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Diario de un Consentidor (60)

en Intercambios

Cap.60

Sus ojos me escrutaban cada vez que se llevaba a la boca un poco de ensalada. Buscaba en mi rostro la más mínima reacción, cualquier gesto que delatara mis emociones, ¡Cómo si no fuera suficiente con ver mi verga oscilando al ritmo que marcaba mi acelerado pulso y que la mantenía erguida y dura como una roca!

Apenas vestidos, - ella con la bata de baño sobre los hombros mostrándome su desnudez  y yo con la sudadera -, cenamos en la cocina, uno frente a otro en el mismo lado de la mesa para exhibirnos, para mostrarnos lo más indecentes y obscenos que pudimos. Carmen no dejaba de mirar mi palpitante polla, rezumando flujo y a la que no me había permitido cubrir el glande. Mantenía una postura provocativa. Con un pie apoyado en el travesaño central de la mesa de cocina me ofrecía a la vista su sexo entreabierto, de un brillante color rosáceo que evidenciaba su excitación. Había tomado el control desde que salió de la ducha y entró en la cocina arrollándome, a mí me excitaba verla tan abiertamente sexual y la dejé hacer a su antojo.

-       “¿Sabes una cosa? Creo que me lo voy a tirar. Me apetece, está muy bueno”

¿Mera fantasía o decisión recién asumida? ¿Provocación? Sí. Me provocaba con sus palabras, con su sonrisa lasciva, con su mirada descarada, me provocaba cada vez que escogía las partes de la ensalada salpicadas con mi semen y se las llevaba a la boca para deleitarse exageradamente o me las ofrecía para que fuera yo quien las saboreara. No era la primera vez que hacíamos algo así pero nunca había sido tan intensamente erótico como esa noche.

-       “¿Si?, ¿eso es lo que quieres, follártelo?, ¿eh, zorra?”

-       “Si, y tú también estás muerto de ganas por que me acueste con él”

Asentí con la cabeza sin dejar de mirarla. Sabía que estaba escenificando su fantasía, esa forma soez de hablar y esos gestos obscenos eran un juego, sí, pero la veía… quizás demasiado metida en su papel, como si estuviera viviendo con excesivo realismo la historia que nos estábamos montando.

-       “Si, si cielo, quiero verte follando otra vez, si”

-       “Eres un cornudo compulsivo cariño. Entonces, ¿qué hago? ¿le provoco, dejo que me meta mano, le traigo a casa?

No había parado de azuzarme desde que nos sentamos a cenar, estaba tan excitada que a veces parecía a punto de caer en un orgasmo.  Cornudo, si, pocas veces me lo llamaba y cuando lo hacía casi siempre era porque yo la instaba a hacerlo. Esa palabra había salido de su boca porque sabía que me excita escucharla, entonces además noté matices nuevos en la forma que tuvo de lanzármela, desprecio calculado en sus ojos, un tono algo paternalista e indulgente en su voz. No le di más vueltas, aquello era lo que quería escuchar en su boca, formaba parte del juego, ella despreciativa, yo sumiso.

-       “Hazlo como tú quieras”

No lograba apartar mis ojos de su sexo, tan expuesto ante mí, tan tentador.

-       “¿Te gusta lo que ves?” – dijo al ver mi fijación.

-       “Me encanta, sabes que me vuelve loco” – Se acarició el pubis, dejando que su dedo medio dibujara el surco húmedo. Una intensa sacudida de placer la obligó a cerrar los ojos.

-       “¿Mas que el de Graciela?” – gimió.

-       “No lo sé, aun”

-       “Ya se lo verás ¿Y el coño de Elena, te gusta más que el mío?”

-       “No, tú me gustas más, mucho más”

-       “Mi coño,” -  me corrigió – “¿te gusta más mi coño o el de Elena?”

-       “El tuyo, siempre el tuyo” – Me miró con escepticismo.

-       “¿Tú qué sabes? A lo mejor cuando se lo comas a Graciela resulta que te gusta más”

-       “Imposible, estoy totalmente enganchado a tu coño, lo sabes bien, es mi droga”

Carmen separó un poco más sus piernas y se arrellanó en la silla, con una mano se abrió los labios mostrándome el interior de su sexo. Se estaba comportando como una puta, jugaba conmigo y eso la excitaba cada vez más.

