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Obsesión...

en Control Mental

Mi vida comenzó el día en que, viajando por el metro, levanté la vista del periódico y la vi.

Me enamoré.

Al día siguiente creía que todo había sido un sueño. Pero no. De nuevo, a la misma hora, en la misma estación, nos encontramos. Y esta vez, aunque lo intenté, no pude evitar lanzarle miradas fugaces, robando para mi memoria todos los detalles que fui capaz: su absoluta feminidad en el perfecto cuerpo y el andar, su vestuario, elegido en un coito de gracia y sofisticación, realzada la segunda por su cabello liso y teñido de un sensual color caoba brillante. Y su exótica belleza, que no parecía extranjera, sino casi supraterrenal, extraterrestre. Su nariz hebrea, el rasgo más sobresaliente y según el canon el que menos elegancia otorgaría al conjunto, pues sobresalía el puente a la altura de los preciosos ojos verde oscuro, me subyugo por algún extraño sortilegio de la geometría humana.

Antes de que abandonara el vagón, fotografié con mis retinas los últimos detalles: unos dedos largos, cuidados, delgados; la piel bronceada pero sin llegar al tueste, y unos lindísimos tobillos que armoniosamente giraban al arquearse el soberbio empeine y dar cada uno de los pasos que arrancaban suspiros de desesperación de lo más profundo de mi alma...

Mantuve mi rutina diaria, paralela durante apenas dos minutos en el espacio a la mía. Sólo teníamos ese tiempo, y yo sufría, paralizado por la mera contemplación de tan cautivadora belleza. Pero ese tormento apenas era comparable al que me asediaba cuando mi tren paraba en su estación y ella no estaba allí. Entonces, y hasta la mañana siguiente, para mí se hacía la noche.

Recuperé a los tres días de el primer encuentro, y con una fuerza compulsiva que minaría aún más la salud de mi corazón, el hábito de masturbarme. Y hasta tal punto lo intensifiqué, que se puede decir que excepto los dos minutos que, y esto no todos los días, estaba con ella, eran los únicos que no dedicaba a la autocomplacencia.

¿Cómo se llamaría la dueña de mis pensamientos? Rezaba por ver en alguna ocasión el cuello amado adornado por una gargantilla dorada con su nombre.

Al quinto día, ya me imaginaba siguiéndola, como una sombra distante, arrastrado por su influjo, para saber más de ella. Dónde trabajaba, que le gustaba hacer y comer, con qué se reía... Y si algo impedía que realizase ese plan era el convencimiento de que, de ser descubierto, la perdería para siempre.

La tercera semana casi acabó conmigo. Ninguno de los días la vi. Imaginé, aferrándome a cualquier esperanza, que habría subido en mi mismo convoy, pero unos vagones más adelante. Parada tras parada, como un músico del metropolitano, avanzaba desde el último vagón al primero, desconcertando, me temo, a más de un tranquilo pasajero, en mi infructuosa búsqueda.

La cuarta semana me dio un respiro. El martes, y por sorpresa, subió. No la esperaba, aunque desde luego lo deseaba. Se colocó junto a mí, cerró la mano derecha sobre la barra de sujeción, y al mirar por el rabillo del ojo sus uñas largas pintadas con esmalte violeta, imagine que mi pene sustituía, y casi me desmayo al precipitarse la adrenalina por mi torrente sanguíneo.

¡A tan escasos centímetros y no podía hacer nada, nada, nada!

El resto de la semana, volvió la lenta tortura de la espera vacua...

Quinta semana. El sábado y el domingo, a pesar de las numerosas pajas que me había hecho, mantuve una casi perenne y dolorosa erección. No podía quitarla de mi cabeza. Su imagen parecía cobrar vida delante mío, y empecé a sospechar que la obsesión me estaba provocando alucinaciones. Pero fue peor cuando el lunes, casi a la amanecida, su recuerdo empezó a difuminarse. Intentaba atrapar sus retazos, pero se escurrían, ensombreciéndose. Abrí los ojos para descubrir que ya era de día, y que el tiempo para llegar al metro corría en mi contra.

