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Casandra, sumisa repudiada

en Dominación

Hoy no tengo cita, pero iré a verle. No puedo resistirlo por más tiempo. Han pasado sólo cinco días desde que mi amo me expulsó de su cuadra.

-No eres una esclava digna, ni lo serás nunca. Vete, no quiero volver a verte.-

Esas palabras me dolieron más que todos los latigazos que me había regalado a lo largo de nuestros 18 meses de relación. Lloré, supliqué, pero él guardó silencio, impasible, hasta que salí de su casa.

Desde entonces sólo he dejado de llorar para recriminarme, para culparme. Sí, soy una esclava indigna, un proyecto inacabado de sumisa. Pero lo amo, eso lo sé con certeza. Vivo sólo para mi amo, tengo ojos sólo para mirarle, oídos sólo para escucharle, y razón sólo y exclusivamente para obedecer sus órdenes y complacer sus deseos. No puedo seguir adelante sin él.

Ayer me echaron del trabajo. No prestaba ninguna atención a los recados desde que ocurrió todo. Mi jefa me hizo llamar e intentó ser comprensiva, pero me resistí a explicarle el por qué de mi conducta. No lo entendería. Sólo yo lo entiendo, y eso gracias al vínculo especial que me une a mi amo.

Me levanté temprano. Hacía un buen día, y eso avivó la llama de mi esperanza. Me duché, y mientras el agua caldeaba mi piel, mis manos recorrieron mi cuerpo. Cerraba los ojos y al pasar las yemas de los dedos sobre las partes donde el amo había dejado con más fuerza su indeleble impronta, mi mente recreaba al detalle las escenas que viví relacionadas con tal o cual castigo. Así, evoqué las decenas de veces que cerró pinzas sobre mis pezones cuando acaricié éstos, reviví la quemazón de las colillas que dejó sobre mi vientre, y suspiré notando de nuevo los azotes que con su mano descubierta me propinó en las nalgas.

Salí, me sequé, me acicalé lo mejor que pude y me vestí. Guapa, nunca antes había estado tan guapa. Me miraba al espejo y me decía:

-Vas a volver a conquistarlo.-

Y volví a echarme a llorar. El maquillaje se mezcló con las lágrimas y embadurnó mis mejillas. Ya no estaba bella, sino fea, y aunque me acababa de duchar, me sentía sucia, como una ramera.

Pero no me desanimé. Él, que tantas veces me alentó a soportar un poco más, de nuevo estaba junto a mi, y sus palabras me daban fuerzas. Me volví a maquillar y sin esperar a que volviese le berrinche, salí de casa.

Iba por la calle feliz, la cabeza bien alta, orgullosa. Pero por dentro me sentía más miserable que el más abandonado de los chuchos. Los hombres me miraban y sonreían, pero eso me daba igual. De hecho me recordó el día en que, con un preciso vestido de noche que me regaló, tomando gentilmente su brazo, paseamos por el barrio rico hasta llegar a un club selectísimo. Allí me presentó como su pareja a sus amistades, personas importantísimas todas, y yo, llena de felicidad, procuré que esa noche mi amo fuera el hombre más dichoso de la tierra. Creo que lo conseguí. Pero ahora todo aquello lo había perdido...

Aceleré el paso y dejé de sonreír. Otra vez tenía ganas de lamentarme. con un nudo en la garganta, bajé las escaleras del metro.

El viaje era corto, pero se me hizo eterno. Inmovilizada entre todos aquellos desconocidos, me sentí sola, perdida. Si mi amo hubiera estado allí, enseguida, dándose cuenta de mi tristeza, me habría estrechado entre sus fuertes brazos. Su aliento movería mi pelo suelto hasta llenar de agradable tibieza mi cuello. Luego quizás, si la oportunidad era propicia, me habría tomado un pecho con una de sus grandes manos. Lo habría apretado contra mí, masajeándolo sin que la gente se diese cuenta, pero sabiendo que yo tendría la sangre hirviendo por el morbo de ser descubiertos. Y en su audacia, su otra mano habría horadado su camino entre mi carne y la falda hasta situarse encima de las braguitas.

Gemí sin darme cuenta, y un chico me miró. Aunque no había comparación, me recordó a la primera mirada que posó el amo sobre mí. Lasciva y a la vez sorprendida, como si descubriera en mi silueta de mujer un enigma oculto. El tren paró, subió gente, bajó gente y me senté.

¿Por qué lo hacía? ¿Por qué intentaba inútilmente volver a su lado? Me asaltaron las dudas durante le resto del trayecto, y sumida en turbios pensamientos, que intentaba disipar recordando el grave acento de la voz del amo, casi me paso de estación.

Del andén a la calle, y de la calle al tormento. Mi destino, que ya casi dejaba de estar en mis manos, era inminente. El portal estaba abierto, entré y monté en el ascensor.

Mis manos sudaban, mi respiración era agitada. Me miré en el espejo, sin perder de vista por el rabillo del ojo el marcador electrónico que indicaba los pisos. El maquillaje seguía en su sitio, pero lo retoqué, como si fuera una obsesión. Los ojos bien abiertos, el rimel cosquilleó en mis pestañas. ¿Cómo debía mirarle?

