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Tela de araña (II)

en Dominación

Isabel no consiguió ponerse en pie y se vio obligada a seguir, mitad de rodillas mitad a la rastra, a Eva. Si se rezagaba, aunque sólo fuese un poco, inmediatamente un tirón de la argolla que adornaba su collar la hacía perder el equilibrio. No caía sobre el suelo porque Eva no lo consentía, sino que sostenía con fuerza a su presa. Fueron sólo una decena de metros por el pasillo, pero a la esclava se le hicieron verdaderos kilómetros.

Quedó apoyada en la pared un instante mientras su ama abría una puerta. Supuso un respiro y un nuevo motivo de dolor: las rodillas las sentía magulladas. Gimió, pero la mordaza era efectiva al 100%.

Bienvenida. –

Eva hizo pasar a su pupila al interior de la estancia. Era un salón largo. Las mortificadas articulaciones de sus piernas cambiaron el tacto frío y liso de las baldosas de su primera prisión por la aspereza de una alfombra. Miró a su alrededor intentando descubrir lo que la aguardaba. El centro de la habitación lo ocupaba una mesa estrecha y larga. No había ventanas y la luz provenía de un par de bombillas. Era naranja, molesta, parecían estar a punto de fundirse los filamentos de tungsteno.

Eva ayudó a levantarse a Isa, pero sólo para poder tumbarla sobre el mueble principal. Ató un cabo de cuerda entre la anilla del collar y una de las patas. Sabía que su "invitada" no se movería en el estrecho espacio por temor a caerse y hacerse daño en el cuello. Podía ir tranquila a por el material de tormento. Después de dar un tierno beso en la frente de la chiquilla, salió.

Isa no pudo hacer otra cosa que echarse a llorar. No encontraba ningún modo de huir. Eva conocía bien su oficio. Hasta el más mínimo detalle de esta prisión estaba destinado a provocar el pánico, la desesperanza y aniquilar todo reducto de rebeldía de sus reos. La penumbra se abatía sobre la esclava, llenando su alma de miedo.

Eva regresó con un maletín lleno de cosas, pero Isabel sólo distinguió un rollo de alambre de espino. Era lo único visible, pero suficiente para que sufriese convulsiones de pánico. Casi cae de la mesa al intentar inconscientemente apartarse de Eva. Los reflejos de ésta última impidieron que eso sucediese.

¿Dónde ibas, tonta? Te podías haber estrangulado tú sola. –

Para evitar que eso ocurriese, decidió amarrarla bien a la mesa. Así se estaría quieta. Tomó el cable punzante y midió cinco metros. Lo hizo pasar por debajo de la mesa. La primera vuelta atenazó las piernas de la chica. Sintió la primera herida. Sólo era un pinchazo, pero cuando se tensó el alambre, le rasgó la piel.

La segunda vuelta aprisionó los muslos. Eva le obligó a mantenerlos separados. Tendría el acceso libre a su sexo. Nuevas púas atormentaron la piel delicada. Con la tercera vuelta, el estómago de Isa quedó adherido a la mesa. Por fortuna el vestido evitó que los acerados aguijones penetrasen demasiado en la piel. No era un alivio, sino una molestia menor.

Cuarta vuelta. El odioso cable empezó su viaje de dolor en el antebrazo izquierdo, separó con su diagonal los pechos, que se libraron de los pinchos por escasos centímetros, y concluyeron su andadura en el hombro derecho. Estaba desnudo y uno de los picos lo marcó con su sello rojo sanguinolento.

Quedaba poco alambre. Isa agradeció llevar el collar. Si no lo hubiera tenido, las espinas metálicas y la propia tensión del cable la habrían asfixiado. Eva hizo pasar el extremo por la anilla, luego por debajo del mueble y terminó por "anudarlo" sobre la garganta protegida con la ayuda de unos alicates.

