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Diario de un Consentidor 112 Mujeres

en Intercambios

Capítulo 112

 

Mujeres

Me disponía a hablarle sobre Graciela, la mujer que había compartido mi vida durante su ausencia; Carmen estaba en lo cierto, no le había contado cuánto había influido en mi.

¿Pero Elena? En ningún momento se me había pasado por la cabeza incorporarla a este proceso, no le encontraba ningún sentido.

—¿Elena? ¿por qué?

Mi perplejidad debía ser tan patente que Carmen se fue contagiando y al poco mostró la misma expresión de asombro. No entendía que yo la excluyese.

—Elena si, Elena; la mujer que te follaste en el césped del hotel de Sevilla ¿te acuerdas? La amiga de Carlos, la carabina que trajo para entretenerte mientras trataba de llevarme a la cama; esa Elena.

—Ya, ya sé quien es, no necesitas recordármelo.

—Entonces no sé de qué te sorprendes; si vamos a hacer un recorrido por “tus” mujeres es justo que comiences por ella ¿no crees?

—Si, supongo que tienes razón —Acabé por aceptar de mala gana.

—Supones.

—No lo había pensado.

—Ya veo.

Elena personificaba un capítulo poco edificante de aquella etapa. Tras nuestra precipitada huida no hice nada por volver a contactar con ella y después del reencuentro en Toledo a instancias de Carmen la había vuelto a ignorar. Es cierto que todo lo sucedido a raíz de nuestra ruptura era motivo suficiente para justificar ese vacío, pero había vuelto a Sevilla, podía haberla llamado; sin embargo no había hecho el más mínimo intento. En realidad ni siquiera me había acordado de ella.

—¿Qué quieres saber que no sepas ya?

—Haz memoria, piensa cómo te he contado cualquiera de las relaciones que he vivido estos meses; elige una, la que quieras. He sido clara, meticulosa, descriptiva. No he ocultado nada.

—Lo sabes todo —insistí—, ya te lo conté en su momento.

—Si Mario, pero “en su momento” buscabas excitarme, querías que… nos pusiéramos a tono. Me contaste lo que sucedió —por cierto, cuando te descubrí— y lo hiciste poniendo el foco en mí. Ahora es diferente, quiero que lo hagas poniendo el foco en ti, en tus sensaciones, en tus vivencias. Así es como yo te he contado lo que sucedió con Tomás o con Salif, incluso con Borja. No buscaba excitarte; mi objetivo es que intentemos compartir lo que hemos vivido, aprender de ello, conocernos y establecer si podemos convivir con las personas que somos ahora. Quiero escuchar a Mario hablar de Mario, no a Mario provocando a Carmen.

Elena la carabina; ¡qué crueldad! Si para Carlos no fue más que una muleta que le permitía desactivarme, para mi no significó nada, nada salvo un modelo sobre el que indicarle a Carmen lo que esperaba de ella y un cuerpo en el que desahogué la tensión sexual acumulada.

¡Qué crueldad!

—Cuando llegaron me fijé en ella, tan diferente, tan…

—¿Diferente?

—Diferente a ti. Rubia, ojos verdes. Me quedé clavado en sus pechos si, no lo pude evitar; debe de tener por lo menos una talla más que tú.

Carmen sonrió indulgente.

—¿En eso te fijas ahora?

—No siempre pero aquella tarde sí; era una situación tan nueva… Desde mi divorcio era la primera vez que me planteaba… No sé qué me planteaba, la verdad pero si, es cierto, la miré de una manera como no había vuelto a hacer desde que te conocí.

El divorcio, ¿por qué había tenido que mencionarlo? Bajo ningún concepto iba a consentir que entrase en el ámbito de la terapia. Aquella etapa estaba enterrada y lo último que deseaba era remover algo que no aportaba nada a nuestra reconciliación.

—Enseguida me di cuenta de que se sentía violenta. Con el tiempo he pensado que entre Carlos y Elena hubo algo en el pasado y que por entonces solo quedaba amistad, o el rescoldo de lo que fue; supongo que acudió a aquella cita sabiendo cuál era su papel.

—Eso es exactamente lo que me dijo.

—El caso es que desde el principio se sintió fuera de lugar —continúe—. Qué humillante le debió de resultar que Carlos la desplazase al asiento posterior del auto.

—Si, fue muy violento. Para las dos.

—Luego, durante la cena intenté hacer que estuviera cómoda aunque no podía evitar mantenerme pendiente de lo que sucedía entre vosotros.

—Y no le pasó desapercibido.

“Ambas mujeres se dirigieron a los lavabos en silencio, apenas habían podido conversar en la cena y se mantenía una cierta distancia entre ellas. Decidida a romper esa situación Carmen comenzó a hablar justo en el momento que Elena hacía lo mismo, ambas rieron y aquello fue suficiente para que brotase la confidencia.

—La verdad es que me ha sorprendido Mario, no lo esperaba tan… no sé, es muy interesante.

—¿Esperabas otra cosa? —. Estaba intrigada por conocer la idea que Elena se había hecho.

—Bueno, si; Carlos me había hablado de él, esperaba alguien mayor —. Carmen sonrió tratando de imaginar qué era lo que le habría dicho.

—¿Un profesor serio, aburrido, siempre concentrado en sus investigaciones y en sus pacientes? —. Pronunció esta frase engolando la voz, tratando de caricaturizar la imagen clásica del profesor distraído y pedante. Elena rió con ganas.

—Para nada es así, parece encantador... lo único es que… —. Detuvo la frase dándole pie para que interviniera, ella se limitó a arquear la cejas y esperar —. Bueno, es muy agradable y hemos charlado bastante, pero está demasiado preocupado por lo que sucede al otro lado de la mesa y a veces se pierde —. Elena terminó la frase y quedó pendiente del efecto de sus palabras, Carmen comprendió que no había pasado desapercibido el juego que ambos mantenían; intentó dar una explicación creíble.

—Mario y yo somos buenos amigos… además de… bueno, ya sabes; Nos conocemos desde la facultad, se sigue sintiendo un poco mi mentor.

—Pues entonces vigila a Carlos, está obsesionado contigo.

—¿Eso te ha dicho?

—Eso y algunas otras cosas… —Carmen temió por donde iba la insinuación— aunque me imagino que son fanfarronadas de hombres —Se limitó a asentir, se sentía presionada y dio un giro a la conversación para pasar a ser ella quien interrogase.

—¿Y Carlos?, le conoces bien, ¿no? —Elena entendió que no deseaba seguir hablando de aquello y aceptó el envite sin ambigüedades.

—Estuvimos juntos dos años, justo cuando me estaba separando de mi marido; la verdad es que me ayudó mucho, pero es muy inconstante y… no pudo ser —Carmen apreció un tono de tristeza en su expresión que rápidamente Elena ahuyentó—. En fin, cosas que pasan, ahora te toca a ti manejarle —Carmen no sabía como responder.

—¿Tu crees?

—Vamos, no me dirás que no te has dado cuenta, está tontito contigo, no hace más que hablar de ti, ya puedes andarte con ojo —Carmen sonrió, no le gustaba que la considerasen débil.

—No te preocupes, tengo claro lo que quiero y lo que no. —Intentó que estas palabras mostrasen una seguridad que estaba lejos de sentir —. Bueno, vámonos, estarán aburridos sin nosotras.”

—Fuimos tan descuidados, no sé cómo no nos descubrió.

—Supongo que se hizo una idea aproximada, pero no creo que llegase a plantearse que tú y yo…

—¿Estás seguro?

“Era una noche fresca de verano, el silencio del campo contrastaba con el bullicio del que salíamos y una relajante sensación de paz nos acompañó mientras caminábamos lentamente por el sendero de tierra que nos llevaba al borde de la carretera, allí esperamos una oportunidad para cruzar, Carlos la cogió de la mano y la arrastró para aprovechar un momento en el que un coche aún lejano se aproximaba a gran velocidad, ambos cruzaron corriendo y al llegar al otro lado observé que no la soltaba, Carmen reía tras la carrera mientras seguían caminando sin esperarnos, Elena y yo tuvimos que esperar un poco más hasta que pudimos cruzar; Ellos avanzaban a unos quinientos metros de nosotros, y no me pareció apropiado acelerar el paso para alcanzarlos. Elena caminaba en silencio, posiblemente había notado que mi atención estaba centrada en Carmen

—Ten cuidado con Carlos, parece decidido a quitarte la chica —Yo me situé en mi papel y le contesté.

—No es mi chica, es libre de hacer lo que quiera.

—Pero sois buenos amigos, ¿no?

—Somos algo más que buenos amigos, si es a lo que te refieres —Esbocé una sonrisa y ella afirmó con la cabeza, se cogió de mi brazo y continuó.

—Perdona, soy un poco cotilla.

—En absoluto, no te preocupes.

—Ya ves, Carlos me ha traído de… carabina, para evitar que te aburras, aunque yo creo más bien que lo que quiere es mantenerte distraído —Ambos reímos.

—Si, lo imaginé desde el principio, espero que no te moleste tu papel.

—No, claro que no, la verdad es que no esperaba pasármelo tan bien.

—Vaya, gracias.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Adelante.

—¿Te preocupa algo? No has dejado de mirarles durante toda la cena —Me sentí pillado en falta.

—La aprecio mucho, es una mujer genial, por otro lado apenas conozco a Carlos, no es que quiera ir de protector, ella se las sabe arreglar sola, pero… en fin, parece ir demasiado deprisa para el carácter de Carmen —Si intentaba desechar esa imagen de protector mis argumentos habían sido equivocados.

—Hemos charlado un poco cuando fuimos al baño, yo la veo muy relajada, con mucho control, Carlos aparenta más de lo que luego es en realidad, no te preocupes.

Pero me preocupaba, no podía evitar preocuparme al ver a lo lejos a Carmen paseando de la mano, riendo alguna ocurrencia, separándose sin soltarse y volviendo a acercarse. Todos esos eran gestos naturales, espontáneos en ella que sin embargo Carlos estaría traduciendo desde su perspectiva y dándole argumentos para ir más allá; no sabía bien como encajaría Carmen un ataque directo, no podía estar seguro, yo estaba allí y no había peligro, lo que no deseaba es que pasase un mal rato.

