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Diario de un Consentidor (64)

en Intercambios

Carmen camina abrazada a Doménico como si al mundo no le importara nuestra vida. A veces extiende una mano reclamando la mía y caminamos así, cogidos de la mano mientras besa al hombre que acaba de provocarla un orgasmo en medio de un pub de Alberto Aguilera y con el que dentro en unos minutos hará el amor en mi presencia. No se si ha sido el contraste de temperatura, el caso es que el frío se concentra en mi espalda y comienzo a tiritar. Nunca he sido friolero y me incomoda esta reacción precisamente en estas circunstancias. Me hace sentir débil.

Llegamos a la glorieta de San Bernardo cuando es la una de la madrugada. El intenso tráfico del inicio del fin de semana en Madrid me recuerda que somos blanco fácil de las miradas de quienes atraviesan las calles mientras esperamos que el semáforo nos de paso. Ellos continúan cogidos de la cintura sin reparar en los riesgos que corren, que corremos, porque formamos un trío que no pasa desapercibido. Carmen, con sus zapatos de tacón de vértigo nos saca media cabeza a Doménico y a mí. Descalzos somos mas o menos de la misma estatura, su gusto por los tacones nunca me ha supuesto un problema de autoestima, al contrario, me encanta llevarla cogida por el  talle y que ella me eche el brazo por el cuello. Así es como espera que el semáforo cambie a verde, con su brazo por encima de los hombros del italiano que a su vez rodea su cintura mientras ella se aferra a mi mano.

Un trío que no pasa desapercibido, eso somos y veo como nos observan desde los autos que se detienen en medio del denso tráfico de la noche. Una hermosa mujer con una espléndida figura flanqueada por dos hombres, una mujer que responde a los besos del que estrecha su cintura a su derecha y que en ocasiones se vuelve hacia el que sujeta su mano izquierda buscando su boca para besarle, como si tuviera que equilibrar ambos lados de una balanza. ¡Como para no mirar!

Pero parece ser que al único que le preocupa es a mí y me cuido mucho de ser el aguafiestas que diga algo; me trago la sensatez y cruzamos Carranza escoltando a la diosa que pone a bailar sus caderas cuando el semáforo se torna verde. Y camina, y nos hechiza con sus ojos negros cada vez que nos mira para sonreírnos, para preguntar cuándo llegamos o simplemente para decirme con su mirada lo mucho que me ama, lo ilusionada que está, lo mucho que está disfrutando.

Y yo, atento a los coches ante los que cruzamos, me lleno de orgullo al ver las miradas de envidia de los que quisieran estar en nuestro lugar, ser ellos quienes escoltasen al pibón que nos gana en altura y que nos maneja como muñecos; que domina la calle con sus andares y que, si el semáforo se esfumase, no habría motor que se pusiera en marcha hasta que semejante hembra terminase de desfilar por la improvisada pasarela en que se ha transformado por unos minutos la calle Carranza.

A medida que callejeamos el ambiente se apaga y las aceras se vuelven más silenciosas hasta que solo se escucha el sonido de los tacones de Carmen.

-         “Aquí es”  - dice Doménico deteniéndose ante un enorme portalón de madera labrada muy cuidado.

El portal es inmenso, de techos altos en el que nuestros pasos resuenan con un eco lúgubre, una ancha escalera de mármol rodea un antiguo ascensor muy bien conservado de madera barnizada en tono caoba. El interior es amplio, con bancos tapizados en todo el perímetro. Asciende muy despacio hasta el último piso, un sexto, donde hay tres puertas. Doménico se dirige a la central y abre. Nos encontramos en un hall espacioso. Enseguida notamos el agradable calor de la calefacción central.

-        “Adelante, estáis en vuestra casa”

Se siente cómodo, está en su terreno. Asiste satisfecho a esos momentos iniciales en los que aun nos sentimos forasteros en territorio extranjero. Se quita la chaqueta y hace un gesto a Carmen que le da la suya, yo aún tengo algo de frio pero la temperatura ambiente me reconforta y enseguida  me quito la mía y la cuelgo en el perchero. Doménico solo tiene ojos para Carmen y la coge de la mano.

