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Diario de un Consentidor (58)

en Intercambios

Avancé hacia la barra. Graciela estaba apoyada, más que sentada, en un taburete alto, con una pierna flexionada descansando en el reposapiés metálico. De nuevo me fijé en su espalda recta y su vientre plano, fruto sin duda del ejercicio físico que la danza le proporcionaba.

-       “Tenía mis dudas sobre si te vería esta mañana” – le dije tras intercambiar un par de besos.

Estaba espléndida, aún más radiante que la noche anterior. Pantalón vaquero ajustado, la camisa roja se cerraba un poco antes del nacimiento de sus pechos, una chaqueta de piel marrón completaba su vestuario. En la banqueta cercana descansaba un abrigo, una bufanda y el bolso.

-       “Te dije que vendría”

-       “Y veo que eres mujer de palabra” – sonrió bajando la vista. Cuando de nuevo me miró sus ojos anticiparon una pregunta.

-       “¿Qué… en fin, esto es un poco raro, no? ¿Qué le ha parecido nuestro… encuentro?”

Actuábamos como dos niños pillados en una travesura. Intenté recuperar de mi memoria el momento de mi llegada a casa y no encontré ninguna escena que pudiera aliviar la duda de Graciela. Me habría encantado decirle que hablamos plácidamente sobre ella, sobre nuestra peculiar forma de conocernos, pero no podía inventar algo que no se había producido aunque la realidad es que Carmen había asumido este encuentro como un reto más.

-       “Ahora lo verás. Vamos con ellos” – le dije tomándola del brazo.

Graciela se levantó del taburete y caminamos juntos hacia el grupo que ya nos esperaba con curiosidad. Mientras avanzábamos, su cercanía me hizo sentirla más alta de lo que recordaba. La miré de reojo y percibí su seguridad ante una situación que a otras mujeres habría cohibido.

Tras un primer saludo, (“Os voy a presentar a Graciela”), inicié una presentación informal y desenfadada. “Estos son nuestros amigos” y uno tras otro se fueron presentando. Besos, manos que se levantaban para saludar, bienvenidas al grupo… Cuando se empezaron a desvanecer los saludos miré a Carmen. Había estado espiando su reacción desde el principio; estaba serena, con una media sonrisa en el rostro asistiendo a la efusividad de nuestros amigos. Creo que disfrutaba con la tensión que yo apenas podía ocultar.

-       “Y esta es Carmen, mi mujer”

Graciela avanzó con decisión hacia ella y se dieron dos besos. Conozco bien a Carmen y sé que la cordialidad que apareció en sus ojos era sincera.

No tardaron en comenzar las preguntas, más orientadas a satisfacer el cotilleo y un morbo sano y bienintencionado. Como pude evité poner en una situación incómoda a Graciela y desvié con tino la conversación hacia otros temas.

Como de costumbre, el grupo funcionaba en una especie de sístole/diástole, como un banco de peces que en ocasiones se expande y a continuación se condensa, que a veces cambia el rumbo simplemente porque uno de sus componentes se desvía y todos le siguen. Así sucedió aquel día: se formaron grupos en los que las conversaciones parecían estar separadas hasta que alguien lanzaba una frase al vuelo y otros la recogían. Graciela se integró desde el principio. Era naturalmente el foco de atención aquel día y pasó, -O, mejor dicho: la pasaron  -, de un grupo a otro.

-       “¿Qué te parece?” – le pregunté a Carmen en un momento que fuimos juntos a la barra a pedir una nueva ronda.

-       “Sigues teniendo buen gusto” – bromeó –“es guapa, me cae bien” – apostilló.

-       “Tiene un aire a ti” – dije. Es cierto. Si bien no se parecen, si mantienen una misma fisonomía. Carmen sonrió con malicia antes de contestarme.

-       “¿Tú crees? No nos parecemos mucho”

-       “Los dos sois altas, delgadas, camina tan recta como tú…”

-       “A lo mejor en las distancias cortas te llevas un chasco y no nos parecemos”

Analicé durante un segundo su rostro y ella se dio cuenta de mi duda

-       “¿Qué pasa, acaso tienes una fijación por las mujeres altas, delgadas y ligeras de cascos?”

-       “¿Eres una mujer ligera de cascos?” – respondí intentando adivinar hacia donde derivaba esta conversación.

Carmen movió la cabeza de un lado a otro, como si le defraudase la precaución con la que afrontaba nuestra conversación.

