Fue la perdición para Alberto. Siguió confiadamente a su musa hasta la trampa que le había tendido.
Un mes antes, Celia, o "Dómina Celya", que es su nombre artístico, se había percatado, en uno de los viajes que hacía en el metro de vuelta de una sesión de dominación en casa de su esclavo más leal (y más rico), de que un chico la miraba. Acostumbrada a detenerse durante espantosos (para sus sumisos) minutos examinando las miradas, gestos y actitudes de los hombres, enseguida intuyó la atracción hacia sí por parte del joven. Pero no la alentó. No tenía ni ganas ni tiempo de coquetear, aunque le hubiera gustado. Lo consideró un episodio aislado.
no obstante, el episodio se repitió a lo largo del tiempo, casi todos los días de la semana. Allí, a la misma hora en que ella regresaba a su casa en el centro, estaba, si no esperándola, sí deseándola, el mismo muchacho. Despertó su interés, en un principio ajeno al mundo de perversión en que se movía. ¿Y cómo iba a saber aquel chico que ella era una experta ama de sado?
Pasó el tiempo y dejó que fantaseara con ella. Jugaba como un gato con un ratón. No le suponía un esfuerzo y sí un divertido pasatiempo. Se acostumbró a él.
Cierto día coincidió en el metro con un compañero de profesión. Quiso usarlo para darle celos l otro, pero no sirvió de gran cosa, pues parecía embobado con solo estar cerca suya. Halagada, aunque algo extrañada de la actitud del chico, escuchó la propuesta de su amigo. Algo bastante ilegal. Le ofrecía pasar a América, a Argentina concretamente, y dedicarse allí al proxenetismo con sus esclavos.
Celya se tomaba su trabajo de un modo bastante personal, y tenía su ética, pero también tenía ambición, y mucha. Tanta como para amordazar sus prejuicios cuando su compañero le propuso que se llevara a unos cuantos de sus esclavos, los más desarraigados, los zombies de la sumisión que ya sólo vivían para la siguiente sesión de perversión sadomasoquista. Nadie los echaría en falta. Alguno de ellos incluso había insinuado la posibilidad a su ama de que podía, si lo deseaba, prostituirle. Era una fantasía bastante común. Pero no todos estaban dispuestos a convertirla en una parte de su vida, a convertirse en esclavos sexuales "genuinos".
Apenas un par, y algo mayores ya como para suscitar demasiado interés en el mercado de aquellas bizarras pasiones, podrían ser "elegidos". Necesitaba carne más joven. Su compañero le dijo a Celia que no importaba, que una vez en Argentina una mujer de su belleza y talento pronto reuniría una horda de varones sumisos dispuestos a todo (y cuando lo dijo, no escatimó una enumeración de prácticas y humillaciones que a Celia, aunque había rondado cerca de ellas, le resultaron extremas).
Se lo pensó durante unos días. Dómina Celya era además de guapa, inteligente, dotada de un peculiar sentido de los negocios, y no iba a emprender una aventura como aquella sin una garantía.
Entonces encontró la nota en su bolso. Su compañero le advirtió que el chico se la había metido con disimulo, pero no el suficiente. Celia la leyó y se sintió conmovida.
Nunca, salvo quizás en algún autor clásico de las lejanas lecciones del instituto, le perturbaron los sentimientos sinceros de un buen poema, pero éste lo consiguió. Efectivamente, tal y como sospechaba, el muchacho estaba loco por ella.
Había procurado no coincidir demasiado con él en la estación. Que los hombres que la amaban o deseaban, y éste la amaba y deseaba como ninguno, sufrieran le parecía, simplemente, algo natural. Podía imaginarse después de unas semanas de juego, el suplicio que supondría para el chico el no verla un día. En cambio se equivocaba al suponer que el otro se atormentaría pensando en que ella se acostaría con otros hombres. Los sumisos que conocía eran egoístas, mas no hasta ese extremo de obviar a posibles competidores.
Analizando la madeja del salto a Argentina, se volvió a cruzar, cuando menos lo esperaba, con el mozo. La exasperó un poco y lo ignoró, al tiempo que él parecía querer volverse invisible. Pero, según bajaba las escaleras mecánicas, uno de los hilos de la complicada madeja quedó libre y tuvo una revelación. Como si no lo hubiera hecho nunca, miró, seria y atenta, a su presa: era guapo, joven... una buena baza. Su sumisión era lo de menos: su encanto personal bastaría hasta dar con un buen modo de secuestrarlo.
Sí, secuestro. Pensó la palabra y su significado largo rato. Hasta que tomó una decisión.
-Hola Emilio. Tengo un negocio...-
Le comentó a su compañero que tenía un posible esclavo, uno de calidad, la clave del despegue de su próspero negocio de trata de varones en Argentina. Pero tenía que saber cómo de comprometido socialmente estaba el objetivo.
Emilio siguió y estudió durante días a Alberto. Al principio con recelo, procurando no levantar sospechas, hasta que tomó buena cuenta de sus hábitos y pudo someterlo a una vigilancia más estrecha, anotando todos los detalles importantes para considerar su secuestro.
Pronto, y visto el absoluto ensimismamiento del chico con su anónima musa, dejo de lado las precauciones. Averiguó lo que necesitaba, y con unas simples y hábiles maniobras, cortaría los escasos cabos que vinculaban a ese obseso enamorado con la sociedad, dejándolo expuesto al plan de Celia. Quizás su compañero de piso sospecharía algo, pero... era extranjero, y podría elucubrar alguna hipótesis sobre su misterioso compañero de casa que explicara su desaparición. La familia era ajena a sus trajines, vivían en otra provincia, y en su trabajo el despido ya lo andaba rondando.
Dómina Celya, informada, no esperó más. A la mañana siguiente salió literalmente de caza. Localizó a la presa donde esperaba, jugó con ella, atrayéndola con su cebo más poderoso: la mirada. Y cuando se iba a abalanzar sobre él, tiró del cordel. Alberto pico el anzuelo que tironeaba de él en cada recodo, apartándolo por callejones desiertos. En uno de ellos, Celia hizo una señal, y Emilio y un colega se abalanzaron sobre Alberto, le pusieron un pañuelo con cloroformo en la cara y lo metieron inconsciente en una furgoneta. Nadie en los balcones lo había visto. Celia suspiró, y meditó sobre el significado de la última mirada de Alberto, mezcla exquisita y aún no probada de súplica, miedo, abnegación y... ¿liberación?