No tenía tiempo para pensar. Me vestí como mejor pude, y sin afeitar siquiera (no hubiera sido posible con los temblores que ya acosaban mis nervios), pálido, con ojeras, y sintiéndome por dentro aún peor que por fuera, corrí.

Sin aliento, mi cerebro me sorprendió haciéndome prometer que aquel día, si no la veía en la estación, me quedaría allí, olvidado de mi trabajo, del desayuno, de todo, hasta verla o morir de angustia.

No fue necesario. De nuevo mi rostro se iluminó al ver el suyo tras las ventanas del vagón. Tan embelesado y reconfortado quedé, que ignoré que iba acompañada de otro hombre.

Todo el trayecto mantuve la compostura. La vida volvía a mis mejillas y me esforcé en parecer serio. Ella por fin, por primera vez, reparó en mí y cruzamos miradas. Fue sólo un instante, pero fue suficiente. Desnudé mi alma ante ella en esas milésimas de vida. Creo, y viviré con ese tábano que es la duda picándome hasta que el Hado disponga otra cosa, creo que me sonrió.

Ya había pasado un mes. Y los encuentros se sucedían. Algún día faltaba ella. Yo nunca, pero al menos recobré la esperanza de que al día siguiente volvería a verla.

Un día, incluso, la encontré al volver del trabajo. La misma estación, pero en el andén contrario. Aquella mañana la había visto, pero ya sólo me quedaba, en el mar de sórdida existencia diaria, su recuerdo acariciador hasta el día siguiente. Y de repente, cruzando por delante de mí, ¡zas! ¡Ella! Y esta vez fue ella quien me miró, sin sorprenderse de haberme encontrado allí. Siguió su camino hasta el final del andén y se sentó en un banco, cruzando sus maravillosas piernas. El tren llegó, la gente se levantó, y en el ajetreo perdí de vista a mi señora hasta el día siguiente.

Pero tenía un plan. Uno que hasta entonces sólo había servido de escenario para mis fantasías. Le escribí una poesía, que era también una declaración de amor, lo mejor que supe y pude. Breve, pero sincera. Sobria, pero hermosa. Se la deslizaría en el bolso, y así ella sabría que alguien en el mundo vivía sólo porque ella existía.

Parecía sencillo por la noche, cuando el sueño te tornaba audaz para cualquier empresa que se fuera a acometer al día siguiente. Pero no bien el sol me despertó, el pánico fue mi inseparable compañero.

Como un autómata, realicé la rutina diaria, sin poder detenerme, pero deseando no dar el siguiente paso en la concatenación de acciones que habían de llevarme al momento cumbre. Cuando quise recapacitar, el pitido de las puertas del vagón al cerrarse, me cortó toda retirada.

Me senté en el último banco, en el extremo más cercano al final del tren. Ella siempre había aparecido en ese extremo del andén. Probablemente, y eso me gustaba de su carácter, a pesar de ser algo trivial, era de las que calculaban el trayecto óptimo, y la salida de su parada sería la más cercana al final del tren.

Respiré hondo, disolviéndose el mundo a mi alrededor con el traqueteo del convoy sobre las vías. El momento era inminente.

Cerré los ojos.

Cuando los abrí, mirando al suelo, identifiqué los hermosos pies, calzados en sencillas sandalias de fieltro con pedrería, de ella. Caminó hasta mi lado y, repitiendo casi a la perfección mi recuerdo de esa escena, volvió a sostenerse en la barra que entraba en contacto por su extremo inferior con mi codo. También una vez más estaba acompañada, pero no me di cuenta por la misma razón que entonces.

