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Diario de un Consentidor 95 El largo y tortuoso...

en Intercambios

Capítulo 95

El largo y tortuoso camino

El camino de Mario

—¿Tú?

Raúl separó la espalda del sillón desde el que había comenzado a escucharme como si hubiera recibido una descarga eléctrica, apoyó los brazos sobre la mesa y se quedó mirándome incrédulo.

—Si yo, ¿qué pasa, no te consideras capacitado para tratarme? Si piensas eso me insultas.

Raúl Montes había sido mi mejor alumno de doctorado. Luego, cuando se interesó por los trabajos que yo realizaba con una nueva técnica para el TEP, no dudó en unirse a mi grupo de investigación dejando de lado jugosas ofertas en el sector privado. Fueron años en los que trabajamos codo con codo y en los que maduró como investigador y se afianzó nuestra amistad.

Ahora era el momento de recuperar mi inversión, así se lo dije y sonrió, sabía que no soy tan interesado.

—Se trata de un tema muy delicado, extremadamente delicado, no creo que pudiera hacer esto con nadie más.

—¿Tan grave es? —Cambió su expresión, ahora estaba claramente preocupado.

—Si aceptas voy a poner en tus manos toda mi reputación.

—Mario, no sé si...

—Confío plenamente en ti. No estaríamos hablando si no fuera así. Y en lo profesional, no hace falta ni mencionarlo.

Apoyó el mentón en las manos y se meció levemente durante unos segundos. Por fin pareció haber tomado una decisión.

—Sabes que siempre me vas a tener a tu lado; me siento en deuda, eres más que mi mentor, más que un amigo. Gran parte de lo que soy como profesional es gracias a ti —Le intenté detener con un gesto—. No Mario, es así. Cuenta conmigo; si el secreto es norma en consulta, en este caso es doble imperativo para mí.

—Gracias Raúl.

—Supongo que acudes a mí, además, porque quieres que usemos una determinada técnica.

Asentí en silencio, luego rectifiqué.

—Lo dejo en tus manos, tú eres  el terapeuta, no voy a interferir y si lo intento, se riguroso conmigo.

—No lo dudes.

.....

Cómo no me di cuenta, cómo no lo vi antes. Salir de mi mismo, expresar lo que llevo dentro, plasmar los sucesos en palabras.

Compartirlo con Raúl me está viniendo bien, estoy sintiendo algo cercano a lo físico, una ligereza cada vez que salgo de su despacho que me obliga a contener un brote de euforia algo ingenuo. Por primera vez estoy experimentando la terapia desde la perspectiva del paciente. ¡tengo tanto que aprender!

Prudencia, espero momentos oscuros; apenas he comenzado a contarle y ya ha detectado que me escabullo, doy rodeos, evito pasar por lugares que él desconoce pero intuye. ¡Qué gran profesional! Me siento orgulloso de haber sido en parte artífice de su currículum.

Mi cambio poco a poco se está dejando sentir en mi entorno. Ese aire taciturno con el que llegaba al gabinete se ha ido disolviendo; sin darme cuenta vuelvo a entrar por las mañanas con una sonrisa, con un «buenos días» sonoro que levanta la cabeza de Susana, la secretaria; la pobre ya me daba por perdido.

Emilio se asoma a mi despacho, también él ha notado el cambio y ahora ya no me evita.

—Buenos días, ¿tienes un momento?

En otra época habría entrado sin más y se habría arrellanado en el sillón. Miro hacia el marco de la puerta entreabierta como si buscase algo. Él sigue el rumbo de mi mirada extrañado.

—Muévete a tu derecha, sube la pierna, baja la cabeza y habrás evitado las alarmas ultrasónicas que te impiden entrar sin pedir permiso, como has hecho toda la vida.

Emilio no reacciona, luego comienza a aparecer una sonrisa en su rostro, una sonrisa de pura satisfacción. Y se acerca a mi mesa.

—Vaya, el hijo pródigo.

Eso me acaba de romper, no estoy para emociones. Raúl me está dando muchos golpes bajos. Me levanto de la mesa y salgo a su encuentro.

—Emilio, no sabes cuánto lamento...

—Anda calla; estás bien, eso es lo que importa.

Nos fundimos en un abrazo que sella la amistad herida.

—No, todavía no —respondo—, pero no estoy en condiciones para hablarlo aún.

—¿Se va a solucionar?

Esbozo una sonrisa intentando transmitirle una confianza que estoy lejos de sentir.

—Se va a solucionar.

Nos sentamos; unos segundos bastan para que sea consciente de su escepticismo. Nos conocemos bien.

—¿Sabes quién va a dirigir el congreso de junio? —me lanza sin aviso previo.

Frunce los ojos, me ha pillado fuera de juego. Sí, lo había olvidado por completo; he permanecido ajeno al proyecto y él no ha hecho nada por involucrarme. Presente como convidado de piedra en las reuniones, apenas he participado e incluso me he ausentado de algunas. Me abochorna mi conducta ahora que vuelvo la vista atrás.

—Santiago Alonso. ¿cómo lo ves?

—¡Santiago!

—El mismo.

Me arrellané en el sillón y clavé los ojos en mi socio. Santiago me devolvió a mi juventud, a la universidad, a la lucha contra los residuos del franquismo mano a mano con los profesores más comprometidos como Santiago. Recordé las noches en comisaría, los calabozos de Gobernación,  la insolencia de los que se sabían a punto de perder la inmunidad de un régimen que agonizaba y el miedo si, el miedo a los ciegos coletazos de los sicarios de ese régimen que lo tenían todo perdido. Santiago y yo forjamos una amistad que continuó durante la transición; él hizo carrera política en paralelo a la profesional, se casó con Elvira, la musa del grupo, la mujer que todos adorábamos, a la que teníamos idealizada; amiga y compañera a la que todos deseábamos en secreto. 

Emilio quería utilizar mi antigua amistad para que aquel congreso diera otros réditos. Sin duda era el momento de recuperar el tiempo de perdido, de volver a tomar mi posición en el gabinete. Por eso estaba allí y no le iba defraudar.

No lo dudé. Levanté las manos de los reposabrazos y las dejé caer pesadamente.

—Tendrás que ponerme al corriente del proyecto. —Emilio sonrió satisfecho.

—Mi intención es jugar esa baza. Tenemos un mes por delante para ganar peso en el comité, podríamos arreglar un viaje a Sevilla, algo informal. Yo ya lo tenía más o menos hablado pero ahora las cosas han cambiado, quizás sería más interesante que fueras tú en mi lugar. Es la ocasión para cerrar aquellos acuerdos de los que te hablé en Otoño.

Nunca me ha gustado usar a los amigos para abrir asuntos profesionales. Llevábamos demasiado tiempo sin ningún tipo de contacto como para que ahora irrumpiese desde la nada. No me resultaba cómodo, sin embargo me sentía en deuda con mi socio.

—¿Comemos juntos? —terció Emilio, ajeno a mi batalla interior.

—En el vasco —propuse—, así nos podemos quedar trabajando después, con los cafés.

Fin de ciclo

Se detuvo, las últimas líneas carecían de sentido; volvió a leerlas y una vez más no encontró significado a las palabras. Levantó la vista del cuaderno ¿cuándo había anochecido? Cerró los ojos, apoyó los codos  sobre la mesa y comenzó a frotarse los párpados con las yemas del índice y el pulgar de la mano derecha, luego dejó descansar la barbilla en el puño y volvió a cerrar los ojos. Llevaba tres horas de lectura ininterrumpida y la fatiga, que había pasado inadvertida, cobró presencia en el cuello y sobre todo en la vista. No había sido consciente hasta ahora de la cantidad de material que acumulaba en aquel cuaderno. Al principio solo eran notas breves, aisladas, sin ninguna conexión que poco a poco comenzaban a ganar consistencia, empezaban a hilvanarse aunque seguían saltando en el tiempo como si le costase mantener un orden cronológico, como si le doliese seguir la secuencia de los hechos.

A medida que pasaba las hojas descubría que la escritora conseguía centrarse, lograba enfrentarse a los hechos y dejaba de huir. Si al principio describía sentimientos, sensaciones e ideas más que hechos concretos ahora el relato trazaba jornadas completas, secuencias en las que, eso sí, evitaba los detalles escabrosos aunque se podían captar las consecuencias que estos habían dejado en su psique.

Hizo bien en dejar pasar algún tiempo antes de ponerse a trabajar sobre el cuaderno. Ahora lo veía con otros ojos, podía enfrentarse a él como si fuera la historia de otra persona. Ese era el objetivo, tratar a la paciente que días atrás escribió sus vivencias.

La lectura de aquellas páginas la enfrentaba a una realidad descarnada, a una mujer herida que se sometía a su consejo, que le pedía ayuda. Y de nuevo como tantas otras veces, debía tratar a la paciente sin juzgarla, buscando las causas de sus traumas, hallando las consecuencias, ofreciendo respuestas y cuidando de no identificarse con ella. Evitando lo que Freud denomina transferencia y que, en este caso era más difícil de eludir.

Tenía que hacerlo; a todos los efectos el relato que tenía ante si pertenecía a otra persona, una paciente y como tal la iba a tratar; necesitaba hacerlo.