Seguimos charlando pero mi atención se centraba en la pareja que nos precedía, Carlos le soltó la mano y la volvió a coger por la cintura a lo que ella no opuso resistencia cediendo a la presión que la aproximaba a él; yo observaba el balanceo de sus caderas al andar, esa manera tan espontáneamente sensual de moverse y de nuevo pensé que Carlos tenía que estar notando en su mano la ondulante cadera. Estaba seguro de que ella sentía mis ojos en su espalda, sabia que si no hacía nada para soltarse era para provocarme. Coqueteaba con Carlos para mí, se dejaba seducir para mí, era yo el destinatario de su juego.

—No me estás escuchando —oí decir a Elena con un fingido tono de reproche.

—Perdona estaba distraído.

—Ya lo vi, seguías vigilando a tu chica que no es tu chica —dijo con tono mordaz.

Les vimos llegar a la puerta del hotel y cómo entraban sin contar con nosotros, inconscientemente aceleré el paso.

—Mario déjala, no es una niña, no creo que corra peligro —Eché a reír al verme descubierto.

—Vaya, parece que me salió la vena paternalista.

—Es cierto, pareces su marido —Se me heló la sangre, ¿era posible que no supiese disimular mejor?, reí su ocurrencia quizás demasiado nerviosamente.

Carmen había seguido mi relato con la preocupación brotando en su rostro.

—¿Lo ves? lo tenía claro.

—¿Tú crees?

Afirmó con la cabeza añadiendo un gesto de absoluta certeza.

—Y si ella lo sabía…. —murmuró.

Carmen había mudado el gesto. Solo entonces comprendí el alcance de lo que ambos estábamos pensando.

—No es posible, te habría sondeado; lo más probable es que solo tras vuestra ruptura le confiase a Carlos sus sospechas.

—Como no se me ha ocurrido antes. —continuó, sin escucharme.

—No Carmen, piénsalo bien.

Elevó los ojos hasta encontrarse conmigo.

—No, tienes razón.

Volvió a perderse en su tribulación un instante hasta que la apartó como si una nube de mosquitos la estuviera molestando.

—Volvamos; háblame de ella, de cómo lo viviste tú.

—No es la actuación más decente que he tenido con una mujer.

—No, creo que no.

—La utilicé.

—Nos utilizaste a todos.

Se me cerró la garganta.

—Perdona —se excusó—, no es éste el papel que pretendo interpretar, lo siento.

—El caso es que es cierto, no creas que no lo he pensado, incluso se lo llegué a plantear con esas mismas palabras a Raúl.

Me dejó que me sumergiera en el recuerdo de aquella sesión en la que luché denodadamente contra mí mismo hasta que fui capaz de reconocer lo que ahora le había confesado Carmen: fui un manipulador que jugó con las emociones de Carmen y los deseos de Carlos utilizando a mi antojo la información, ocultando, dosificando y alterándola para obtener el resultado que buscaba.

—No es el momento —me interrumpió—, si ya lo has resuelto déjalo atrás. No debí decirte eso. Vamos sigue, cuéntame.

—Apenas la atendía, estaba tan preocupado por ti, por verte en acción que casi no le hacía caso, pero cuando desaparecisteis, me puse en evidencia.

“El cuerpo de Elena se movía al compás de la música acariciando mi cuerpo. Carmen abrió los ojos justo cuando volvía a apoyar su mejilla en la de él, su mirada delataba su excitación, era pura lujuria lo que destilaban sus ojos, la sonreí y le lancé un beso, ella me devolvió una breve sonrisa antes de perderla de vista, noté mi sexo erguido, no estaba seguro de su capacidad para frenarle si éste le pedía más; el corazón me golpeaba el pecho. De nuevo mi atención se centró en el cuerpo de Elena cuyos movimientos en mi sexo provocaban que mi erección no decreciese.

—¿Puedo? —dije justo antes de volver a tomar su lóbulo entre mis dientes, quería sumergirme en el placer que me brindaba para mitigar el dolor y el miedo.

—¿Estás decidido a comerme hoy? —De nuevo el doble sentido lanzado invitándome a seguirlo.

—Hasta donde tu quieras.

—No te confíes, yo también puedo morder.

—No esperaba menos de ti —dije al tiempo que depositaba un pequeño beso en su oído, Elena respondió apretándose a mi.

—Si sigues con eso, me vas a matar.

—¿Si? —dije al tiempo que volvía a besarle el oído recorriendo cada pliegue— ¿Seguro? no me das pena.

Tenía de nuevo a Carmen frente a mi, sus ojos estaban llenos de pasión; me asustó su mirada, la reconocí, la he visto cientos de veces cuando el deseo es tan urgente que necesita que le haga el amor; Le lancé un beso y sin dejar de mirarla recorrí con la punta de la lengua los pliegues de la oreja de Elena mientras mis manos se movían decididas hacia sus nalgas. Carmen siguió ese movimiento, luego me miró, entornó los ojos y me dedicó una leve sonrisa, como si le fallasen las fuerzas y apenas pudiera sonreír.

—¿Buscas algo ahí abajo? —El comentario me sobresaltó, intenté evitar que lo notara y decidí huir hacia delante; Estaba dispuesta, más dispuesta de lo que yo había buscado, noté el borde del tanga en sus riñones, jugué con sus vértebras y dibujé el contorno de la breve prenda.

—Ya lo encontré.

—¿Acaso dudabas de encontrártelo? No soy tan lanzada… así, de entrada.

—Eso que te pierdes. —No me reconocía, hacia años que no me relacionaba de esta manera con una mujer que no fuera Carmen.

—He dicho de entrada.

—¿Y... una vez presentados? —Bromeé; Elena se separó para mirarme, su sonrisa era una aceptación del juego.

—¿Me estás pidiendo algo?

—¿Acaso me lo concederías? —Sus ojos maliciosos brillaron, yo improvisaba como jamás me habría atrevido a hacer.

—Prueba a ver. —No se arredraba, me sentía excitado, ajeno por un instante a lo que Carmen vivía en ese mismo momento; Mi nuevo yo habló por sí solo.

—Puestos a pedir… me encantaría bailar contigo sin esto... —Acaricié el pequeño triángulo del tanga —. Y sin esto. —Mis dedos tamborilearon sobre el broche de su sujetador, no sabía si había ido demasiado lejos. Ella me miró con todo el deseo brotando en sus ojos.

—Supón por un momento que me vuelvo loca y te lo concedo, ¿Tú qué me darías a cambio?

El final de la canción vino en mi ayuda, no tenía respuesta adecuada y dejé en el aire una sonrisa y una mirada que pretendían dar intriga al momento; Miré a mí alrededor y no vi a Carmen ni a Carlos, el corazón me dio un vuelco, miré a todos lados pero no los veía, Elena notó mi preocupación.

—Les he visto salir a los jardines, tranquilo.

—¿Cuándo? —Mi pregunta precipitada denotaba demasiada ansiedad, más de la que un amante mostraría por una compañera de cama que se acuesta libremente con otros hombres. Sabía que mi actitud resultaba extraña, ya había provocado más de un comentario que casi nos delataba; Pero ahora toda mi atención estaba en localizar a mi mujer sin importarme la impresión que estuviera dando.

—No sé, estábamos bailando, casi al final les vi salir hacia la terraza.

Elena había cambiado, sin llegar a estar molesta se hallaba visiblemente descolocada, de nuevo se veía desplazada; ya lo había estado con Carlos y ahora era yo quien la dejaba fuera de lugar. Sentí cierta empatía hacia ella y rectifiqué. No podía, no debía salir a buscarla, al menos con esta urgencia que me dominaba, intentaría rebajar la tensión y proponer más tarde un paseo por el jardín.

—Bueno, supongo que no…

—Venga, salgamos a buscarlos. —Me tomó del brazo y caminó hacia el ventanal por el que ambos habían salido. Me sentí descubierto, comencé a balbucear torpemente.

—No es necesario, no importa… —Elena apretó mi brazo con decisión.

—Es igual, si no la encuentras vas a estar ausente toda la noche. —Me avergoncé de mi conducta hacia ella, no se lo merecía.

—Lo siento.

—No importa, sabía a lo que venía. —Se me rompió el corazón, me detuve bruscamente, ella me miró.

—Quizá al principio fue así, pero te aseguro que ahora no, tendrás que perdonarme estos excesos proteccionistas. —Bajó los ojos, comprendí que no debía ser fácil verse eclipsada por Carmen, no podía entender los motivos y por un instante estuve tentado de explicarle francamente la situación.

—¿Ahora no? ¿Y ahora qué es?

Parecía dolida, me quedé mirándola; tan hermosa, un lujo para cualquier hombre. Por los altavoces Sam Brown comenzó a cantar una de las canciones preferidas de Carmen, pensé en ella y me convencí de que, en que en cualquier caso sabría protegerse.

—Ahora toca bailar esta maravilla de canción.

Se dejó conducir hasta la pista y rodeó mi cuello con sus brazos. Sentí el olor de su piel, el roce de su mejilla, el movimiento de su cuerpo pegado al mío, Carmen estaba fuera, probablemente besando a Carlos, quizás dejándose acariciar.”

No pude continuar, por un lado me acosaba la vergüenza, por otro la nostalgia.

—Y luego se desnudó para ti, y luego…

No fui capaz de mantenerle la mirada.

—Tu primera mentira, que yo sepa.

—Mi primera mentira Carmen, la primera.

—Qué absurdo eres a veces; te lo puse en bandeja, pudiste contarme la verdad y no hubiera pasado nada, nada. Sin embargo elegiste ocultármelo, ¿por qué?

¿Por qué? Al día siguiente cuando abandoné la clausura y regresé al hotel se sinceró, me confesó lo que sintió al estar en brazos de Carlos, no ocultó lo que había permitido que ocurriera, sin embargo yo…

“—Me tocó las bragas.

—Y estaban mojadas… —le lancé. Me miró en silencio, su respiración se había acelerado—. Como ahora —Reconocí las que llevaba puestas, un culotte breve, casi tanga, volví mis ojos a los suyos y de nuevo bajé a su pubis, Carmen entreabrió ligeramente los muslos.

—¿Ahora están mojadas, verdad?

—Si.

—¿Más o menos que anoche?

—No sé.

Carmen subió la pierna y ocultó el pie bajo el muslo derecho.

—Menos, seguro que menos que anoche; llevabais bailando un buen rato, dejándote tocar, besándote con él, ¿hubo algo más que provocó que te mojaras?

Yo sabía qué; Carlos me había contado cómo le levantó el vestido y tocó su culo desnudo, en el jardín, donde podían ser vistos. Esperaba que ella me lo contase.