-        “Ven, te enseñaré esto” – avanza llevándose a mi mujer. Unos pasos después se detiene y parece recapacitar; Me mira, – “Vamos” – me dice incluyéndome en el recorrido.

La lleva de la mano, yo les sigo, pasamos a un gran salón con una amplia terraza al fondo desde la que se ve Madrid, una vista preciosa. No llegamos a salir por el frío, él ha aprovechado para cogerla por la cintura.

-        “¿Te gusta?

-        “Es precioso, no pensé que en pleno centro de Madrid pudiera haber unas vistas como estas” – dice Carmen extasiada.

-        “Tendrías que verlo en verano, el atardecer  es una maravilla” – la mira a los ojos – “seguro que lo disfrutarás, algún día”

Se aleja del ventanal con ella bien sujeta a su costado, Carmen se deja llevar. Nos habla de lo que le costó encontrar un rincón que le hiciera sentirse en casa, añoraba su hogar y anduvo perdido cambiando cada poco tiempo, sin acabar de adaptarse, sin sentirse cómodo, hasta que encontró este piso prácticamente en ruinas.

-        “Pero lo vi, en mi imaginación lo pude ver transformado. Traje a mi madre desde Italia para que me ayudase a restaurarlo, ella es interiorista. Bueno es bastante mas que eso. En fin, entre los dos hicimos esto.”

Carmen me lanza una fugaz mirada, un guiño profesional que capto. Yo también me he dado cuenta cariño, mucho apego a la madre ¿verdad?

-        “Durante la obra conseguimos convencer al casero para que vendiera la planta superior y tuvimos que replantearnos todo de nuevo, eran unos trasteros desvencijados que tenía en desuso y que solo le traían gastos, goteras y problemas; Los unimos…” – señaló una escalera que hasta ese momento nos había pasado desapercibida – “y ahora lo veréis. Eso fue hace ocho años, yo digo que fue como iniciar una partida de Monopoly. Dos años después me quedé con el piso de la derecha; hace tres falleció el vecino de la izquierda y se lo compré a los herederos.”

Hemos ido caminando por el amplio salón en que ha convertido gran parte del piso, a los lados unas puertas altas conducen a habitaciones. A la derecha un pasillo que adivino profundo, sin duda comunica con uno de los pisos anexionado. Cuidadas reproducciones de impresionistas se mezclan con Klimt y Miró; Descubro un raro Kandinsky en una esquina que me acerca estéticamente al italiano. Pasamos cerca de la cocina.

-        “¿Os apetece que comamos algo? Hemos bebido demasiado y yo por lo menos empiezo a sentir el estómago vacío”

Nos unimos con ganas a la propuesta. La cocina es exageradamente amplia, con un diseño moderno, muy bien preparada, y nos disponemos a preparar algo ligero. me propone que me encargue de las bebidas con lo cual me aleja de Carmen y eso me lleva de nuevo al salón donde encuentro el bar y elijo la ginebra y el whisky. Cuando vuelvo a la cocina ellos están preparando una ensalada, muy juntos, cadera con cadera, hablando casi en un susurro. Cojo hielos y sigo preparando los vasos allí. Al acabar, Doménico me mira pensando alguna tarea que me tenga ocupado y me encarga del embutido y el queso; Ni Carmen ni yo somos de mucho embutido y me dedico mas al queso. Me reúno con ellos en la consola central y me incorporo a su conversación. Picamos algo mientras seguimos con la ensalada. Carmen se queja de los pies y él le ofrece unas zapatillas – “ven” – le dice y desaparecen. Tardan en volver unos diez minutos que se me hacen eternos, cuando regresan veo de nuevo en su rostro ese rubor que observé en el pub cuando se masturbó, sus ojos emiten las mismas señales pícaras, desvergonzadas que vi entonces.