Retrocedió sin un destino concreto, fijando la mirada en alguna frase aleatoria de una página cualquiera para saltar inmediatamente a otra. Un relato abierto, sincero, a veces desgarrador. Aun así se defendía, daba rodeos inútiles, parecía que iba a profundizar y de pronto se iba por las ramas.

Cerró el cuaderno. No, no siempre conseguía conectar. Puede que fuera el cansancio, quizás había llegado a un punto en el que tantos recuerdos se entremezclaban. Puede que necesitase otro punto de vista, otra visión del caso.

—¿Lucas? Sí, soy yo, perdona que te llame a estas horas. Muy bien ¿y tú, cómo estás? Me alegro. ¿Los niños? ¿Y Daniela, bien? Oye, ¿me puedes dedicar unos minutos?, sé que no son horas pero el asunto es serio. Estoy tratando a una paciente y necesitaba la opinión de un colega, estoy atascada, me encuentro en un punto muerto, no  logro avanzar, no sé por qué, pensé que quizás tú… gracias, no sabes cómo te lo agradezco, verás…

……

Se despertó agitada. Miró a su izquierda; las tres y veinte de la mañana brillaron en la oscuridad. El corazón golpeaba en su pecho de una manera brutal; el eco de su propia voz asustada se apagaba en sus oídos, ¿había sido real? Si, como si hubiera gritado, como un lamento proferido a media voz; quizás eso era lo que la había despertado. No recordaba ningún sueño, nada, pero los síntomas eran evidentes, taquicardia, sudoración, el pulso disparado. Debía haber tenido una pesadilla, algo que había alterado sus constantes; estaba en estado de alerta, la respiración todavía agitada y ese sudor bañándole la frente que retiró con la mano.

Encendió la luz, estaba claro que no iba a dormir. Se sentó en la cama; fue entonces cuando notó la humedad cálida que adhería la braga a su cuerpo. No sentía ninguna excitación, ¿por qué, entonces tenía ese flujo?

Ya en el  baño se despojó de la prenda. Desde que había llegado a la montaña había abandonado la costumbre de dormir desnuda, ahora se acostaba con una camiseta y conservaba las bragas. Una segunda piel ajustada que no le molestase.

Estaban empapadas, un flujo denso y copioso manchaba el refuerzo de la prenda. Intentó recordar pero su mente estaba vacía de recuerdos. Nada, nada sexual, solo la tensión, la sensación de alerta que la había despertado se mantenía.

Se lavó en el bidé, abrió el grifo del lavabo y humedeció la frente y las mejillas. La imagen que vio en el espejo le mostró a una mujer demacrada, con unas profundas ojeras que remarcaban una expresión de tristeza tan evidente que saltaba a la vista. Volvió al dormitorio en busca del bolso, necesitaba calmarse; sacó el paquete de tabaco y encendió el último pitillo. Apagó la luz de la habitación y abrió la ventana. La brisa de la madrugada la despejó y ahuyentó el malestar que la acompañaba desde que se había despertado.

Apoyada en el quicio del balcón aprovechó el cuarto menguante para pasar desapercibida si a algún noctambulo se le ocurría perderse por la plaza a aquellas horas. El silencio era total, si acaso ella oiría las pisadas con tiempo para retirarse. Necesitaba ese soplo de aire fresco y ahí, oculta en la penumbra de la habitación, solo la brasa del pitillo la podía descubrir.

Aún recordaba la conclusión de Lucas cuando escuchó las respuestas a las preguntas que le lanzó. ¿Era posible que su paciente hubiera sufrido abusos?, los síntomas apuntaban a ello. Esos episodios de ausencias, esas etapas de actividad sexual desordenada, aunque hubiera sido condicionada por factores ajenos al sujeto parecían afectados por estímulos anteriores.

Carmen prometió informarle cuando dispusiera de más datos. Le costó reponerse del shock que le había producido la conversación con su colega. Lucas, un experto en stress post traumático como ella, además tiene amplia experiencia en abusos sexuales por lo que su criterio no podía ser pasado por alto.

No, ella no.

Lucas le advirtió que con la escasa información que tenía no podía asegurar nada, solo era una hipótesis.

No.

Ella no, no recordaba que...

Jamás. ¿Quién podría?

Escuchó pasos en el empedrado de la plaza. Dio un paso atrás ocultándose en la oscuridad del cuarto. Sintió el relente de la madrugada en el pubis, en los muslos. Se le erizó la piel.

Abajo, en la calle, dos hombres cruzaban la plaza hablando bajo. Sus pasos resonaron en el silencio de la noche. Carmen los siguió desde lo alto del balcón. Se sintió desnuda, a unos metros de ellos. Vulnerable.

Giró en busca del paquete de tabaco antes de recordar que se había acabado. La ansiedad estaba haciendo mella en sus nervios, aún faltaban unas cuantas horas para que se hiciera de día y ya tenía claro que no iba a volver a conciliar el sueño.

Escogió unas bragas y unos calcetines, se vistió un pantalón de chandal holgado y buscó una chaqueta que le hiciera entrar en calor. Cerró la ventana y encendió la luz de la mesa que utilizaba de escritorio. Aprovecharía el insomnio para continuar su labor de Jekill y Hyde, esta vez de vuelta a su faceta de terapeuta.

Quince minutos más tarde abandonó. Por mucho que lo intentaba se sentía incapaz de desdoblarse, no conseguía desidentificarse de la paciente que le hablaba sobre la fiesta en el club hedonista. Las emociones que veía plasmadas en el papel se le adherían a la piel como arañas que saltasen desde el cuaderno. No, hasta ahora había logrado no involucrarse con esa mujer. Esta noche, sin embargo, se sentía tan alterada que le resultaba imposible no vibrar cuando la escritora vibraba, no emocionarse cuando se emocionaba. Y descubrir la culpa oculta entre líneas sin contaminarse en lugar de sanearla. No, no podía actuar de terapeuta en esas condiciones.

Si al menos tuviera un cigarrillo.

Saltó de la silla y abrió el armario; en el fondo de una de las bolsas tenía que haber... Si, seguro que aún quedaba.

Encontró la pitillera de cuero de Claudia. Allí, arrugados, medio vacíos, encontró tres solitarios pitillos de marihuana, el olor le inflamó la pituitaria; cogió uno con cuidado, sonaba a paja seca. Cerró un extremo para asegurar el contenido. Lo llevó a los labios y lo encendió. Aspiró profundamente. Sí, no estaba en condiciones pero algo de su poder aún le quedaba, lo sintió. Cerró los ojos, lo retuvo, luego soltó el humo, se dejó caer contra el cabecero de la cama y tomó otra calada mientras sentía como la ansiedad se retiraba igual que desciende la marea, lentamente, poco a poco.

Volvió a sentarse en la silla, tenía que ayudar a esa mujer que naufragaba en aquella fiesta.

.....

Golpes, golpes insistentes, calor. La luz del sol le hirió los ojos y la movió a encogerse, pero de nuevo los golpes en la puerta la hicieron reaccionar. Se levantó de la cama. No recordaba por qué estaba vestida. Abrió la puerta.

—¿Está bien?

La posadera la mira con evidente preocupación y luego observa el interior asomándose por detrás de Carmen.

—Si, si, he estado trabajando toda la noche, ¿qué hora es?

—Las once y media, al ver que no bajaba a desayunar y ya con las horas que son nos empezamos a preocupar.

—Claro, gracias, me quedé dormida, gracias

—¿Está bien?

—Si gracias, muy bien

Consigue acabar con el interrogatorio. Teme que la pesadilla de madrugada haya trascendido, quizás su grito no fuera tan moderado como ella piensa. ¿Qué fue lo que la despertó? Por más que se esfuerza no consigue recordar, tan solo esa sensación de angustia y lo más extraño, ese abundante flujo carente de excitación.

No quiere pensar en eso, le molesta, se inquieta solo al recordarlo.

Las paredes oyen, se lo confirma la forma en que la observan desde la barra al entrar en el comedor. Ahora está segura de que su pesadilla ha trascendido. No es hora de café, se decide por un pincho de tortilla y una tónica que deja a medias. Se siente incómoda; el bar se va quedando desierto. Mira por la ventana, demasiado tarde para subir a la montaña. Sale fuera, respira; la mañana está echada a perder. Tabaco, necesita tabaco.

…..

El sonido del móvil la sacó bruscamente del ensimismamiento en el que estaba sumida. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba así, mirando al infinito, pensando. Miró el reloj, ¡las diez y media de la noche! Entonces saltaron todas las alarmas.

—¡Irene!

—¿Dónde estás?

—Eh… No, aún no he salido, estaba trabajando, lo siento, no me di cuenta de la hora.

—No importa.

Pero si, si importaba, su voz era la expresión de la más pura decepción.

—¡Oh cariño, lo siento, no sabes cuánto lo siento! Cómo he podido…

—Déjalo, no pasa nada.

—Me visto en un momento y voy para allí.

—No Carmen, en serio, sé lo importante que es lo que estás haciendo.

—¿Me dejas que vaya mañana? —Escuchó una risa fresca al otro lado.