-       “¿Y a él?” - me pregunto con voz mimosa - “¿tú crees que le gustará? – hundió el dedo medio en su interior y luego comenzó a acariciarse el clítoris

-       “Estaría enfermo si no se vuelve loco con tu cuerpo” – Carmen sonrió complacida.

-       “¿Estoy buena, verdad? – acompañó esta frase  cubriendo  uno de sus  pechos con la mano y comenzó a amasarlo. Su dedo índice dibujó el contorno del pezón que reaccionó a la caricia. Me miraba fijamente, me ofrecía aquella joya.

En algún momento había empezado a masturbarme muy despacio, sin prisa, ambos seguíamos la misma lenta cadencia, no deseábamos precipitar las cosas.

-       “Estás buenísima, cielo,” – dije recorriendo su figura con los ojos – “Seguro que ya está pensando cómo acostarse contigo”

-       “¡Sí!” – contestó con satisfacción.

Estábamos inmersos en un juego erótico, solo era eso, una fantasía obscena en la que debamos rienda suelta a nuestros deseos más disparatados, aun así algo me preocupaba, algo me impedía dejarme llevar totalmente de la fantasía y decir cosas que, esta vez, me causaban cierto temor.

Allí, uno frente al otro, nos masturbamos mirándonos a los ojos, construyendo nuestra fantasía, creando una historia inverosímil en la que una Carmen ficticia se comportaba como una vulgar ramera hasta conseguir que aquel hombre la follase. Le imaginamos en nuestra alcoba, en un hotel, en la casa de la sierra. Fue en medio de esa loca fantasía cuando Carmen se sumió en el primer orgasmo de la noche y yo tuve que hacer un esfuerzo titánico para no quemar mis naves demasiado pronto.

Hicimos el amor, en realidad follamos con un tercero en la cama y, aunque no estuvo físicamente, su presencia condicionó cada uno de nuestros actos. Fui poseído por él, le cedí mi cuerpo para que mi mujer pudiera sentir lo que en voz alta imaginaba y se pudiera correr una vez más llamándome Doménico. La penetré pensando que yo no era yo, poniendo mis gestos, mi excitación y mis caricias al servicio del hombre que Carmen deseaba. Miré hacia un lado de la habitación y me vi sentado en la banqueta tapizada cercana a la cómoda e imaginé que la veía desde esa distancia. Así, cada gesto de placer, cada suspiro, cada gemido lo pude saborear como si el cuerpo que estaba encima de ella no fuera el mío. Y cuando me corrí cerré los ojos y visualicé otro cuerpo, otro hombre sobre mi esposa hundiéndose en su interior y gritando de placer mientras la llenaba.

Se quedó dormida antes que yo, su pausada respiración me ayudó a relajarme y me sumí en un estado de somnolencia en el que una y otra vez se repetía  esa escena ya vivida con Carlos que me impactó tanto y que aquella noche me había servido para volver a imaginar como mi esposa se aferra al cuerpo de otro hombre, dos cuerpos desnudos abrazados, hechos uno en una cama, un extraño que la penetra, que mueve sus caderas con creciente intensidad arrancando de su garganta gemidos de placer.

No conseguía dormirme, no lograba dejar de pensar en el rumbo que podía tomar esta relación. Al día siguiente ambos estaríamos más serenos y gran parte de lo dicho aquella noche volvería al cajón de las fantasías.

¿Era eso lo que yo quería?

No. Mi vida había girado los últimos meses en torno a esa imagen y cada vez necesitaba más volver a ser el espectador en esa escena.

Miré el reloj por enésima vez.

Ante todo tenía que lograr que me contase lo que le había sucedido con Carlos. Sin haberlo mencionado había estado muy presente durante todo el fin de semana. Tenía la sensación que había algo de despecho en la actitud de Carmen, como si necesitase resarcirse de algo utilizando a Doménico.

…..

Las cuatro y media de la madrugada. Estaba muy cansado, ¿por qué no cerraba los ojos de una maldita vez? El día había sido largo e intenso. Noté agujetas en los hombros y me acordé del gimnasio. Hacia las siete de la tarde había salido del despacho y me fui directamente allí con la seguridad de encontrarla.