-        “¿Más cómoda?” – le digo.

-        “Si, mucho mejor” – me responde entornando los ojos, sé que me quiere decir más que eso. Doménico conoce ya nuestros juegos de miradas y se añade a nuestro diálogo.

-        “Tenía los pies doloridos y aproveché para darle un pequeño masaje, ¿te ha venido bien?”

-        “Me has dejado en la gloria” – dice sonriéndole.

-        “Todavía no, todavía no” – responde enfatizando el doble sentido – “¿Estás cómoda, necesitas algo más?” – insiste.

Carmen duda un segundo antes de contestar, hace rato que la noto inquieta y creo saber por qué;  puede ser que la misma clase de humedad pegajosa que calienta mi entrepierna la esté incomodando.

-        “Quizás mientras terminamos de preparar la cena, Carmen agradecería una ducha, ¿a que si, amor?” – me mira violenta y a la vez aliviada.

-        “¿Y por qué no lo dijiste?” – Doménico deja la ensalada, se limpia las manos con un paño y la coge del brazo – “Ven conmigo”

Salen de la cocina y por un momento temo que mi propuesta le sirva de excusa para perderse en la ducha con Carmen. Me tranquilizo al verle aparecer.

-        “Quizás te apetezca a ti también refrescarte un poco, ha sido un día muy largo”

-        “No me vendría mal” – agradezco el detalle y le sigo hasta el fondo del salón.

Una de las puertas que vi antes da entrada a un amplio dormitorio con un cuarto de baño.

-        “Te traeré ropa cómoda, tenemos mas o menos la misma talla. Yo también aprovecharé para cambiarme”

Desconfío, ¿por qué no me ha llevado con mi mujer? Me aleja de ella y mientras yo me duche sospecho que él va a asediarla.

-        “¿Y Carmen? – pregunto cuando aparece con ropa informal para mí; no puedo ocultar mi inquietud que se manifiesta en mi voz. Sonríe.

-        “Tranquilo Mario, dejémosla que se relaje, necesita un tiempo en soledad, hay varios baños en la casa, creo que a todos nos vendrá bien unos momentos de silencio y relax ¿no crees?

Me siento descubierto, la situación es algo embarazosa. Doménico no espera respuesta y sale de la habitación.

…..

Cuando Doménico cerró la puerta del dormitorio Carmen notó como su cuerpo perdía tensión. Miró a su alrededor. Se hallaba en la alcoba del hombre con el que se acabaría acostando esa misma noche. Llevó sus manos al rostro y se tapó la boca intentando asimilar esa idea que la abrumó por su cercanía. Una planta mas abajo, en el salón, su marido y su amante compartían una copa, charlaban, se hacían amigos mientras ella, la mujer que ambos se disponían a compartir, se preparaba para ese momento. Ese pensamiento despertó el deseo dormido en su vientre. Recordó el momento en el que sintió mis manos desabrochando su pantalón, cómo se aflojaba la presión en su cintura que había impedido hasta entonces que la mano de Doménico  invadiera libremente su sexo. Lo que vio en mis ojos entonces fue una pasión desbordada, puro fuego. Luego, cuando notó cómo tiraba de su pantalón y la insté a levantar las caderas para colaborar en desnudarla se sintió manipulada; imaginó lo que debían sentir las doncellas medievales entregadas mediante pactos sellados por las familias en los que su opinión no contaba. Sumisión, obediencia, respeto, entrega. No era ese su caso aunque el sutil juego de docilidad que había seguido toda la tarde le daba un toque erótico por el que nunca antes había sentido interés. Hasta ahora. 

Caminó por la alcoba intentando distraer su cabeza y apreció el buen gusto que también en aquella estancia se respiraba. Si era consejo de su madre debía ser una mujer de un estilo impecable.