Se retiró un par de pasos para tener una visión de conjunto. La ventaja del alambre de espino es que la víctima no se mueve por miedo a que los "erizos" le desgarren la piel. A veces, no obstante, algunos suplicios son tan dolorosos, que los esclavos se mueven, y al dolor del tormento se añade el escozor de las púas implacables.

Lo siguiente que hizo Eva fue aplicar un poco de martirio psicológico. Su presa estaba asustada, pero quería ver verdadero terror, irracional pánico, no simple angustia en su rostro. Con naturalidad, como quien da los buenos días a la portera, le dijo a Isa.

Mira. Esto es lo que te voy a hacer. –

Se sentó encima del abdomen de su puerca y le enseñó un álbum de fotos. Eran las que había hecho a las chicas que la habían precedido. Primeros planos de sus ojos enloquecidos al entrar en contacto con el mundo del Bdsm; lágrimas, ríos de lágrimas; infinita tristeza; y luego el dolor. Contraídas en horribles muecas, decenas de caras desfilaron ante la desorbitada mirada de Isabel. ¿Qué suplicios no habrían padecido para tener esa expresión?

Eva no tenía fotografías de los tormentos, sólo de sus efectos. No le gustaba captar con la cámara su arte en vivo. Cada sesión era especial y recordaba perfectamente y con detalle los pasos que había seguido con cada chica. No necesitaba fotografías de eso. Pero sí le interesaba conservar las "máscaras del miedo". Se masturbaba muchas veces, sino siempre, mirando los rostros de sus esclavas.

Cuando acabó el recorrido por el álbum, la respiración de Isabel era agitada. El sudor había empezado a filtrarse por todos sus poros. Eva, satisfecha, preparó la cámara y le dijo:

Perfecto. Es curioso, pero todas las chicas anteriores habían cerrado los ojos cuando les enseñé las fotos. Tú no. Eso te hace especial. Y yo sé premiar a las esclavas destacadas... con atenciones igual de especiales. –

Lo primero que extrajo fue una bola del tamaño de una pelota de tenis, negra, de goma, con pinchos de metal.

¿Creías que tu coñito se había librado de las púas? –

Isabel cerró los muslos, haciendo toda la fuerza que pudo. El alambre de espino cumplió su cometido y la piel se abrió con arañazos. Eva no tuvo ningún problema para volver a separar las piernas y mantenerlas así con un taco de madera. Los extremos de ese retén estaban afilados, convertidos en dos puntas. Si Isa intentaba cerrarse otra vez, se clavarían hasta el hueso.

Puesto que ya estaba inmovilizada, Eva procedió a introducir la bola de pinchos. Eran cortos y no demasiado aguzados, pero lo suficiente para llenar a aquella zorra de pinchazos en su sexo.

Ya veo que te la han clavado antes muchos chicos, ¿eh? ¿O tal vez te gusta meterte vibradores? –

Isa no se movía. De cintura para abajo todo era dolor. Tenía que hacer un gran esfuerzo para no dejarse dominar por los impulsos y cerrar las piernas de golpe, con lo que eso habría supuesto. Debía abrirse. Así la bola no la haría tanto daño. Eva se dio cuenta y dijo:

Muy bien. Ábrete para mí. –

Aprovechó para empujar el instrumento más adentro. Separó con los dedos los labios vaginales, enrojecidos por la dilatación, y se entretuvo en dar una vuelta completa la bola. La esclava se estremecía al notar el trayecto de los pinchos, pero no se movió.

Eres resistente, podré aplicarte torturas mucho más dolorosas antes. –

Eva nunca premiaba a sus putas. Hicieran lo que hicieran, serían castigadas. Si se negaban, si permanecían indiferentes, si cooperaban... le daba igual. Ella sabía lo que quería hacerles y no se detendría por nada.

La bola picuda se asentó en el agujero de Isabel. Allí se convirtió en el núcleo de su sensibilidad. De su sensibilidad al dolor, claro. Todo tormento posterior lo comparó a ése.