—¡Claro tonta! ¿Cómo no te voy a dejar? ¿Desayunamos juntas?

—Eres un cielo, no te merezco.

—Anda, no te pongas cursi.

Carmen enjugó las lágrimas que habían surgido mientras intentaba enmendar su olvido. Enfrascada en el análisis del cuaderno de su otro yo se le habían ido las horas.

Su otro yo, esa mujer naufragada que grita pidiendo ayuda desde el cuaderno y que la absorbe hasta tal punto que olvidó su cita con Irene. ¿Cómo ha podido hacerlo?

Pensó descansar, sería bueno parar un momento, bajar al comedor, cenar algo, pensar en otra cosa, quizás en el próximo futuro, la alternativa a este alojamiento, cualquier cosa que tuviera su mente ocupada en otro tema durante veinte minutos, media hora.

«Luego, más tarde», se excusó, ahora ella la reclamaba, sentía que esa mujer la necesitaba; había tanto dolor en esas páginas que no podía irse a cenar y dejarla sola.

¿Dejarla sola? ¡Qué está diciendo!

Cerró la puerta de golpe.

El comedor bullía de gente. Además de los huéspedes, cenaban allí algunos vecinos con sus familias, apenas quedaban mesas libres. El dueño la vio llegar y le hizo una seña indicándole una mesa pequeña que en ese momento se iba a quedar libre en un extremo de la barra, pegada a la ventana. Le gustaba, alejada de las demás mesas, quizás por eso se la había señalado el dueño.

Rechazó el menú, apenas tenía apetito; una tortilla francesa con guarnición de ensalada estaría bien. Si, comía poco, ya lo sabía —Respondió a las protestas de la dueña que la atendió.

A estas horas debía estar con Irene. Sintió una aguda tristeza y una intensa sensación de soledad la abrumó. Estaba rodeada de gente, las conversaciones pugnaban por hacerse valer unas sobre otras, sin embargo estaba sola, muy sola.

Se sobrepuso, sabía cómo hacerlo; al día siguiente estaría con ella, le explicaría y lo entendería.

¿Y qué le iba a explicar, que cada vez estaba más obsesionada?

El relato de la náufraga la atrapaba de una extraña manera algo insidiosa, como jamás le había sucedido con ninguna otra paciente. Ahora lo sabía, estaba sucediendo lo que era de esperar, no conseguía desligarse de ella, de sí misma, no podía ser terapeuta y paciente totalmente separadas. Estaba contaminada.

No sabía cuándo comenzó; dos, tres días a lo sumo, fue una sensación de discordancia, algo que no encajaba con sus propios recuerdos. «No fue así», pensaba al leer una escena relatada por la paciente. «No fue así», protestaba al leer un recuerdo que no encajaba con su propia memoria. «No, no fue así».

No le dio importancia, lo pasó por alto, podían ser pequeños detalles que con el tiempo se hubieran alterado.

Aquella tarde la discrepancia fue flagrante y no tuvo más remedio que detenerse y bucear en sus propios recuerdos. No lo logró; su memoria no la llevó más allá de aquel domingo de madrugada,  la situó frente al ventanal del ático mientras Mario dormía y ella recordaba; si, recordaba lo que había vivido en casa de Doménico.

Se esforzó en recordar y su memoria tercamente la dejaba una y otra vez en la antesala de los hechos, en el recuerdo de lo vivido. Allí frente a la terraza, reviviendo lo que sucedió, mirando las tuyas, los geranios, recordando.

Quería recordar y recordaba el recuerdo.

Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de la absurda dicotomía por la que se estaba deslizando. Alejarse de la paciente y buscar en sus propios recuerdos. ¿Acaso eran diferentes de los que estaban escritos en aquellas páginas? Aquello pasaba de ser una estrategia de trabajo y entraba en un terreno casi patológico que empezaba a preocuparla.

Tenía que protegerse, estaba demasiado encerrada. La montaña había cumplido su objetivo, era hora de salir de allí y volver a la ciudad.

Abandonó el comedor con la cena sin terminar y subió a la habitación. Tras cambiarse de ropa cogió el cuaderno y lo abrió por la última página. Se detuvo un instante para organizar las ideas que bullían en su mente. Luego, encabezó con la fecha y comenzó a escribir.

NOTAS DE TERAPIA

 

He detectado tres realidades: Lo que sucedió, lo que rememoré el domingo en el ático y lo que la paciente transcribe en el cuaderno. Son tres realidades diferenciadas. (Falta por escuchar la realidad de Mario, tan necesaria como las otras tres).

 

La realidad de la paciente es muy diferente a como la recuerdo. Me cuesta reconocerme en lo que ha escrito.

 

Creo que mi papel como terapeuta no está siendo el adecuado porque no es un caso convencional; si sigo así pierdo datos. Solo cuando me he implicado, como ha sucedido hoy, he visto aspectos que antes no veía. Sé que pierdo imparcialidad pero este caso no puede ser tratado por métodos convencionales.

 

Tengo que cambiar la perspectiva porque no alcanzo a ver los sucesos  tal y cómo sucedieron.

 

Si no consigo recordar quizás deba actuar de una manera más directa: Regresar a los escenarios donde sucedieron los hechos.

Sintió como se le cerraba la garganta. Tachó esa frase y volvió a tacharla hasta que quedó irreconocible.

Abrió el cuaderno por la página marcada: La fiesta en el club hedonista. Respiró hondo, la lectura era complicada porque la paciente no llevaba un orden riguroso. Comenzó a leer desde el principio.

A las tres de la madrugada cerró el balcón. El frío le había obligado a echarse otra chaqueta por los hombros porque el humo del tabaco le forzó a abrir la ventana una hora antes. Estaba agotada, tenía los ojos enrojecidos. Vació el cenicero en el cuarto de baño. Mientras se lavaba los dientes se fijó en el mal aspecto que tenía. Mañana se compraría un colirio, tenía los ojos enrojecidos.

Se desnudó, buscó una camiseta, cerró las cortinas y se acostó.

Mañana… mañana…

El retorno a Sevilla

Viajar en AVE me concede la excusa perfecta para regalarme unas horas que rompen el  orden cotidiano. Mi aversión irracional a los aviones me ha hecho habitual de los trenes, no exagero. Soporto un puente aéreo, aguanto un Madrid Valencia y he mantenido el temple en algún aterrizaje violento en Bilbao bajo condiciones de viento más que severo. He volado a Nueva York, Berlín y otros destinos donde hubiera sido absurdo plantearse un trayecto en tren pero, si me dan la opción y ésta entra dentro de lo razonable no lo dudo. El tren me permite relajarme, leer aquello que tengo relegado por falta de tiempo, corregir algún trabajo pendiente,  pensar mientras contemplo el paisaje, pensar, pensar, pensar. El tren es el lugar en el que me detengo, paro. Es una forma de zen algo ecléctica.

Y ahora el motivo para pensar es mi vida, es Carmen, nuestro futuro.

Raúl está haciendo progresos aunque él dice que los progresos son míos. Da igual, el caso es que me siento distinto, diferente, más parecido al que era. Frente al espejo ya casi me reconozco; pienso en Carmen con calma. Por primera vez en mucho tiempo puedo echar la vista atrás con serenidad, puedo recordar sin ira.

Tengo tarea para este viaje, debo escribir libremente, sin censurarme. Tantas veces he impuesto este trabajo a mis pacientes sin saber la dificultad que entraña que ahora me avergüenzo de lo rígido que he sido con su falta de constancia. Llevo media hora con el bloc sobre la mesa que se extiende desde el respaldo de la butaca delantera sin poner una letra. Me ha pedido que no tache nada y eso en sí mismo es una especie de censura que se cierne sobre mi pluma. Si no fuera psicólogo quizás me sería más fácil hacer lo que se me pide.

….

Abandono, así lo he escrito en el bloc, soy incapaz de escribir sin ser juez de mí mismo y así se lo digo a mi terapeuta. Soy mi peor enemigo. Me voy a la cafetería, quizás me despeje.

Emilio me llama; me irán a buscar a la estación. Preferiría que no lo hicieran pero no voy a rehusar. Vuelvo a mi asiento y renuncio a continuar con mi trabajo, quizás más tarde.

Me encantaría llamar a Carmen pero sé que la molestaría, me lo dejó suficientemente claro la última vez que violé sus reglas. ¿Por qué? ¿Estamos en un punto de retorno o la distancia es tal que irremisiblemente vamos a tener que reconocer que esto se ha acabado?

Me niego a aceptarlo, lo signos son equívocos, tanto Carmen como Graciela lanzan señales ambiguas; no sé qué pensar.

Sin embargo creo que estamos en el mejor momento para retomar el camino común. Pienso en ella y los recuerdos que prevalecen son aquellos que vivimos antes de nuestra separación: Todo lo que hemos compartido, todo lo que nos pertenece, lo que nos une, lo que forma parte de ambos. No olvido lo que hemos hecho durante este año, ahí está pero ya no me escuece ni me irrita como para impedirme ver lo que somos. Eso es mucho más importante, más denso, más intenso que lo que nos ha sucedido en estos últimos meses.

Espero estar a tiempo de poder decírselo. No sé si todavía conservo la suficiente credibilidad ante ella.