—Cuando salimos al jardín… —Su voz era un susurro, casi un gemido—, me besó y… —Comenzó a mover las manos nerviosamente por los muslos—. De pronto sentí su mano por debajo de la falda, por detrás, subió y…

—Y te tocó el culo.

—Si.

—¿Si, qué?

Me miró, entendía que yo no quería evasivas ni medias frases y noté que aceptaba el reto, que mi insistencia no la iba a acobardar.

—Me tocó el culo.

—¿Os vio alguien?

—No, creo que no.

Me levanté y me senté a su lado, la rodeé con el brazo mientras comenzaba a acariciarle los muslos, la besé con suavidad, repetidamente.

—¿Te gustó?

—Si, pero…

—Dime.

—Estaba intranquila, nos podían ver.

—Pero te dejaste.

—Si.

—¿Y si os hubieran visto?

—No sé, le hubiera apartado.

—No creo, ¿y parecer una niña asustada?

Estaba convencido: Si se hubiera sentido observada habría hecho cualquier cosa menos dar una imagen de mujer avergonzada o seducida contra su voluntad; por muy violenta que se hubiera sentido habría tenido más peso para ella su propia imagen de mujer fuerte, decidida y dueña de sus actos.

—Qué más te hizo? —Continuaba besándola mientras me hablaba, sentía su aliento, su olor me excitaba cada vez más.

—Me tocó el pecho.

—Las tetas —Corregí, deseaba un lenguaje vulgar, sus ojos se volvieron a mí, turbios por el deseo.

—Me tocó las tetas.

—Eso está mejor. ¿Qué sentiste? —Entornó los ojos.

—No sé.

—Si lo sabes.

—No… en serio.

—Si lo sabes —Mi boca le hablaba pegada al oído, mezclándose con mis besos.

—Electricidad… placer…

—¿Te gustó?

—Si.

—Y dejaste que te tocara las tetas.

Un leve impulso hacia atrás la venció sobre la cama, mi mano alcanzó la braga, estaba caliente, apreté el dedo medio a lo largo del surco de sus labios hundiendo la ligera tela; un gemido escapó de su boca.

—Si, le dejé.

—Eres una golfa. —Abrió los ojos.

—Y tú, un cabrón; ¿Qué hacías con Elena?

Una breve imagen me asaltó, Elena debajo de mí, la presión de su coño engulléndome sin dificultad. El momento de mi orgasmo golpeando su pubis con fuerza. No podía contárselo.

—Meterle mano —Sonrió de una manera obscena.

—Cuéntamelo —Calibré qué debía contar y qué callar.

Y comencé a hablar, interrumpido a veces por las preguntas de Carmen que revelaban una urgencia por saber; cada pregunta suya era el producto de su creciente excitación y cada respuesta que yo le daba provocaba un nuevo brote de placer, un placer insospechado para ambos. Sus manos me acariciaban con avidez, poco a poco su camiseta había acabado enrollada mas allá de sus pechos hasta que conseguí quitársela, sus dedos acariciaban el bulto que crecía en mi bragueta.

—¿Le pediste que se quitara las bragas? —No salía de su asombro—.¿Y el sujetador? —Sus ojos estaban completamente abiertos —. ¿Y se lo quitó?  —Sentí abrirse la cremallera de mi pantalón y la mano de Carmen invadiéndome.

—Se fue al baño y se lo quitó, si. —Gimió por mi confesión, por el trabajo que mis dedos hacían en su coño y por el instante en el que liberó mi polla.

—¿Y cómo sabes que se lo quitó? —Buscaba oírlo de mi boca, exactamente como yo antes había necesitado escucharla relatar cómo la había tocado Carlos.

—La toqué, bailando, y luego en el jardín.

—La tocaste…

No pudo continuar, su cuerpo comenzó a temblar dominado por el preludio de un orgasmo, aceleré el movimiento dentro de su coño, sentí sus dedos tropezando con mi mano e instalándose en su clítoris.

—Le tocaste el coño. —Repitió cuando se recuperó.

—Si, primero la palpé bailando, la noté desnuda, luego en el jardín la toqué por debajo de la falda.

Carmen continuaba acariciándose mientras me escuchaba, aquello era más de lo que había imaginado. La tenía ante mí masturbándose al escuchar cómo yo le contaba que había estado con otra mujer.

—¿Te la habrías follado, verdad?

La responsabilidad por mi silencio se hizo presente. Tenía la oportunidad de contarle todo, era el momento idóneo, envuelta como estaba en una profunda excitación.

Sin embargo, fui incapaz, algo me detuvo y para cuando quise reaccionar era tarde.

—Dime, ¿te habría gustado follártela?

—Si.

Aquella palabra convertía una omisión en una mentira, la primera mentira que había entre Carmen y yo.

—A mí también.

La ambigüedad de su frase me sacó de mis reproches. Reinicié mis caricias en su coño.

—¿A ti también, qué?

Me miró entre traviesa y sensual, siendo plenamente consciente del efecto de su frase.

—Me hubiera gustado verte.

—¿Verme follar?

—¡Si!

Fue casi un grito sofocado. Su mano seguía frotando mi empapado glande, llevándome al borde de la eyaculación. La besé, emocionado por lo que significaba su declaración.

—Creí que querías decir otra cosa.

—¿Qué? —Mi leve pausa escogiendo las palabras fue demasiado para la urgencia que sentía Carmen —. Dímelo.

—Creí que decías que a ti también te hubiera gustado follar. —Se revolvió en la cama —. Dime ¿te habría gustado follar con Carlos?

De nuevo se removió apretando mi glande entre sus dedos, sentí como aceleraba el ritmo en su clítoris, un gemido escapó de su boca.

 —Dímelo, ¿querías follar con Carlos?

—¡Si!

Su cuerpo botó en la cama sacudido por un nuevo orgasmo o quizás por la continuación del anterior, sentí los espasmos de su coño apretando mis dedos.”

—No lo sé, son decisiones que se demoran, que se dejan escapar segundo a segundo y para cuando quieres reaccionar ya es tarde. No tengo una explicación lógica Carmen, no la tengo, jamás había tenido una conducta de este tipo antes…

—Déjalo, ya hemos hablado suficiente de eso —respondió secamente, con un gesto de disgusto que me hizo recordar que mi crédito era nulo.

Un denso silencio se cruzó entre nosotros.

—Creo que mis mentiras nos van a pasar factura y no sé cómo solucionarlo. No estoy de acuerdo contigo, no lo hemos hablado bastante; no me reconozco en esa conducta, ni antes hice algo parecido ni creo que lo vuelva a repetir pero sé que ahora no tengo ninguna probabilidad de que me creas.

Había seguido en silencio mis palabras, no advertí la crispación con la que cortó mi anterior intento de explicación.

—Ambos hemos cometido errores muy graves —añadí—, pero si dejamos que la desconfianza anide en nosotros me temo que todo lo que hemos hecho hasta ahora no va a servir de nada.

Nada, ni una palabra, ni un gesto, nada; solo el silencio.

Renuncié, me levanté abatido por el desánimo.

—No puedo hacer más.

.

—¡Espera!

Aquel grito angustiado me detuvo cuando ya estaba a punto de abandonar el salón; giré y la vi avanzar; tenía una expresión de tristeza que me conmovió. Me abrazó con todas sus fuerzas; estaba temblando.

—Espera —repitió sin soltarme.

 Y así nos quedamos bajo el quicio de la puerta, abrazados en silencio, percibiendo el temblor de su cuerpo, recogiéndonos el uno al otro. Estábamos dispuestos a perdonar. ¿Estábamos preparados para confiar?

…..

—Te exijo demasiado; pido carta blanca. Lo sabes todo de mí y pretendo que lo aceptes, que no me juzgues, que des carpetazo a todo lo que he hecho y ni siquiera te doy pie a un momento de recriminación, de duda, de desconfianza. ¿Cómo vas a saber mañana o dentro de un mes o un año si te estoy engañando, si he vuelto a ver a alguna de las personas con las que he tenido sexo? ¿Cómo sabrás si en algún congreso he deseado acostarme con alguien, si lo he hecho? ¿cómo vas a tener la seguridad de que no lo puedo volver a hacer?

—Hace un par de noches me planteaste estas mismas dudas ¿no te acuerdas? 

—A veces siento que reacciono como aquel Mario que me escupía a la cara insultos sin dejar que me explicara.

Sus ojos estaban arrasados en lágrimas que a duras penas lograba contener.

—Lo siento, lo siento mucho, perdóname.

Giré y la recogí en mis brazos.

—No quiero caer en lo mismo, esa duda no puede separarnos; no quiero Mario, no quiero; Si vuelvo a tener la más mínima vacilación, si algún día sospecho que me estás mintiendo no dejaré que pase ni un minuto sin decírtelo, prefiero que lo hablemos, que lo curemos antes de que la duda crezca y nos separe.

Acaricié su mejilla, estaba tan cerca, tan cerca; su aliento llegaba a mi rostro e inflamaba mis sentidos; aplasté la almohada para evitar que ocultara ni una parte de su rostro; sonrió.

—Es un pacto —respondí—, si alguna vez siento lo mismo, si me encuentro mal y necesito decírtelo, saber qué… con quién, o… pedirte que te quedes, me gustaría…

Dudé.

—¿Qué?

—Contar contigo.

Sus dedos sujetan mi nuca para que el contacto de nuestros labios perdure. Un pacto sellado en un beso que apenas es un roce y progresa a medida que el deseo crece. Nuestras lenguas se disputan el espacio, mi mano reconoce su piel, su cuerpo, sus ondulaciones. Su pierna ansiosa trepa, me busca, forcejeamos y termino por ganarle la partida. Hermosa, vencida sobre la cama, atada por mis manos se deja inmovilizar sabedora de que si quiero entrar en ella tendré que liberarla. Me provoca, culebrea sobre la cama como si fuera una ola, se roza con mi ariete, lo rehúye. Capitulo, la suelto y es ella quien se apodera del botín y lo lleva a su destino, pincela el surco mezclando humedades y lo encaja; gime como si fuera a sollozar. «Ahora», pide. Y cuando me sumerjo milímetro a milímetro degustando cada sensación sonríe, se estremece y se afianza a mi espalda con manos y pies dispuesta a trotar conmigo.

…..

—Sobre Elena creo que no necesito saber nada más; solo una cosa: Si acaso llego a reencontrarme con Carlos, Elena tarde o temprano verá confirmadas sus sospechas, descubrirá lo que hicimos —añadió tras un largo silencio.