-       “Soy una mujer casada que se acuesta…” – interrumpió bruscamente la frase y creí percibir una sombra en su mirada – “bueno, que se ha acostado con otro hombre y que anoche ha permitido que su marido la azote, la muerda y casi, casi, la viole”

-       “Te olvidas de añadir una cosa”

-       “¿Qué cosa?”

-       “Que todo eso te ha gustado, y mucho” – sonrió deliciosamente.

-       “Bueno, unas cosas más y otras menos”

-       “Pues no lo parecía. Otra cosa:” – no quería pasar por alto el matiz que había dejado caer en su anterior frase.

-       “¿Qué es eso de que eres una mujer que ‘se acuesta, bueno, se ha acostado’? “

Su mirada se volvió huidiza. Otra vez percibí una sombra de tristeza en sus ojos.  Lo que fuera que la movió a llamarme tantas veces el día anterior tenia sin duda que ver con Carlos.

-       “¿Ha pasado algo que yo no sepa?” – sus ojos de nuevo fueron más elocuentes que su mutismo – “Ya veo, y yo estuve ‘missing’, lo siento”

-       “No es el momento ahora” – dijo recibiendo con una sonrisa al camarero que nos traía las bebidas.

Regresamos con el grupo y nos fundimos con ellos, unas veces juntos, otras separados.

Me enfrasqué en una discusión política con un par de amigos y, cuando ya di por agotada la pelea, busqué mi vermut que había abandonado en una de las mesas.

Entonces las vi tras la cristalera del bar. Estaban charlando en la calle como dos viejas amigas mientras dejaban que el tibio sol que anunciaba la próxima primavera les calentara.

Sentí como una ligera tensión se apoderaba de mi estómago. ¿Qué podía temer de aquella intimidad entre ambas mujeres? Era absurdo, nada le había ocultado a Carmen sobre nuestro encuentro y nada podía temer de lo que mi esposa le contase sobre mí. Aun así…

Como si adivinase mi presencia, Carmen se volvió y me localizo a través del cristal, algo dijo que hizo volverse a Graciela. Una me lanzó un beso, la otra una sonrisa.

Entraron y vinieron hacia mí. Carmen se frotaba los brazos para entrar en calor.

-       “Me habéis estado despellejando, sin duda” – dije.

-       “No lo sabes tú bien” – contestó Carmen mientras Graciela sonreía.

-       “No te creas, tu mujer habla muy bien de ti”

-       “Eso espero, o tendré que azotarla” – contesté sin buscar ninguna insinuación en mis palabras.

-       “¿Otra vez? Deja que se me quiten primero los cardenales”

Imagino la expresión bobalicona de asombro que debió aparecer en mi cara porque ambas rompieron a reír. 

-       “¡Contadlo aquí, no seáis egoístas!” – gritó alguien del grupo

-       “¡Eso, eso! ¿de qué os reis?” – dijo otra.

-       “De lo predecibles que son los hombres” – dijo Carmen y Graciela volvió a reír. Se había establecido una complicidad entre ambas que me gustaba, era evidente que ambas se caían bien.

La  frase de Carmen dio pie a un nuevo grupo, en el que predominaban las mujeres, que comenzaron a hacer leña de los varones presentes.

Sobre las tres de la tarde comenzaron las deserciones. Carmen y yo declinamos una invitación para comer en casa de Juanjo y Sonia y cuando Graciela anunció que se marchaba nos encontramos en la calle los tres, caminando sin rumbo fijo y con pocas ganas de  dar por finalizada la tarde. Cuando propuse tomar algo ligero en un bar de tapas cercano Graciela no se hizo de rogar. Se encontraba a gusto con nosotros.

Me sentía observado por Carmen, era como si estuviese analizando mis reacciones cada vez que hablaba con Graciela, cada vez que la miraba. Yo me daba cuenta y ella lo sabía. Me dejaba observar por mi esposa como lo hace un exhibicionista: disfrutando de ser espiado, relajado, sin ocultar lo que me gustaba la mujer que tenía enfrente. Carmen parecía querer jugar y yo le seguí el juego. Los tres nos encontrábamos cómodos y el vermut que habíamos repetido más de una vez nos concedía esa ligereza que hace que en determinados momentos seamos capaces de dejarnos llevar un poco más allá de lo que la prudencia y el “qué pensarán” nos permite. Graciela sabía desde el día anterior que nuestro matrimonio no era del todo convencional, Carmen había asumido la presencia de “mi ligue” con más naturalidad de la que me podía haber imaginado y yo…

Yo me encontraba especialmente sensibilizado por todo lo que había sucedido el día anterior. Era todo tan contradictorio, tan morboso, tan poco convencional que me sentía predispuesto para cualquier cosa. Había roto varias barreras en mi forma de ser y me sentía eufórico.