Vuelvo a la cafetería. Whisky con hielo.

…..

Elvira debe tener… a ver, le llevo dos años sí. Debe de estar a punto de cumplir cuarenta y cinco. Los recuerdos se vuelven casi físicos; el brazo sobre los hombros caminando despacio por  la avenida de la Universitaria, el olor de su pelo, el movimiento de su cuerpo pegado al mío… Dios, ¿cómo puede ser posible?

Le saco la cabeza, recuerdo que cuando la cogía por los hombros la sentía tan estrecha, tan poquita cosa que me enternecía. Sin embargo era una mujer resuelta, con tanto carácter que cuando se ponía a hablarnos se le encendían los ojos, crecía, nos inflamaba. Estaba tan hermosa con su melena cargada de ondas que me daba vergüenza pensar esas cosas mientras ella hablaba de Bakunin, de la revolución, de la caída del régimen. Aunque sé que no solo yo me avergonzaba de mezclar el fervor revolucionario con el erotismo que manaba de aquel cuerpo menudo, enfundado en vaqueros estrechos y camisetas que oprimían sus redondas tetas que pocas veces se escondían debajo de algún sujetador. Claro, era la época en la que los sostenes se quemaban o se tiraban y yo solo era un chaval.

Acababa de cumplir quince años cuando comencé a acompañar a mi hermano mayor a la facultad. Me pasaba las noches en su cuarto escuchándole hablar de política, de la inminencia de la caída del régimen. Era una especie de oyente mudo de los encendidos discursos que ensayaba en su cuarto y que más tarde, en las asambleas clandestinas, forjaban su espíritu revolucionario.

Cuando Marcos me pilló leyendo a Kropotkin puso un poco de orden en mis lecturas y las charlas nocturnas cobraron un carácter más pedagógico. Meses más tarde empecé a acompañarle a alguna de aquellas reuniones que tenían lugar en una vieja librería  por San Bernardo y pronto fui uno más en las que me limitaba a escuchar en silencio. Me veo en alguna foto de la época como un chaval flaco, espigado, de ojos grandes y profundos que absorbía como una esponja toda la teoría política que se vertía en aquellos densos debates que se alargaban hasta altas horas de la madrugada.

Allí apareció un día una adolescente, Elvira. No era la única chica, pero si la más comprometida, las más luchadora, la que más discutía. «Tiene más huevos que todos nosotros juntos», decía mi hermano. Pero a mí me parecía la más guapa de todas aunque no solo era eso lo que me atraía de ella sino su carácter fuerte, su inteligencia. Jamás se dejaba tratar como si fuera inferior, no parecía una chica y sin embargo… sin embargo tenía un atractivo poderoso, siempre embutida en vaqueros que se pegaban a su cuerpo como una segunda piel, marcando sus formas de una manera tremendamente sensual, con camisetas ajustadas  que dejaban claras sus medidas, pechos pequeños, tan firmes que no se movían ni un ápice cuando pegaba una patada en el suelo para reafirmar sus ideas, era puro nervio, puro músculo, ni un gramo de grasa, y su melena roja, plagada de ondas. Toda ella era puro fuego. Mandaba y mandaba mucho, no había debate en la que le hicieran rendirse, tenía argumentos sólidos y los defendía hasta la muerte.

Muchos huevos si, mucha mujer.

Ingresé en la facultad mitad por vocación mitad por seguir a Elvira. Nos hicimos amigos, hablábamos, leíamos los mismos libros, coincidíamos en el trayecto del metro, a veces cogíamos el mismo autobús o decidíamos caminar por la Complutense arreglando el mundo, hablando de música, de cine, arte. No todo era política con ella. Nos hicimos amigos si, demasiado amigos, nos quisimos tanto que ninguno fue capaz de dar el paso. Cogidos de la mano, a veces me agarraba de la cintura y yo le echaba el brazo al hombro y recorríamos el camino hasta Moncloa sin parar de hablar. Cualquiera habría pensado que se cruzaba con una pareja de novios. Nos faltó… ser menos amigos.

Pasaron los años, Elvira se enamoró de Santiago, el profesor que nos arrastraba a todos, que nos enamoraba a todos solo que de otra forma, como lo hacen los hombres; palmadas en la espalda, borracheras y todo eso. Ella no, ella cayó rendida, perdió la perspectiva, empezó a mirar el mundo a través de sus ojos y yo comencé a sentir una profunda tristeza cada vez que nos reuníamos a charlar, a beber, a intentar transformar el mundo ahora que nos pertenecía. O eso creíamos.

Mi primera mujer no encajó pero tampoco fue un problema, ella tenía sus amigos y yo los míos. Cuando nos separamos ellos me recogieron e intentaron hacérmelo más fácil, como si eso fuera posible. «Estaba cantado, Marito» me soltó una noche Elvira muy pasada de alcohol. No me llamaba Marito desde los años rojos, cuando corríamos delante de los grises; aludía al niño aquel que cantaba con Jorge Cafrune y que todos odiábamos profundamente. Para rematarlo comenzó a canturrear bajito «Virgen morenita...» mientras se dejaba caer en mi hombro. «No seas cabrona» le dije y la empujé. «Tú si que eres un cabrón, Marito» respondió con la voz pastosa al tiempo que me daba un puñetazo lacio en el brazo.

—Aquí el único que va a acabar portando unos cuernos de cabrón esta noche como sigáis así soy yo.

Me volví a mirar a Santiago, estaba ebrio pero con los ojos lúcidos y una sonrisa irónica en la cara.

—Qué gilipollas, como si la cosa fuera a empezar ahora, Marito. —sentenció, arrastrando el diminutivo.

Elvira se incorporó, parecía dispuesta a enfrentarse a su marido, de pronto se dejó caer de nuevo en el sillón.

—Eres un imbécil Santiago, cuanto más bebes más imbécil te pones. 

—Estás borracho, ¿cómo le puedes hacer esto a tu mujer? ¡Mírame coño, soy yo! —le recriminé sin llegarme a creer que lo estuviera diciendo en serio.

Apenas podía mantenerse estable. Sonrió, la mirada turbia me recorrió.

—Ya sé que eres tú, mi  amigo del alma,  el que se tira a mi mujer.

—Vete a la mierda.

Me fui; supongo que debía de haber apoyado a Elvira, pero para eso estaban los demás que comenzaron a poner a caldo a Santiago.

No volvimos a hablar de aquella escena; empezamos a frecuentarnos menos, yo no estaba para fiestas y la relación se había dañado de una manera irreversible.

Llegó Carmen a mi vida y al poco ellos se trasladaron a Sevilla, no sé cómo sucedió. Recuerdo que estaban en plena bronca. Elvira no daba su brazo a torcer, tenía toda su vida en Madrid, sus amigos, su familia, su trabajo en la universidad. Elvira es mucha mujer, todo carácter y Santiago no parecía tenerlo fácil. Un día nos enteramos de que la decisión estaba tomada. La fiesta de despedida fue extraña, desgarradora, incómoda.

Elvira nunca aceptó a Carmen; no había razón, simplemente no la incluyó en el grupo y yo me fui apartando. El día de la fiesta llevábamos sin vernos más de dos meses. Fue un día triste, creo que sabíamos que nos estábamos despidiendo.

No volvimos a vernos. El grupo poco a poco se fue disgregando; yo había hecho poco por frecuentarlo, quizás el vacío que Elvira le había hecho a Carmen hizo que no nos sintiésemos cómodos. Ya no era mi grupo, aquello pertenecía a mi pasado y allí se quedó.  Para cuando Carmen y yo fuimos a Sevilla fingiendo ser amantes ni siquiera se nos pasó por la cabeza que allí teníamos unos viejos amigos.

…..

Santiago. Me cuesta reconocerle, ¿Cómo es posible que solo hayan transcurrido siete años? Su sonrisa me indica que mis pensamientos me han delatado.

—¿Tan viejo estoy? —me lanza tras un fuerte abrazo.

No respondo, se alegra de verme, yo también.

Los recuerdos me inundan la memoria, son solo unos segundos que recorren años de amistad forjada a partir del respeto y la admiración. Interrumpe mi silencio emocionado con una palmada en los hombros.

—¡Vamos, a estas alturas te me vas a ablandar, serás mariconazo!

Los años le han tratado mal o puede que sea él quien se ha abandonado más de la cuenta. Mientras me acribilla a preguntas que apenas me deja contestar veo las huellas del alcohol surcando las mejillas de capilares rojizos; las bolsas que sustentan esos ojos grises tienen un color oscuro; su torso, en otro tiempo firme, acostumbrado al baloncesto, pasea un vientre grueso que en pocos años le impedirá verse los zapatos. La respiración sibilante delata una incipiente insuficiencia cardiorespiratoria propia del obeso. El declive físico me hace imaginar su caída personal.

—¿Y Elvira, cómo está?

Su mirada me interroga, se clava en mis ojos, escudriña como si pudiera bucear en mi cerebro a través de mi pupilas. Su sonrisa se vuelve socarrona. Sé lo que piensa y no dice.

—Bien, luego la verás; porque cenarás con nosotros, claro.