—No creo que se sorprenda mucho, la verdad.

—No obstante a mi me tocará pasar por momentos muy amargos con Carlos; le he mentido, le he manipulado, quiero pedirle perdón y afrontaré sus reproches… como mínimo. Estoy dispuesta, no sé si estoy preparada pero estoy dispuesta; es la única manera de que recupere mi dignidad aunque no lo recupere a él.

El tabaco, siempre el tabaco como excusa para preparar un momento trascendente. Vació los pulmones y volvió a mí.

—Necesito que tú hagas lo propio con Elena, no podría…

Se detuvo, el resto me lo dijeron sus ojos, me lo dijo el silencio cargado de sentido, la tensión con la que hizo brillar el ascua del pitillo. No podría mirarme a la cara si no le pedía perdón a la mujer que manipulé.

—Lo haré, no me siento bien con lo que hice.

La campana de la ermita nos envía desde la lejanía un único tañido: La una de la tarde. Nos hemos quedado en silencio recogidos en nuestros propios pensamientos, dejándonos mecer por la brisa, por la lenta deriva de las nubes. Puede que estos momentos dedicados a dejar pasar el tiempo sean tan saludables como los tiempos de clínica. La proximidad en quietud nos beneficia.

—¿Entramos?

Sobre Graciela

—Graciela se marchó en un momento crítico. Creo que las razones que dio solo fueron una parte, en realidad pienso que tuvo miedo, debió de sentirse tan plena en pareja que temió lo que podría pasar si regresabas. Creo que ese fue el detonante que la impulsó a alejarse y no otro.

—Ese es su temor. Hace unos días tuvimos una conversación... 

Me lo iba a contar, intuí que se trataba de mi declaración de amor y sentí un inesperado brote de pudor.

—Me llamó poco antes de mi llegada aquí. Habíais estado hablando, no me llegó a decir si le propusiste veros aunque yo lo entendí así; lo que me emocionó fue su decisión de demorar vuestro encuentro hasta que todo se resolviese entre nosotros; es… es increíble.

—Lo es.

—Cuídala Mario, ha sufrido mucho.

—No os merezco.

Carmen detuvo aquel exceso emocional con un gesto vago.

—Me contó lo que le dijiste, que estás enamorado de ella.

Pudor si, no podía definirlo de otra manera, pudor es lo que me provocaba saberme descubierto.

¿Descubierto? ¿qué clase de estúpida reacción era esa? En algún momento debería estudiar ese comportamiento pero ahora tenía que acabar con este incomodo silencio, probablemente estuviese leyendo mi rostro como un libro abierto.

—¿Qué sentiste?

—Lo mismo que tú, soy humana: Miedo a perderte ¿qué creías?

Busqué su mano y entrelazamos los dedos.

—Me dijo que te frenó, que no debías decir esas cosas. Pero tú le dijiste…

—Que pensaba que ya lo sabías o que al menos lo intuyes y que tengo la impresión de que en alguna ocasión se lo has debido insinuar ¿me equivoco?

—No… no te equivocas. Cuando creí que te había perdido y supe lo mucho que sufrías, a punto de hundirte pensé en ella como la única persona que podía salvarte.

“Carmen se despierta sobresaltada por el zumbido del móvil que suena insistentemente, mira el reloj, son las cuatro de la madrugada; estira el brazo y lo coge de la mesita, “Graciela” aparece en pantalla.

—¡Graciela, que pasa! —susurra para no despertar a Irene.

—Disculpa que te llame a estas horas, pero no sabía que hacer.

—¡Qué pasa!

—Es Mario, está aquí conmigo, duerme en el sofá del salón. Después de vuestra cita me llamó y me contó lo sucedido, le obligué a cenar algo y luego… estaba tan hundido que no quise dejarle marchar, apenas logré que dejase de beber. Conseguí hacerle subir a casa para hacerle café y seguimos charlando. No está borracho, pero está mal, muy mal; se arrepiente de cómo enfocó la conversación que tuvisteis.

Carmen se ha levantado y se ha ido al salón, tiembla.

—Yo tampoco lo hice bien, dije cosas horribles que tuvo que interpretar muy mal porque yo no sabía que…

—¡Carmen qué has hecho! ¿cómo has podido…?

Un nudo le atenaza la garganta, ¿cómo explicarle el malentendido?

—No Graciela, no es lo que vio, yo no…

—Está destrozado, no te imaginas como está.

Si Graciela, si lo imagina, perfectamente. Vacía los pulmones, las lágrimas salen casi sin darse cuenta, se lo imagina en el sofá de una casa extraña mirando al techo, echándola de menos, preguntándose por qué comenzaron un camino que les ha llevado a la separación, al vacío, a la ausencia. Lo imagina con la amargura agarrada a la garganta, sin lágrimas que verter, sin ganas de vivir, huyendo hacia delante, refugiándose en el trabajo, inventándose un rostro de normalidad ante los compañeros para disimular el luto que lleva por dentro.  Solo, solo.

Mientras que ella… ¡Oh Dios!

—Graciela.

—Dime.

—No le dejes pasar por esto solo.

—Qué quieres decir.

—Lo sabes perfectamente, creo que le he perdido y si me equivoco, si no es así él me agradecerá lo que te voy a pedir. Pero si acaso lo he perdido solo estaremos adelantando acontecimientos y evitaremos que pase una noche más de dolor en solitario.

—¡Carmen, por favor!

—Hazme caso, él ya te lo dijo, deseaba hacerte el amor y yo sería la primera persona que se enteraría, ¿lo recuerdas? Tú también le deseas, lo sé, lo he visto en tus ojos, y ahora te une a él algo más. —Apenas podía seguir, pero hizo un esfuerzo —. Y a mí. Hazlo por los dos, por los tres, evítale una noche de sufrimiento, puedes mitigárselo, no me digas que no lo has pensado.

—¡Te das cuenta de lo que me estás pidiendo!

—No es por lástima ¿verdad? No, Graciela, no es eso, te lo pido por amor, porque le amo con todas mis fuerzas y no soporto saber que está sufriendo solo y sé que tú le quieres. Nadie mejor que tú para consolarlo.

—¡Carmen, cómo puedes…

—Porque eres tú Graciela, porque eres mi amiga y no soporto saber que está solo, que está sufriendo. Porque si yo ya he salido de su vida, nadie mejor que tú para sustituirme y si no es así, si yo he de volver a él, tú eres la mejor persona para acompañar a mi marido hasta que yo pueda regresar.

El teléfono no pudo ocultar los sollozos ahogados de Graciela.

—Por favor, te lo suplico, no le dejes solo esta noche, yo sé lo que es eso y es horrible.

Una pausa cargada de lágrimas, de suspiros entrecortados comunicaba a las dos mujeres. Una pausa que transcurrió sin mediar palabra y que selló un pacto.

—Lo voy a hacer, por ti y por él, pero quiero que sepas que también voy a luchar para que le recuperes y luego…

—Y luego yo haré lo que sea para que no salgas de nuestras vidas.

—¡Oh Carmen!

No pudo continuar, su voz se rompió en un sollozo.”

Aquella conversación de la que solo conocía algunos retazos me volvió a quebrar tanto como la primera vez que la viví; Dos extraordinarias mujeres habían luchado para evitar que me hundiera. Tenía una deuda impagable.

Carmen se evade, mira hacia la cristalera; el recuerdo duele, sin duda. Cuando regresa está otra vez entera, vuelve al presente, a la conversación que mantuvieron días atrás; Ahora comprendo hasta qué punto están unidas.

—Le pregunté si te había respondido —continúa—,  tú le habías pedido que te lo dijera, si estaba enamorada de ti.

—Necesitaba saber si también... siente lo mismo. Si no era así debía dejar de presionarla.

—Ya sabes cómo es, clara y directa, no se anduvo con rodeos: «Me he enamorado de tu marido, tienes que saberlo y si es una aberración, si con esto que te digo te estoy haciendo daño dímelo ahora y no volveré a aparecer jamás», es una persona tan honesta que no podría haberlo hecho de otra manera.

—Es maravillosa, las dos sois lo mejor que me ha pasado.

—Si Mario pero no va a ser fácil.

—Lo sé, no creas que no lo he pensado…

—Espera. Graciela no lo está pasando bien; imagino que este tiempo de reflexión ha debido ser un suplicio.

—¿Por qué? ¿A qué te refieres?

—Dijo algo más: «Esto es una locura, todavía no tengo tomada una decisión. Jamás voy a romper tu matrimonio y el panorama que he imaginado desde que tuve esta conversación con Mario no me gusta Carmen, no me gusta. Estar enamorada de una persona con la que solo puedes convivir esporádicamente es una tortura. Y yo no voy a exigir nada»

No lo esperaba, no podía imaginarlo. Ahí está la respuesta a tantos silencios que Graciela ha ido dejando últimamente. Tengo miedo a lo que pueda decidir y lo comparto con quien mejor me puede entender. Trata de ayudarme, la conoce y por eso no intenta crearme falsas expectativas, Carmen es mujer y puede comprender mucho mejor lo que estará pasando Graciela.

—No la presiones, cuando hables con ella déjala libre para decidir lo mejor para ambos.

—Pero la quiero, no podría vivir sin...

—Por eso, porque la quieres, no la hagas sentirse obligada a seguirte.

Entonces sucedió; esa sensación parecida a un despertar. Si no fuera porque en esta ocasión ella estaba implicada hubiera exclamado como tantas otras veces «¡Eureka!» y nos habríamos entendido. Pero no, no podía, esta vez no.

—Tengo la boca seca —dije poniéndome en pie—, ¿quieres algo?

—Agua, con un par de hielos por favor.

En la soledad de la cocina pude revisar las últimas frases que Carmen pronunció y que me habían hecho caer en la cuenta de algo que no fui capaz de ver antes: « No la presiones, cuando hables con ella déjala libre para decidir lo mejor para ambos». No tuve que esforzarme para ponerlo en su boca: «No me presiones, déjame libre para decidir lo mejor para ambos». Con su voz, con sus giros sonaba tan claro, tan evidente… Si, puede que fuera lo que su subconsciente llevaba tiempo queriendo pedirme. El otro consejo saltó con fuerza, me pareció escucharla como si la tuviera a mi lado: «Por eso, porque me quieres, no me hagas sentir obligada a seguirte».