Comencé a coquetear con Graciela, no fue algo premeditado simplemente me dejé llevar de lo que me apetecía. Y lo que me apetecía era esa mujer a la que, el día anterior le había dicho que me gustaría acostarme con ella; “A su tiempo, sin prisas y, si es lo que tiene que suceder, me encantaría hacerte el amor y, por supuesto, Carmen lo va a saber hoy mismo” le había dicho.

Y ahí estaba Graciela, compartiendo mesa con mi mujer y conmigo. Sin duda no había olvidado esa declaración de intenciones que le lancé y que sin embargo no había provocado su renuncia a la invitación que le lancé la noche anterior. Ahí estaba, paseando a mi lado, sintiendo mi descarado cortejo y agarrada del brazo de mi esposa.

Mientras conversábamos alrededor de unas deliciosas croquetas y una cecina regada con un excelente aceite de oliva virgen, comencé a mirarla de otra manera, comencé a fijarme con detalle en sus facciones, en las arruguitas que le nacían en los ojos al reírse, en el hoyuelo que surgía en sus mejillas, en la increíble longitud de su delgado cuello, en la blancura de su piel.

Enseguida se dio cuenta del cambio que se había operado en mí y en varias ocasiones se volvió hacia Carmen para interpretar su reacción ante el evidente cortejo al que la tenía sometida.

Carmen sonreía relajada, habíamos cruzado nuestras miradas varias veces y el mensaje que me llegaba era un mensaje de seguridad, de diversión, de placidez. Si hubiera observado la más mínima tensión en mi mujer aquello hubiera vuelto a sus cauces normales.

Dos vermuts más tarde, acabadas ya las croquetas y con la cecina al borde de la extinción los tres formábamos un grupo cohesionado en el que nadie estaba de más, ninguno sobraba, ninguno sobresalía por encima de los otros y  la bruma etílica que nos mecía se mezclaba con otra niebla de mayor intensidad y al mismo tiempo tenue, casi invisible: El erotismo se palpaba en el ambiente. Dos mujeres hermosas, dos hembras dejándose acariciar por la mirada del macho que desea a las dos y no lo oculta.

Tomamos café con leche y sexo. Sexo en las miradas, sexo en las sonrisas, en la forma de removerse en los butacones a los que nos habíamos trasladado, sexo velado e implícito en muchas de las frases que sobrevolaban nuestra mesa. La conversación poco a poco había ido trasladándose a un terreno más personal. Afortunadamente Carmen es muy prudente y, salvo que la otra parte los mencione, jamás interroga. Gracias a esto no surgió el tema de la viudez de Graciela y no hubo que romper el clima caliente que se estaba creando entorno a nosotros. Ella se encontraba relajada, en complicidad con mi mujer cuando ambas fingían escandalizarse por algún comentario mío, dejándose desnudar por mi mirada… Mientras hablábamos de mil cosas me perdí un instante en sus pechos, calibrando su tamaño, comparando con los de Carmen, ¿usarían la misma copa? Si, creía que si…

-       “Voy un momento al baño… ¿dónde tengo la blusa? ¡Ah, si todavía la tengo puesta!” – Carmen casi se atragantó al escuchar a Graciela que ya se alejaba de nuestra mesa. El alcohol nos había desinhibido a todos pero era especialmente evidente en Graciela que había abandonado hacía tiempo sus reservas y nos desvelaba a una mujer ingeniosa con un sentido del humor muy similar al nuestro.

Carmen y yo nos miramos en silencio un momento, ambos con una sonrisa en la cara.

-       “Estás disfrutando” – afirmó Carmen sin dejar de mirarme.

-       “Me encanta que hayáis congeniado”

-       “Somos muy parecidas en muchas cosas”

-       “Ya sabes, mi fijación” – bromeé.

Carmen sonrió y se quedó unos segundos pensativa.

-       “¿Te gustaría acostarte con ella?”

Siempre tan directa, tan clara. No se merecía una evasiva.

