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Asphixya: hacia la insondable oscuridad

en Sadomaso

Dentro del extenso catálogo de las perversiones, hay una realmente peligrosa. Se trata del morbo de ser asfixiado por tu amante, de dejar que sea tu pareja quien decida si mereces respirar ó no. No ignoro que en los hombres la asfixia provoca una saturación de la sangre en el miembro viril (es decir, que se te pone como una roca cuando te ahogas). De hecho he leído algún cómic especializado sobre el tema en el que un personaje, además de ser transformista practicante, se ponía una bolsa en la cabeza, aseguraba los bordes a un cordón que a su vez estrangulaba el pene. El caso es que cuando el tío se quedaba sin aire, ¡se corría! Enseguida me pregunté qué efecto tendría la asfixia en las mujeres.

En realidad yo soy sadomasoquista aficionado, poco refinado si se prefiere. Me encanta darle un repaso al cuerpo de mi mujer con el látigo, pero nunca había pensado ir mucho más lejos. Simplemente no se me había ocurrido. Fue ella, Martina, mi esposa, quien me propuso el tema. Realmente paradójico, porque cuando me casé con ella, no tenía ni idea de perversiones sexuales de ningún tipo. Yo la inicié en el mundo del sexo "alternativo", de lo cual me enorgullezco. La convencí para que probara los juegos de dominación mutuos, y le encantó. Luego pasamos al sado ligth. La primera sesión tuvo por lo menos media decena de orgasmos. Y con el tiempo pasamos a cosas más serias. Llegó un momento en que sus conocimientos del arte del sufrimiento igualaron a los míos, y decidió entonces buscar opciones "bizarre". Y encontró lo que buscaba. Un día me pidió que le apretase poco a poco su collar de perra, una correa de cuero blanca llena de clavos hacia afuera. Lo hice y me sorprendió el placer que le provocaba. Parecía que cada agujero más estrecho que afirmaba la hebilla intensificaba su disfrute.

En otra sesión me pidió lo mismo, pero con los pinchos hacia dentro. Cuanto terminamos por corrernos los dos, su cuello presentaba leves cardenales donde las púas se habían ensañado. Martina estaba, por lo demás, radiante. No parecía peligroso, sólo morboso, muy morboso, y por eso lo introdujimos como elemento indispensable de nuestras largas sesiones de torturas sexuales. Pero yo me negué las escasas veces que me lo solicitó, a que mi cuello fuera el constreñido.

Con el tiempo la desviación adquirió refinamiento y la perfeccionamos. Sustituimos el collar de esclava por una bolsa de plástico totalmente transparente. Para evitar problemas y moños, Martina tuvo que cortarse el cabello. Así su larga melena castaña, aunque lisa, no interferiría con el perfecto ajuste de la bolsa a su cuello.

Ver su carita redonda en éxtasis al quedarse sin oxígeno, la humedad que su aliento condensaba contra el plástico, que llegaba a mojar mis dedos al acariciar sus mejillas a través de él, y comprobar que éste se adhería a su piel me excitaba de tal modo que no podía controlarme y con el pene dilatado hasta el límite, penetraba salvajemente a la semiincosciente Martina.

Y así llegó el aniversario de nuestro matrimonio, ocasión que aproveché para prepararle una velada inolvidable y tal vez irrepetible.

- Totalmente desnuda. -

Eso era una orden tan tajante que Martina, feliz de que prescindiera, por una vez, de los rituales preliminares, obedeció al instante. Su cuerpo lozano y lleno de vida se presentó ante mí completamente indefenso. Sin dejar de contemplar su belleza, tomé una cuerda que había preparado para el efecto. Le indiqué que se tumbase en la cama para poder atarla por completo. Primero los preciosos pies. Junté los tobillos y los rodeé con varias vueltas de la cuerda. Luego hice los mismo con las rodillas y los muslos. Cuando acabé con ellos, las cuerdas estaban tan tensas que se clavaban implacables en la carne. Martina ya jadeaba. Le di la vuelta y uní ambos brazos y muñecas con la inescapable soga. Le ordené que intentase zafarse. Puso todo su empeño, pero no consiguió más que aflojar ligeramente uno de los nudos. Rectifiqué ese pequeño fallo y la volví a poner boca arriba. Mentalmente imaginé, como imagina un artista antes de ponerse a pintar, el entramado de los nudos, cuerdas y cierres sobre su cuerpo, de modo que quedasen artísticamente dispuestos y fuesen efectivos (el objetivo último era impedir cualquier movimiento a mi amada)

- Cariño, quiero que me aprieten bien, que las venas se pongan coloradas y se me marquen en la piel con la presión. -

-No te preocupes, que así lo intento hacer. -

Hice el trbajo digno de un marinero. Todo aparecía coronado de nudos, como flores en un prado, salpicando su piel caliente, roja. Pero como antes hice, deccidí asegurarme de su efectividad. Pero de un modo diferente. Cogí un alfiler negro largo y bastante grueso. Se lo enseñé a Martina y sonreí.

- Ahora me divertiré yo. -

- No... por favor. -

Es evidente que hice caso omiso de su fingida súplica. Empecé arañando la piel, grabando mis iniciales sobre su irritada dérmis, completamente sensibilizada por la presión de las cuerdas. Después probé su resistencia al tormento. En los puntos más sensibles fui clavando el aguijón. Las plantas de los pies, debajo de las uñas, los pechos y pezones, el clítoris y los labios de la vagina, ... Aguantó como una verdadera zorra masoquista en todos ellos, torciendo levemente el gesto como muestra de desagrado. Se había ganado un premio.

- ¡Voilà! He aquí lo que tanto deseabas. Tu sentencia y verdugo. -

Martina se sorprendió gratamente al ver la bolsa de plástico. Pero no era una bolsa cualquiera. Era completamente negra, como las de la caca de los perros, impenetrable. La besé con pasión y le coloqué el "capirote" tenbroso. Su agitada respiración hacía contraerse el plástico rápidamente. Levemente se marcaban sus facciones, como rasguños en un manto de sombras. Estaba preciosa, entregada, concentrada exclusivamente en lo que yo le hacía. Dependía de mí. Cogí cinta aislante y corté un trozo suficiente para su delicado cuello. El ruido de las tijeras la encendió. Haciendo un esfuerzo enorme levantó la barbilla y me ofreció su cuello. Si hubiera sido un vampiro, le hubiera dado un mordisco. Notaba incluso su pulso violento, llenándole el cerebro de sangre roja. Sin prisa, le pasé la cinta adhesiva alrededor del perímetro del borde de la bolsa. Por fin, apreté el último trozo de cinta y sellé su cabeza. Su garganta quedó marcada por la presión de mi pulgar.

Comenzaba entonces para Martina el excitante viaje, ó caida, hacia la oscuridad. Comprendía, imaginaba más bien, el placer que tenía que causarle la duda de, al no ver nada en absoluto dentro de la bolsa, de si ya había empezado a perder el conocimiento. Yo la penetré y noté que se colvulsionaba. Inconscientemente intentaba liberarse. No podría. Bombeé mi leche a través de su coño mientras el aire le faltaba. Como una marioneta a la que le van faltando hilos, fue perdiendo fuerza.

Derramando cantidades considerables de semen en Martina, me sentía un dios. Era el amo de su vida. Si yo no quería, el negro que Martina había visto por última vez antes de derrumbarse se volvería oscuridad para siempre. Y si decidía salvarle la vida, cortar la bolsa y darle un beso que la depsertase del paraíso que voluntariamente había escogido, también sería obra mía. Vida o muerte en mis manos. ¡Eso es el verdadero poder!.

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