¿Era eso lo que estaba ocurriendo? Puede que sin saberlo Carmen hubiera necesitado el conflicto de Graciela para poder dejar aflorar su propio dilema: Tal vez me estuviera pidiendo espacio, reclamando libertad a través del análisis de la crisis que se nos planteaba a Graciela y a mí. Puede que este fuera el colofón de una semana de cambios trascendentales. Su emancipación.

Terminé de preparar los vasos de agua envuelto en una náusea y regresé al salón.

—Creo que tienes razón, no debo presionarla.

—Es lo mejor, está muy preocupada por nosotros, quiere evitar que vuestra relación pueda perjudicarnos, por eso sería un error que tratases de forzarla con argumentos de tipo… digamos, romántico; no es la mejor definición pero creo que me entiendes.

—Totalmente

—Ahora mismo, tú lo has podido comprobar, la pone en una situación difícil. Pienso que le debes dar un margen para que no se sienta agobiada. ¿Sabes si tiene alguna otra relación?

—Nada serio, un amigo de toda la vida que ha reaparecido tras la muerte de su marido; se han visto con frecuencia, se llaman, han quedado para ir al teatro, a exposiciones… de ahí no ha pasado, ¿por qué?

—No por nada.

—Entonces ¿piensas que… debo enfriar la relación?

—No he dicho eso, solo creo que no deberías presionarla.

—A eso me refería.

—Dale espacio para que pueda fomentar otras relaciones, no la monopolices.

«Dame espacio para que pueda fomentar otras relaciones, no me monopolices». No lo pude evitar; me sentí tan ridículo haciendo aquello… Sabía lo dañino que es ese tipo de pensamiento tóxico. Pero ahí seguía su voz pidiéndome, exigiéndome que le diera espacio.

—En todo caso es tu decisión, solo es un consejo. ¿Seguimos?

Y seguimos, aunque no pude apartar de mi cabeza la idea de que Carmen me pedía la libertad a gritos, no sé hasta qué punto era consciente de cuánto necesitaba sentirse libre, pero su mensaje implícito me llegaba alto y claro.

—A raíz de aquella conversación que tuvisteis Graciela ocupó  tu lugar pero no te sustituyó. En ningún momento hizo intención de usurpar tu puesto; ambos sabíamos lo que estábamos viviendo sin necesidad de expresarlo. Me ayudó a superar la etapa del dolor, incluso me acompañó cuando la rabia me cegó y volví a insultarte; no sé cómo pudo soportarme cuando descubrió a ese otro Mario que no conocía. Aún así me acompañó y no permitió que cayera de nuevo en el derrotismo.

¿Cómo no me iba a enamorar de aquella mujer que supo ver en mí más allá del desecho en el que me había convertido?

—Si, la quiero, claro que la quiero, se convirtió en la compañera que necesitaba en aquellos durísimos momentos en los que apenas quedaba algo de lo que yo era. La quiero.

Me miró con esa profunda serenidad que a veces me sobrecoge. Hubiera querido tener ese mismo aplomo cuando ella me declaró el amor que sentía por Carlos. En aquel momento sentí miedo ante una expectativa en la que la pérdida era todo lo que se me podía ocurrir. Nada de eso parecía plantearse en la mente de Carmen o al menos no es lo que la expresión de su rostro me hacía sospechar.

—¿La quieres? ¿Por qué no eres capaz de hablar conmigo con la misma sinceridad que tienes con ella? No sé qué te pasa Mario, sigues manteniendo esa… distancia entre nosotros ¿no te das cuenta? Todavía no has sido capaz de decirme a la cara que estás enamorado de Graciela. Enamorado. —Finalizó remarcando cada una de las sílabas.

—Tengo miedo —balbuceé.

—¿Miedo, a qué?

Se fue acercando hasta que sentí sus dedos en mis manos. Si, miedo; tenía que dejar de rumiar mis pensamientos, era el momento de comenzar a formular lo que me impedía expresar mis sentimientos abiertamente.

—Miedo a perderte; es como si…

Respiré profundamente.

—Como si al reconocer que amo a Graciela… me desprendiera de ti.

Expresarlo en palabras por primera vez me hizo consciente del mecanismo de defensa que había en esas emociones.

—Mírame.

Busqué sus ojos; en ese momento me di cuenta de que había estado evitando su mirada.

—¿Lo has visto, verdad?

Asentí brevemente.

—Puedes mantener relaciones con ella, con cualquier otra persona, te puedes permitir quererla, incluso confesarle que la amas mientras yo no lo sepa; porque el Amor, el vínculo del Amor con mayúscula tratas de mantenerlo como un lazo que nos une por encima que cualquier cosa que nos haya sucedido. ¿Es así?

Apenas podía controlar el temblor que pensaba era visible para ella. El miedo me acongojaba. Ahora que estaba seguro de que Carmen deseaba su libertad me aferraba al amor que nos unía, ese amor del que seguía convencido. Esa era mi obsesión: A pesar de todo ella me amaba.

—Las  relaciones que hemos puesto sobre la mesa durante esta semana han podido ser más o menos difíciles de asumir pero es cuestión de tiempo, tarde o temprano las habremos asimilado. Estoy por aventurar que mi declaración de amor por Carlos, por difícil que te resulte es también asimilable ¿no es cierto?.

Unos segundos bastaron para que Carmen terminase de montar su argumentación, unos segundos en los que no esperó respuesta a esa pregunta retórica.

—No, el autentico nudo está en ti, el lazo que te sujeta, que te estrangula está en tu cuello; eres tú el que no logra vivir sin esa ansiedad. Puedes aceptar todo lo que ha sucedido, entenderlo, superarlo y comprenderlo siempre y cuando nuestra pareja salga adelante, siempre y cuando nuestro amor perdure. Lo que realmente te asusta es que si tu relación con Graciela o con cualquier otra persona trasciende el grado del cariño y te enamoras tanto como lo estás de mí se produzca algo que temes como la peste.

Me miró a los ojos; me traspasó hasta lo más profundo de mi mente.

—Que te sientas libre, libre hasta el punto de permitirte cuestionar cosas que hoy no te permites cuestionarte.

—No sé a qué te refieres.

—Por ejemplo: Si soy la mujer que quieres a tu lado.

Sentí que mi cabeza comenzaba a moverse de un lado a otro, no era yo quien lo controlaba; me escuché pronunciar: «No, no, no».

—O quizá pienses que si te considero tan libre como para enamorarte de Graciela y compruebo que eres feliz, yo me pueda sentir liberada para dejarte marchar.

No sé en qué momento había salido al camino. El pecho me retumbaba al mismo ritmo que las sienes, estaba hiperventilando; por el rabillo del ojo noté que se acercaba alguien a cierta distancia todavía, quienquiera que fuera no me podía encontrar en ese estado; entré en casa y bordeé hasta llegar al jardín, respiré hondo hasta que me calmé.

…..

—¿Eso es lo que piensas, que no me siento libre a tu lado?

—Recuerda lo que has dicho: «Es como si al reconocer que amo a Graciela me desprendiera de ti». No tienes ningún problema en decirle a ella que la amas, el problema surge conmigo, utilizas eufemismos, suavizas la frase: me dices que la quieres como si hablarme del amor a Graciela rompiera un vinculo entre nosotros.

—Si, lo sé, es algo absurdo.

—«Como si me desprendiera de ti» —repitió—, eres tú el que te sientes atado a mi, haces que parezca que llevamos un yugo al cuello que nos obliga a caminar inseparablemente juntos.

—Yo no lo veo así, lo pintas de una manera que parece una condena.

—No soy yo, eres tú quien habla de desprenderse, como si en tu mente tuvieras una idea de fusión… casi materno filial.

—¿No crees que exageras?

—Toma perspectiva, aléjate de los sujetos y analiza los datos. ¿Qué alternativas manejarías como posibilidades?

Miré a la colega, la observé como tantas veces hago cuando contrastamos un caso. No podía refutar nada de lo que había planteado, el paciente presentaba evidentes indicios de una dependencia emocional…

—Detecto una dependencia con ciertos matices… —Carmen se adelantó poniendo voz a mis deducciones.

—No sigas, ya lo he visto.

—¿No te recuerda a Flora?

—¡No sabes lo que dices!

Había ido demasiado lejos. Mi tía Flora enviudó siendo muy joven y se tuvo que enfrentar sola a sacar adelante a su hijo. Con una educación universitaria no tuvo problema en reengancharse al entorno laboral y se dedicó en cuerpo y alma a mi sobrino, tanto que se olvidó de ella misma. Sergio creció y tuvo todo lo que necesitó y más; demasiados cuidados demasiados caprichos le convirtieron en un adolescente inconstante que conseguía todo de su madre. Varios sustos nos tuvieron a toda la familia en vilo y a su madre encadenada. Creció, sacó la carrera, tuvo algunas novias a las que no trató bien y que le fueron abandonando. Por su parte Flora pudo haber rehecho su vida, se enamoró un par de veces pero esa absoluta dedicación a su hijo le impidió llevar a buen puerto ninguna relación que le habría permitido ser feliz.

No. Ni Carmen es Sergio ni yo tengo una dependencia como la de mi tía Flora.

—Perdona, ha sido una comparación odiosa.

—Podías habértela ahorrado.

—No obstante mi error no invalida la hipótesis. Tienes una dependencia insana.

—¿Insana? exageras de nuevo.

—¿Has visto cómo has reaccionado cuando he puesto en cuestión simplemente que te plantees si soy la mujer de tu vida?

Había sufrido un ataque de ansiedad; tenía razón.

—Vas demasiado lejos. Tan solo he sido incapaz de reconocer abiertamente ante ti que amo a Graciela; tienes razón, algo falla, pero es que…

Es que estaba sobrepasado, como si todo sucediera demasiado rápido para mí. En menos de una semana había pasado por durísimas pruebas. Había conocido todo el proceso de Carmen: Salif, Mahmud, Borja, Irene… ¿Cuántas personas habían cruzado por su vida, cuantas personas habían usado y abusado de ella?, ¿cómo la habían transformado? El tabaco, las drogas… «Ahora lo necesito pero pienso ir dejándolo, poco a poco», ¿sería capaz? De momento había conseguido hacerme fumar maría. Lo que estaba claro es que en sus planes no entraba olvidarse de Doménico, ni de Irene y por lo que intuía tampoco de Tomás; ¿qué más podía esperar? No era tan descabellada mi intuición de que en el fondo me estaba pidiendo espacio, libertad, autonomía. No, no lograba seguirle el ritmo, no podía seguirla.