-       “Me gustaría, sí, pero con condiciones” – enarcó las cejas y continué. – “Tú tienes que estar. No me malinterpretes” – añadí al ver su expresión – “No hablo de sexo en grupo, aunque tampoco lo descarto. Me refiero a que te necesito a mi lado, acompañándome, compartiéndolo, no se…  como…”

-       “¿Como cuando yo me acosté con Carlos la primera vez?

-       “Si, algo así. Te necesito conmigo, si no es así no me interesa”

Carmen asintió con la cabeza, sabía que era verdad, yo no buscaba una aventura extramarital, un polvo rápido ajeno a nuestro matrimonio, ella sabía que no lo necesitaba.

-       “¿Estás seguro de que Graciela quiere acostarse contigo?”

-       “No, no estoy seguro, quizá se lo esté planteando, después de lo que le dije anoche no habría venido si no fuera así. Si, creo que se lo está pensando, mucho más cuando ha comprobado que no se trata de una infidelidad. Pero no, no lo tengo nada claro.”

-       “¿Te gusta, verdad?”

-       “Si, me gusta mucho” – Carmen sonrió.

-       “Se te nota demasiado”

Parecíamos dos amigos contándonos nuestras confidencias. En aquel momento me sentí mucho más cerca de ella de lo que lo había estado nunca.

-       “¿Y a ti? – pregunté.

-       “A mí, qué?

-       “¿Te gusta?”

-       “Si, bueno, pero no en ese sentido”

-       “A qué sentido te refieres, en el que te gusta Sara? – Era el momento de la sinceridad y busqué una respuesta directa.

-       “Yo nunca he dicho que me guste Sara… en ese sentido, lo has dicho siempre tú” – se defendió.

-       “Yo y la propia Sara”

-       “No estamos hablando de Sara y de mí, estamos hablando de Graciela y de ti”

-       “Si, pero para mí es muy importante saber que te gusta, como persona” – puntualicé.

-       “Me gusta, si, encajamos muy bien” – me lo ponía ‘a huevo’ y me lancé a uno de mis juegos de palabras con doble sentido.

-       “Aún es pronto para saber que tal encajáis, supongo que también depende de la postura, pero cuando lo vayáis a comprobar, por favor, quiero verlo”

-       “¡Tonto!”

-       “De verdad, sabes que no soy egoísta, podemos compartirla”

-       “¿Qué es lo que vais a compartir? – intervino Graciela, recién llegada y a quien no habíamos visto llegar. Carmen estuvo más rápida que yo.

-       “Un gin tonic, tal y como vamos uno entero para cada uno sería demasiado”

Me quedó la duda sobre si Graciela había advertido el cambio de tema, no obstante lo dio por bueno.

-       “Pues si es entre tres lo acepto, un poquito me apetece pero solo un poco.”

-       “Entre tres mucho mejor, ¿no crees?” – intervine yo mirando a los ojos a Carmen. La fracción de segundo que nos quedamos ambos en suspenso fue suficiente para que Graciela captase el mensaje que viajaba de uno al otro, pero tampoco esta vez hizo ninguna alusión.

Bebimos, charlamos… Graciela puso al corriente a Carmen de su historia, la que me había contado la tarde anterior. Habló de su marido, de su muerte, de su soledad… sin caer en el dramatismo y sin perder su serenidad, esa serena paz que irradia y que me cautivó desde que la conocí.

Casi sin darnos cuenta comenzó a oscurecer. La tarde nos había convertido en algo cercano al concepto de amigos, el erotismo que estuvo presente durante todo el día flotaba en el ambiente pero a veces cedió protagonismo a la empatía, a la  amistad incipiente.

-       “¿Nos llamamos?”  - dije cuando ya estábamos en la puerta.

-       “Por supuesto” – contestó Graciela con rapidez – “Toma mi teléfono” – le dijo a Carmen

-       “Toma tú el mío, Mario y yo compartimos agenda” – nos miró con picardía – “Bueno, compartimos agenda y todo lo demás”

Esta vez no fue capaz de ignorar la insinuación de Carmen y por primera vez vi a Graciela titubear, sus mejillas adquirieron un tinte rosáceo y tardó un poco en recuperar terreno.

-       “Vaya, no sé cómo tomarme eso” – dijo riendo.

-       “No lo pienses demasiado” – dije yo entre risas

Nos despedimos con un beso, había cosas que se podían decir, que quizás se querían decir pero que no dijimos en aquel momento.

