo la puede, el cuerpo de Carmen es demasiada tentación, se excita y las caricias se vuelven más y más sensuales. Sus labios se ceban en el cuello, el punto débil de la joven presa y cuando su respiración se convierte en claro jadeo la abandona. La expresión de desolación que le provoca le hace reír.”

He sentido un escalofrío cuando ha deslizado esa mención a un castigo de Mahmud que no me ha contado. No ha sido consciente y por ahora no voy a desvelar su falta. ¿Qué más cosas está ocultando?

Bebe, da una intensa calada que consume lo que queda del porro. Enciende otro sin mirarme, probablemente no recuerde lo que hemos hablado sobre el tabaco, sobre las drogas, puede que ni siquiera me tenga en cuenta cuando lo único que necesita es calmar el desasosiego que le ha provocado evocar aquella noche.

Está tocada, me pregunto si me he equivocado al hacerla hablar de Claudia. Esta fragilidad que muestra me preocupa, no la he visto en las escenas más crudas y eso me hace temer lo que pueda estar por venir.

—A partir de ese momento me entregué, mi cabeza no dejaba de darle vueltas a lo que ella me había hecho descubrir y que poco después volví a enterrar: Que amaba a Carlos ya ves, no fuiste el primero que me lo hizo reconocer. Estaba tan… asustada, tan sorprendida y a la vez tan incapaz de asimilarlo que me encontraba sumida en una especie de ausencia, dándole vueltas a todas aquellas ideas mientras me dejaba hacer.

Volvió a beber, volvió a fumar, fumé. Mi cabeza tejía imágenes con su relato, imágenes contaminadas por la tensión que había acumulado durante la larga velada.

—Si, me dejaba hacer. Permitiendo que me abriese la blusa quedé semidesnuda en público, y ella me exhibía sin pudor. ¿Era yo? a veces lo dudaba. Y mi cabeza asaeteada por frases que dolían: «Estás enamorada de Carlos, quizás por eso has lanzado a tu marido a los brazos de otra mujer, para poder sentirte libre de amarle sin trabas, sin remordimientos». No, no podía seguir martirizándome, tenía que dejar de torturarme. Y me volqué en ella; recuerdo que me ofreció sus pechos, grandes, operados, duros y me lancé a ellos como si pudiera ocultarme. 

Me mira, busca mi reacción como hacen todos los pacientes. Sé lo que debo hacer: no darle nada, solo transmitirle serenidad.

—Las miradas que al principio me intimidaban ahora añadían un punto de placer, me sentía bien refugiada en el cuerpo de Claudia, entregada a sus caricias.

Enmudece; los recuerdos la dominan. Quiero saber si es cierto que ha usado a Graciela para volver a Carlos pero no debo forzarla.

—Es tan… dominante…

De nuevo calla, ¿qué es lo que pasó que no me cuenta?

—Había bebido demasiado y comencé a encontrarme mal, se empeñó en acompañarme al baño.

“—No me encuentro bien, voy al baño.

—Te acompaño.

—No, déjalo.

Se levanta del sillón, apenas consigue mantenerse estable. Claudia se incorpora con rapidez y la sujeta. Juntas van a los servicios. De nuevo es Claudia quien toma el mando de la situación.

—Vamos, tienes que eliminar todo el alcohol.

—Si, lo sé pero déjame sola.

—¡No seas chiquilla!

Están encerradas en un retrete, Claudia ha levantado la tapa de la taza e intenta que se incline.

—¡No, por favor, vete!

—¡Ya está bien, agáchate!

Está avergonzada pero termina por dejarse hacer; el mareo la supera, tiene que apoyarse en la pared, Claudia le sujeta la mano. Se inclina, las arcadas le llegan, la vergüenza le hace aguantar pero no puede, vomita, se asquea, se avergüenza, Claudia la anima a dejarse llevar, a soltar todo; el olor a vómito la humilla pero ya no puede contenerse, suelta todo el contenido de su estómago, cada vez se siente peor.

—Límpiate.

Toma la toallita que le ofrece, debe de tener un aspecto horrible, el mareo la domina, necesita sentarse, Claudia nota su inestabilidad, baja la tapa y le ayuda a sentarse. Cierra los ojos y oculta su rostro entre las manos. Siente como el mundo gira vertiginosamente a su alrededor, lanza una mano hacia Claudia que la atrapa y la sujeta, se aproxima a ella y la ayuda a apoyarse en su cadera. Carmen nota como hurga en el bolso, hace ruidos que no consigue identificar, no puede mirar, necesita estabilizarse, ¿por qué no se está quieta?