—Es algo más que eso Mario, estamos reconstruyéndonos como pareja, rompiendo límites, abriendo puertas; somos distintos a los que éramos, no podemos mantener los clichés que nos sujetaban antes. Cuando iniciamos esta etapa lo hicimos como un juego erótico en el que los otros eran un instrumento; Graciela afortunadamente se salvó de esa fase pero eso ya pasó. Durante mi éxodo me he descubierto como persona y lo que más deseo es que tú también lo consigas. Graciela no puede ser la muleta en la que te refugies cuando yo no esté, cuando… cuando me vaya con Irene o con Domi o quien sabe, con Carlos. Sería abusar de ella y a larga supondría un desastre para ti. Tienes que aprender a liberarte.

—Cuando te vayas —repetí con amargura.

—¿Te estás escuchando? No pareces tú, no eres tú. ¿Por qué te empeñas en interpretar ese papel de esposo afligido? No te va nada, ¡tú no eres así!

Esposo afligido, ¿así me veía? Tal vez no conseguía expresar correctamente mis temores; la sensación de pérdida que tenía, fuera cierta o no, me estaba haciendo añicos como persona y como pareja.

Detecté el peligro, estaba defraudándola, quebrando la imagen que tenía de mi, o lo que quedaba de ella. Sonreí, debía acabar con aquello.

—¡Oh Carmen —lloriqueé—, vuelve! No, desde luego ese no soy yo. —Concluí sin mucha convicción.

No creo que mi pobre actuación ocultara los auténticos miedos que me vapuleaban pero evitó dejarme en evidencia; me sentí abochornado.

—Mario, tienes que empezar a pensar en el futuro a medio plazo. Mañana, cualquier día tendrás que pensar en Graciela, deseareis pasar unos días juntos; ¿crees que me voy a estar martirizando en casa por tu ausencia? ¿tan poco me conoces? Te amo demasiado como para no alegrarme por vosotros. Eres mi amor, mi pareja y tu felicidad me importa.

El futuro. Todavía no había tenido tiempo para asimilar el presente, ni siquiera había podido afrontar el pasado y ya me pedía que pensara en el futuro. Era demasiado, sabía que tenía razón pero en aquel momento me sentía superado por los acontecimientos.

—No sé Carmen, me estás pidiendo demasiado. Tal vez no estoy a tu altura.

Chasqueó la lengua mostrando el desagrado que sentía.

—¿A mi altura? ¿qué pretendes dar a entender? ¿Te estás rindiendo, es eso? Todo va bien mientras soy yo la que se esfuerza, la que se desnuda ante ti y se muestra tal cual soy. Y tú, ¿qué haces tú? escuchar, replegarte, callar y aceptar los cambios que observas en mí para que nada se descoloque en nuestra vida. Estás dispuesto a tragar con todo sin rechistar con tal de que en el fondo, nada cambie ¿es eso?

Algo había en su voz y en sus ojos; un toque de angustia velaba su expresión. No podía permitir que continuase pensado eso de mí.

—Te equivocas, en absoluto voy a rendirme ahora que hemos llegado tan lejos. ¿No crees que merezco un poco de margen? He tenido un momento de debilidad si, lo reconozco,  todo va tan rápido… estoy renunciando a demasiadas cosas, demasiados… prejuicios que ni yo mismo había considerado nunca como tales ¿no te das cuenta?

Deconstrucción. Ese fue el concepto que surgió en mi mente. Quizá era lo que estábamos haciendo o al menos así me sentía yo en algunos momentos, como si me estuviera desarmando y volviéndome a montar, pieza a pieza, sentimiento a sentimiento, emoción a emoción.

Y así se lo conté en un susurro, en un lamento, como si lo estuviese verbalizando para mí.

Terminé con un profundo suspiro, me había costado mucho sincerarme.

—Creo que la primera vez que sentí esa sensación de estar desarmándome fue cuando conocí a Jorge y me presentaste como «tu pareja».

No sabía por qué había vuelto a aquella escena, puede que me hubiera causado más impacto del que creía.

—Supongo que ahí comenzaste tu labor de zapa.

—¿Esa es la conclusión que a la que llegas, que estoy haciendo una labor de zapa?

—Entiéndeme: demoler el concepto de marido y mujer y sustituirlo por el de pareja no parece algo inocuo.

La decepcionaba, otra vez. ¿Por qué había vuelto a aquello?

—Entiéndeme…

Alianzas

—¿Por qué le sigues dando vueltas a esa escena?

—No lo sé; olvídalo, supongo que en el fondo no tiene tanta importancia.

—¿Estás seguro?

Dejé el vaso sobre la mesa. Puede que no, que detrás de aquella observación se escondiera algo más. Me apoyé en el respaldo del sofá y la miré mientras exploraba mis sentimientos.

Algo había, es cierto. Desde que unos días antes exploramos el concepto de pareja como alternativa de marido y mujer había intentado soterrar un leve y constante malestar como si temiese que si no lo hacía podría crecer.

—No, algo de razón tienes. Puede que hayamos dejado sin cerrar ese asunto.

Sonrió; a veces cuando emplea esa sonrisa casi maternal me hace sentir pequeño.

—Apenas lo hemos tocado —dijo—. Pasamos muy por encima y luego hemos hablado tantas cosas que… creo que deberíamos volver a tratarlo.

La conozco tan bien… Sus ojos iniciaron una lenta deriva hacia su derecha a medida que se concentraba. No me moví, me entusiasma verla cuando su cabeza trabaja a toda máquina. Se abstrae, parece olvidarse del mundo. Podría hablarle, llamar su atención y no saldría de ese estado salvo que el estímulo fuera lo suficientemente fuerte. No lo voy a hacer, la dejo que siga estructurando lo que a continuación me ha de contar.

—Ven, vamos —dijo ofreciéndome la mano.

La sigo sin preguntar; cada vez me gusta más verla desarrollar su labor de terapeuta, estoy orgulloso de ella. Subimos las escaleras, me lleva a la alcoba.

—Desnúdate —Me urge cuando ya se está despojando de la camiseta.

Me sorprende, sé que no venimos a hacer el amor. Obedezco y comienzo a quitarme la ropa. Cuando ambos estamos desnudos, frente a frente, espero; tras una breve pausa Carmen se desprende de la pulsera; me hace una señal: el reloj, me lo quito. ¿Qué pretende decirme?

Me mira intensamente pero no es sexo lo que quiere. Tras un tiempo que no puedo evaluar se quita las pequeñas perlas que adornan sus lóbulos. Los latidos acompasados de mi corazón golpean en mi pecho y comienzan un ritmo distinto, más fuerte, más veloz. ¿Qué está pasando?

No deja de mirarme, es una mirada nueva, distinta, cargada de intención si, pero que no logro descifrar; me acongoja y no sé bien por qué.

La gargantilla se le resiste, las manos a la nuca tropiezan con el cierre y cuando al fin cede pende de un extremo y la deja caer lentamente en la palma.

Sin apartar la mirada las manos bajan al vientre y lo sé, sé lo que va a hacer y me ahogo, literalmente me ahogo. La joya que adorna su ombligo aparece entre los dedos.

Los tiempos se acortan. Sus manos viajan a los pezones; primero el izquierdo, se desnuda del aro porque eso es lo que está haciendo, ahora lo voy entendiendo; luego el derecho.

Sigue mirándome, taladrándome con sus ojos negros que han adquirido una más intensa profundidad si cabe. Está desnuda, totalmente desnuda; ese es el mensaje.

No. Dios, no.

Siento que voy a desfallecer cuando su mano izquierda se apodera de la alianza que rodea el dedo anular, la desliza tras vencer una ligera resistencia y la deja junto al resto de joyas sobre la cómoda.

Me ofrece el dorso. Mis ojos viajan de la mano desnuda a sus ojos y de vuelta a la mano obscena. Sé lo que me está pidiendo, es algo más que renunciar a un anillo, significa cortar un lazo, romper amarras.

Tengo miedo, ¿lo estará notando? No puedo demorar mi decisión o desistirá y perderemos  esta oportunidad de dar el salto a una nueva etapa.

Inspiro profundamente, siento el contacto de mis dedos sobre la alianza; los ojos de Carmen se desvían hacia mis manos y contiene una emoción que intenta brotar de su boca. Me aferro al anillo como si fuera un salvavidas, le doy una vuelta, dos. Debo continuar; se resiste a traspasar el nudillo, giro la mano; por fin, ya está hecho; un último esfuerzo ha bastado para vencer el obstáculo. Como un parto, pienso. Me detengo, aún podría, aún podría… No; retiro la mano, ya tengo el anillo fuera. No sé qué hacer. Me observa, sus ojos sonríen, solo sus ojos. Abandono la alianza junto a sus joyas, la dejo encima de la suya, un gesto simbólico y vuelvo a mi posición. Tiemblo, me siento desnudo, me siento…

Desamparado.

—Ahora si estamos desnudos, ¿lo percibes?

Me cuesta responder. Es más, mucho más. Puede que sea eso lo que debo decir.

—Es una desnudez mucho más profunda de lo que he sentido nunca.

El pulgar extraña la marca que el tiempo labró allí donde la alianza ha permanecido durante tantos años. La busca y al no encontrarla un vacío ahoga mi garganta.

—Yo también, jamás me había desprendido de todo lo que reviste mi cuerpo. Pero lo más importante, lo radical es esto.

Levanta la mano derecha y muestra la ausencia, la alianza que no está, ese anillo que nos ha ligado durante casi una década.

—Ya nos desnudamos de un concepto que nos diferenciaba: marido y mujer y aceptamos presentarnos como pareja. Todavía te genera un pequeño malestar; ¿temes perderme? Tengo la impresión de que has intentado dejar de pensar en ello.

Lanza conceptos, hace preguntas, todo ello salpicado de breves pausas.

—Es cierto, sé que es absurdo, son los rastros de una sociedad que impregna aunque me hayan educado en unos valores totalmente opuestos. Lucho con ello y sé que lo superaré, no me preocupa.

—Por eso he llegado a esto, a la desnudez total, ¿puedes aceptarlo?

—Si, creo que si.

—¿Crees que puedes superar esta prueba? —Insiste; no acaba de creerme.

—¿A qué te refieres?

—¿Podemos mantenernos unidos sin las alianzas?