Carmen y yo caminamos hacia el aparcamiento en silencio, cogidos del brazo. El fresco de la tarde nos despejó y a la vez nos hizo conscientes de la cantidad de alcohol que habíamos ingerido. Cuando nos sentamos en el coche Carmen inspiró profundamente y exhaló el aire largamente. Era el momento de la sinceridad y yo seguía empeñado en saber qué había sucedido entre Carmen y Carlos. Iba a preguntarle cuando se me adelantó.

-       “Arranca, estoy cansada, necesito un baño cálido y relajarme”

Mi inquietud tendría que esperar. Conduje hasta casa en silencio, dejando que Mark Knopfler nos arrullase.

… …

Entré en el baño. Carmen llevaba casi una hora. La encontré relajada, con el agua hasta los hombros y los ojos cerrados que solo entreabrió un instante al oírme. Sus pechos apenas cubiertos por la espuma me encendieron al instante. Me senté en el borde de la bañera y removí el agua para despejar la espuma a la altura de su pubis.

-       “Sigue ahí, no se ha ido” – bromeó.

Hundí la mano en la cálida agua y roce su vientre. Volvió a abrir los ojos un segundo, solo un segundo y de nuevo se sumió en el reparador descanso del baño. Deslicé los dedos lentamente, sin rumbo fijo. A ciegas bajo la espuma tropecé con la base de sus pechos y seguí su contorno con la yema de un solo dedo.

-       “Me gusta tu chica” – susurró.

-       “Tú eres mi chica”

-       “Ya lo sé. Me gusta tu chica” – insistió.

-       “Y a mí”

-       “¿Quién dará el siguiente paso?” – preguntó

Mis dedos seguían dibujando la firme curva de su pecho, escalando hacia la cima unos pocos milímetros en cada vuelta.

-       “No lo sé, te ha ofrecido a ti su número, quizás debieras ser tú”

-       “¿Quieres que te haga de alcahueta?” – dijo reprimiendo una leve sonrisa.

-       “¿Por qué no? Yo lo hice ya una vez para ti”

Nuevamente su rostro se ensombreció.

-       “Carmen, ¿qué ha pasado entre tú y Carlos?”

-       “Ahora no Mario, ahora no” – su voz sonó algo angustiada.

-       “De acuerdo, pero tenemos que hablar” – insistí. Asintió con la cabeza intentando cerrar el tema.

-       “¿Sabes una cosa? me gusta que mi marido tenga una amante”

Estaba a punto de terminar mi larga ruta por su pecho, su pezón rozaba ya mis dedos. Su frase me emocionó. Me acordé de Elena y me prometí llamarla un día de aquellos. Capturé en mi mano su pecho y lo acaricié.

-       “No es mi amante… aún”

-       “Aún”

Se hizo un silencio durante el que abandoné su pecho y volví sobre mis pasos recorriendo su vientre hasta encontrarme con el vello de su pubis. Enredé mis dedos y jugueteé con él.

-       “No sé cómo reaccionaría si…” – interrumpió su frase.

-       “Si…”

-       “Si llego a estar con vosotros, vamos… si estamos…”

-       “¿Los tres juntos en la cama?”

-       “Si, eso”

-       “Yo tampoco estaba seguro sobre cómo me iba a sentir viéndote en la cama con otro hombre” – eludí mencionar a Carlos.

-       “¿Y?”

-       “Fue impactante, fue maravilloso, lo más… intenso que he vivido nunca. Bueno, lo sigue siendo”

-       “No me has vuelto a ver así”

-       “Pero me excita, cuando estás con él, cuando me cuentas…”

-       “Me tendré que buscar un amante, entonces” – De nuevo evité entrar en lo que esa frase significaba.

-       “No te imagino yendo de ligue por ahí” – No sé de dónde surgió esa frase, quizás de mi intento de no mencionar a Carlos. Carmen abrió los ojos de par en par.

-       “No me crees capaz de ligarme a alguien como has hecho tú?”

Me gusta pincharla, conozco bien sus reacciones y supe inmediatamente que esa frase delataba su ego herido. Quizás, si jugaba esa carta con habilidad…

-       “Pues la verdad, no te imagino… - elevé los ojos fingiendo evocar la escena – “no, no te veo” – sentencié. De nuevo el pescador lanzaba el anzuelo.

“¿Por qué? ¿Acaso no estoy lo suficientemente buena? – dijo con un toque seductor en su voz.