Comenzó a desnudarse manteniendo el albornoz cerca; por la talla y el estilo debía tratarse de una mujer joven todavía, delgada sin duda, quizás mas baja que ella. Le resultó curioso que mantuviese en casa de su hijo su propio ajuar, su neceser con sus peines, sus cremas, sus pinturas. Todo lo había puesto Doménico a su disposición sin dudarlo. Pensó en esa cercanía madre-hijo que perduraba a través de la distancia y el tiempo. Doménico finalizaba la treintena y seguía soltero, o al menos era lo que ella suponía, y su madre vivía en Italia, aun así la relación era lo suficientemente estrecha como para que interviniese directamente en la adquisición y la decoración de su hogar español. Edipo reeditado una vez mas.

Miró hacia la puerta. No pudo evitar ese punto de inseguridad que le daba encontrarse en una casa extraña; se hallaba desnuda y esa puerta podía abrirse en cualquier momento. Aun podía sentir en sus labios el roce de la boca de Doménico al dejarla sola. Por un instante dejó que la imaginación volara libremente. Si esa puerta se abriera, si él apareciese, si franquease la entrada… Iba a acostarse con él, en menos de una hora estaría en esa cama, en sus brazos, sintiéndole dentro. Su cuerpo giró hasta situarse frente a la puerta de roble, su respiración se hizo algo mas profunda. Intentó ubicar la habitación en la que se hallaba dentro del perímetro del gran hall central de la planta superior que acababa de visitar por primera vez y que aun no conocía bien.  Caminó descalza hacia la puerta hasta quedar casi pegada y escuchó. Nada, ni un murmullo, solo su respiración, su aliento convertido en brisa entrando y saliendo atropelladamente de su boca entreabierta, sintiendo una temeraria tentación que le pedía abrir esa puerta y dejarla entornada mientras se duchaba. ¡ Qué absurdo!

Llevó su mano hasta el dorado pomo, sintió el frío metal en sus dedos, lo presionó levemente, un poco mas y cedería, solo un poco mas y quizás la puerta se quejaría con un chasquido, un leve crujido que delataría su desvergüenza. Otra vez esa sensación de desvalimiento, de fragilidad que jamás se permitió sentir y que esta noche le provocaba un agradable hormigueo en el bajo vientre. El pomo cedió sin un solo ruido y lo mantuvo así durante unos instantes sin atreverse a mover la puerta, su corazón lanzaba con fuerza torrentes de sangre, la sentía fluir por sus sienes. Tiró hacia su pecho despacio sin apenas fuerza, calculando el mínimo necesario para no hacer ruido. Al fin la puerta cedió y Carmen se sobresaltó como si esos milímetros que aún no permitían ver el exterior hubieran provocado un cataclismo en el universo. Un nuevo impulso con la mano y Carmen consiguió abrir una rendija a través de la que pudo ver el hall y al fondo, la escalera que descendía al piso inferior.

Silencio. Agudizó el oído y pudo escuchar el ritmo de una batería, un piano, ritmo de swing; intentaba identificar la melodía cuando la voz de Doménico la hizo estremecerse y encajó la puerta con un ruido sordo que solo pudo escuchar ella pero que temió haber atronado la casa. El corazón martilleaba su pecho, golpeaba su oídos. Pegada a la puerta intentaba escuchar pasos en la escalera que la hicieran refugiarse en el baño.

Pasaron unos segundos; diez, quince, los suficientes para tranquilizar su corazón. De nuevo surgió la imparable tentación, el invencible deseo surgido no sabia donde. Aún mantenía el pomo apretado hacia abajo, los nudillos blancos por el esfuerzo. Y abrió la rendija. Otra vez el ritmo de batería, la voz de Doménico y mi voz  calmada respondiéndole. Estábamos charlando. El sonido de un vaso sobre el cristal de una mesa, una risa breve, un comentario, un “¿no crees?”, una charla de amigos. Carmen abrió la puerta con cautela, de par en par. Sintió el cambio de temperatura por todo su cuerpo hablándole, diciéndole “estás desnuda, estás desnuda”. Si, su desnudez expuesta en el dintel, la respiración agitada, el rubor calentando sus mejillas, las manos recorriendo la piel desde el estómago hasta las caderas reconociéndose desnuda.