—Toma, vamos, abre los ojos.

Claudia le muestra un espejo rectangular. Sobre él, perfectamente alineadas, dos rayas paralelas de polvo blanco. Sostiene un tubo corto, estrecho, se lo ofrece. Carmen no reacciona, la mira a los ojos.

—Venga, te sentirás como nueva.

—No, no, yo jamás…

—Vamos, no es la primera vez y hoy lo necesitas más que nunca.

—Pero no así, además no quiero volver a tomar eso.

—Mira Carmen ­—dice con voz irritada —, déjate de tonterías, esto es lo único con lo que se te va a pasar la borrachera, si no querías volver a tomar coca no haber bebido a lo loco. O te tomas esto ahora mismo o me voy. No voy a pasar el resto de la noche con una borracha que no sabe beber.

Carmen tiembla y se encoge mientras la escucha. Nadie la ha tratado así nunca, jamás. Se siente desamparada, no quiere quedarse sola en ese estado.

—No sé cómo se hace.

—¿No sabes? ¿y cómo lo has hecho antes? Es igual, ya me lo contarás —La dulce Claudia ha vuelto y Carmen respira.

Se agacha delante de ella, va a darle una lección y Carmen mira con los ojos muy abiertos, no pierde detalle. Claudia  aspira una de las rayas, luego le ofrece el tubo. Carmen lo toma e imita lo que ha visto hacer.

Cierra los ojos.

El efecto es tan diferente a lo que ha probado hasta ahora; es mucho más directo. Al principio se instala al fondo de su tabique nasal, entre sus ojos. Pero algo más potente le hace olvidar ese efecto. De inmediato comienza a sentirse despejada. Ve cómo prepara otra carga sobre el espejo mientras su cerebro se disuelve, se purifica, se aclara. Los focos que desde fuera mal iluminan el estrecho espacio en el que ambas mujeres están confinadas parecen ganar en intensidad. Observa a Claudia cómo sigue la línea blanca en el espejo que se eleva y desaparece en su fosa nasal, y cuando se lo ofrece no duda, toma el tubo y aspira con más seguridad; llena su nariz, sus pulmones, su cerebro, su mente. Y explota.

—¡Ah! no me lo puedo creer —dice agitando la cabeza.

Claudia sonríe.

—No me querías hacer caso. —responde mientras prepara otras dos rayas —. Anda, toma —La regaña como si fuera su madre.

Carmen coge el espejo, ahora se maneja con más soltura; aspira, cierra los ojos, se limpia con el dorso de la mano, luego enfila la segunda raya y la hace desaparecer con rapidez.

—Vamos, tengo que arreglarme, debo de estar hecha un desastre —exclama con decisión.

Claudia sonríe y abre la puerta. Salen. Carmen se enjuaga la boca, extiende las pinturas sobre  el lavabo y se recompone el maquillaje sin dejar de hablar. Está entera, sobria, con ganas de seguir la noche.

—¿Qué tal estoy? —pregunta mostrándose ante ella.

—Radiante —La toma por la caderas y la besa.

—Espera —dice mimosa—, no hice pis.

Se dirige a otro de los reservados y Claudia la sigue, Carmen la reprende, se baja las bragas, la minifalda deja su pubis al descubierto.

—¿Te pone verme mear? —Carmen ha perdido todo rastro de vergüenza.

—Te asustarías si te contara las cosas que realmente me ponen —dice sin dejar de mirar entre sus piernas.

—A estas alturas me asustan pocas cosas —Claudia entorna los ojos.

—No te precipites nena.

Se limpia delante de ella provocándola, mirándola a los ojos mientras se ajusta las medias. Salen, vuelven a su mesa, dejan los bolsos y de nuevo Carmen se descalza para bailar, está cargada de energía.”

Tengo frío, se ha levantado una brisa pero sé que no es por eso. Hay un salto cualitativo importante de la paleta de Doménico a las rayas esnifadas, ambos lo sabemos y la mirada que Carmen no aparta es la confirmación.