Acariciaba su cadera en ese momento y ascendí por su cintura. Si cielo, - pensé -, estás buenísima, estás inmensa, pero no te lo voy a decir.

-       “No es eso, es que… no se” – recogí sedal para que la presa sintiese la necesidad de acercarse al bocado.

-       “Qué es lo que no sabes, a ver, explícame” – dijo sentándose en la bañera.

-       “Me resulta difícil imaginarte flirteando, coqueteando con un desconocido, dándole conversación, insinuándote”

Se quedó muda un instante hasta que volvió a sumergirse en la bañera. Su mente estaba en una escena que yo desconocía y que ahora se debatía entre contármela o no.

No había vuelto a pensar en aquel italiano interesante con el que compartió un desayuno tras ahuyentar al mirón pesado. ¿Cuánto tiempo había pasado, dos tres semanas? Ni siquiera lo recordaba con claridad. Stefano? Doménico? Solo se acordaba de su ligero parecido a Lecquio y de lo especial que se había sentido aquella mañana.

-       “¿Crees que necesito hacer todo eso para llamar la atención de un hombre?”

Pisaba terreno resbaladizo, cualquier desliz podía estropearlo todo.

-       “En absoluto, pero reconoce que en un momento dado tendrías que usar tus encantos si quisieras que aquello fuera algo más que una conversación”

Aquella frase me había sonado tremendamente machista, pero Carmen no pareció reparar en ese matiz.

-       “¿Y si te digo que ya he ligado y sin necesidad de insinuarme ni coquetear? – dijo de pronto.

No me lo creí, tan seguro estaba que se trataba de un farol que no tuve que hacer ningún esfuerzo para cabrearla con mi gesto de incrédula superioridad.

-       “¡Venga ya! ¿y qué más?”

Carmen estaba visiblemente molesta, tanto como para rechazar la mano que ascendía por el interior de sus muslos.

-       “Creí que me tenías en más consideración” – dijo dolida. Había calculado mal el efecto de mis palabras y estaba a punto de desbaratar una noche de sexo y fantasías.

-       “No es eso vida, es que resulta muy curioso que, si ha sucedido como dices, no me lo hayas contado nunca y sea hoy precisamente, cuando aparece Graciela, que te acuerdas de decírmelo”

El argumento apagó el incipiente enfado,  noté cómo se relajaba y supe que reconocía la validez de mis palabras. Su tono fue menos beligerante cuando me contestó.

-       “Pues no sé, tampoco fue nada importante, no me lo he planteé como un ligue…”

-       “Pero reconocerás que te viene al pelo hoy, eh?

Se removió molesta en el agua y comenzó a contarme la historia del pesado que no dejaba de mirarla, cómo le detuvo en seco y los aplausos y “bravos” del italiano. Su forma de contármelo, el énfasis que puso en el relato, todo apuntaba a que me estaba contando algo cierto y, a medida que avanzaba en su historia, comenzó a crecer en mí una molesta sensación  de inseguridad. ¿Por qué, si era cierto, no me lo contó el mismo día que sucedió? Si, ya lo sé,  - me dijo -, no le dio importancia y lo olvidó. No fue suficiente para despejar mis dudas; al contrario, sus explicaciones no hicieron sino reforzar mi incredulidad.

Pero mi juego era otro, el anzuelo seguía en el agua y necesitaba hacerlo volar para que la presa volviese a ponerse a tiro.

Me levanté y cogí la toalla para ofrecérsela sin hacer ningún comentario. Carmen surgió de entre las aguas como una diosa y cuando envuelta en la toalla la comencé a frotar la espalda, me susurró.

-       “¿No te lo crees, verdad?” – las cartas sobre la mesa. Yo ya sabía su jugada pero ella aun no conocía las mías. ¿Podía arriesgar e ir de farol?

-       “Bah, es igual” – empecé a vaciar la bañera y me hice el distraído recogiendo el baño mientras ella se secaba sin dejar de mirarme.

-       “¿Me crees capaz de inventarme algo así?” – insistió.

La miré con aire burlón.

-       “¿Por orgullo?”

-       “¡Idiota!” – dijo fingiendo desentenderse del asunto, aunque yo sabía que estaba más molesta de lo que pretendía aparentar.

Salí del baño sin responder su ataque y me fui a preparar unos sándwiches que nos servirían de cena ligera. Carmen no apareció por la cocina lo que me confirmó mis sospechas. Durante la cena ninguno de los dos volvimos a hablar del tema aunque ambos estábamos esperando que fuera el otro quien lo iniciara. Nuestro ego fue más fuerte y nos acostamos sin ceder.