Instintivamente mis dedos se aferraron al anular desnudo. La sensación es la de aquel que ha perdido un miembro. Recordé la experiencia de un paciente al que le habían amputado tres dedos de la mano izquierda. Ingeniero y excelente pianista, la mutilación no le impedía el ejercicio de su profesión y apenas representaba una merma en su vida. Acudió a la consulta para intentar superar el trauma que le suponía la pérdida de su afición; me refería la conmoción que le producía el gesto instintivo, inconsciente de llevarse la mano sana a palpar los dedos perdidos. Algo así me estaba sucediendo al tocarme la zona donde debería estar la alianza, ese ahogo que me provocaba la ausencia.

—Ahora mismo la echo de menos, mucho. —Busqué en su ojos alguna emoción que me transmitiera empatía—. ¿No te ocurre lo mismo?

—Claro que sí, pero estoy pensando más allá Mario, vamos por etapas, marquemos un tiempo.

—¿Un tiempo?

—Para valorar el efecto de la prueba, digamos… quince días, un mes.

—Tendremos que dar alguna explicación.

—No tenemos por qué.

—Nuestros padres, los compañeros, se van a dar cuenta.

—Ya pensaremos algo.

—¿Y el resto de joyas?

—Esas no tienen el mismo valor simbólico.

Se acercó y me besó, un beso sin trasfondo sexual, para mí tampoco lo tuvo; acababa de cortar un lazo con Carmen. Desnudos como nunca lo habíamos estado nos abrazamos con una levedad que solo buscaba el contacto. No hubo palabras, solo el roce, la tibieza, el olor. Y la percepción de una desnudez que hablaba de la ruptura de lazos. Ya nunca más tendría sentido decir «Es mía, es mi mujer, es mi esposa»; esos posesivos coloquiales que tantas veces había empleado de pronto se me antojaron ilegales, irreverentes. ¿Qué más estaba perdiendo sentido sin yo saberlo?

Tras unos segundos nos separamos, yo recogí mi reloj y ella comenzó a devolver el resto de joyas a su cuerpo. En otras circunstancias esa escena me habría provocado una tremenda excitación, sin embargo me quedé observándola hasta el final envuelto en una dejadez que, más tarde entendí, conjuraba la tristeza.

—Las guardo con mis cosas ¿vale? —preguntó recogiendo ambas alianzas.

Asentí en silencio. Se acercó y me acarició la mejilla.

—¿Estás bien? Podemos dejarlo si quieres.

—No, es una reacción previsible, como sucede con las vacunas —sonreí—. Se me pasará.

—¿Entiendes lo que pretendo?

—Al cien por cien.

No le hablé de la pena que había tenido que ocultar. No era la primera vez que me desprendía de una alianza y al hacerlo se me revolvieron viejos recuerdos que creía olvidados. Trece años antes, en pleno divorcio, otro anillo salió de mi mano; una pérdida envuelta en dolor, hastío e indiferencia. He intentado que Carmen no lo relacione, para ella aquel episodio es algo ajeno, algo por lo que he procurado que no transite. Me destrozó la vida, lo superé gracias a ella y lo olvidé, no quiero sacar ahora a pasear viejos fantasmas por un gesto que Carmen no ha calculado. No podía saber.

…..

Dos vermuts en vaso corto con una aceituna que nos acaban de servir nos acompañan en la mejor mesa del bar de la plaza. Hace calor pero como el tiempo no termina de afianzarse hemos traído unas chaquetas, Pretendemos comer aquí mismo, bajo el toldo salvo que esas nubes que se anuncian al fondo acaben por estropearnos el plan.

Por el camino terminé mi análisis sobre Graciela, mi amor, la mujer que hizo más llevadero mi calvario. Caminando hacia el pueblo, despacio, sin prisas le conté a mi pareja y mejor amiga lo fácil que fue compartir cama, besos, caricias, lágrimas y costumbres con una mujer tan igual y tan diferente a ella, una compañera con la que me habitué a convivir y a eludir la soledad y la pena.

Graciela. Si prescindía de la rápida aventura con Elena era la primera mujer con la que había tenido una relación seria desde mi divorcio. Los tres años que transcurrieron desde que me separé hasta que conocí a Carmen fue un tiempo en el que me dediqué al trabajo y al gimnasio; mis amigos cuidaron de mi y entre ellos destacaba Elvira, una amiga en la que no supe ver las inequívocas señales que me enviaba. No es extraño por tanto que recibiera a Carmen como una intrusa. ¿Era precipitado decir que me había enamorado de Graciela? Tal vez pero los sentimientos que afloraban cada vez que pensaba en ella eran tan parecidos a los que sentía por Carmen que me daba miedo.

—¿Qué piensas?

Debía llevar un rato sumido en mis cavilaciones. Sonreí.

—¿Tanto ha dolido? —Insistió equivocando el motivo de mi silencio.

—¿A qué te refieres?

—Cuando he cortado el cordón umbilical —sonrió con malicia.

—¿Eso es lo que nos unía, un cordón umbilical? No creo que perder nuestras alianzas equivalga ni de lejos a… ¿qué te pasa?

Carmen mostró un agudo gesto de dolor, se retorció llevándose las manos al vientre. Comencé a preocuparme.

—¿Qué es, dime?

Tal como vino, pasó. Su rostro volvió a mostrarse sereno.

—Estoy a punto de expulsar la placenta.

Dijo esto acompañado de su clásica expresión de ironía que tan bien conozco. Me había engañado.

—¡Eres…! Me has asustado.

—¡Tonto!

—¿Eso es lo que piensas de mi, que soy como un recién nacido?

—Lo dices como si fuera algo humillante, mas bien lo veo como que está naciendo un hombre nuevo.

No me sonó mal, nada mal.

—¿Soy tu obra entonces?

—Ambos somos la obra del otro.

«Y de los intrusos» pensé, aunque enseguida recapacité. Graciela no era ninguna intrusa. Y si ella no lo era ¿podía tachar de intrusa a… Irene?

La besé, nos besamos dulcemente, sin prisa.

Apoyó el codo distraídamente en el reposabrazos de la silla y se reclinó para que la mejilla descansará en la mano que ocultó parcialmente su boca. Los finos dedos extendidos me lanzaban un mensaje que al principio no capté; tuvieron que pasar unos segundos durante los que me perdí en su cuello, solo entonces lo vi: el dedo anular desnudo, exhibido de una forma tan impúdica como si mostrase el lugar más íntimo de su cuerpo.

Sus ojos negros, profundos me alcanzaron y una sonrisa brotó incontenible en sus labios.

—¿Qué, cómo te sientes? ¿Qué tal se vive desconectado?

Parecía disfrutar con el enfoque que le había dado a la terapia, estaba contenta, diría que feliz, incluso ilusionada.

—Aún no lo sé pero tú… diría que estás satisfecha, se te ve feliz, puede que le acabes cogiendo el gustillo a tu nuevo estado.

—¿Y cuál es ese nuevo estado?

—Sin alianzas, sin marido, solo pareja, libre de hacer y decidir, libre para enamorarte, para… ¿cómo dijiste? para irte unos días con tus otras parejas y regresar cuando lo desees…

Respiré profundamente sin dejar de mirarla como si no la conociera. Debería haber acabado ahí pero fui incapaz de morderme la lengua.

—Supongo que lo necesitabas: Más espacio, sentirte libre, ser independiente… ese es tu nuevo estado.

Elevó las cejas y contuvo un gesto de disgusto.

—¡Y el tuyo? ¿Acaso no te gusta el cambio? Enamorado de Graciela, libre para pasar con ella el tiempo que necesitéis, libre para ayudar a Elvira en su transición, para acabar de reconocerte como bisexual. Y enamorado de mí sin cadenas, Mario.

—Nunca he pensado que estuviera encadenado.

—Yo tampoco, pero reconoce que hace un año no te hubieras planteado... recuperar la relación con Elvira, por ejemplo.

Elvira

Sonreí al pensarlo.

—No, sin ninguna duda; jamás se me habría pasado por la cabeza acostarme con ella; ni cargado de whisky.

—¿Lo ves? algunas cadenas se han ido quedando por el camino durante estos dos meses de separación. ¿O es que te has estado vengando de mí en Sevilla?

No lo decía en serio, ni me tomé la molestia de responder, bastó una mirada para entendernos.

—Elvira… Sabes cuánto la he querido. No, no creo que lo sepas, no he llegado nunca a hablarte de ella a fondo. Fue una lástima, no te dio ninguna oportunidad.

—La verdad es que me lo puso difícil, todos tus amigos se desvivieron por hacerme un hueco sin embargo ella…

—Ella te rechazó desde el primer momento, creó un ambiente tan hostil que nos hizo alejarnos; ya estaban las cosas suficientemente mal por culpa de Santiago y aquello solo fue el remate.

—Santiago si, no lo soportaba; me desnudaba con la mirada que vez que llegábamos.

—Se arrepiente de como te trató; Elvira —maticé—; lo lamenta sinceramente.

—Ya, bueno.

—Cuando venga a Madrid me gustaría…

—Ya veremos.

Bebí un sorbo. Carmen no es una persona rencorosa, estaba convencido que el encuentro entre ellas llegaría y el pasado no supondría un problema.

—¿La sigues queriendo?

No esperaba esa pregunta tan directa.

—Fue mi primer gran amor, aunque no me diera cuenta de que me había enamorado de ella hasta que fue demasiado tarde. Yo era un crío, debía tener quince o dieciséis años cuando la conocí y me deslumbró su fuerte personalidad. Solo tenía un par de años más que yo, sin embargo tenía una madurez que me hacía pensar que era inalcanzable. Una mujer. A pesar de eso nos hicimos inseparables, coincidíamos en gustos, en ideas… hacíamos juntos el camino diario a la facultad sin parar de hablar y así, día a día, nos hicimos tan amigos que ninguno de los dos vimos que el cariño que nos teníamos merecía algo más; al menos yo no lo vi. Todavía recuerdo como caminábamos cogidos de la mano y enganchados por la cintura o por el hombro charlando de cine o discutiendo del ultimo libro que me había prestado. «¡Qué ciego has estado, Mario!» me dijo, ¿cómo es posible que no viera la señales que ella me enviaba?

Me he quedado pensando. Miro a Carmen, hay un trazo de pena en sus ojos, puede que la nostalgia que ve en mi le haga pensar lo que no es: que pienso en Elvira como el amor perdido.

