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Cambio de ama

en Dominación

En esta ocasión, la preocupación de mi dueña se me había contagiado nada más entrar ella en la estancia, pero no pregunté, temiendo importunarla. Se sentó en el trono que yo mismo había creado para ella, mezcla entre gótica y barroca de terciopelo, roble y resina negra, y allí, con una de sus interminables piernas balanceándose sobre la otra, meditó durante largo rato.

-Esclavo.- llamó por fin mi atención, y enderecé cuanto pude mi espalda para mostrarle mi total disposición a sus requerimientos. De rodillas y desnudo, escuché las nuevas que tuvo a bien comunicarme:

-No me van bien las cosas y necesito dinero urgentemente. Y tras pensarlo muchos días, aunque no me agrada ni termina de convencer, he decidido...-

-¿Alquilarme, ama?- pregunté, propuse y sospeché.

-Así es.-

No lo pensé ni un instante. Agaché el rostro y declaré mi sincero parecer:

-Me honra tal decisión, en tanto es su voluntad, ama, y sé que así le presto un valioso servicio.-

Sus delicados dedos me acariciaron la barbilla y elevé la mirada para encontrarme con sus grandes ojos de color avellana. Estaba muy contenta por mi reacción: la curva de sus labios era pura formando una sonrisa.

-Eres maravilloso, esclavo.-

Osé besar, con timidez y pudor, como si disfrutara de un manjar prohibido, la palma de su mano, y para mi alegría, consintió; es más, toleró que, según mi impulso, completamente lascivo e impropio de un esclavo disciplinado, me arrojara después de su mano a sus pies para seguir allí mi, quizás irrepetible, festín de besos.

-Ay... Se me va a hacer muy duro estar sin ti ese tiempo.-comentó, mientras jugaba con el dedo gordito en el cerco de mis labios.

Entonces, en mi frenesí, no me di cuenta de hasta dónde llegaba su generosidad: se mostraba tan dulce pensando que así haría menos traumática la partida, pero era todo lo contrario, y a cada ocasión que mi lengua rozaba sus pulidos empeines, germinaba con más fuerza la angustia en mi corazón. Sería extremadamente doloroso despedirme de ella, y aunque no fuera definitivo, yo lo terminaría sintiendo más que el Último Adiós.

Quizás se dio cuenta de ello y compasivamente me prohibió seguir lamiendo mucho antes de lo que yo hubiera considerado justo, suficiente y deseable. Pero ni la fuerte bofetada que me regaló cuando la miré a los ojos para suplicarle con ellos que me concediera "algo de tiempo más", ni la asfixia que casi me impedía rogar clemencia cuando me pisó, haciendo que el dibujo de su sandalia se grabara unas horas en mi piel, en el cuello por no agradecerle el correctivo, lograrían disminuir ni un ápice esa agonía que se avecinaba.

Llegó el día de la partida y me ató. Entero. Todo. Los genitales también, y de un modo ineludible, pues aprovechando que tocándome mientras me inmovilizaba me había provocado una enorme erección, ni los testículos, ni el tronco, ni el glande se podrían escurrir de las diabólicamente ceñidas correas de cuero. Cuando terminó me dio dos violentos golpes en la planta de los pies con el instrumento adecuado: un bastón muy delgado y flexible. Aún no lo había probado, y el dolor y quemazón posterior que me causó me parecieron espantosos. Aullé, pero no logré mover ni un músculo, lo cual hablaba, y muy bien, de la técnica de mi dueña. Satisfecha, me vendó los ojos y me dejó solo.

Mi excitación no bajaba debido a la presión de los amarres, y comencé a preocuparme: no sería muy saludable estar así durante largo tiempo. La planta de los pies me seguía picando por los golpes, pero me resultaba imposible rascarme. De puro sensible, si me hubieran acariciado con una pluma, me habría echado a llorar. Por suerte, a mi ama no se le ocurrió esa idea. ¿Por suerte? Más bien por desgracia, porque en mi estado de nervios, un buen berrinche, aunque muy poco masculino, hubiera aliviado mi tensión.

Pensaba en ella todo el rato, en cada uno de los instantes únicos que me había concedido gozar con ella. Era un suplicio infernal. Y por más que quisiera alejarla de mi mente, no se iba. Todos sus rasgos los veía perfectamente definidos como si la tuviera allí delante. Se burlaba de mis intentos de rehuirla, porque al final siempre terminaba volviendo mi mirada hacia ella, y sobre todo, humillado a sus pies. ¿Me concedería el privilegio de besarlos una última vez? Si no lo hacía, me volvería loco. Si lo hacía... quizás me moriría de tristeza después. Lo deseaba y deseaba que no sucediera a partes iguales. Y la lucha me estaba agotando.

-Bien, ya casi está todo listo.- oí su voz, muy cerca.

Hubiera querido decirle algo, lo que fuera. Ella en el tono de mi voz doliente habría entendido todo lo que quería explicarle. Pero no me atreví. Los preparativos finales, los últimos contactos con ella, y yo guardaba silencio. ¿Qué pensaría de ello?

Me empezó a meter en una bolsa grande de algo que al contacto con mi piel desnuda identifiqué como vinilo. Uff.... Mi cuerpo, contraído en postura fetal por las cuerdas y correajes, se adaptaba poco a poco a esa segunda piel y empezaba a notar calor. Calor y humedad. Me iba a cocer allí dentro. Por fin, tiró de un cordel y la bolsa se cerró sobre mi cuello. La cabeza me quedaba fuera, pero privado de la vista por la venda.