… …

Soñé que me envolvía una suave placidez, parecía flotar en una sensación cálida y sensual que lo abarcaba todo, que no procedía de ningún lugar concreto y que era más mental que físico, aunque también era físico, como una caricia inmensa que recorriese todo mi cuerpo.

Poco a poco, la sensación de placer fue tirando de mí, arrastrándome fuera del estado de sueño y devolviéndome a la consciencia. Cuando me ubiqué, cuando mis sentidos se conectaron de nuevo, logré situar la fuente de placer que me había despertado tan dulcemente. Lo primero que identifiqué fue la suave cabellera de Carmen extendida por mi vientre; a continuación sentí mi verga apresada entre sus dedos y acariciada por su húmeda boca, engullida hasta sentir su nariz en mi pubis y abandonada de nuevo mientras una lluvia de pequeños besos cubría mis testículos. A veces su lengua jugaba a penetrar la pequeña abertura de la que recogía el flujo que brotaba sin cesar, otras veces eran sus dientes los que parecían  querer arrastrar el borde posterior del glande hacia fuera. Me volvía loco, me estaba matando de placer.

Giré la cabeza intentando localizar el despertador; las tres y media de la madrugada.

Acaricié su pelo para decirle con un gesto que ya estaba despierto, imagino que lo supo antes, cuando mi respiración empezó a variar su ritmo. Bajé mi mano por su hombro intentando alcanzar más espacio, más piel, más curvas. Carmen adivinó mi ansia y, sin abandonar su presa, se arrodilló en la cama y giró hasta dejar su culo alcance de mis ávidas manos.

No la hice esperar, avancé entre sus muslos y lo que encontré al llegar a la meta fue un manantial cálido y abundante, un vergel repleto de alimento para saciar mi hambre. ¿Qué hice para que me entendiera tan rápido y tan bien? Elevó su pierna y la cruzó por encima de mi cuerpo. Sus pechos reposaron sobre mi vientre y su coño besó mi boca, un beso suave, ligero, apenas un roce en el que ninguno de los dos queríamos poner todavía la fuerza que nacía de nuestro deseo. Cada roce, cada leve movimiento de mi boca era inmediatamente respondido por un suave giro de sus caderas que dejaba un poco más de su flujo empapando mi rostro. Mis manos, apoyadas en sus glúteos parecían estar aferradas a esas dos hermosas rocas cuando en realidad apenas las presionaban. Solo quería sentir su redondez, su dureza, su suavidad. Solo quería alimentar mi deseo sintiendo en las palmas de mis manos la perfecta magnitud de su culo. Enterrado mi rostro entre aquellas dos hermosas columnas, bebiendo de su coño, mis dedos pugnaban por encontrar el camino entre sus nalgas, luchaban por abrir la brecha y alcanzar el lugar más íntimo de su cuerpo.

Mis manos comenzaron a deambular por sus caderas, mis dedos marcaron el relieve de sus costillas, mis brazos se estiraron al máximo para alcanzar sus pezones que salieron a mi encuentro curvando la espalda.

Carmen me follaba con su boca, rítmicamente, contundentemente, implacable ante mis gemidos que anunciaban mi pronta rendición. Por eso, cuando mis dedos robaron algo de humedad de su coño y alcanzaron su ano, el gemido que escuché reveló sorpresa además de placer. Presioné y aflojé una, dos, tres veces para hacer que ese huidizo músculo se acostumbrase al invasor que deseaba horadarle. Noté como las caderas de mi hembra se curvaban dándome más acceso a su grupa. Aprecié su confianza en mí y redoblé mi cuidado para no dañar ese camino aun virgen.

Carmen aceleró su ritmo y yo envié la mano libre hacia su vientre, buscando el camino a su clítoris. Cuando lo alcancé fue como si un rayo la hubiera abatido, comenzó a temblar y se corrió en mi boca abandonando por un momento mi verga. Los espasmos de sus músculos allanaron el camino que seguía mi dedo y se hundió con suavidad en su recto siguiendo el ritmo de las dilataciones tras cada contracción.

No abandoné mi presa, quería sentir sus latidos en mi rostro, hundí mi boca en su coño palpitante y me quedé ahí captando cada una de las contracciones que la obligaban a gemir, sin moverme en absoluto para no interferir en los ecos de su orgasmo. Sin apartar su pubis de mi cara, la sentí moverse hasta que alcanzó otra vez mi polla decidida a corresponderme. Poco esfuerzo necesitó para recibir en su boca el premio que buscaba.