—Luego —dije haciendo un gesto evocando el paso del tiempo—, se enamoró de Santiago, se casaron, yo… me casé, me divorcié y cuando lo creía todo perdido apareciste tú para rescatarme.

—Que poético te has puesto.

—¿Un poco cursi, no?

—Solo un poco, lo justo para mantener a buen recaudo esa parte de tu vida, bajo siete llaves. No, no te preocupes no voy a acercarme —dijo alzando las manos—, sé muy bien que ese es un terreno que tengo vedado.

—Carmen…

Me hizo callar moviendo la cabeza suavemente.

—No me has contestado ¿la sigues queriendo?

—Si.

Nos quedamos en silencio, frente a frente, se merecía algo más que eso.

—Aquella primera noche en Sevilla, cené con ellos en su chalet, Santiago se emborrachó y volvió a perder los papeles, nos quedamos en el jardín charlando mientras él atendía al teléfono; así pude confirmar que su matrimonio está roto desde hace mucho tiempo. Cuando volvió casi llegamos a las manos, otra vez con sus insinuaciones sobre Elvira y yo. Al final, como no estaba en condiciones de conducir fue ella quien me llevó a Sevilla, al llegar nos quedaba mucho por hablar, a ninguno de los dos nos apetecía acabar la noche y nos tomamos un café frente al hotel.

La miré. ¿Cómo decirle que tanta confidencia, tanto recuerdo nos había dejado la sensibilidad a flor de piel?

—A la hora de despedirnos…

—Lo entiendo.

—Ninguno de los dos lo pudimos evitar.

—¿Crees que te lo voy a reprochar?

—Ya lo sé.

—Entonces no te excuses conmigo; soy yo, tu mejor amiga ¿no es eso? Cuéntame si fuiste feliz, si fue como lo esperabas.

La miré, en ese momento fui realmente consciente de la clase de mujer que comparte mi vida.

—Nos besamos para despedirnos pero nuestras bocas se encontraron, sin premeditación. Fue hermoso, después de tantos años Elvira, mi Elvira me besaba por primera vez. Lo noté en su cuerpo, no había tensión ni rechazo, se entregaba a ese beso.  Solo dije «Vamos» y caminamos hacia el hotel, ni una palabra más.

Sonreía escuchando mis palabras, cargada de felicidad compartida conmigo, ¡cómo no amarla!

—No le costó desnudarse ante mí, pero si le resultó difícil mostrarme las huellas que le han quedado del tremendo accidente que sufrió con la moto, casi le cuesta la vida.

—¿Tanto la han marcado?

—En su mente más que en su cuerpo. No sé por qué no ha pasado por quirófano para arreglar esas cicatrices, algún día se lo preguntaré, son marcas profundas en el muslo y en la cadera que le afectan ligeramente a la movilidad; al fin pude acariciarla y besarla, sentía tanta pena por el dolor que debió de sufrir.

—Eso tuvo que sanarla en parte. Y hacer el amor contigo también, es algo que teníais pendiente.

—Te quiero, no sabes cuánto —exploté tras una pausa durante la que no dejé de mirarla tratando de ponerle palabras a la emoción que me provocaba. Sonrió bajando los ojos.

—Creo que si.

—No, no lo sabes.

—No es eso. Cuando venga a Madrid, creo que podremos comenzar de nuevo.

—Estoy seguro.

…..

—Pensaba en el giro que le has dado a lo que iba a ser una tranquila sesión sobre las mujeres que han pasado por mi vida.

—Tampoco he alterado tanto el curso de la terapia —fingió protestar.

—¿Eso crees? Me has arrinconado contra las cuerdas por mi comportamiento con Elena; lo sé, me lo merezco. Luego, cuando pretendía compartir contigo lo que siento por Graciela apenas me has dado margen para avanzar poco a poco y he tenido que confesar lo que ya sabías: que la amo, que no sé aún cómo pero tiene que formar parte de mi vida, de nuestra vida. Y en medio de toda mi indecisión me desnudas aún más y rompes amarras de una manera… traumática.

—¿Así lo has sentido? —preguntó con preocupación.

—No te apures, sé lo que pretendes y coincido contigo: es positivo, a la larga nos beneficia.

—Me alegra que lo veas así.

—Aunque espero que entiendas que tenga miedo.

Apretó mi mano cubriéndome de cariño.

—Que rompamos amarras no implica que vayamos a navegar en distinto rumbo; solamente cambia una cosa: Nada nos obliga a seguir navegando hacia el mismo punto.

—Hasta ahora tampoco sucedía.

—Es una cuestión psicológica, si no fuera así no te dolería.

Acudimos al vermut para darnos un respiro. Dejamos que las ideas se asentaran, que tomaran cuerpo. Sentía a Carmen a mi lado y, sin poder evitarlo, la percibía de otra manera; Algo en mi interior me decía que era absurdo ¿cómo la simple ausencia de un anillo podía hacerme creer que entre nosotros se había establecido otra relación?

No, estaba siendo irracional, sin embargo aquella mujer me atraía de una manera tan potente que me hizo pensar: A partir de ahora deberé ganármela día a día.

Ganarla. Seguía usando términos anacrónicos que indicaban posesión, no era esta mi intención pero de alguna manera el lenguaje delataba que estaba contaminado. Quizá su terapia tenía más sentido del que en un principio le había dado: Despojarme de la alianza me provocaba un shock que podía hacerme consciente de detalles como el que acaba de ver.

Algo debió notar; Llevábamos un buen rato perdidos en nuestros pensamientos, mirando sin mirar cuando se volvió hacia mí y se encontró observada. Elevó las cejas pidiendo una explicación.

—Pensaba.

—¿Pensabas?

Era pronto para contarle lo que estaba descubriendo.

—No entiendo por qué necesitabas forzar la máquina; estaba contándote mi relación con ella, mis sentimientos. Tarde o temprano habría acabado por decirte que la amo.

Sonrió con cierta condescendencia.

—¿Sabes? Ayer, cuando acabé confesándote mi amor por Carlos necesité de toda tu experiencia como terapeuta para conseguirlo. Hubo momentos en los que te hubiera abofeteado pero al final reconozco que sin tu ayuda no lo hubiera conseguido. Amo a Carlos, sigo enamorada de él y poder expresarlo en voz alta ha sido gracias a ti. No me reproches que haya intentado ayudarte a hacer lo mismo.

—¿Os preparo la mesa?

La llegada de la mesonera deja para más tarde lo que nos queda por compartir, ahora es momento de otro tipo de charla. Las nubes se han retirado y el día vuelve a ser casi de verano.

—Mira quien ha llegado.

Carmen gira el rostro siguiendo mi mirada; en la entrada de la terraza Jorge, su novia y su familia esperan que les asignen mesa. Al vernos nos saluda con un gesto.

—Es mona —comento cuando nos retiran los platos.

—¿Quién?

—Sabes de sobra de quien te hablo.

—No me he fijado.

—¿Seguro?

—¡A ti qué te pasa!

—¿A mi? Nada.

Me estoy divirtiendo y hago todo lo posible para que me lo note.

—¡Idiota! —. Acaba por contestar con una sonrisa burlona tras mirarme detenidamente unos segundos.

—Solo digo que es mona. No sé qué pensará después saber que su chico se ha bañado contigo, los dos desnudos, ha jugado en el agua a hacer aguadillas y…

—Para ya. —Se entretuvo doblando la servilleta—. La chica tiene buen tipo…

—Entonces si que te has fijado.

—Un poco si, claro.

—En tu competidora.

—¡Estás tonto! —Zanjó dándome con la servilleta en el brazo.

Nos miraba reír, no era la primera vez que le cazaba observándonos y tampoco era la primera que veía el malestar en su novia. Supuse que las escapadas mañaneras de Jorge no debían ser de su agrado.

Continuamos el almuerzo y descubrí que Carmen también dejaba escapar alguna mirada furtiva hacia su compañero de carreras; no quise darme por enterado y acabamos la comida sin ningún otro comentario. Fue ella quien tras el postre decidió que tomásemos el café en otro de los lugares que frecuentamos a la salida del pueblo.

Mesas rústicas sobre césped, suficientemente separadas como para poder charlar sin vecinos incómodos. Café y chupito a la sombra de los álamos. La mirada de Carmen me hizo presagiar que reiniciaba la sesión.

—Así que… estás enamorado. ¿Cómo te sientes?

—¿Y tú? ¿cómo te sientes al saber que tu marido está enamorado de tu amiga?

—Ya te lo contaré cuando toque pero este no es el momento, ahora hablamos de ti.

Inspiré profundamente.

—Ilusionado, sorprendido. Todo eso es tan nuevo para mí… Desde de mi divorcio me había olvidado de lo que era…

Agaché la cabeza; no quería hablar de aquella etapa.

—Hasta que te conocí no había… No sé, me había recluido en el trabajo, el gimnasio y mi núcleo de amigos en el que Elvira era una más. Si, me intentaron emparejar unas cuantas veces pero no funcionó.

—Luego apareciste tú y fue…

Y fue como si todo mi mundo se iluminase ¿cómo pronunciar una frase tan manida?

No hizo falta, me estaba delatando, lo que vi en su rostro era suficiente, me había entendido.

—Así que Graciela llega y hace brotar de nuevo esa llama romántica que no brillaba desde…

—No, te equivocas. Nada se había apagado en mi vida. Cada vez que te miro, cada vez que hablas, que te mueves descubro algo nuevo, algo que había pasado desapercibido. Te parecerá absurdo, puede que no me creas pero es así, siempre descubro algo nuevo en cualquier cosa que haces; puede ser un gesto, en la manera que tienes de colocarte el pelo, cómo te dejas caer en el sillón cuando llegamos a casa... No me canso de mirarte Carmen, no me canso.

Recordé su advertencia: «Sería un error que tratases de forzarla con argumentos de tipo romántico». No me dejé seducir por esa trampa; no, en ese momento no me lo iba a consentir.

Vi brillar algo en sus ojos, esa emoción que se convertía en humedad y que controló volcándose hacia mi y besándome con tanta ternura que me infundió la emoción que la arrasaba. Solo le había confesado eso que de tan cotidiano forma parte de mi. No me canso de mirarla, no me acostumbro a ella.

Regresamos en silencio, cogidos de la mano, a ratos enlazados por la cintura. No hubo más sesión, no hubo más mujeres que ella. Entramos en casa y en el mismo umbral me besó entregada, hambrienta. Llegamos a la cama, no sé cómo.

Y nos amamos.

 

 

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