Parece que la mención a Elvira ha roto el discurso de Santiago. Es como si su nombre hubiese evocado un tiempo y unos hechos que nos sitúan en otro plano, somos los mismos Santiago y Mario que nos hemos encontrado hace un momento después de seis o siete años de ausencia sí, pero al evocarla parece como si no hubiera pasado el tiempo. Él y yo y el secreto compartido del que ninguno habla.

—Está bien, dejó el partido cuando... Ya sabes cómo es, una idealista. Volvió a la universidad, es lo suyo, allí se siente realizada.

—La envidio.

—Si, en eso siempre fuisteis muy parecidos.

Me miró fijamente, parecía a punto de decir algo, algo importante. Supe que no lo haría cuando hizo un gesto casi imperceptible con una ceja. Se lo había visto hacer muchas veces en comisaría, cuando se mordía la lengua en aquellos interrogatorios humillantes de la brigada político social.

—¿Y a ti qué tal te va con...?

—Carmen, bien, muy bien.

Hice una glosa de sus logros académicos y profesionales con los que intenté compensar la huida de mis ojos cuando mis labios mintieron. Si lo advirtió no dio señal de haberlo cazado.

—Era una niña preciosa, demasiado para un viejo zorro como tú, ¿sigue igual de buena?

—¡Anda calla, viejo verde!

Carmen nunca se sintió cómoda con él, decía que la miraba de una manera sucia; puede que fuera cierto, Santiago nunca ocultaba su interés morboso por las mujeres aunque luego podía ser un gran amigo y compañero, siempre que ellas aceptasen esa vertiente porno que era más de boquilla que real. Venía de otros tiempos en los que las relaciones estaban constituidas bajo unos parámetros menos igualitarios y Santiago no había sabido adaptarse.

 

A las nueve en punto me recoge en el hotel. ¡Cómo ha cambiado!. Conduce un todo terreno Mercedes blanco, todo un símbolo que representa lo que para él hace unos años estaba al otro lado de la trinchera. No soy un iluso, también yo me he apeado de las utopías, pero mantengo ciertos principios que, por lo que hemos hablado, en él se han diluido.

Salimos de la ciudad, no hemos parado de hablar aunque más se asemeja a un monólogo

Se nos empareja una moto de gran cilindrada manejada por una mujer, el casco con visera negra se vuelve hacia nosotros. Es ella, sin duda es ella y se me corta la respiración, la figura, embutida en vaqueros ajustados y cazadora de cuero negra mantiene las formas que recuerdo. No veo más, acelera y nos pierde a gran velocidad a pesar de que nosotros no bajamos de los ciento cincuenta.

—Ahí la tienes. —sentencia Santiago.

No sé qué decir, aún no me he repuesto del encuentro.

—Ya veo que sigue con su afición a las motos. Aún me acuerdo de su vieja Lambretta.

—La conserva, pero cuando llegamos aquí pasó a mayores, y eso que casi le cuesta la vida.

Quise saber y Santiago me contó todos los detalles. Un mal encuentro cuando aún no dominaba una máquina que le venía grande. Tres operaciones y una cadera que nunca se recuperó del todo.

—A pesar de aquel susto sigue corriendo como si le fuera la vida en ello, ya la has visto. Ahora controla mucho más pero un día de estos sé que me van a llamar para decirme que...

—¡No seas agorero joder! 

Veinte minutos después enfilamos una cuesta hacia una urbanización de un lujo exagerado que me situó en la Marbella de los fastos impúdicos de los setenta.

Dejamos el auto en un amplio garaje y salimos directamente a un inmenso jardín, Santiago disfruta con la exhibición de poderío y yo me limito a dejarle hacer. Al fondo una gran piscina iluminada lanza reflejos ondulantes que me permiten descubrir una figura femenina que se levanta de una tumbona y camina hacían nosotros. Es ella, la reconozco en la penumbra, sus movimientos, su cadencia, es inconfundible, me emociono sin poder remediarlo, agradezco la noche que oculta la turbación de mi rostro.

Nos quedamos mudos no demasiado tiempo aunque a mí me parece una eternidad. Es ella si, es ella, esos siete años apenas han hecho mella en su belleza, su rostro ha madurado, las formas redondeadas de la juventud que todavía conservaba a los treinta y tantos  han dejado paso a líneas más duras en sus mejillas; su figura se mantiene tal y como la encuerdo aunque tampoco he podido dedicarle más que una fugaz mirada. Ha perdido aquella salvaje melena, ahora luce un corte más acorde a su edad aunque su cabello se sigue resistiendo a ser domado.

—¡Cuánto tiempo Mario! —dice al fin rompiendo el silencio y acercándose para darme un beso. Hay emoción en su voz, esa voz que remueve tantos recuerdos.

La tomo del brazo para corresponder ese beso y aprieto sin darme cuenta. Hay más intensidad en mis dedos que en ese beso del que es testigo su marido.

—Siete años más o menos, una eternidad. Estás igual —soy sincero, lo dice mi voz y mi mirada, apenas ha cambiado, quizás algo en sus ojos que me habla de tristeza, de decepciones. Me fijo en su pelo que no sabe de tintes y luce algunas canas entre sus rizos. Sonríe, acepta el cumplido de esa manera de quién se sabe recompensada por el esfuerzo de cuidarse.

—Tú tampoco has cambiado.

—Venga, dejad ya de echaros flores que me voy a poner celoso. ¿qué te apetece?

Santiago se aleja y nosotros le observamos en silencio, cada uno con un mudo reproche.

—Esto es precioso —digo para romper la nostalgia que ronda por el aire.

—Transigí con todo esto excepto con tener servicio permanente en casa —me coge del brazo y comenzamos a pasear—, no toleré esa intrusión en mi vida privada.

Nos acercamos a la piscina, el murmullo de la  depuradora y el brillo de las luces en el agua nos mantuvo absortos durante unos segundos.

—¿Cómo le ves? —me preguntó.

—Diferente, no parece el mismo.

—No es el mismo.

—¿Tanto ha cambiado? Los últimos años recuerdo que ya no era el de siempre, de hecho nos habíamos distanciado mucho.

—Venir aquí fue un gran error, su carrera profesional ha quedado relegada a un segundo plano, ahora es un político, pero no tiene nada que ver con el que tú recuerdas, aquel Santiago de las asambleas, ese desapareció en cuanto pisó el despacho de la Junta. Durante un tiempo pensé que podíamos hacer cosas aquí, pronto desistí y me volví a la universidad; no me fue fácil porque aquí todo está muy ligado pero tengo un nombre y muchos contactos. Al final he conseguido hacerme un hueco a pesar de ser la oveja negra.

—¿Y tú, cómo estás tú?—le pregunté.

Sus ojos me buscaron, durante unos segundos, iluminada por la reverberante luz que nos llegaba del fondo de la piscina me pareció la misma chica que me había tenido fascinado durante mi juventud. Si no se hubiera cruzado el profesor, el líder, el carismático orador...

—Han pasado muchos años Mario. —Aquello parecía una respuesta a mis pensamientos ¿tan transparente había sido?

—No me estás contestando.

Sonrió.

—Te contestaré en modo breve. Estoy volcada en la universidad, ya sabes que siempre fue mi vicio y ahora lo es más que nunca. Me costó encontrar mi lugar porque aquí todo está muy entrelazado y mi escapada del partido no fue bien vista. Pero tengo un pasado y luché.

Evita entrar en lo personal, hemos perdido confianza y me apena pero es lógico, ha pasado demasiado tiempo.

—A ti te iban a asustar —apostillé.

—Ahora estoy bien situada, estoy cómoda, me gusta lo que hago y dispongo de presupuesto para el departamento.

—¿Qué me he perdido? —interrumpió Santiago desde la mesa al otro extremo de la piscina donde estaba poniendo las bebidas.

—Luego continuamos, ¿de acuerdo? —Le molesta la interrupción tanto como a mí.

—Por supuesto.

La velada transcurre entre recuerdos e intentos de ponernos al día. No somos los mismos, como ha vaticinado Elvira. El tiempo ha dejado profundos surcos que resaltan más para quien como yo ha estado ausente. Santiago habla demasiado, bebe demasiado e interrumpe constantemente. No, no es aquel que nos enamoró, es una triste caricatura de si mismo, un reyezuelo en plena decadencia intentando reeditar delante de nosotros una penosa versión de lo que fue bañada en Rioja. Me siento incómodo por Elvira que hace rato ha dejado de intentar detenerle. La relación en esta pareja está herida de muerte, puede que solo la inercia la mantenga pero me extraña que una persona con tanta fuerza y vitalidad como Elvira sea capaz de aguantar.

Santiago ha sufrido el asedio del teléfono durante la cena y nada más acabar entona una disculpa y se ausenta para atender una nueva llamada.

—Así a diario —dice Elvira con un tono neutro mientras le ve perderse en la casa.

Nos movemos hacia el porche.

—Deberíais hablarlo, estáis en una espiral que, o se detiene o te absorbe.

—Ha tomado una opción de vida, podría haber sido peor, la droga, el juego. ¡qué sé yo!

Estamos codo con codo, preparando una bebidas en la barra bar cercana al porche.