Avanzó un paso, “estoy fuera”, pensó. Mentalmente calculó la distancia al refugio. Un paso mas hacia la escalera, las manos en el estómago acariciando o protegiendo, quien sabe. Un temblor parecido a un leve calambre recorriendo su cuerpo. Miró alrededor, “Si supieran”, pensó, “Si ahora bajase…”. Acarició sus pechos, “¡qué locura!”

Dedos que alcanzan el vello del pubis, piel erizada al contacto de esos dedos que apenas rozan. Otro paso mas. Cuanta mas distancia de la puerta mas riesgo y mas locura, mas excitación. Manos que suben al cuello sujetando la melena, ofreciéndose, deseando y temiendo ser sorprendida.

Caminó despacio posando los pies con cautela sobre la tarima, tanteando, evitando posibles crujidos hasta llegar a la gruesa baranda de madera en la que puso las manos. Miró hacia atrás buscando su refugio. Respiró hondo y sintió la piel desnuda adaptándose a uno o dos grados de temperatura menos que en el dormitorio. Todo su cuerpo en alerta, cada milímetro de su piel enviando señales al cerebro. Nunca se había sentido tanto a si misma.

El sonido de un móvil rompe el éxtasis de Carmen, unos pasos, la voz de Doménico que  avanza por el salón justo debajo de ella.

Giró sobre sus pies huyendo, escapando de si misma. Cerró la puerta con cuidado, recogió el albornoz y las bragas y entró en el cuarto de baño; reguló los grifos hasta encontrar la temperatura adecuada y se refugió bajo el chorro de agua caliente sin reparar en que no había protegido su melena que ahora se empapaba sin remedio. Creyó recordar que había visto un secador de pelo al lado del espejo.

“¿Qué estoy haciendo?” – se preguntó mientras el agua que inundaba su rostro cortaba su respiración y descendía por su cuerpo formando una cascada bajo la que Carmen se sumergió intentando serenarse y recuperar la cordura.

Tras enjabonarse dejó que el agua tonificara su cuerpo, sus manos aplicaron  un suave masaje en su cargado cuello, luego cruzó los brazos por su espalda para poder presionar en la parte posterior de los hombros, descendió por los brazos y siguió por los pechos. “Enroque largo” recordó, ¡que locura! ¿cómo se había atrevido a tanto?, pensó mientras una sonrisa nacía en su boca. Luego, mientras sentía despertar sus pezones en las palmas de las manos volvió a ver mi mirada frente a ella mientras Doménico le acariciaba los pechos y ese recuerdo disparó un destello eléctrico hacia  su sexo. Una de sus manos masajeaba su estómago y bajó acariciando su vientre hasta alcanzar su pubis, jugó con su vello unos segundos haciendo espuma mientras la mano que se mantenía en su pecho estiraba su pezón imitando el gesto de Doménico. Hubiera deseado sacarse el jersey en el pub para que yo hubiera visto como la tocaba, si. Aquella mirada que vio en mis ojos la encendió mas que los dedos que apretaban su pezón y lo estiraban. Me necesitaba delante para darle sentido a todo aquello.

Ella, entregada a otro hombre delante de su marido para darle placer. Ella, envuelta en una lujuria desconocida, mirando a los ojos de su esposo, viendo la excitación que le provoca, buscando la aprobación del único hombre que hasta entonces la ha poseído. Ella, siendo la chica buena por comportarse como una chica mala, ¡qué contrasentido!

