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El internado para niñas malvadas

en Dominación

El frío del otoño se sentía en los muslos desnudos bajo la falda tableada. Pero no era por ese motivo que Raquel estuviera empapada de un sudor frío y pegajoso.

Estaba en casa, sentada en la cama, vestida ya con el gris uniforme del Internado. Esperaba a que sus padres la despidiesen antes de tomar el taxi que la llevaría a su primer día de clase.

Y todo alrededor, hasta el cuco, con su inexorable tic tac, acrecentaba su miedo.

De pronto, la puerta se abrió. Allí estaban sus progenitores, los malvados que la enviaban al suplicio, los jueces que la habían condenado. Aunque en sus rostros no halló compasión, probó una última y desesperada vez a suplicar:

-¡Por favor papá, no me mandes allí, te lo suplico, por lo que más quieras, no me mandes allí!-

Mamá musitó algo. No era un gesto de compasión o piedad, pero se lo parecía. El rostro de papá, por el contrario, era granítico: no cedería.

-No vengas ahora suplicando, mala hija. Ya está decidido: irás al Internado. Allí te escarmentarán como te mereces y quién sabe si te convertirán en una señorita....lo dudo. Eres una furcia.-

Mamá miró a papá, y gimió. Apretaba el puño de su camisa, como si quisiera pedirle un favor o permiso para hablar. Luego miró otra vez a su hija y... salió corriendo de la habitación para encerrarse en el baño.

Papá la siguió con la mirada, pero en cuanto mamá cerró el pestillo de la puerta la volvió a descargar sobre Raquel, y fue como si cayera sobre ella una losa de cemento.

-¿Lo ves? ¿Ves lo mucho que sufre tu madre por tu culpa?- y mientras lo decía soltaba su cinturón, negro y largo con una hebilla plateada.

Raquel se estremeció al verlo. Durante muchos años su padre había intentado corregirla usando las azotainas, pero no sirvió de nada. Desde entonces, cuando la azotaba, lo hacía sólo por complacer a su madre, que aún creía en la utilidad del castigo, o por placer propio. Esas ocasiones eran las que Raquel más temía, cuando su padre descargaba sobre sus glúteos y espalda una tormenta de azotes incesantes, y no paraba de golpearla porque se excitaba.

Papá dobló el cinturón y lo tensó con un tirón seco que le cortó a Raquel la respiración.

-Ya sabes.- le dijo con voz glacial. -En el borde de la cama con la falda subida.-

Raquel obedeció temblando. Tenía tanto miedo que no podía pensar. Dejó que su cara y pecho reposaran sobre la cama, pero se olvidó de levantar la falda para dejar que los golpes cayeran sobre sus blancas nalgas de adolescente. Tuvo que hacerlo papá, y cuando la rozó con la mano, apretó con las manos la colcha y gritó.

Lo siguiente que pasó fue que despertó. Veía borrosas las cosas de su habitación. Estaba algo mareada. Gimió y quiso sentarse, pero enseguida le sobrevino un espantoso escozor desde los muslos hasta los costados. Comprendió entonces que seguramente se había desmayado durante la azotaina.

A duras penas, mientras el dolor iba en aumento, se levantó. Salió al pasillo.

La puerta del baño estaba cerrada. De dentro llegaba un sonido intermitente. Raquel se acercó y comprobó que su madre seguía encerrada, sollozando. Abajo también había alguien. Una conversación. Procurando no hacer ruido, Raquel bajó las escaleras. Quizás podría escapar si papá estaba distraído.

Metro a metro, la muchacha se acercaba a la puerta. Estaba descalza, pero no le importaba pisar la porquería de las calles, mancharse los calcetines blancos con barro o incluso torcerse un tobillo. Sólo le preocupaba, como un instinto de supervivencia, una cosa: escapar.

Y como si de un dejà vu se tratase, la puerta, esta vez la del salón, se abrió de golpe y la dejó expuesta en plena fuga.

Era papá, con otro hombre, uno alto, muy alto, y delgado, aunque no tanto como para parecer esquelético, vestido de chaqueta y con unas gafas oscuras que no podían ocultar una mirada maligna.