—¿Alguna vez has vuelto a…?

—Espera —me corta en seco; no permite que le interrumpa el discurso; quizá sea lo mejor.

Se termina la tónica, yo apenas he tomado un par de tragos; le relleno el vaso, dos  cubitos; ¿Saphire? «Me quieres emborrachar» murmura; dos dedos, algo menos pues me frena con un gesto; tónica hasta completar. Observa el proceso en silencio como si se tratara de una liturgia; empuja los hielos con la punta del dedo corazón y se queda ahí, mirando el vaso; vuelve a hundir los hielos un par de veces, tres… Empezó a hablar casi en un susurro, sin dejar de mirar el vaso.

—La noche se acababa, bailamos una par de veces más; Cat Stevens…

Comenzó a tararear.

—La idea de quedarme sola otra vez se me hacía insoportable así que cuando me propuso que me fuera con ella… no dije nada, simplemente me dejé llevar.

¿Será el alcohol? La veo perdida, parece que le cuesta continuar el relato de la noche en la que terminó de alejarse de su mundo, de ella misma.

—Vive en la Moraleja; puede que influyera mi estado de ánimo no sé, el caso es que me impresionó tanto lujo; su inmenso Mercedes, aquella mansión, la manera con la que trataba al servicio… Es ridículo pero me hizo sentir pequeña eso es: pequeña. «Bienvenida a mi hogar» me acababa de decir mostrándome su lado más cariñoso e inmediatamente dio un brusco giro: «Voy a darme un baño, tú ve abriendo la cama. Quita el cubre edredón». De repente se había vuelto fría, distante. «Me gusta tomar una infusión de té verde por las noches, lo encontrarás todo en la cocina; por supuesto toma lo que quieras. Cuando lo tengas todo preparado, avísame; luego si te apetece puedes darte un baño». Y me dejo sola, desconcertada, sin saber como interpretar lo que había sucedido.

El recuerdo de la afrenta se volvía físico; Carmen estaba tan agitada como aquella noche cuando Claudia la humilló.

—Pensé tantas cosas, estuve a punto de pedir un taxi y marcharme sin decirle ni una palabra, o entrar en el baño y soltarle cuatro cosas antes de irme: «¿Pero tú quién te has creído que eres?», imaginé distintas versiones de la misma escena una y mil veces.

¿Y al final? Esa hubiera sido mi pregunta pero no quise añadir más humillación.

—Supongo que la alternativa resultaba tan dolorosa que me rendí.

Su mirada triste parecía pedirme un reproche que no hice. Bebió un largo trago.

—Como si fuera su criada retiré el cubre edredón de la inmensa cama y lo dejé donde me había dicho, después bajé a la cocina, ¡qué cocina!, y le preparé el té como imaginé que le gustaría, lo dispuse todo en un bandeja y subí a la alcoba.

—Como una criada —recalqué; sus negros ojos me penetraron.

—Así me hizo sentir, esos cambios repentinos de carácter me descolocan; al principio me sometí porque no soportaba la idea de volver a la soledad de la casa de Irene.

Entendí que esa humillación se repitió más veces; dejé que el curso del relato me lo desvelara.

—Tienes razón, no debí comportarme de ese modo —se excusó.

—No he dicho nada.

—Cuando llegué a la puerta del cuarto de baño…

Carmen parece avergonzada, agacha levemente la cabeza.

—Llamé con los nudillos; es absurdo, no debí hacerlo, tenía que haber entrado sin más; una criada hace eso, una invitada no.

—Continúa —Le pedí tras unos largos segundos.

—«Pasa» respondió, muy puesta en su papel de señora.

“Claudia la miró desde la bañera, parecía tan relajada, sumergida hasta el cuello en el agua humeante. Sonrió invitándola a hablar.

—Ya tienes la infusión preparada —Carmen se sintió cohibida.

—Gracias —Siguió mirándola en silencio, como quien observa un objeto hermoso. Ella permaneció quieta, sin saber qué hacer ni qué decir. Sabe sin embargo para qué está allí, lo ha sabido desde que aceptó seguirla, desde que se montó en aquel lujoso auto, desde que se ha rendido, ha abierto la cama y ha asumido su papel en la cocina.

—Desnúdate.