—¿Y mientras tanto, tú? Porque no te imagino esperando resignada a que esto se vaya a la mierda.

Elvira detuvo el chorro de whisky que comenzaba a derramar en su vaso y me miró.

—Mario, esto se fue a la mierda hace ya muchos años.

…..

Hora y media de confidencias a la luz de la luna, arrullados por el rumor de la piscina. Ella me dejó entrever su soledad alejada de su entorno al que regresa cada cierto tiempo a recuperar fuerzas.

—¿Por qué lo hiciste, por qué si habías estado negándote tanto tiempo?

No me contestó y yo no quise insistir porque adiviné algo que me hizo sentir incómodo.

—Hace frío.

—¿Nos vamos dentro? —aventuré sin muchas ganas de abandonar ese momento tan dulce.

—No —Se arrimó a mí buscando calor y yo la arropé con mi brazo instintivamente, como si no hubieran pasado los años, como si fuéramos aquellos chiquillos que paseábamos por la complutense camino de la Facultad.

—Si aparece Santiago… —«Empezará con sus neuras», pensé.

—¿A estas alturas te importa lo que pueda pensar de nosotros? ¡No me jodas Mario, no lo estropees!

La estreché suavecito y seguí acariciando su brazo. Acababa de recordar sus absurdas escenas de celos teatralizadas para simular que solo eran eso, cínicas burlas de un progre de vuelta de cualquier sentimiento posesivo cuando en realidad se moría de envidia por la relación que mantenía su mujer conmigo. Amistad, deseo, respeto y lealtad al amigo y al marido, lo cual no ocultaba que nos queríamos y mucho.

Tiempo después, cuando ya se habían marchado a Sevilla me encontré con una de las parejas del grupo. Apenas nos veíamos ya y nos alegramos sinceramente de reencontrarnos hasta el punto de perder con ellos la noción del tiempo y del número de cervezas que nos acabamos bebiendo —Lo que hace la nostalgia—. A través de su mirada pude conocer cosas que no sabía. Cuando Elvira y yo estábamos en el mismo ambiente, —decían—, se notaba algo. Elvira estaba más sensual, como en los tiempos de la clandestinidad. No era algo que provocase conscientemente pero surgía y todos, incluido Santiago, lo notaban. Y yo, según contaban, derrochaba seducción, fluía una corriente magnética en ambos sentidos aunque no nos dirigiésemos la palabra, incluso sin mirarnos directamente, había una especie de comunicación que era patente para todos.

—No voy a llegar yo ahora, después de tantos años de silencio a decirte lo que tienes que hacer con tu vida, pero sé que la mujer que…

Me mordí la lengua, ¿Qué había estado a punto de decir?

— La mujer que conocí, y que sigue estando aquí, por lo que veo, no se resignaría. No tienes excusas, no hay hijos por medio a los que pudieras perjudicar. ¿Qué te detiene?

No contestó. Elvira es una mujer de respuesta inmediata, de argumento sólido, de réplica contundente. Esta vez el silencio comenzó a extenderse implacable.

—Perdóname, no he debido…

—Me crees muy fuerte, así es como me recuerdas ¿no es cierto?

Se incorporó, dejó una mano sobre mi muslo y yo mantuve el brazo rodeando su espalda, me resistía a perder aquel contacto que, ahora lo sabía, echaba tanto de menos. Miraba al frente allá donde las luces en la planicie delataban la presencia de otras mansiones similares a aquella. Inspiró con fuerza y soltó poco a poco el aire. Se volvió para mirarme y sonrió.

—Tú sí que tienes que perdonarme, me porté muy mal con Carmen, os hice la vida imposible.

Hice un gesto con la cabeza quitándole hierro al asunto.

—Nunca he sido tan fuerte como he aparentado Mario, cuando te divorciaste solo se cumplió lo que estaba cantado, nunca me preocupó tu mujer, sabía que tarde o temprano desaparecería de nuestra vida, aquella furcia no era para ti.

—¡Elvira!

—Una autentica puta envuelta en papel de celofán, lo que yo te diga. Pero nunca me preocupó, era cuestión de tiempo. Solo me preocupaba el daño que te pudiera hacer. Pero cuando apareciste con Carmen…

Me alarmé al escuchar como la voz se le había ahogado.

—Entonces supe que te había perdido.

Sentí como su mano se aferraba a mi muslo.

—Ya es hora de confesarse, además esta confesión va a suponer que no nos volvamos a ver nunca más.

—¿Por qué te casaste? Tú sabías que yo…

—Me equivoqué, todos estábamos deslumbrados por Santiago, no me lo irás a negar. Alguno incluso hubiera puesto el culo si él se lo hubiera pedido y sabes a quién me refiero. Hay que reconocerlo, hubo un tiempo que era absolutamente arrebatador, carismático. Y me tocó a mí caer rendida.

—Pero luego, cuando viste…

—Luego, Mario, luego ves al ídolo caer poco a poco y te resistes a creerlo e intentas apuntalarlo y te niegas a creer que eso sea algo más que un mal momento, y recuerdas a otros genios, otros casos que resurgieron y le das una oportunidad y otra y otra más.

—Sí, todo eso es comprensible, pero ya es historia. Ahora estás tú, has hecho todo lo que ha estado en tu mano. ¿Qué vas a hacer ahora por ti?

—Tengo mi vida, la universidad, mi departamento…

—Eso ya me lo has contado; y tu moto con la que te vas a matar un día, ¿es eso? Porque se parece  mucho al alcohol con el que se adormece Santiago.

—No seas cabrón Mario.

—¿De confidencias, o ya estáis de rollito?

—¡Joder Santiago, vete a la mierda!

Supongo que llevaba años con ganas de hacerlo y estallé en aquel momento. Hice un esfuerzo por Elvira, me levanté de la bancada y le di la espalda; no sabía cuánto tiempo llevaba escuchando nuestra conversación y, la verdad, me daba igual.

—Vaya forma de tratar al anfitrión, encima que te invito a mi casa y te cedo a mi mujer…

Aquello me acabó de enfurecer, me volví hacia él y avancé hasta que Elvira se interpuso y me detuvo.

—Eres un imbécil Santiago, siempre tienes que joderlo todo —le lanzó Elvira —vete a casa y sigue bebiendo, anda.

No me había dado cuenta hasta ese momento de la dificultad que había tenido Santiago para pronunciar aquella impertinencia, su voz pastosa le delataba.

—Claro cariño, ahí tienes las llaves del auto, encárgate tú de llevarle al hotel y haz los honores, yo me voy a la cama, como ves no estoy en condiciones ni para una cosa ni para la otra.

Subió riendo su propia gracia buscando la estabilidad en las paredes.

.....

—Olvídalo, al menos durante esta noche. Que no nos estropee este momento.

Llevábamos diez minutos en silencio, Elvira conducía despacio, sin dejar traslucir en su semblante la tristeza que sin duda le traspasaba el pecho. Me miró y tras un breve segundo sonrió, pulsó un botón de la radio y el sonido fresco de Ketama inundó el auto.

Jugaré a ese juego al que todo aposté

Me da igual, mi condena es vivir así

Miénteme, ya no tengo nada, nada que perder

Tarde o temprano, siempre acabaré en el infierno de tus labios.

Dejé de escuchar; aquellos versos me habían estremecido.  Había sido como un fogonazo de lucidez, algo así como si se me desvelase una verdad que había intentado mantener oculta a base de dureza, rencor y violencia dirigida a la persona que más amaba. ¿Acaso ese era mi destino, ceder, claudicar y reconocer que no podía vivir sin Carmen, la mujer que añoraba y a la que, en el fondo de mi mismo, deseaba tal y como ahora era? Aceptarla, aceptarme, asumir que ambos habíamos cambiado y emprender una nueva etapa sin mirar atrás, a los que fuimos y jamás volveríamos a ser.

Elvira cortó de raíz mis elucubraciones.

—Tienes razón, cuando me hace una de estas consigo evadirme con la moto, salgo a la carretera y me disparo.

—Ten cuidado, me ha contado lo del accidente.

—Eso fue al principio, apenas la dominaba y me salió un cabrón sin mirar.

—Sabes tan bien como yo lo que estás haciendo.

—Lo sé, déjalo.

Nos perdimos escuchando la música, dejando que la carretera nos absorbiera, limpiándonos de lo sucedido. De nuevo Carmen ocupaba mi cabeza. Tarde o temprano acabaré cayendo en el infierno de tus labios, sean cuales sean tus condiciones.

Me dio pena llegar al hotel, no quería que aquello acabase ya, supongo que mi expresión me delató porque Elvira sonrió y se adelantó a mi propuesta.

—Mañana trabajo.

—Pero una última copa, o un café… ¡mira qué noche hace!

Tenía tan pocas ganas de marcharse como yo.

—¡Te das cuenta de la hora que es!

—Eres la jefa, ¿cuántas veces llegas tarde?

Metió primera y arrancó, callejeamos en silencio buscando aparcamiento y volvimos caminando hasta un café que permanecía abierto frente al hotel, ¿qué había cambiado desde que salimos de su casa? Quizás su confesión interrumpida por Santiago estaba pendiente de resolverse; pero tendría que surgir espontáneamente si es que surgía. Lo cierto es que no éramos los mismos que iniciamos la velada.