Nada más entrar percibí un brote de excitación que me llamó la atención. Tardé poco en identificar la causa, muy conductista: Reparé en que el olor del gimnasio me había recordado el de la sauna. Olor a limpio, a detergente o desinfectante. Esa era la causa de que se me hubiera disparado la libido. Sonreí, ¡qué primario!

No me equivoqué; cuando entré en la sala de fitness la vi al fondo, cerca del mostrador de los monitores charlando con otra chica y con Michelín, el monitor culturista. Vestía una malla negra a media pierna y una camiseta con la espalda en “T” que dejaba desnudos los hombros y los omóplatos. Estaba de espaldas a mí y Michelin no me vio, tan absorto como estaba en las chicas.

Charlaban animadamente. Me fijé en él, intentando ocultar la expresión de depredador en sus ojos, charlando inocentemente aunque no conseguía evitar que su mirada se perdiera de vez en cuando en el cuerpo de las dos mujeres que tenía a su lado. No sé por qué no me acerqué y en cambio me dirigí a una  de las oblicuas que quedaban frente a ellos. Comencé a trabajar sin dejar de mirarlos. Él exhibiendo la cola de pavo real, su musculatura exageradamente desarrollada y ellas… ellas sin tener que forzar nada para ser encantadoras, seductoras, deseables.

Me sorprendí del rumbo que tomaban mis pensamientos, si Carmen me escuchase me acusaría de sexista. Puede que tuviera razón pero era eso lo que realmente estaba interpretando en la conducta del grupo que tenía ante mí: una danza de cortejo.

La chica que les acompañaba retomó su entrenamiento y les dejó solos. Michelín redobló sus atenciones hacia mi mujer, de una manera sutil iba desplegando lo que él consideraba su irresistible poder de seducción.  A veces se acercaba más de lo necesario a ella, como para hacerse oír mejor. Sin duda la música que provenía de los múltiples televisores era una buena excusa para acercar su rostro al de ella, para ponerle una mano en el hombro un cortísimo instante. Al cabo de unos minutos de cortejo noté que daban por terminada la charla. Cuando ya se iban a separar Michelín le dijo algo, Carmen dio unos pasos hacia él y al contestarle puso brevemente su mano sobre el voluminoso bíceps antes de alejarse. Sonreí al parafrasear a Neil Armstrong mentalmente: un gesto sin importancia para ella pero, sin duda, un gran paso para la vanidad y el ego de aquel saco de músculos.

Solo entonces, cuando caminaba hacia el mostrador sin dejar de mirarla, Michelín reparó en mí. Vi en sus ojos la duda, ¿Cuánto tiempo llevaría observándoles? ¿Habría hecho algo que me pudiera molestar?

Despejé sus dudas levantando la mano en señal de saludo y mostrando mi sonrisa más amable. Con aquel gesto probablemente hice algo más que saludarle. Creí notar como la tensión de su expresión desaparecía al devolverme el saludo y, antes de traspasar el mostrador, le lanzó una última mirada al trasero de Carmen que se alejaba.

“Consentidor” – pensé y exhalé todo el aire que la tensión sexual latente en ese breve intercambio  entre dos machos había retenido en mis pulmones.

-       “¿Cuánto llevas aquí?” – me preguntó cuando me acerqué al aparato donde ejercitaba los abductores.

-       “Diez minutos, llegué cuando estabas con Michelín” – respondí.

-       “Si...” – dijo con fastidio – “es un pelín pesado. Le preguntas cualquier cosa y se enrolla…

-       “¿Está duro?” – Me miró con extrañeza, sin relacionar mi pregunta con su gesto. Tuve que tocarme un bíceps para que lo entendiera.

-       “¡Ah, eso!  ¿celosillo?” – dijo con malicia.

-       “¡Que va! Solo quiero saber si ese globo está fofo o duro”

-       “Duro, duro, ¡muuuuy duro!” – dijo abriendo mucho los ojos.

-       “No, si ahora te van a gustar los culturistas”

-       “¡Quita, quita, qué asco!”.

A las nueve y media nos dirigimos a los vestuarios.

-       “¿No te despides de tu admirador?” – pregunté al ver que Michelín nos observaba mientras ayudaba con las pesas a un chaval. Ella volvió la mirada hacia donde mis ojos le señalaban e hizo un gesto de despedida con la mano mascullando entre dientes.