No es fácil distinguir el tono de voz que le imprimió, parecía amable y a la vez tenía un toque imperativo. Esa era la condenada habilidad que tenía Claudia y que no lograba descifrar

—¿No vas a tomarte…

—Llevo toda la noche muriéndome de ganas por verte desnuda. Luego me traes la taza, ahora desnúdate.

No había duda, su voz ya no pedía, exigía. Comenzó a desabrocharse la blusa sin apartar la mirada de esos ojos que la vigilaban. Dobló cuidadosamente la prenda y la dejó sobre un aparador. Buscó atrás la cremallera de la minifalda y se desprendió de ella. Durante unos breves segundos de duda vio como la mirada de Claudia la recorría una y otra vez. Se encontraba solo con la ropa interior de Irene, las medias y los zapatos de tacón. Se los quitó y los apartó. Subió un pie al borde de la bañera y comenzó a quitarse la media. “Despacio”, escuchó en un susurro. Elevó la mirada y vio la transformación que se había producido en su rostro, la lujuria la había vuelto más hermosa, incluso parecía más joven. Cambió de pierna y obedeció, deslizó la media lentamente por el muslo haciendo que el recorrido se eternizase y sintió las primeras pulsaciones en su coño. Se incorporó, el roce de los pezones en el leve tejido del sujetador le supo a caricia, los sintió duros como rocas y mucho más desde que se los habían perforado. Claudia se ha dado cuenta, sus ojos están atrapados en sus pechos como un imán. Llevó los brazos hacia atrás buscando el cierre y cuando al soltarlo notó la liberación de la tensión fue como si se liberase de algo  más. Sus dedos bajaron los tirantes y arrastró la prenda. Ya, por fin, ya estaba desnuda ante ella, y lo que vio en sus ojos la llenó de orgullo. Claudia abrió ligeramente la boca, sus ojos brillaron, un leve movimiento de sus piernas bajo el agua delató su excitación.

Carmen dejó el sujetador con el resto de la ropa y se quedó quieta frente a ella

—Sigue.

Los latidos en su sexo son cada vez más continuos, toma la ultima prenda por la cintura y la desliza poco a poco, está tan húmeda que se resiste a separarse de su sexo. Cuando al fin la tiene en la mano, consciente de que está siendo observada, la dobla y se vuelve para dejarla sobre el resto de la ropa, luego se encara con ella.

Durante un tiempo que no puede calcular, cinco, diez segundos, pero que se le hacen eternos, los ojos de Claudia recorren cada milímetro de su cuerpo. Carmen tiembla de una manera imperceptible aunque cree que ella será capaz de darse cuenta. Su coño palpita cada vez con más frecuencia, cada vez más intensamente, la humedad que empañó la braga ahora no tiene donde contenerse, ¿será visible? Un rubor incontenible le arrasa el rostro, Claudia sonríe.

—Eres preciosa.

Ella calla, se entrega, sus ojos miran más allá, poco a poco pierde la tensión que le produjo desnudarse, ahora se deja mirar, se siente deseada, baja los ojos y observa su expresión de deseo. Se excita, está allí para dar placer, no hay entre ellas nada más que deseo, no hay nada más que sexo y esa idea que acaba de surgir le hace sentirse libre de ataduras.

—¿Qué edad tienes Carmen?

—Treinta años —Claudia se sorprende.

—¡Criatura! no te echaba mas de veinticinco —la repasa con la mirada de arriba abajo —, eres un ejemplar perfecto. Date la vuelta.  —Carmen obedece—. Si, perfecto.

Carmen se estremece al escucharla

—¿Un ejemplar, de qué, para qué? —pregunta molesta y escucha una risa queda.

—Modelo, no te asustes; tengo amigos artistas que pagan muy bien a chicas como tú ¿te interesa?

Carmen se volvió y clavó sus ojos negros en ella.

—No gracias, sabes que no lo necesito.

—No todo se hace por necesidad, a veces también es una cuestión de placer. Servir de modelo a un pintor puede ser muy gratificante, ni te imaginas cuánto. Tienen otra forma de mirar, y lo notas, ¡vaya si lo notas! Sé que tienes una vena exhibicionista por explotar, te has delatado varias veces esta noche.

—Gracias pero no —recalca. Claudia encogió levemente los hombros.

—Pásame la toalla, aquella —dijo señalando una en concreto.