Papá se sorprendió de verla allí. Ella se sorprendió de que su plan, en el que había renunciado a ponerse incluso los bonitos zapatos de charol, no tuviese éxito. Pero papá fue más rápido y ya la había cogido del brazo antes de que ella empezara a correr hacia la salvación.

-¡Tú de aquí no te mueves!- le aseguró, mientras que sus enromes manos, como tenazas, iban reduciendo sus movimientos a espasmos de agonía ante el horror. -Ésta es. Raquel.-

Raquel quería gritar, y casi lo consiguió. El eco de su queja apagada fue sustituido por ahogados lamentos en cuanto papá metió un pañuelo en su boca.

-Ayúdeme, por favor. En el tercer cajón hay cinta de embalar. -

El hombre extraño aseguró el pañuelo con varias vueltas de cinta adhesiva marrón, que se aferraron implacablemente a los rizos pelirrojos y las pecas de los carrillos. Brillaba, y aunque nadie se daba cuenta, Raquel estaba bella, y aún lo estuvo más cuando comenzó a derramar lágrimas.

-¿Cuerda no tendrá a mano, verdad, señor Cerbero?- preguntó el hombre extraño.

-Sí, en un momento se la traigo.-

Papá salió del salón. El hombre extraño sostuvo a Raquel. con una mano mantenía las muñecas de ella juntas y con la otra la apretaba contra sí.

Raquel cerró los ojos. Ya no se debatía más. Pronto estaría atada, ¿para qué malgastar fuerzas? Los sollozos la impedían respirar con dificultad.

-Buena chica.-

El hombre extraño estaba complacido con el final de la resistencia de la futura interna, casi orgulloso, aunque no fuera obra suya. Procedió mecánicamente, como tantas otras veces había hecho, a hurgar en el pubis.

Raquel volvió de su estado abandonado de conciencia, notando entre sus muslos, cerca de su vagina, un intruso. Violentamente pugnó por zafarse. Él no estaba preparado para esa rebelión súbita. No obstante, la sofocó y Raquel gozó de sólo dos instantes de libertad antes de ser acogotada contra el cuerpo del hombre extraño.

-¡Quieta!- le dijo al oído. Y volvió a bajar su mano hacia la entrepierna. Raquel lo veía horrorizada. ¡La iba a tocar un desconocido! Juntó los muslos, apretándolos, intentando esconder su parte más íntima. La mano tocó sus muslos y la notó fría, desagradable. Los dedos eran largos, y la piel áspera, como si estuviese curtida.

Gimió y se revolvió, pero en esta ocasión no pudo ni siquiera apartarse unos centímetros. Era una pequeña muchacha de metro sesenta que no llegaba a los 60 kilos contra un hombre que, de puro largos, parecía todo él brazos.

Sus braguitas fueron retiradas, invadido su espacio. Sobre el vello notó la presión y el avance de los dedos. Echó la cabeza atrás, mirando al cielo, suplicando encontrar en el techo de escayola un ángel que la rescatara de aquello. Pero Sólo vio la cara sádica del hombre extraño. Su aliento bañó el rostro de Raquel. Podía percibir también el olor a grasa de su pelo oscuro y aplastado.

Ya los dedos habían hallado los labios vaginales y los habían hurgado en todo su perímetro, y después de una leve pausa, ingresó uno de los largos dedos en su coño.

Papá regresó un minuto después. El hombre extraño extrajo el dedo con delicadeza y limpió la mucosidad interna de la chica con el pañuelo que la amordazaba.

-Aquí tiene.- dijo papá, y le pasó un rollo de cuerda del color del centeno.

Entre los dos hombres la ataron, los brazos detrás, primero por los codos y luego por las muñecas.

-¿Los tobillos también?- preguntó papá.

-No, eso dentro de la furgoneta. No quiero cargar con ella. Por cierto, ¿va descalza?-

Papá reparó por primera vez en que Raquel no llevaba puestos los zapatos. Eso lo trastornó un poco.