La bola ya estaba completamente dentro. Eva apretó los labios mayores, que quedaron como si nada hubiera pasado, aunque escondían un horror. Desde fuera sólo se notaba un bulto en el monte de Venus. Pero dentro... ¡ay!

Después quitó la mordaza. Deseaba oír a su perra. ¿Gritaría, suplicaría, amenazaría? Una vez tuvo una que gemía de placer. Isabel prefirió los sollozos.

Te voy a dar un motivo de verdad para llorar. –

Tomó del maletín una fusta de varias colas, llamada también gato porque se asemeja a los arañazos de este animal. Los que venden en sexshops son de mentirijillas. El que había encargado Eva a un curtidor tradicional no estaba diseñado para calentar los músculos, sino para abrir las carnes.

Hizo llover sobre el cuerpo de Isabel una tormenta de azotes. Algunos tan fuertes que rasgaban el vestido. Parecía como si las puntas tuviesen pegamento, porque una vez impactadas en la piel, se adherían a ella y tiraban hacia arriba hasta soltarlas con un desagradable chasquido que duraba lo que tardaba en oírse el silbido de un nuevo golpe.

Isa dejó de lamentarse para chillar de dolor.

¡Aaaahaaaa! –

¡Chilla todo lo que puedas, maldita zorra! –

La flagelación duró más de veinte minutos, y Eva no se detuvo por cansancio, sino porque el vestido de Isa era ya un despojo que se confundía con la sangre que brotaba. La chica se desmayó a los cinco minutos de la azotaina.

Eva buscó un consolador de los que ella usaba. Sodomizó a Isa con él. La chica, inconsciente, fue el centro del objetivo de la cámara. Eva gastó un carrete entero en fotografiarla, con mordaza, sin ella, con el consolador puesto, sin él, probando combinaciones. Sólo sacaba el rostro de la chica, comparando cada fotografía con la siguiente, en que cambiaban las facciones al meterle o al sacarle el consolador de su hoyo negro.

Ya estaba muy cachonda. Era hora de adiestrar a la golfa en el placer. La despertó con dos bofetadas.

¿Ehhh? –

Ya no estaba atada a la mesa. Las heridas le escocían, se las había curado con agua oxigenada mientras estuvo dormida. Era tarde. Las tripas le sonaban. Más tarde que la hora de comer.

Eva le metió el dedo gordo del pie en la boca. Isa quiso sacárselo, pero enseguida le llegó una advertencia:

Venga, muerde. ¡Ja, ja! –

Tuvo que succionar ese dedo, y luego todos los demás. No era insípido, ni desagradable, pero era humillante. Eva le exigía una actitud activa de adoración y sometimiento. Empezaba a comprender que, hiciera lo que hiciera, le esperaba a la vuelta de la esquina un suplicio.

Ahora aplícate bien sobre mi conejo. –

De rodillas sobre su cara, la raja de Eva se posó sobre los labios de Isa. Ésta se abandonó a lamer el interior de su ama. Obedecer era sencillo. Lo haría siempre a partir de ahora. Sin pudor metió su lengua entre los labios vaginales y acarició el clítoris. Eva se corrió enseguida.

¿Qué tal el culo? –

Había dejado puesto el consolador en el ano. Haría compañía "carnal" a la bola de pinchos un buen tiempo. Isa sentía su virgen culo dilatado, el recto lleno de un objeto que no había sentido al entrar.

El ama se cansó de tener orgasmos y volvió a encerrar a la esclava en su celda. Isabel gimió, sin decir palabras articuladas. Entraba en un período de reflexión sobre su nueva situación. Eva era todo su mundo ahora. Sin ella, no existía.

Isa es en realidad un sueño de Eva. La luz del sol ha llegado de nuevo a su habitación y despierta. Mañana, o ¿quién sabe?, otro día, repetirá su sueño erótico, tal vez avance, quizás retroceda. Algunas mañanas no recordará haber soñado con ella. Pero Isabel está encerrada en la celda de su mente, esperándola paciente.

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