Carmen tomó la toalla  y escuchó el sonido del agua al levantarse; Claudia salió de la bañera y esperó que la envolviera.

—Gracias

Se secó bajo la atenta mirada de Carmen y luego se puso un albornoz.

—Aprovecha el agua, aún está caliente.

—Prefiero darme una ducha.

—Luego, ahora quiero que te bañes mientras me tomo la infusión aquí, contigo. Puedes cambiar el agua si es lo que te incomoda —dice al verla dudar.

—No, no es eso, claro que no.

Se sumergió. El agua conservaba una temperatura elevada y pronto sintió el efecto tonificante de las sales de baño.

Claudia salió hacia el dormitorio y volvió con la taza, se sentó al borde de la bañera y se quedó mirándola. Carmen abrió los ojos, ya no se encontraba tan cohibida al sentirse permanentemente observada.

—Deberías haberte desmaquillado antes, bueno, luego lo solucionaremos.

Apartó la taza y se remangó, hundió la mano en el agua y comenzó a acariciarle el hombro, luego dejó que su mano deambulara por su cuerpo. Carmen cerró los ojos, solo quería sentir. Las uñas, perfectamente perfiladas, marcaban líneas onduladas por su piel, vagaron por su clavícula, descendieron entre los pechos y dibujaron su contorno, recorrieron el relieve de las costillas, siguieron el perímetro de la joya que adorna su ombligo y se desviaron hacia la cresta de una de sus caderas, viajaron por el interior de los muslos evitando rozar el sexo y Carmen protestó con un suspiro entrecortado. Esos dedos apretaron una de las pantorrillas antes de comenzar el camino de regreso y cuando volvieron por sus muslos y estos se abrieron guiando su camino ya no pudo ignorarlo y reposó sobre el mullido delta. Las piernas entraron en tensión, emergieron del agua, se doblaron sobre su pecho, se abrieron para ofrecerse a esos dedos curiosos que, con cuidado, bucearon entre los labios con la sabiduría propia de una mujer.

Desde que se fijó en sus cuidadas manos, desde que vio sus largas uñas había temido ese gesto. Ahora sentía como se deslizaban por su sexo, como abrían sus pliegues y tuvo miedo, no lo pudo evitar. Sin embargo se sentía entregada, abierta, notaba la suavidad de la yema de sus dedos y un poco mas allá, como si de afiladas cuchillas se tratase, la dureza puntiaguda abriéndose paso por su vulva. Estaba en sus manos, un mal gesto, un movimiento brusco y podría dañarla irreversiblemente. Claudia jugaba con ese efecto sin duda, notaba la tensión que le provocaba al situar la punta roma de las uñas en el cruce de dos finos pliegues. Se detenía, parecía insinuar, “si quisiera, si ahora quisiera destruiría este débil velo que protege tu intimidad”. Y Carmen, en tensión, abierta, ofrecida, calla, espera, se mantiene expectante con las cuchillas amenazando su zona más frágil. El poder y la sumisión convertidos otra vez en erotismo.

—Ábrete —Obediente, abrió el ángulo de sus piernas que emergían del agua mostrando impúdica su sexo y separó los labios con dos dedos. La miró. ¿Acaso se podía entregar más?

Claudia accionó un botón de la bañera y redujo el nivel hasta conseguir que el agua bañara el sexo de Carmen mansamente, como si fuera una playa, luego se arrodilló en el suelo, rozó el erguido clítoris con la yema del índice. Carmen arqueó la espalda bruscamente chocando la cabeza contra la bañera. Era demasiada estimulación.

—¡No puedo! —gimió.

—Claro que puedes.

Siguió castigando su sexo que ella misma le ofrecía y comenzó a temblar pero no hizo nada por negarle el fruto que fue madurando con cada toque de sus expertos dedos y se fue hinchando, abriendo. Carmen sentía como si todo su coño fuera enorme, como si el resto de su cuerpo hubiera desaparecido y solo esa parte de si misma existiese. El roce alcanzó el puntiagudo clítoris, se retorció en el agua y se mantuvo tensa, jadeante mientras Claudia trazaba círculos sobre la erguida cabeza. Aquella tortura dejó paso a la uña que pulsó la sensible zona como si fuese una púa y la hizo brincar en la bañera otra vez, no pudo reprimir un grito y creyó desfallecer.