-       “Confiesa” – dijo con un tono exageradamente serio – “¿A quién le has comido el coño, a Graciela o a mí?”

-       “¿Y tú, a quién le has hecho esa fantástica mamada, eh?” – me cuide de no pronunciar el nombre de Carlos.

Me miró a los ojos calibrando su respuesta, por fin contestó.

-       “Como no me consideras capaz de ligarme a nadie…”

-       “Yo no he dicho tal cosa, lo que no me acabo de creer es que lo hayas hecho”

-       “¡Es increíble!” – protestó – “No sé qué me molesta más, que no me creas capaz de hacerlo o que pienses que te estoy mintiendo”

-       “Tampoco sería una mentira, más bien un juego, una mentirijilla”

Así pasamos el resto del fin de semana, jugando, peleando, provocándonos, amándonos…

… …

-       “¿Qué tal tienes el día? Si no acabas muy tarde podíamos ir juntos al gimnasio, porque yo mañana no voy a poder” – le dije mientras desayunábamos.

-       “Los lunes, ya sabes…”

Carmen tomó la taza y bebió pausadamente un trago de café. Sus ojos estaban en otra parte, cavilando algo.

-       “Quizás se me complique la mañana, porque voy a intentar coincidir en la cafetería con mi amigo el italiano…” – hizo una pausa al ver mi expresión de burla – “y a lo mejor me retraso”.

-       “No te lo crees, ni borracha” – Carmen sonrió satisfecha y se encogió de hombros.

-       “Ya lo veremos”

El juego volvía a comenzar. Fuera cierta o falsa, aquella historia del ligue italiano, estaba seguro de que nos iba a dar mucho juego.

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Diario de un Consentidor 109 Viernes de pasiones 2

Diario de un Consentidor 108 Viernes de Pasiones 1

Diario de un Consentidor 107 - Sexo, mentiras y...

Diario de un Consentidor 106 - Es mi momento

Diario de un Consentidor 105 - Sanación

Diario de un Consentidor 104 La impúdica verdad

Diario de un Consentidor 103 - Salté de la cornisa

Diario de un Consentidor 102 - Carmen fuma

Diario de un Consentidor 101 El regreso (2)

Diario de un Consentidor 100 El regreso (1)

Diario de un Consentidor - 99 Juntando las piezas

Diario de un Consentidor 98 - Tiempo de cambios

Diario de un Consentidor 97 - Virando a Ítaca

Diario de un Consentidor 96 Vidas paralelas

Diario de un Consentidor 95 El largo y tortuoso...

Diario de un Consentidor 94 - Agité la botella

Diario de un Consentidor 93 Un punto de inflexión

Diario de un Consentidor 92 - Cicatrices

Diario de un Consentidor 91 - La búsqueda

Diario de un Consentidor 90 - La profecía cumplida

Diario de un Consentidor 89 - Confesión

Diario de un Consentidor 88 - El principio del fin

Diario de un Consentidor 87 Lejos, cada vez más...

Diario de un Consentidor 86 - Desesperadamente

Diario de un Consentidor 85 - Mea culpa

Diario de un Consentidor - 84 Ruleta rusa

Diario de un Consentidor - 83 Entre mujeres

Diario de un Consentidor -82 Caída Libre

Diario de un Consentidor - 81 Cristales rotos

Diario de un Consentidor 80 - Sobre el Dolor

Diario de un Consentidor 79 Decepciones, ilusiones

Diario de un Consentidor 78 Despertar en otra cama

Diario de un Consentidor (77) - Descubierta

Diario de un Consentidor (76) - Carmentxu

Diario de un Consentidor 75 - Fundido en negro

Diario de un Consentidor (74) - Ausencia

Diario de un consentidor (73) Una mala in-decisión

Diario de un Consentidor (72) - Cosas que nunca...

Diario de un Consentidor (71) - De vuelta a casa

Diario de un Consentidor (70)

Diario de un Consentidor (69)

Diario de un Consentidor (68)

Diario de un Consentidor (67)

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Diario de un Consentidor (24b) - Reflexiones

Diario de un Consentidor (22)

Diario de un Consentidor (21)

Diario de un Consentidor (20)

Diario de un Consentidor (19: La prueba)

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