Hundió dos dedos en su coño de un solo golpe y su garganta ahogó un grito convirtiéndolo en gemido.  - “¡Mario, Mario!” - El gel hacía que su mano se deslizase por la piel escurriéndose sin apenas rozamiento. La mano que unos segundos antes estaba en su pecho acariciaba ahora sus nalgas, se escurría como una anguila y tropezaba a veces con los dedos que se hundían en su interior. Se buscaba a si misma; su mano, ávida de placer, exploraba rincones nunca antes visitados.

Los dedos perdidos en su sexo parecían llamar a la mano que resbalaba por su vientre y que, no encontrando hueco en su pubis, vagaba errática por sus glúteos palpando, apretando, sintiendo la dureza trabajada en el gimnasio. Se sintió orgullosa de sus caderas, excitada por su propio cuerpo, se tocó con lujuria el culo y mientras hundía aun mas los dedos en su coño, otros dedos se deslizaban entre sus nalgas.

Ahí, donde los dos hombres que la habían poseído querían llegar. Ahí llegó ella sin pretenderlo, donde nunca antes había estado. Y se sorprendió de encontrarse ahí. Ahí donde nunca había estado. Y sorprendida, encontró placer al tocar el rincón prohibido,  y encontró suavidad donde nunca antes se atrevió a llevar sus dedos. Ahí encontró un lugar nuevo, blando y sensible, un lugar que respondía a su caricia. Y se sintió aventurera, ilegal, libertina, desvergonzada. Se sintió excitada, cualquier cosa menos sucia. Y se atrevió a probar y dio un paso mas porque si alguien tenía derecho a transitar ese camino antes que nadie era ella. ¿Por qué no? Se mordió el labio inferior, entornó los ojos, ¿por qué no?

Palpó con la yema del dedo medio mientras el índice y el anular, a modo de pinza, separaban las nalgas para que la huella se hiciera un mapa del territorio virgen e inexplorado sin nada que le estorbase. A ciegas, guiándose a través de tenues elevaciones, por pliegues que convergen hacia una hendidura suave, fruncida, desconocida que se cerró al sentir el dedo curioso y que poco después se relajó al no sentirse atacada, fue reconociendo esa parte de si misma que jamás se había permitido  sentir. Repitió varias veces la caricia y la pequeña gruta se cerró asustada otras tantas veces como si de un animalillo se tratara. Fue tanteando y conociendo para sí misma esa parte vedada, prohibida, esa zona anulada de su cuerpo.

“Golfa” se dijo sin ánimo de reprocharse nada, “golfa” repitió sintiéndose gozosamente libre mientras sus dedos acariciaban aquel pequeño punto que se encogía y relajaba cada vez que se sentía atacado, profanado, presionado desde el exterior como nunca antes lo había sido.

Aprendió a compartir humedades para suavizar al intruso. Aprendió a colocar la uña para no lastimarse, aprendió que el músculo obedecía si otros dedos estimulaban el clítoris al mismo tiempo que intentaba entrar. También aprendió a combinar el ritmo de presión, el ritmo de fricción en el clítoris y el ritmo de contracción del esfínter. Todo junto, en perfecta sincronía hizo que el dedo al fin penetrara sin lastimar consiguiendo que la contracción alrededor del intruso lejos de ser molesta se volviera placentera. Se sentía excitada no solo sexualmente sino también emocionalmente; era una aventura que emprendía sola, consigo misma, para ella.

El esfínter acabó aceptando la caricia, como un pececillo asustado fue perdiendo el reflejo de huida. El dedo entró con facilidad hasta la primera falange, ya no generaba rechazo, el músculo no se contraía, lo notaba a través de la fina pared desde su coño con los dedos de la otra mano. Carmen probó a mover el dedo y al principió provocó contracciones del esfínter. Aprendió a relajarlo, a aceptar el movimiento del dedo en su interior y el músculo amansado, tranquilo, domado se dejaba hacer. Siguió presionando y excitando al clítoris y su cuerpo le fue diciendo lo que necesitaba; se agachó hasta quedar sentada sobre sus talones, ofreciendo la grupa para que la penetración resultara mas natural y a medida que el ritmo sobre el clítoris fue aumentando el dedo penetró, llegó al fondo y Carmen hincó las rodillas, se dejó llevar, cayó abatida sintiendo por vez primera las potentes contracciones del esfínter oprimiendo sus dedos en sincronía con su vagina. 