—¡Claudia! –suplicó.

—Calla.

Una vez más recorrió el mismo camino, valle abierto, labios hinchados, colina erguida. Una vez más Carmen se tensó como si hubiese sido alcanzada por un rayo y su grito se confundió en un sollozo de placer. Pero no se rindió, no abandonó la posición de entrega. Las piernas elevadas, abiertas, su sexo ofrecido, sus propios dedos abriendo la gruta para que pueda torturarla sin piedad.

—Ahora estate muy quieta, no te muevas.

Notó como dos uñas la pinzaban más abajo del capuchón del clítoris que quedó aprisionado y palpitó atacado por aquella inesperada presión en una zona virgen. Acostumbrada a estimular el glande se sorprendió al sentir sensaciones más allá, en una zona que nunca antes había despertado. Y se volvió más duro, turgente, erguido ante algo que jamás había sentido. La miró sorprendida. La presión justa, un poco más y estaba segura de que habría dolor. Comenzó a notar algo nuevo, un brote de excitación, una sensación desconocida que nacía de algo muy profundo, algo que nunca antes había sido estimulado.

—¿Lo notas, notas el tallo del clítoris?

—¡Si, si, oh, si! —exclamó con los ojos muy abiertos.

Claudia empujó levemente las uñas hacia el pubis, retirando el capuchón, irguiendo aún más el clítoris.

—Tócalo, mira, jamás lo habrás tenido tan grande como ahora.

Carmen lleva sus dedos hacia su sexo, tropieza con los de Claudia que se retira y por fin llega a su clítoris, se asombra por su tamaño, por su rigidez, comienza a rozarlo y apenas puede aguantar la excitación, un solo toque y responde como nunca antes. Se masturba, todo su cuerpo reacciona al roce, salta en el agua, apenas puede soportarlo y cae en un brutal orgasmo.”

La noche es el marco en el que la confesión resalta con fuerza. El agudo silencio cobra protagonismo cuando ella enmudece. Esa mirada me dice lo que está sintiendo. Ha hablado sin rastro alguno de remordimiento. Pienso que Claudia le desveló una faceta de sí misma que nadie le había mostrado aún.

—Ni Irene ni Piera me habían preparado para lo que experimenté esa noche.

Me evita, no es pudor no puede serlo.

—Por la mañana me llamaste. Perdimos una oportunidad Mario, no imaginas lo que supuso aquello.

—Lo sé.

—No, no lo sabes, no tienes ni idea.

Algo parecido al rencor aparece, enseguida el dolor lo reemplaza, un dolor que me sobrecoge.

—Podría haber sido todo tan diferente…

Dolor, dolor.

Me desgarro por dentro.

—No sé cómo pude…

—Te pudiste matar cuando te lanzaste a la carretera huyendo de los reproches de Graciela; yo hice algo parecido con Claudia por huir de ti y a punto estuve de matarme.

¿De qué está hablando? Su mirada impenetrable no me deja entender.

—En parte, algo de mí murió aquel día, o lo mataron.

—¿Qué estás diciendo?

Se refugió en la copa, encendió otro porro y después...

Se quedó mirándome sin decir una sola palabra.

Y yo fui incapaz de romper ese silencio que parecía estallar en mi cabeza.

—Cuando me marché…

Algo va mal.

—Carmen.

La mirada, la he visto tantas veces en clínica que puedo intuir la tormenta que está atravesando; sé que intenta romper el bloqueo pero está atrapada.

—Carmen.

Regresa, al fin regresa. No me gusta lo que he presenciado.

—Hemos bebido demasiado, ahora un par de rayas nos dejaría nuevos.

—¡No me jodas! —La tensión me juega una mala pasada.

—Qué ha sido de tu sentido del humor? Respondes tan agriamente como yo cuando te pillé esnifando con Doménico a mis espaldas; tampoco lo encajé bien ¿recuerdas?

Esa sonrisa infectada de sarcasmo me preocupa, no es ella.

—Vamos a parar un rato.

Suspira hondamente y se vuelve a dejar caer en el respaldo.

—Volví a casa de Irene —continúa sin atenderme—, Claudia me dio esta pitillera bien cargada, algo de tabaco y su estuche de coca. Dijo que era mejor que la tuviera a mano aunque no la utilizara, como medida de precaución —añadió al ver mi expresión—; habíamos abusado de la coca y si no la tenía podría provocarme ansiedad.