-Ama, yo...-

-Sssshhh... Parece que el otro día te quedaste con ganas. Abre.-

Creí que se refería a que tenía ganas de hablar, lo cual era cierto, pero no. Metió una de sus sandalias en mi boca y aseguró el talón, que sobresalía, a mi cara con una media. No habría hecho falta: ni un terremoto me habría impedido que mantuviera ese tesoro bien aferrado por mis labios. Sí, se acordaba de mi ansia lasciva de la jornada que tuvo que reprenderme severamente por querer lamer más de lo que había ella dispuesto. Y aunque hubiera querido decirle cuanto la amaría y la amaba, mi pena no era ya tan grande, pues me llevaba un recuerdo de ella allá donde me destinaba. ¡Y qué recuerdo! Sollocé, bendiciendo su nombre mil veces, mientras me colocaban en la furgoneta.

La esencia de la parte de su cuerpo que más adoraba me acompañó todo el viaje, y me hizo olvidar el enfado de estar atado. Un enfado que explicaré: suponía que mi ama no confiaba en mi, en que no intentaría nada, ni una absurda huída (salvo que la desesperación por la separación la justificara), y por eso me había amarrado a conciencia. Pero pronto, recapacitando, fui más allá en el pensamiento deductivo de mi señora: el dolor por la separación era, en efecto, muy grande. Y si no la fuga, si podría haberme masturbado, por más que, aún tácitamente, lo tuviera prohibido, pero podría haber recurrido a ello para alejar la nostalgia. Y tenía que llegar a presencia de mi nueva dueña en perfecto "estado de uso". Además, quizás a esa ama le complaciera el verme así, indefenso, inmóvil.

Ya había llegado por dos veces al clímax, pero sin orgasmo, en ese maldito viaje, y me dio por pensar en cómo sería mi nueva dueña. Silvia no me había dicho nada de ella, seguramente por no considerarlo necesario.

-Es – me dijo en una ocasión – parte del encanto de la dominación el que el sumiso no sepa que esperar.-

Pues de mí, aquella aún ignota mujer podría esperar una absoluta obediencia y complacencia. Era la voluntad de mi ama, de mi verdadera ama, que yo sirviera a esa extraña lo mejor posible. Dejaría bien alto el nombre de mi señora. Pero que no pidiera amor, porque en ese preciso instante me hice el solemne juramento de no amar en mi vida a otra sino a mi ama. Puede que ya lo hubiera formulado antes, en mis fantasías, pero ahora, consciente de que la había perdido, cobraba toda su relevancia y significado, y no renunciaría, acobardado, a renovar mis votos para con ella.

Sólo pude desear, en lo que duró el resto del viaje, que no me gustara demasiado. Y pensando en eso, saboreando la plantilla que aún retenía su aroma y sabor, llegamos.

EPÍLOGO

Noté que abrían la puerta de la furgoneta y una mano femenina me tocaba. Estaba enguantada, en seda. Eso me produjo un escalofrío: era uno de mis fetiches.

"Al menos, que no sea oriental."- rogué. Tenía debilidad por las asiáticas (además de por mi ama) y la novia que tuve anterior a ser sumiso de Silvia era coreana. Casi lo susurro en cuanto me quitó la sandalia de la boca, pero hubiera sido una frase un tanto rara, porque en ese momento la habría cambiado por un "déjame ese recuerdo de mi felicidad", refiriéndome al calzado y su simbología para mi.

La bolsa fue abierta y de un tirón en la argolla que pendía del collar en mi cuello mi cuerpo se echó hacia delante a ciegas, para tropezar, con mi cara de parachoques, sobre un escote mullido. Jadeé y aspiré instintivamente, y a mis delicadas fosas nasales llegó el aroma agridulce de un perfume que pronto evocó en mi parajes exóticos, sustituyendo a los restos, a los que me aferraba como un naufrago a una tabla, de la esencia de mi diosa.

-Oh, no.- musité, desprovisto por fin de la venda de mis ojos y de algunas de las principales ataduras de mi cuerpo. Aquella mujer tenía un vestido de seda ceñido claramente chino. Una máscara cubría su rostro, coronada por plumas de pavo real. Me sonaba haberla visto antes, y la propia mujer me parecía familiar. ¿Mi ex? No, no era posible. La fusta que esgrimía en la diestra señaló a sus pies y resignándome ya a enamorarme de mi nueva ama, pero no a olvidar a la anterior, me incliné y los besé.

¡El aroma, la forma...! ¡Eran los pies de Silvia! ¿Qué estaba pasando?

-Pronto te has sometido. ¿Ya no recuerdas a quien perteneces realmente?-

-Siempre.-

Su voz también la reconocí a la primera sílaba que pronunció, pero por si me quedaban dudas de que todo había sido un juego perverso, y divertido, y también una lección maestra de sumisión y dependencia, se quitó la máscara y me dejó disfrutar una vez más de su increíble sonrisa.

-Hoy podrás hartarte de lo que más te gusta.-

Se había inclinado hasta estar a mi altura. Yo sollozaba ya, y por más que no fueran lágrimas amargas, pareció querer consolarme susurrándome al oído:

-Feliz aniversario, esclavo. Te quiero.-

Y me besó en la boca, haciendo que me corriera.

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