-       “No es mi admirador” – Michelín dijo adiós con la mano y yo respondí con un gesto. Se había dado cuenta de que hablábamos de él y nos envió la despedida envuelta en una sonrisa arrogante.

-       “¿Qué no? ¿sabes cómo te miraba cuando llegué? Y lo que es más interesante, ¿sabes dónde te miraba?”

-       “Las tetas, lo sé, siempre acaba mirándonos a las tetas en lugar de las ojos cuando nos habla”

-       “¿Ah, sí? No sabía que tuviera esa fama, y mira que hace verdaderos esfuerzos porque no se note.”

-       “Ya, es bastante cómico”

Caminé hacia las duchas con la toalla  atada a la cintura. De nuevo el olor a limpio me trajo el recuerdo de la sauna y disparó un cosquilleo que  recorrió mi pubis. Colgué la toalla en la pared y escogí una de las duchas que daba más caudal. Al enjabonarme, los recuerdos de la sauna se agolparon en mi mente, la emoción nueva, distinta, que me produjo saberme observado por otros hombres, deseado por otros hombres.

Había otros dos duchándose cerca de mí y no conseguí evitar una rápida mirada a aquellos hombres desnudos. Uno de ellos, obeso, con un pequeño pene rematado por un mechón grisáceo y ralo. El otro, más joven, más deportista, con el cuerpo depilado excepto el vello del pubis, negro y ensortijado, coronando un miembro grueso y de buen tamaño. Aparté la vista de inmediato, ¿Acaso no habían delatado a Michelín este tipo de miradas furtivas?

Mientras terminaba de ducharme de espaldas a ellos tuve que reconocer que me había gustado mirar a aquel chico desnudo. Era algo que jamás hubiera reconocido apenas unos días antes. Yo era el mismo, nada había cambiado en mí salvo la libertad que me concedía para admirar un pene, unos glúteos bien formados en un hombre. Me sentí liberado.

Carmen estaba tan ensimismada como yo en sus pensamientos mientras el agua fría recorría su cuerpo. Si no hubiera sido por mi insistencia no le habría concedido ninguna importancia a la conversación con Michelín. Es cierto que éste le dedicaba algo más de atención aunque nunca llegó a ser molesto ni pesado. Cuando la ayudaba con algún ejercicio era frecuente que le pillase mirándole las tetas pero jamás hizo nada que la molestase o la hiciera evitarle. Es un buen monitor, muy profesional y hasta ahora la había aconsejado bien. Quizás desde aquel día que compartió un refresco con él a la salida del gimnasio se mostraba más atento, más pendiente de estar cerca de ella. No llegaba a molestarla pero si se había dado cuenta de que buscaba la proximidad y que al corregirla algún ejercicio la tocaba más que antes. Pero era todo tan sutil que no había reparado en ello hasta ese momento.

¡Qué infantiles son los hombres! Tan solo por aceptar un refresco en su mesa ya se debía estar haciendo ilusiones absurdas.

Recordó mi comentario, la había visto tocar su brazo, cosa que no revestía la menor importancia, ¡cuántas veces le había dicho su madre de pequeña que no fuera tan tocona! Pero a ella el contacto físico le resulta algo natural y es frecuente que se le escape una mano para pegar, tocar, apretar o acariciar a un amigo, una compañera, para enfatizar un argumento en una charla. Pocas veces ha tenido algún problema con esto y cuando lo ha tenido ha sabido poner las cosas en su sitio con contundencia.

“Tenemos pendiente una copa” – le había dicho Michelín antes de dar por zanjada la conversación y ella acompañó su respuesta tocándole el brazo, - “Será un refresco” – le corrigió. Todo inocente, tan solo una broma que mis ojos habían convertido en…

¿En qué? Porque ella no se había quedado con nada de ese roce. Solo cuando yo se lo recordé volvió a su mente la sensación de tersa dureza, de músculo bien definido, de piel lampiña y suave.

Nunca le han gustado ese tipo de cuerpos tan trabajados que rozan la deformidad hinchando músculos y exagerando una anatomía atlética hasta convertirla en el reflejo de lo que la mente del culturista quiere ver. La percepción deformada consigue ver belleza donde no la hay, como en la anorexia y, en menor medida, las mujeres que se reconstruyen su cuerpo y su rostro a base de operaciones sin alcanzar nunca su inalcanzable objetivo. En todos estos casos, el espejo les devuelve lo que quieren ver mientras los demás vemos el esfuerzo a veces patético, por conciliar un modelo idealizado con su cuerpo.