-Es cierto, ¿dónde...?-

Y sin mediar palabra subió a grandes zancadas las escaleras, quedando de nuevo sola Raquel con el hombre extraño.

Primero miró el reloj y se rascó detrás de una oreja. Raquel se dio cuenta de que tenía prisa. Dio unos pasos alrededor de ella, que estaba de pie en medio del salón, y la examinó con un par de miradas.

Raquel procuraba rehuir el inquisitivo cerco de los ojos de aquel señor, y por ello apartaba el rostro a un lado cuando éste se ponía frente a ella. Sin motivo, se le ocurrió que no sabía cuál era su nombre.

Él, detrás ahora de ella, se puso en cuclillas y levantó la falda para echar un vistazo a las nalgas.

-Vaya, te han dado una buena zurra, ¿eh?-

Recordó la chica dolorosamente la paliza anterior, o más bien el dolor permanente que en sus posaderas había alojado papá a golpe de cinturón. Lo había apartado de su mente en cuanto fue descubierta en su intento de fuga, pero ahora volvía a ella la sensación de quemazón con furia renovada.

El hombre extraño admiraba el color bermellón que aún pervivía y lo tocó. Para Raquel el simple contacto fue como si le arrancaran la piel, y aunque estaba atada de brazos, echó a correr hacia la puerta.

-¡Alto!- le advirtió el hombre, y acto seguido, con una paciencia que mostraba su dominio del oficio y la situación, fue tras ella, la alcanzó y tomándola de la cintura la volvió a llevar al salón.

Papá estaba de vuelta. Traía los zapatos de charol negro con hebillitas plateadas. Eran bonitos, los más bonitos que Raquel tenía.

Raquel los vio y se calmó un poco. Incluso sintió una leve satisfacción romántica cuando, sujetada por el hombre extraño, papá, la rodilla hincada en tierra, colocó el calzado sobre los pies y calcetines blancos y ciñió las hebillas.

¿O eso lo soñó? No siempre se puede ser Cenicienta. La imagen que se había formado en la cabeza se desvaneció. La estaban llevando al exterior. Nada más traspasar el umbral vio que frente a la casa había una gran furgoneta de color azul marino. En el costado ,escrito con letras elegantes se leía: "Internado para niñas malvadas".

La acera estaba mojada, la humedad se filtró enseguida por los calcetines de lana. Papá era quien la empujaba, delante el hombre extraño, y de su mano colgaban los zapatos de charol. Raquel los miraba ensimismada.

Otro hombre, con una gorra demasiado pequeña para su melón, abrió las dos puertas traseras de la furgoneta, y allí fue sentada Raquel un par de minutos hasta que sus tobillos estuvieron firmemente atados.

Papá la obligó a meter las piernas dentro de la furgoneta. Podría haberle golpeado, haberle pateado en ese momento, pero ¡era su padre! Ni siquiera la dedicó una última mirada. cerró una de las puertas y se puso a hablar de temas triviales con el cabezón.

 

¿Dónde estaría el hombre extraño? Con dificultad Raquel pudo mirar por la puerta abierta. Allí, cruzado de brazos, con los zapatos de charol balanceándose de las correas, estaba, sin intervenir en la conversación entre papá y el otro individuo mezquino. Pero el hombre extraño sí que la miró por última vez. La sonrió de un modo que a la chica la puso los pelos de punta. Luego metió los zapatos en el furgón y cerró la puerta, sellando la celda móvil.

Raquel miraba el cielo durante el viaje a través de unas ventanas de cristal esmerilado en las puertas del furgón. Ya era de noche, pero se colaba una luz intermitente naranja: la de las farolas de la carretera, de bombillas gastadas.

Por el rabillo del ojo vio que había un reflejo de la luz mortecina en el furgón. Reptó, atada como estaba, hacia él y se topó, muy emocionada, con sus zapatos de charol. Los reunió, pues estaba separados, empujándolos con la barbilla, y cuando los tuvo bien colocados, apoyó su rostro pecoso sobre los lisos empeines y...se durmió.

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