—Lo que sucedió a continuación es algo que ya conoces; me llamó Doménico, quedamos en el café y…

—Y volviste a su casa.

—Si.

Enmudecemos, ninguno de los dos deseamos volver a revivir lo que pasó allí.

—Hace frío, vamos dentro —propongo.

Hay que saltar al otro lado de esa profunda grieta que amenaza con atraparnos. Carmen se aleja, por el camino recoge los zapatos; avanza despacio, algo insegura. La sigo a cierta distancia.

Baja con ropa cómoda; mientras tanto he preparado café; la noche se presenta larga. Subo a refrescarme, me apetece una ducha pero no quiero demorarme.

Vuelvo al salón, la noto dispuesta, la actitud ha cambiado.

—Volvamos al segundo encuentro —propone.

Tengo tantas preguntas que hacer… pero acepto, es su historia.

—Me costó tomar esa decisión, había decidido no volver a verla pero la necesitaba si quería acabar con esa fase y afrontar el encuentro contigo de una manera segura.

—¿Segura?

—Segura, si. Con los temas analizados y medianamente resueltos, lo suficiente como para poder tratarlos contigo, a eso me refiero.

Comenzó a darle vueltas al café.

—Se sorprendió, supongo que lo último que esperaba es que la volviera a llamar después de todo lo que había pasado. Es una mujer astuta y creo que desde el principio sospechó que mi interés por verla tenía una intención oculta. Quedamos en el pub en el que nos conocimos.

—¿Qué había pasado? ¿Qué os ocurrió que hacía tan difícil volver a encontraros? Yo no lo veo.

—No lo entenderías.

—Explícamelo, hay algo que no me encaja.

—¿Me vas a dejar continuar?

Se irrita con facilidad, por la forma en que me evita sé que hay algo en esta conversación que  le está resultando incómodo. Pero se sobrepone y continua.

—Desde el primer momento intentó… ya sabes; es una mujer muy dominante y si ya me había tenido una vez pretendió recuperar terreno en cuanto me senté a su lado.

—Pero tú no ibas a eso.

—No, no iba a eso, sin embargo…

—Sin embargo no la podías ofender ¿me equivoco?

—Algo así.

—Entiendo.

—Hablamos, me preguntó por nosotros y eso me dio pie a contarle el proceso que había comenzado en la montaña. No es una mala persona, se interesó sinceramente; le expliqué la intensidad del método, la ansiedad que me generaba la dualidad de ser terapeuta y paciente al mismo tiempo; el insomnio, el bloqueo al que había llegado. Sin pretenderlo surgió cómo descubrí los porros olvidados, ya resecos y el bien que me habían hecho. Entonces lo entendió; creo que se sintió manipulada. Y yo me sentí sucia.

—No tenías por qué.

—Si Mario; buscaba a la mujer que me había usado porque la necesitaba, de alguna manera sabía a lo que me exponía.

—¿Piensas que te estabas vendiendo?

Lamenté haberlo dicho; Carmen reaccionó como si la hubiera abofeteado.

—¿Tú también lo piensas, verdad?

—¿Yo, además de quién?

Otro golpe, era evidente que no había sido el único que le había hecho esa alusión.

—No viene al caso. La cuestión es que se ofreció a resolverme el problema; supe de inmediato que no me iba a salir gratis, no sabía entonces el precio que iba a pagar, eso lo tendría que descubrir poco a poco.

Cogió la cajetilla, sacó un cigarrillo y lo prendió con la misma calma de siempre. Tras la primera calada continuó.

—Sabia que me tenía en sus manos y enseguida notó que yo ya no estaba en la misma actitud que mantenía a mi llegada. Quiso estar segura y me besó; no podía hacer nada, ya no. Cedí, tampoco era tan grave, Claudia no es una mala persona, solo tenía que controlarla, pensé.

Carmen utilizaba el cigarrillo para darse un tiempo que le permitiera recomponer los hechos.

—Fuimos a su casa, en su coche. Desde que me monté fue como si regresara al pasado, intenté que esa sensación no me dominara pero el efecto del alcohol no ayudaba.

La ansiedad estaba creciendo por momentos, la dejé que ganara tiempo con el café.