¡Teníamos tanto de qué hablar! Lugares, escenas, anécdotas. Recordamos personas olvidadas que provocaron emociones, sonrisas, ternuras. Y sin poder evitarlo nuestras manos se entrelazaron.

—Ojalá no os hubierais marchado de Madrid.

—La cosa no pintaba bien, yo… necesitaba alejarme, yo… —Supe en lo que estaba pensando, no quería que siguiera por ahí.

—Deja eso, es el pasado.

—Ojalá se pudiera enmendar los errores, ¿verdad?

—Si tú supieras…

Media hora después decidimos que era el momento de concluir. Frente a la puerta del hotel, con mil cosas por decir, cogidos aún de la mano, iniciamos una despedida. ¿Por qué tenía un nudo en la garganta?

—Bueno, nos veremos mañana, supongo —dije.

—Si, por favor.

«¿Por favor?» Su voz era un lamento; aquello me rompió. Mi mano imprimió un impulso en la suya atrayéndola hacía mí y su cuerpo cedió con tanta facilidad que...

Aquel beso debería haber ido a su mejilla, sin embargo vi como sus labios se acercaban, o fui yo quien me dirigí a ellos y no hice nada por evitarlo. Fue un beso delicado, breve. Casi sin separarme la miré buscando una respuesta. Sus ojos se habían cerrado y los vi abrirse, lentamente; me miraron con sorpresa, cargados de emoción, pero no se alejó. Volví a besarla y esta vez sentí como Elvira, mi Elvira se pegaba a mi boca,  respondía a mi beso y su brazo rodeaba mi cintura.

—Vamos.

.....

—¿Hemos tenido que esperar...?

—Veinticinco años —la interrumpí.

Elvira esbozó un gesto de incredulidad que no consiguió ocultar la satisfacción que le había producido mi declaración.

—¿Vas a decir que has deseado acostarte conmigo desde el principio?

—No era lo principal, ni mucho menos y creo que lo sabes, pero si me hubieses dado la más mínima oportunidad...

—¡Qué ciego has estado Mario!

—¿Me estás diciendo...?

No pude continuar, me echó los brazos al cuello y selló mi boca enmudeciendo una pregunta que nos llevaba a un pasado que ya no merecía la pena evocar. Nos fundimos en un beso largo, intenso, tanto tiempo deseado. Busqué su pecho y lo acaricié con ternura, necesitaba aprendérmelo ahora que por fin lo disfrutaba. Escuché un gemido ahogado por mis labios, su espalda se arqueó y mi brazo se deslizó por ese hueco atrayéndola con fuerza; necesitaba tenerla cerca, tan cerca que temí hacerle daño.

Habíamos entrado en el hotel una hora antes cogidos de la mano. No tuvimos que esperar, el ascensor estaba en planta y cuando las puertas se cerraron nuestras miradas se cruzaron. Ya no vi a la misma mujer que me había recibido unas horas antes. Acaricie su cuello y la hice acercarse hasta que sus labios me besaron. No dudó ni un instante, me rodeó con sus brazos y se entregó a aquel beso como no lo había hecho antes.

Caminamos hasta mi habitación cogidos del brazo. Cuando entramos ninguno dudó, nos enredamos con prisa, con ansiedad por recuperar el tiempo perdido, como si nos fuera a faltar tiempo para conocernos a fondo. No, no era así como quería hacerlo, necesitaba frenar, deleitarme con cada sentido. Pegado a ella, atrapada contra la pared, acaricié sus mejillas, Elvira se contagió de mi sonrisa y se dejó hacer. Desabroché lentamente los botones de su blusa.  ¡Dios, qué pequeña me parecía! La distancia y el tiempo me habían hecho recordarla más alta, sin embargo era así, pequeña, menuda. El recuerdo de su talla intelectual, de su fuerza, de su carácter me había jugado una mala pasada. Allí, pegada a la pared, mientras se dejaba desnudar, volvía a ser la chica menuda, de cuerpo terso que me mira desafiante mientras lucho con el sujetador.

—Deja, me lo vas a romper. —protesta débilmente.

Se deshace con rapidez de la prenda y me echa los brazos al cuello, me come la boca con ansia, su espalda desnuda es pasto de mis dedos hambrientos, su pubis se refriega contra mi cuerpo, es ella, la indómita, la mujer guerrera que podía con todos nosotros en el debate y que ahora intenta tomar la iniciativa, ha tenido un momento de debilidad pero se ha recuperado y ahora me desea, me quiere tener y va a por todas.

Me deshago del polo, sus ojos recorren mi tórax y lo besa con ardor. «Mario, Mario», exclama como si llevase años llamándome. Así lo entiendo, así ha debido ser y la congoja me domina por un instante. Sus manos recorren mi pecho, lo marca con las uñas bien cuidadas. Busco la cinturilla de su pantalón y encoge el vientre para facilitarme el trabajo, ahí sí soy hábil y suelto el botón; suspira, no tardo ni un segundo en bajar la cremallera, me afianzo en sus caderas y de un tirón arrastro la prenda por sus muslos, ella hace el resto y se despoja del pantalón. Me mira, se exhibe para mí mientras yo la imito con urgencia en mis gestos, reímos, parecemos dos adolescentes. Eleva las cejas al ver el bulto que adorna el bóxer y se relame exageradamente; esa es ella, pícara, sinvergüenza. La tomó de la cintura, me echa los brazos al cuello, necesito sentir su piel, su calor, su pelo, el contacto de todo su cuerpo. Nos besamos, y el beso se convierte en un acto violento, la aprieto, gime, se cuelga de mi cuello y me abraza con las piernas, ¡pesa tan poco! La elevo del suelo como si fuera una pluma, la sujeto por el culo y camino hacia la cama; a cada paso su respiración se convierte en un jadeo. La dejo caer, sonríe perversa.

Se cubre la cadera izquierda con una mano. Es un último pudor que deseo vencer con tacto y cariño. Me arrodillo, tomó sus manos y, sin forzarla, consigo que descubra la brutal huella, el zarpazo del asfalto. ¡Qué dolor tuvo que soportar! Acaricio la herida, las yemas de mis dedos trazan los surcos intentando leer el sufrimiento. Recorro las cicatrices con mis labios, con la lengua, besos cortos, suaves. Siento una mano que mesa mis cabellos, su pierna derecha me abraza la espalda. «Te quiero, Mario», resuena en mis oídos y por toda respuesta acaricio su costado.

Abandono la huella del terrible accidente, ya no se oculta, me observa serena. Mis manos recorren su vientre, alcanzan los breves pechos, casi tan firmes como los recordaba.  Pero Elvira no es una mujer pasiva, de un rápido gesto se deshace de la pequeña braga y me ofrece su desnudez, apenas escondida bajo una cuidada mata rojiza.

La sigo, me desnudo y me dejo observar halagado por una mirada nada discreta. Se incorpora con agilidad y se apodera de mi erguido miembro con la izquierda, sus ojos vuelven a cruzarse con los míos, sonríe con maldad, le gusta lo que tiene en la mano, palpa, calibra, libera el glande de su escondite, se sienta en la cama y decide jugar antes de llegar a mayores. Me besa sin abandonar su presa, me apodero de sus pechos, son una delicia y dejo que se deleite con mis atributos, ya se ha apoderado con la otra mano de los testículos y juega con dulzura, ronronea, estamos los dos de rodillas en la cama, pegados el uno al otro, me besa el cuello, suspira, gime, no deja de acariciarme con ambas manos, se ha olvidado de mí, está claro, soy un juguete en sus manos y yo, hago lo mismo, disfruto de ella, de su cuerpo de los sonidos que produce, de los aromas que emanan de su cuerpo, de la suavidad de su piel, del placer que me provoca el contacto de sus pechos, su mejilla en mi cuello, sus labios, su muslo pegado al mío.

Me empuja, es la misma mandona de siempre, me dejo tumbar y  enseguida la tengo encima, dominando, mirándome como si no supiera por dónde empezar. Sus manos recorren mi piel como el escultor toca la pieza antes de empezar a tallar. Subo los brazos por encima de mi cabeza, estoy a su merced y quiero que lo sepa. Su mano izquierda sube por mis muslos, se hunde entre ellos, acaricia mi escroto, baja algo más. No la he visto, un calor tibio cubre mi glande, se extiende por todo el tronco, asciende, baja, sigue un ritmo delicado mientras una mano sujeta el escroto que se encoge y distiende siguiendo el mismo ritmo mientras la otra mano recorre mi pecho. ¡Oh si! me está haciendo una mamada deliciosa, suave, relajada. ¿Se esmera o es que pretende, como yo, aprehender cada detalle para el recuerdo que estamos construyendo?

.....

—¿Habías hecho esto antes?

Estamos tumbados uno al lado del otro, apenas nos rozamos los dedos. Atiendo a su respiración agitada tras el intenso orgasmo. Es la primera vez que la he escuchado y ha sido como si ya conociera su manera de desfallecer. No podía ser de otra manera, coincide con su forma de ser.

Giro el rostro buscando su mirada.

—Engañar a tu mujer. —concluye.