Pienso que el Destino acudió a mis ruegos. Tenía la pequeña nota oculta en el puño, ella estaba allí, el día siguiente a la elucubración de mi plan, cuando aún la reflexión no me había echado para atrás, con una valentía que era cobardía aterrorizada e irracional. Alcé la mirada, aún magnetizada por sus pies. Vestía una falda gris amplia que sobrepasaba en algo más de dos dedos sus rodillas. Muy elegante, me pareció. Seguí subiendo. Una blusa de la misma tela y color realzaba sus pechos y dejaba al descubierto una apetitosa porción de talle. Desee ceñirlo con mis manos enseguida, y tuve que apretar los puños con fuerza, arrugando la misiva, para contenerme.

De pronto, algo me tocó el hombro. Su bolso blanco con remaches plateados... Tenía una pequeña abertura antes de la cremallera, y un recipiente de color magenta, y otro algo menor, cilíndrico, de verde chillón, se entreveían.

¡Ahora o nunca!

Doble la nota una vez más para facilitarle el acceso, mientras, usando más el instinto que el racionamiento estratégico, comprobaba que nadie en el vagón se percataría de mi maniobra. Con rapidez, en un movimiento que me extrañó por su naturalidad, como si no pudiera haberse hecho de otro modo, metí la nota en el bolso. El tren frenaba, y como en una máquina del tiempo, aquellos segundos eternos se convirtieron en una película a cámara rápida mientras me apresuraba para levantarme, salir del vagón y torcer por el pasillo que daba a las escaleras mecánicas.

Pero antes... me giré e hice otra gloriosa instantánea con mis ya entrenadas pupilas: ella, en el tren que aunque se alejaba por el túnel parecía quieto, hurgaba en su bolso, probablemente a petición de su compañero, que deduje le habría pedido algún libro de cuentas, o una agenda, o algo así. ¡Encontraría mi nota! ¡Había conseguido mi propósito! ¡Éxito!

Desde luego durante unas horas apenas fui capaz de otra cosa que recordar todo lo qu había pasado. Me encontré en casa, y sólo con un titánico esfuerzo en el que más hizo la imaginación que la memoria, recordé que mi jefe me habría enviado de vuelta a casa al verme en la oficina en estado catatónico...

El día siguiente, por primera vez, fui yo quien faltó a su cita con la estación.

No podía casi moverme, y aunque al principio lo achaqué al miedo o al supremo esfuerzo emocional que había realizado la jornada anterior, pronto descubrí que lo que me atenazaba era la tensión. Gracias a mi compañero de piso, que se presentó por la mañana, pude informar, mientras él me sostenía el teléfono, a mi jefe de que no me encontraba en condiciones para ir a trabajar. Comentó algo sobre mi escasa productividad en el último mes, pero apenas podía concentrarme para escucharle o entenderle. Mi compañero dio fe de que estaba incapacitado por el teléfono y colgó por mi.

¿Qué sucedería? La respuesta no entraba dentro del plan magistral. Lo miré por todos los lados, evalué todos los aspectos y al final me resigné: tenía que volver a la rutina o, además de volverme loco, el asunto no avanzaría ni un ápice.

Lunes... No puede calibrarse el sentimiento ávido que me dominaba. Ni siquiera compararse al frenesí que guió mis actos durante la memorable jornada de la semana anterior. Simplemente, estaba fuera de mí.

-Próxima estación...-

La voz metálica no parecía la misma de siempre: la cordura volvía a fallarme. Sin embargo en esta ocasión conocía el remedio: verla. Y sí que tuve que poner en práctica la máxima de reserva cuando al parar, tras los cristales, ella no apareció. Bajé y me senté en el primer banco. En el más cercano a la cola del tren. Nunca la había visto sentada salvo en aquella ocasión en que nos encontramos en el otro andén; pero supuse que ella habría esperado, con las piernas cruzadas como solo las vedettes y las féminas genuinas saben hacerlo, en aquel banco hasta que el convoy emergiera del túnel soltando chispas verdiazuladas en los cables. Sus nalgas... Sólo pensarlo me entretuvo y sosegó durante las horas de espera.

