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Taifa de sumisión (1)

en Dominación

-¡Responde, perra infiel!-

La muchacha jadeó, y en su rostro bañado de lágrimas vi reflejado el dolor y el esfuerzo por resistir el tormento. Me excitó y ordené al verdugo que apretara el torno del potro un poco más. Lo hizo y la prisionera gritó de tal modo que tuve que taparme los oídos. Furioso, volví a preguntar:

-¿Por dónde atacará vuestro ejército?-

Murmuró algo pero al verme acercar mi rostro giró el suyo a un lado, hacia el del ventanuco enrejado de la mazmorra, hacia el cielo estrellado. La obligué a mirarme tomándola del mentón. Era preciosa, más hermosa que cualquier doncella cristiana. Sus ojos y su cabello tenían un embrujo especial que el extremo sufrimiento no sólo no eclipsaba, sino que realzaba por la humedad de las lágrimas y el sudor. Deleitándome en contemplarlo, recibí un escupitajo de su parte.

-¡Libérame, cristiano, o te arrepentirás!- masculló, instantes antes de que el verdugo la abofeteara y la amordazara con un trapo. Iba a darle otro cuarto de vuelta al potro, pero le indiqué que no lo hiciera. Yo mismo aplicaría el castigo, pero no sería el estiramiento: ya poco faltaba para descoyuntarla y no quería dañar a tan preciosa cautiva... al menos no de ese modo.

Tomé un grueso cinturón que había en otra mesa, destinado a sujetar a las víctimas de otra tortura distinta. Era de cuero, algo gastado ya y comido por el roce de los cuerpos humanos que en vano pretendían liberarse de su sujeción. Lo enrollé sobre el puño hasta que tuvo la longitud adecuada para usarlo como látigo.

-Después de esto, si no me dices lo que quiero saber, dejaré que el verdugo te haga lo que quiera.- la amenacé, y un brillo malvado y lascivo acudió a los ojos de mi encargado de las mazmorras. Ella, horrorizada más por la perspectiva de ser penetrada por aquel personaje que por el miedo a la azotaina, pareció titubear, pero al final cerró los ojos y se aferró a las correas de sus muñecas, dándome así a entender que no cedería.

Yo tampoco lo hice durante casi diez minutos, cuando, jadeando y con el brazo dolorido, comprobé que mi furia había abierto numerosas brechas en la delicada piel de aquella perla infiel hasta el punto de dejarla inconsciente.

-Trae a una curandera.- le ordené a mi verdugo, el cual obedeció mascullando que se le debía una noche con la atormentada. En lo que volvió observé el cuerpo desnudo y perfecto de mi "invitada". Me obsesionaba, tanto que empecé a beber de la bota de vino que el carcelero tenía para refrescarse mientras hacía su trabajo. Las heridas aún sangraban y en un acto de compasión las lavé dejando que el vino limpiara la suciedad. En ello estaba cuando apareció una monja joven y el verdugo. Al verlos, escupí el trago que tenía en la boca sobre la cara de la prisionera.

-Ea, lleváosla a la celda, mañana seguiremos.-

A la mañana siguiente encontramos a mi verdugo muerto con un puñal clavado en el costado. No había otra explicación: la monja había ayudado a escapar a mi pajarillo.

...

El asedio duró días. Yo me negaba a salir a campo abierto, pues sin duda la prófuga habría advertido a los suyos de mi total ignorancia sobre sus movimientos. Pero pronto el hambre o una plaga terminaría por acabar con nuestra resistencia. Además, el heraldo de sus huestes nos hizo saber a los defensores del castillo que respetarían sus vidas si se rendían y con la sola condición de que me entregasen. Es más, podían quedarse en el castillo, sin temor a que el asedio continuase, siempre y cuando yo fuera entregado. Y aunque en los primeros momentos mis vasallos me manifestaron todo su apoyo, ya eran muchos los que murmuraban que debería sacrificarme. Al final no me quedó más remedio que salir, pero con mi ejército.

Me traicionaron. En cuanto los caballeros nos lanzamos contra el enemigo, la infantería dio media vuelta y se metió en el castillo, cerrando las puertas. No me di cuenta de ello hasta que, al llegar a la primera línea, también los caballeros se detuvieron, y el que hacía de mi escudero, el barón Peláez, me dijo:

-Téngase señor mío. Que hemos pactado su rendición para evitar un mal mayor.-

-¡Traidores!-grité, arrebatado por la furia y el pánico, y quise lanzarme sobre mis propios hombres, pero huyeron al galope y una flecha, lanzada por un hábil arquero infiel, se fue a clavar en la pata de mi corcel, que tropezó y me hizo caer.

Me rodearon mientras yo me levantaba, magullado por la caída. Iba a morir, lo sabía, pero no sin presentar batalla. Blandiendo mi espada rugí a los enemigos, pero estos se detuvieron e hicieron un hueco por donde se adelantó un caballero. Parecía pequeño pero ágil y sus ojos, porque su rostro estaba oculto por un velo de color azafrán, me resultaban extrañamente familiares. En su mano portaba una maza ligera.

Luchamos durante varios minutos, pero no conseguía darle, y yo me cansaba. Al final, consiguió impactar con su arma en mi coraza y me dejó sin respiración, tumbándome en el suelo. Me pisó el brazo con violencia, obligándome a soltar la espada, y levantó su arma para darme el golpe fatal. entonces yo grité, sollozando:

-¡Piedad, piedad, os lo suplico!-

Se detuvo y no me golpeó. En lugar de eso se agachó. Tenia los ojos negros y brillantes.

-¿Te acuerdas de mí?-me dijo, y su voz también me pareció conocida. Por fin se quitó el velo y recordé: era la prisionera que se escapó.