Llegó al piso, pero no salí. En un momento decidí jugar una carta arriesgada: me recogí el pelo en una cola de caballo y me puse las gafitas. Volví a mirarme y sentí compasión. Tras los cristales, en mis ojos húmedos, había súplica, ternura, y una pizca de desesperación nadando sobre un mar de amor azabache.

-La humildad...- me dije para mi misma, y por fin salí del ascensor.

Ding dong...

Abrió la puerta y volví a ver mi sol. Pero...¡o no, eso no! Su cuerpo de Adonis estaba casi por completo desnudo, a excepción de una toalla. Llevaba el pelo mojado, y olía a limpio que daba gusto. ¡No podía contra eso! Me derrumbé y sonrojándome miré al suelo.

Se dio la vuelta y entró en la casa. Pero... había dejado la puerta abierta. ¿Me atrevería a entrar? ¡Sí, lo hice! Apretaba el bolso con ambas manos sobre mi estómago. Con pasos lentos, dubitativos, llegué al salón y allí esperé.

Él estaba de espaldas, ya sin toalla. No quería mirarlo, a sabiendas de que lo desaprobaría. Aunque ya no era su esclava, aún mantenía ciertas costumbres. Su trasero firme, que tanto me excitaba, era una tentación constante para mi mirada. no podría aguantar mucho más.

Dejé el bolso y me arrodillé. Aún no era capaz de articular palabra, pero mi actitud era de clara, profunda y sincera sumisión. Él lo entendería. Vino hacia mí, vi sus pies. Ahora sostendría mi mentón con su mano, me haría elevar la mirada hacia él, sonreiría y me ayudaría cortésmente a levantarme ofreciéndome su brazo como apoyo, para después...

Se acercó, contuve la respiración...y pasó de largo, entrando en otra habitación.

Dolida, confusa, las ideas me revoloteaban. Mi farol de "niña arrepentida" parecía no haber surtido efecto. Tendría que esforzarme más, darle lo que quería. Pero ¿cómo? Y casi instintivamente, me levanté, para empezar a desnudarme.

Muchas veces él me había ordenado hacerlo en su presencia. Las primeras veces mi pudor lo seducía, pero según gané en confianza, dejó de ser un excitante más, un componente de la sesión de dominación, para pasar a ser un paso previo. Ahora, con él en otra habitación, la iniciativa que había tomado se tornaba por momentos absurda.

Doblé toda la ropa y la dejé en el suelo, y al lado puse los zapatos. No bien terminé, recuperé mi postura de absoluta sumisión, de rodillas. Aproveché que aún no había salido mi amo del cuarto y pellizqué ambos pezones con fuerza. Bien duros, seguro atraerían su mirada.

Salió, oh paradoja, vestido, con los pantalones y una camiseta. También se había peinado. Puse mis manos tras mi nuca, de modo que los pechos se levantaran, apetitosos. Pasó al lado y su despecho hizo que yo me dejara caer. Nada daba resultado. Me ignoraba. ¿Cómo podía ser tan cruel? Me tenía completamente entregada, puede que como nunca me había ofrecido a él, y ni siquiera me miraba. Un dolor lacerante llenó mi cuerpo, o más bien, mi alma.

-¡Amo, te lo suplico!-grité, y no añadí más, porque ni me era posible, a punto de echarme a llorar, ni era necesario: mi mirada y mi aspecto lo decían todo.

Él se paró, y dijo, como si pensara en voz alta.

-Ya sé en qué fallé.-

Fue rápidamente a la puerta de entrada, la cerró, oí el cerrojo y luego el sonido de un cajón. Enseguida regresó al salón y se sentó. Su mirada me desnudaba, a pesar de estarlo ya.

-Acércate.-

Lo hice instintivamente. Era su mascota.

Había cogido un hilo grueso, sin desbastar y una aguja larga. No podía ni imaginar lo que tenía pensado, hasta que me ordenó hacer morritos, acercó la aguja y la hizo pasar por debajo de mi labio inferior, atravesándolo.

El dolor no fue instantáneo, pero desde luego no iba a perderse la cita. Gemí y me quejé, pero no por ello paró el tormento bizarro. Por dentro, entre la carne y los dientes, la aguja pasó por el labio superior, emergiendo junto con las gotas de sangre oscura.

Durante cinco minutos, o más, me fue cosiendo los labios. El hilo, al pasar por la carne viva, me provocaba verdaderos calambres de dolor que se extendían por todo el cuerpo, y verlo, a través de mis pupilas húmedas por el llanto, era un espectáculo espantoso.

Por fin, tras apretar todo lo posible las costuras, el amo cortó el hilo y lo aseguró sobre mi boca sellada con un nudo doble. yo sólo podía llorar, llena de las sensaciones. Mi cuerpo no estaba preparado para recibir esto.

-¿Contenta, Casandra?- me preguntó, y solo pude responder con un gañido ininteligible.

Fue al servicio a por desinfectante. Betadine. Sin piedad lo esparció sobre las heridas. Mis mucosas, cercanas al líquido, se resintieron. Los ojos me escocían. Pero él no paró hasta asegurarse de que estaba bien curada.

Se sentó en el sofá y encendió la televisión. Yo, de rodillas, asimilaba como podía lo que ocurría. Daban las noticias.

-Al menos de escabel me servirás.- dijo al final, y su esclava no tardó en ponerse a cuatro patas para que las piernas de su adorado amo descansasen sobre su espalda hasta que dispusiera otra cosa.

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