Pasaron tres horas y ella no había aparecido. Entonces me di cuenta de que, de encontrarnos, tendría que ser en el sentido inverso de la línea. ¿No era lo más lógico? Suspiré y me entró una terrible desazón: ¿y si ella ya había regresado de su misterioso periplo diario y yo no me había dado cuenta? Un instinto, que me aseguraba que habría sentido su presencia en tal caso como una percepción extrasensorial, lo desechó. Me levanté y cambié de andén.

Según lo hacía, vi que ella llegaba por el pasillo de la correspondencia con la otra línea. ¡Dios, ahora no! ¡Si ella me veía cambiando de acera, podría sospechar algo. Agaché la mirada, incapaz de ocultarme y di media vuelta, aunque pensé enseguida que eso sí que hubiera llamado la atención, y volví a girar mi rostro hacia el pasillo por donde ella venía. Me quedé quieto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Bajó por las escaleras mecánicas, apoyada en el pasamanos. Vestía una cazadora vaquera y falda plisada blanca, y creo que zapatillas de un fresa muy pálido. Su pelo parecía brillar, como brasas de un fuego viejo. Contemplándolo absorto estaba cuando giró el rostro y me miró. Estaba seria, y sus pómulos parecían marcarse bajo el fino cutis levemente maquillado. Los mofletes tenían un tono más oscuro, que resaltaba los rasgos más representativos de su rostro en un paralelogramo cuyo perímetro constituían dos pendientes dorados, la nariz egipcia y el cerco de la boca. No pude apartar la mirada hasta que ella no lo hizo.

Se fue, y por un momento temí que fuera para siempre. Me había descubierto, no volvería a verla. ¡Y ni siquiera sabía su nombre!

Enseguida, en el trillado campo de batalla de mi sesera, elucubró la posibilidad de que ella no hubiera leído la nota. La había visto, seguro, pero eso no era "leerla". "Leerla" suponía un salto enorme hacia mí por parte de ella. ¡Tanto era lo que había puesto de mi mismo, el alma y el corazón, en aquellas escasas 48 palabras! Si la había leído, no podía quedarse indiferente, como parecía haberlo hecho mientras me miraba.

Mis torturadores me acompañaron todo el día y toda la noche. Quise ahuyentarlos con el sexo solitario, pero fue en vano. No podía eyacular. Al clavarme esa enigmática mirada, había sellado mis genitales con un poderoso hechizo. La viscosa ansiedad, sexual y anímica, llenaba a cada minuto mi bajo vientre, pero no podía vaciarlo, y parecía destinado a reventar.

Amaneció otra vez más, varias semanas después. El sol, el mundo, seguían siendo los mismos. Pero yo no. Estaba, literalmente, encadenado por mis pasiones. Me manejaban como a un títere, dictando cada una de mis palabras y acciones. Y los hilos me hicieron bailar de nuevo hasta el transporte subterráneo.

Ella... Siempre ella. Tan bella o más que siempre. Tanto que yo, en su presencia, empecé a dudar de mi propia existencia. ¿Cómo podía ignorarme? Sólo la locura me liberaría, o la muerte, y me había abandonado a la primera si no hubiera vuelto a cruzar mi mirada con la suya de esmeraldas nocturnas.

Me estremecí, y supe que lo sabía. ¿Estaba segura de ello? No podría decirlo si no volvía a... ¡Oh, sí! ¡Sí que lo estaba! Esperaba un tipo de mirada diferente, juguetona, y la que me devolvió fue más bien retadora y perversa. Abrió los labios y no dijo nada, pero la oí muy dentro de mi cabeza:

-Sígueme.-

Las puertas se abrieron ante ella y comenzó a andar. Y sus pasos también, con un eco grave y ligero, me decían.

-Sígueme.-

Lo hice...

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