Sin embargo, – pensó mientras terminaba de aclararse bajo la ducha – recordó que aquella tarde que se tomó un refresco con él en el bar del gimnasio tuvo un breve y fugaz pensamiento sexual hacia el monitor. Fue una de esas ideas que a veces mueren casi antes de nacer, un “¿Y si…?” como tantos otros que pueblan nuestra fantasía y se marchitan en segundos.

¿Cómo estaría desnudo? Ese fue el pensamiento que la asaltó aquella tarde. Una mezcla de morbosa curiosidad que surgió de la cercanía en la mesa del bar y de la soledad que esa noche la agobiaba. Y aquella tarde el tacto de su musculoso brazo le devolvió ese pensamiento y alguno más.

Michelin solía usar el uniforme del gimnasio, pantalón largo azul y camiseta  de tirantes, pero cuando daba la clase de kick boxing solía llevar un pantalón corto. Se dio cuenta de que alguna vez se había quedado mirando esos poderosos muslos, inabarcables con las dos manos, o las venas que surcaban sus brazos. ¿Quizás él la había visto? Puede que hubiera sido poco discreta y que se hubiera dado cuenta de sus miradas.

Un repentino rubor caldeó sus mejillas ¿Seria por eso que la invitó a sentarse con él aquella tarde? ¿Pensaría que le gustaba?

Dejó que la ducha se apagase y comenzó a secarse. Intentaría reducir al mínimo el contacto con Michelin, solo para cuestiones técnicas imprescindibles y, si se había hecho ilusiones, en un par de semanas se habría acabado.

Sin embargo, el recuerdo del tacto de su brazo no la abandonaba. Sonrió, “pareces una chiquilla” se recriminó a sí misma. Las imágenes volaban en su cabeza: Michelín de espaldas marcando unos glúteos bien redonditos en el pantalón corto… Michelín cargando unas pesas abandonadas fuera de lugar y sus brazos dibujando músculos y venas con más intensidad… Su robusto cuello, los músculos trapecios hiperdesarrollados dando un aspecto de solidez a sus hombros…

¿Cuándo había comenzado? ¿Cuándo el roce de la suave toalla en su cuerpo había comenzado a ser una caricia sensual? ¿ En qué momento sus pechos, ya secos, siguieron necesitando ser frotados?¿Porque el roce de la toalla en su espalda le producía esa sugerente sensación?

Apoyó un pie en la pared de la reducida ducha para secarse la pierna y saltaron chispas cuando la toalla recorrió la parte interna de su muslo y lo mismo sucedió al cambiar de pierna. Luego, la presión de su mano en el pubis, oculta en la toalla, le provocó un suspiro tan intenso que se sobresaltó. Se quedó quieta unos segundos intentando escuchar los ruidos del exterior. Afortunadamente no parecía que hubiera más duchas ocupadas. Nadie la había escuchado sucumbir a su excitación.

Colgó la toalla de la pared y abrió el bote de leche corporal soltando un abundante chorro en la ahuecada palma de su mano derecha. Tenía la piel sensibilizada y el contacto de sus manos resbaladizas por su cuerpo no hizo sino acentuar la necesidad de acariciarse. Recorrió sus pechos insistentemente hasta provocar que sus pezones salieran al encuentro de sus dedos. Extendió el bálsamo por su vientre, sus hombros y se demoró en sus nalgas. ¿Cómo serían de duros los glúteos de Michelín?

Se dejó llevar de la fantasía sin otra intención que la de provocarse placer. Tan inofensivo le pareció recrear el cuerpo de su entrenador que se abandonó a las imágenes que surgían en su cabeza en las que intentaba darle proporciones y formas a su cuerpo desnudo.

Poco después apretó el botón del grifo de la ducha para que el sonido del agua ahogase el chapoteo de sus dedos entre los labios de su sexo. Escuchó entrar a varias chicas que comenzaron a ducharse y el ruido ambiente ahogo sus jadeos mientras se masturbaba tocando en su imaginación el culo de Michelin, su espalda desnuda, abrazándose a él para sentir cada músculo pegado a su cuerpo, rodeando su ancha espalda con sus brazos sin poder abarcarle, apoderándose de un pene que imaginó grueso, surcado de venas, potente…

Abortó el orgasmo que ya se anunciaba por miedo a hacer ruido. Se envolvió en la toalla y salió hacia los vestuarios.