Frente al espejo del baño, mientras termina de secarse el pelo, Carmen se mira y le cuesta reconocerse. Se mira a los ojos, frente a frente consigo misma y se siente satisfecha, la ligera irritación que percibe allí abajo en su ano, lejos de molestarle le recuerda que ha dado un paso adelante en su propia autonomía, nadie lo ha hecho por ella.

¡Ha roto tantos tabúes en tan poco tiempo! Y lo que mas le sorprende es la falta de reproches. Echa en falta aquellas largas sesiones de culpas e indecisiones, las horas perdidas decidiendo si hacía lo correcto, si estaba perdiendo la cordura, si caminaba hacia la destrucción de su matrimonio.

Todo eso, a estas alturas, ya pertenece al pasado. Tiene muy claro que en breves momentos va a entregarse a Doménico, lo que mas desea es acostarse con él, follar con él delante de su marido, ansía hacerlo cuanto antes. Si le queda alguna duda es sobre cómo será, si en la cama o en el salón de la casa. Se muere de ganas por hacerlo cuanto antes ¡Ojalá se abriera esa puerta en ese mismo momento y la tirara sobre la cama! Abriría las piernas sin dudar ni un segundo.

Por eso se está secando el pelo totalmente desnuda. Porque la posibilidad que su mente le propone es tan provocadora que no pudo evitar despojarse del albornoz cuando se disponía a coger el secador. Si sucedía, si Doménico no se resistía a la tentación y aparecía, ella estaría esperándole dispuesta.

Tuvo que dejar en secador y sujetarse en el lavabo ¿cómo podía estar tan excitada?

Se recupera, toma el neceser de la madre-edípica y perfila sus ojos con algo de sombra y un poco de rímel, lo justo. Se mira de nuevo, se gusta. Recorre su perfil ante el espejo, se observa con ojos de hombre, “Estoy buena”, piensa y se ríe de sí misma.

Ya está lista, solo queda un detalle. Carmen coge las bragas y las lava cuidadosamente, luego las extiende sobre el radiador del cuarto de baño.

Se mira otra vez en el espejo, ha llegado el momento. Sabe que no puede ponerse el pantalón sin ropa interior y es la excusa perfecta para la decisión que le ronda la cabeza desde que salió de la bañera y con la que ha estado luchando a sabiendas de que tenía la batalla perdida. Recoge el albornoz de la cama y se lo pone. Apenas le cubre medio muslo ¿Qué hace la madre de Doménico con semejante prenda?

Se mira al espejo, es… ¿excesivo? Una sonrisa brota sin control y acaba convirtiéndose en risa abierta. Las dos personas que la van a ver bajar esa escalera la han querido desnudar en el pub, una de ellas ha hundido sus dedos en su sexo y le ha arrancado un orgasmo gracias a que su marido le ha bajado los pantalones ¿Acaso se van a sorprender porque ella aparezca con un albornoz algo insinuante?

Carmen se vuelve a mirar en el espejo. Se abre el escote un poco, lo suficiente como para mostrar un poco mas sus pechos, “el canalillo” como dice su hermana. Se ve guapa, mas que guapa, el pelo no le ha quedado tan bien como a ella le gusta pero… ¡que mas da!  Se aprieta el cinturón. No, queda mal, se lo afloja un poco, “Claro que corro el riesgo de… ¡qué tonta soy! Hoy no hay riesgos.”

Respira profundamente, se mira por última vez al espejo, se ahueca el pelo y sale del baño. Al llegar a la puerta de la alcoba toma el pomo como hizo poco antes, lo sujeta con fuerza y esta vez no duda.

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