—Al llegar a su casa tuve esa sensación de estar viviendo algo irreal, como si estuviera sumergida en un sueño, ¿por qué si esta vez no había fumado nada y apenas había tomado un par de copas? No lo puedo entender. Enseguida me ofreció algo de beber y lo rechacé, pretendía estar el tiempo imprescindible para no ser descortés; insistió y cuando le dije que ya había bebido suficiente interpretó que me encontraba mal; Debí aclarárselo porque al poco regresó con la cocaína.

“Aparece con una pequeña cajita en sus manos, un estuche que Carmen conoce bien.

—No Claudia, eso se acabó.

—Déjate de sandeces, no vamos a estropear la noche porque no sepas beber.

Es absurdo, precisamente porque está en su límite es por lo que no quiere beber más. Pero no puede seguir discutiendo. Está algo mareada, solo es eso.

Claudia prepara un par de rayas y las esnifa con seguridad. Enseguida Carmen tiene ante sí otro par de rayas.

—Vamos, estarás como nueva inmediatamente, ya lo sabes.

Vacila, no es la primera borrachera que se quita de esa manera. Solo una vez, no tiene por qué volver a hacerlo, solo es un remedio.

Aspira una vez, luego otra.”

—¿Por qué? ¿por qué cedes ante ella?

—No la conoces, tiene un carácter muy fuerte. No, es algo más, no sabría decirte qué es. Además no era la primera vez que me sacaba de un estado similar con una sola dosis. No pensé que…

No tiene más argumentos. Solo me mira.

—Acabamos en la cama, lo sabía desde que tomé la decisión de llamarla; jugó conmigo, fui su juguete y se lo permití. Si te dijera que no disfruté mentiría así que no me voy a hacer la víctima. Hice cosas que me había prometido no volver a repetir.

Me mira sobresaltada.

—Me refiero a la coca.

No es verdad, ha estado a punto de revelar algo.

Desvié la mirada, tenía que dejar que siguiera con su relato, aunque estuviese plagado de sombras.

—Después me ofrecí a hacer una cena ligera pero ya habían cambiado los roles, ella la señora, yo la sirvienta; ese es el poder que tiene de hacerte sentir una mierda sin hacer nada, ni una palabra, ni un gesto; en un segundo consigue que sepas cual es su lugar y cual el tuyo; ¿sabes lo peor de todo? que tanto la primera vez como ésta lo acepté; es más, al terminar de cenar me dediqué a recoger la cocina. Cuando entró y me vio limpiando se sorprendió, estaba claro que yo había asumido un papel que no me había pedido; yo sola me puse las cadenas.

La sumisión se muestra en otra de sus fases, puede que Carmen no lo haya entendido y no seré yo quien se lo desvele.

—Después de cenar…

De nuevo surge el bloqueo. Hay cosas que no me está contando y que le provocan un sufrimiento que se refleja en la crispación de su rostro. Unos segundos en los que se debate entre el dolor y la rabia dan paso a una extraña calma.

—A la mañana siguiente cumplió su palabra, me había preparado un paquete con marihuana y coca.

—Si, coca —recalcó—, había sido una noche…

—¿La has traído?

—No.

Mi silencio la interpela.

—No me he desecho de ella, todavía no. Está en casa, guardada en la coqueta.

No dije nada, tenía tantas preguntas…

—No lo sé Mario, aún no sé cuándo la tiraré —dijo con suavidad.

—¿Pero lo has decidido?

—A su tiempo —respondió demasiado tarde, demasiado tensa.

Buscamos en nuestros ojos el sentido ultimo de aquel dialogo; ella interpretó qué había bajo mi preocupación; yo, lo que arriesgaba con su decisión.

—A partir de ahí trabajé los temas que me quedaban por resolver como no había podido hacer hasta entonces; el bloqueo desapareció y conseguí un rendimiento inusual.

—¿Con la marihuana?

«No Mario, no», leí en su mirada.

—Y con la coca. Necesitaba avanzar en horas lo que no había conseguido en los últimos días, tenía que tener todos los temas resueltos para poder afrontarlos contigo. No había más tiempo.

Callé, y acepté.

—Y así es como he llegado aquí; esa es mi historia.

Cerró los ojos y aspiró profundamente, luego soltó el aire por la nariz como si se liberase de un gran peso.

—Aquí me tienes.

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