….

Camino a casa fuimos en silencio tan solo roto para comentar alguna cosa intrascendente del día. No quería encender en el corto trayecto en coche un fuego que se tendría que interrumpir al llegar al garaje, ya habría tiempo después de cenar para provocarla.

La miré de reojo. Parecía sumida en sus pensamientos, tenía un brillo especial en su mirada y una tenue sonrisa en su rostro… Se la veía cómoda, feliz, satisfecha. No sabía entonces que su cabeza se estaba liberando de pequeños prejuicios, pequeños frenos que se ponen al pensamiento y que dan rienda suelta a un inmenso abanico de posibilidades que casi siempre matamos antes de darles alguna opción. El “¿Y si…?” como modelo de pensamiento estaba ganando terreno poco a poco en la mente de Carmen, esa era la eficacia de mi influencia. Aunque yo aún no lo sabía.

Carmen se encerró en el baño de casa para arreglarse el pelo. Había preferido lavárselo en casa para no salir con él húmedo. Yo me cambié de ropa y me preparé un Jack Daniels en el salón al que le eché un par de cubos de hielo al llegar a la cocina. Improvisé una cena rápida, un consomé calentito nos vendría bien y… ¿una ensalada? Si, mejor que andar friendo algo… una ensalada.

De nuevo bajo la ducha, Carmen se lavó y aclaró el pelo sin dejar de sentir el calor y la tensión en su cuerpo que el orgasmo frustrado le había dejado. No llevaba intención de mojarse más de lo necesario, sin embargo se aproximó a la ducha y dejó que el agua tibia acariciase su cuerpo tan necesitado en aquel momento de un roce, de una caricia.

Cuando sus dedos regresaron al interior de su coño Michelín no estaba ya en su mente, era más bien un arquetipo de varón, de macho, mezcla de todos los que conocía íntimamente. Era el cuerpo musculoso de Michelín, era la polla de Carlos que tanto extrañaba, ¡Dios, como la extrañaba!, era también la boca de su marido y su dulzura…

Y era  la dureza de un desconocido al que no conseguía identificar, alguien que la obligaba a desnudarse, que la anulaba como persona y la forzaba a ceder, a aceptar sus besos y la urgía a mostrarle sus pechos. Alguien dominante, casi violento, que le arrancaba las bragas y la dejaba indefensa ante él.

-       “¡Roberto!” – musitó cuando el orgasmo la traspasó brutalmente

La mujer que se secaba el pelo ante el espejo tenía una expresión intensa en su mirada. Tenía un gesto sexual en su rostro que le satisfacía al verse reflejada. Apoyó una mano en el lavabo para sujetarse cuando una última contracción de su sexo la obligó a doblarse.

-       “¡Joder, necesito más!”

Sus dedos resbalaron entre sus encharcados labios y se hundieron profundamente en su interior. Necesitaba una polla, su mente se lo reclamaba. Su espalda reaccionaba a cada caricia como si fueran latigazos. ¿Quién, quién podía saciar esa sed de sexo que se había desatado en ella? ¿Carlos? ¡Imbécil, cretino! Se arrastraría ante ella antes de dejarle que la volviese a tocar, si es que alguna vez le dejaba. ¿Mario? Si, pero no era suficiente, necesitaba ese punto de novedad que Carlos le había aportado durante un tiempo.

Se sentía como liberada de sí misma, como si la otra Carmen fuera demasiado mojigata para ella. Pobre tonta, tan cargada de prejuicios y moralinas. A partir de ahora las cosas iban a ser distintas, ella estaba al mando.

Doménico, él sería su objetivo, no tenía duda de que conseguiría llevárselo a la cama, era solo cuestión de estrategia y algo de tiempo. Mientras tanto, necesitaba más, si, ahora.

Entró en la cocina y me vio atareado con la cena. En silencio se acercó y me rodeó la cintura con sus manos, luego entró bajo la ropa decidida a coger lo que había venido a buscar.

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