—Presupones que la estamos engañando.

Deliberadamente la incluyo en el delito que me imputa. Elvira muda el gesto.

—En cuanto hable con ella lo sabrá.

Me analiza durante unos segundos, sé que está desmenuzando mi respuesta como hacía en aquellos intensos debates políticos que manteníamos hace tantos años. Su respuesta, cuando llegue, no será simple. Al cabo se incorpora apoyándose en un codo y yo la imito.

—No me estás hablando de un juego, no sería propio de ti, ¿o sí?

—Carmen y yo mantenemos una relación muy abierta, basada en la lealtad y en la amistad sobre todas las cosas.

Me detuve, sentía que mis palabras reflejaban más un proyecto fallido que una realidad. Si continuaba debía hacerlo hasta las últimas consecuencias.

—Nos amamos, mucho más de lo que pensaba. Nunca he sido una persona celosa ni ella tampoco. Fue cuestión de tiempo que los juegos morbosos y las fantasías de cama pasaran a la realidad de una forma paulatina, con acuerdo mutuo.

Me sentía cada vez peor, estaba edulcorando una realidad algo mas descarnada. Tenía que reconducir aquello o acabaría por caer en el terreno de la falsedad.

—No todo ha sido un camino de rosas, no creas. Ver a tu pareja con otra persona haciendo el amor...

—¿Haciendo el amor? —recalcó con evidente incredulidad.

—Follando —corregí—, reconozco que así es más sencillo. Lo difícil llegó cuando la vi compartiendo cariño, haciéndole a otro esos gestos de intimidad, de... mimo que hasta entonces solo eran nuestros. Lo difícil comienza cuando ves que ya no folla sino que, ahora sí, hace el amor con otro...

—¡Joder, Mario!

Me costaba mirar a Elvira mientras le hacía partícipe de esta parte de mi vida, ¿por qué? Quizás porque el paisaje que estaba pintando no reflejaba la realidad con total fidelidad.

Continué hablando, esta vez con la mirada perdida, dudando, eligiendo bien las palabras que pudieran mostrar toda la esencia de lo que quería confesar.

—Entonces es cuando te planteas si te has jugado tu vida. Ahí es cuando te tiembla el pulso. Ese debería ser el momento de hablar. Es el tiempo de las preguntas, cuando no ha lugar para callar tus miedos; también es el momento de escuchar. Por el camino te contradices y dudas y reniegas, de ella y de ti, y es cuando debes volver a empezar y volver a hablar —Busqué su mirada, estaba afectada por mi discurso—. Y  al final compruebas que el amor es más grande que el sexo.

Esa, esa era la respuesta, ese era el camino.

—No sé si yo podría vivir algo así.

Sonreí mirándola a los ojos. No podía mentirle.

—Estamos de camino hacia esa meta, todavía estamos tanteando el camino y te aseguro que no es nada fácil. Está siendo duro y largo, muy largo.

—¿Y os merece la pena?

Me dejé caer, el techo me serviría de pantalla para sopesar los pros y los contras.

No, ya no había nada que analizar, el,pasado estaba ahí, inamovible. Todo lo que tenía que hacer era recuperarme íntegro para afrontar el futuro.

Sentí su mirada expectante muy cerca de mi. Elvira, mi primer amor compartía lecho conmigo por fin, al cabo de tantos años.  Moví mi mano hasta rozar la suave piel de su muslo.

—Nunca pensé que lo que empezó como un inocente juego erótico fuera a alcanzar la dimensión que ha llegado a tener. Son cosas que no planificas.

Comenzaba a hacer frío. Me incorporé hasta alcanzar la sabana que colgaba a los pies de la cama y cubrí nuestros cuerpos. Elvira se refugió en mí y escuchó en silencio mi historia, el relato de un juego disparatado que me llevó a emborracharme de ego hasta el punto de olvidarme de Carmen y adorar al ídolo que construí en mi mente y que la sustituyó por completo. Fue un relato sincero, desnudo, sencillo, sin adornos, sin excusas, sin culpables ni víctimas. Tampoco dibujé canallas a quien cargar con la responsabilidad de ser los inductores del desastre. Le presenté a Carlos, Doménico, Graciela… personas que, para bien o para mal, entraron en nuestras vidas en un momento determinado y que, para bien o para mal, formaban parte de nuestro próximo futuro.

Cuando acabé nos quedamos en silencio. Ella intentando asimilar todo lo que acababa de confiarle, yo pensando si había hecho bien en censurar escenas que no me había sentido capaz de contar.

—Me resulta difícil emitir una... No —corrigió con cierta vehemencia evitando el enfoque profesional—,  quería decir que me cuesta dar una opinión sin conocer la otra cara de la moneda.

—La versión de Carmen, claro.

—Eso es.

—Claro, es lo justo.

—No seas tonto, no es una cuestión de justicia, son datos.

Se quedó pensativa. Sus dedos no dejaban de acariciar mi piel.

—Un largo camino, amargo y complicado.

—No imaginas cuánto.

No, las palabras no alcanzaban a expresar todo lo que llevábamos sufrido. Era imposible que se pudiera hacer una idea.

De pronto comenzó a susurrar una melodía que al principio no identifiqué. Se dio cuenta y le puso palabras.

—The Long and winding road that leads to your door will never disappear...

—No me digas que te la sabes entera.

—Yo siempre fui más de Paul.

—Craso error —dije elevando una exagerada ofensa—, sabes de sobra que el genio del grupo era John.

Elvira sonrió y continúo cantando bajito.

—The wild and windy night that the rain washed away, has left a poll of tears crying for the day...

—La oscura noche, el ulular del viento y la tormenta que la lluvia despejó, dejó un rastro de lágrimas clamando por el amanecer. —imaginé un escenario al tiempo que traducía. Me sentía tan identificado...

—¡Vaya!, veo que te ha salido la vena poética —murmuró burlona.

—Why leave me standing here, let me know the way. —terminó alcanzando a duras penas los últimos agudos con la voz ahogada.

—¿Por qué me dejaste aquí? Muéstrame el camino.

—¿A quién? ¿A Carmen o a ti? —me espoleó.

—Me resulta difícil atribuirle estos... lamentos a uno de los dos. Creo que nos valen a ambos.

Comenzó a acariciarme el vientre, más que una caricia era una forma de curarme las heridas. Reaccioné estrechándola levemente.

—Many times I’ve been alone and many times I’ve cried, anyway you’ll never know the many ways I’ve tried...

Cada verso me golpeaba con más fuerza. Era una especie de diálogo entre Carmen y yo, ese diálogo que no habíamos mantenido aún.

—Llevo solo tanto tiempo y he llorado tanto.

No pude continuar, el aire escapó de mis pulmones bruscamente, lo que me ayudó a sofocar la creciente emoción que estaba acumulando. Un par de segundos marcaron  lo que para mí era la respuesta de Carmen.

—En cualquier caso, nunca sabrás cuántos caminos he intentado.

—Una adaptación algo libre, ¿no crees?

—Es como la siento, una suerte de diálogo.

—Ya veo.

—But still they lead me back to the long winding road, you left me standing here a long long time ago. Don’t leave me waiting here lead me to your door

—A pesar de todo, me devuelven al largo y tortuoso camino.

De nuevo sentí la necesidad de hacer una breve pausa. Era la voz de Carmen la que seguía  dueña de la primera parte de la estrofa. Ahora yo me sentía protagonista.

—Me dejaste aquí hace tanto, tanto tiempo. No me dejes esperando, guíame a tu puerta.

Se incorporó con agilidad, su cuerpo menudo quedó casi sobre mi, sus ojos me taladraron.

—Tengo que irme. Déjame rumiar todo esto, ya hablaremos.

La sujeté por la cintura, pero mi mano se desplazó libremente hasta alcanzar su culo.

—Espera.

Sonrió indulgente.

—¿No has tenido suficiente?

—Tú tampoco.

Sus labios recorrieron el corto camino que llevaba hacia mi boca. Terminó de escalar mi cuerpo y descansó sobre mi pecho, a horcajadas como si montase sobre su potente moto. No me dio opción, buscó con su mano, se tuvo que desplazar ligeramente hacia abajo para poder encajarse y me montó; si, me montó una vez más sin dejar de mirarme mientras yo me deleitaba con sus pechos pequeños, duros, esos pechos que tanto había deseado desde que la conocí. Encendido por la pasión, por el amor que siempre le había profesado me incorporé y seguimos danzando sobre la cama, rodeó mi cuello con sus brazos. Ambos sonreímos.

—Te quiero.

—¿Y ahora, qué va a ser de nosotros? —gimió mientras yo la atravesaba intentando frenar el desenlace.

—Lo que debía haber sido y no fue porque quizás no era nuestro tiempo.

—¿Y ahora, crees que ahora lo es?

Elvira desfallecía.

—Espero que si, deseo que si, confío que lo sea.

—¡Oh Mario! —exclamó antes de romperse en mis brazos.

A las cuatro y media  Elvira salió de la habitación. Yo no pude dormir en lo que quedó de noche. Habían sucedido demasiadas cosas. Tenía tanto en lo que pensar. El camino estaba abierto.

Mas de Mario

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