-¡Tú!-clamé, aturdido por la sorpresa, pero me dio un puñetazo que me dejó inconsciente.

...

Fui hecho esclavo. Ni siquiera se planteó la posibilidad de tratarme como un prisionero de guerra. Me desposeyeron de las ropas, de mis armas, de todo. Intentaba dar muestra de entereza, pero desnudo, con mi cuello en un grillete y mis brazos atados a la espalda, resultaba casi imposible. Me pasearon junto a otros esclavos, todos ellos africanos, por lo cual yo destacaba más, por la ciudad, hasta llevarme al palacio de mi ama: Zorah.

Su jardín estaba muy bien cuidado, y era una maravilla de ver. Había una fuente de agua fresca en el centro, a la que intenté acercarme en cuanto me soltaron del cepo. Pero un guardia me puso la zancadilla y caí. Todos se rieron viendo mis dificultades para ponerme de pie sin usar las manos, y casi me di por vencido hasta que una mano femenina tendida hacia mi me obligó a mirar hacia arriba.

Era una cortesana, o algo parecido, diría que una dama de compañía a juzgar por sus modales exquisitos. Me sonreía a través de su velo de gasa. Tenía los ojos verdes, muy bonitos, y unas anchas caderas que seguro harían las delicias de los infieles.

-Cristiano, no bebas como un perro o te tratarán como a tal.-

Llevaba una jarra y me indicó que abriera la boca: lo hice y maravillado, sentí en mi paladar el gusto de un vino fresco.

-Con esto queda saldada la deuda. Ahora sígueme.-

Me incorporé. Ella ya había echado a andar. Miré hacia atrás y vi a los guardias con cara de pocos amigos: me atravesaría con sus lanzas al mínimo intento de fuga. Por otra parte, desnudo y maniatado, poco podría hacer, así que me resigné y caminé tras mi, por el momento, benefactora.

Movía su cuerpo con mucha gracia, como si en vez de andar danzara, y al contonearse sus caderas, unas pulseras y ajorquillas que llevaba tintineaban. De vez en cuando miraba a ver si la seguía. Me condujo por un largo corredor finamente decorado hasta una puerta de madera de cedro, importada sin duda de lejanas tierras.

-Ahora sé prudente y asume tu condición, cristiano, o Su Alteza no tendrá clemencia.-

...

Allí, sentada sobre las espaldas de un esclavo, estaba Zorah. Mi acompañante fue hasta su lado y le hizo una reverencia. Luego ambas me miraron.

La sala era enorme, y una cúpula pintada artísticamente dejaba al sol iluminarla por completo. En cada una de las cuatro puertas, salvo por la que yo había entrado, había un fornido guardián cruzado de brazos. El resto de la estancia lo ocupaban divanes y columnas, dispuestos en dos círculos concéntricos, de modo que las columnas estaban más en el interior y los divanes entre éstas y las paredes y puertas. De las columnas pendían grilletes y cadenas, lo cual me hizo suponer que allí se impartía justicia

-Esclavo, acércate.- dijo mi acompañante, y yo di unos pasos hasta colocarme frente al pedestal de mi dueña. La miré, desafiante, pero ella parecía distraída, hasta que al final se fijó en mí. Me examinó con sus ojos de tal modo que recordé mi desnudez y empecé a temblar, imperceptiblemente. Luego señaló a sus pies con una suerte de cetro del que pendían finas hebras. Mi acompañante me hizo saber:

-Arrodíllate de inmediato y besa los pies de Su Alteza, entregándote así a su generosidad y dominio.-

-¡Un cristiano no se arrodilla sino ante su rey o su dios!- clamé, rebelde, y mi grito retumbó en la sala.

Zorah se levantó y se colocó delante mío. Su cabello, largo, estaba ceñido por tiaras plateadas. Llevaba una túnica ligera de color oro y babuchas del mismo color, pero no mucho más adorno salvo su sin par belleza.

Me abofeteó con dureza y gritó a su vez:

-¡De rodillas, yo soy ahora tu reina y tu diosa!-

Me impresionó tanto que caí de rodillas, pero no besé sus empeines hasta ver que por señas mi acompañante me indicaba que si no lo hacía, me cortarían la cabeza. Al final, avergonzado y humillado, puse mis labios en su dulce piel. Ya estaba hecho, era su esclavo.

...

Mi falta no quedó sin castigo, de inmediato dos de los guardias me empujaron hasta una de las columnas y allí me encadenaron, dejando mi espalda lista para la flagelación. Enseguida Zorah se situó detrás y comenzó a fustigarme con su cetro hebrado, provocándome dolorosísimas laceraciones. Pero no grité esta vez pidiendo piedad, al menos ese resquicio de orgullo me quedó, y fue una suerte, porque Zorah me hubiera azotado hasta dejarme inconsciente a la mínima señal de debilidad, según me comunicó mi acompañante cuando se acercó a mi columna para darme la vuelta y que su señora pudiera azotarme el pecho. Por suerte también, respetó mis genitales, aunque no entendí por qué.

-¡Que entre la corte!-

Al oír las palmadas de la princesa, el guardián de la puerta situada frente a aquella por la cual fui entrado en la estancia la abrió, y pronto entraron por allí una alegre comitiva de cortesanas, esclavas, concubinas y otras mujeres. Me sorprendió no ver ningún hombre.

Zorah se sentó en un diván cerca de mi columna y allí fue agasajada: le ofrecieron agua para lavarse las manos, y le dieron frutas y viandas de todo tipo hasta que se sació. Yo notaba que me miraba de reojo cada cierto tiempo, al igual que todas las cortesanas, pero ninguna se aproximaba. y a mí el escozor por los azotes me martirizaba. Además, mi acompañante había desaparecido.

Cuando ya había pasado una hora de banquete o más, y empezaba a notar el cansancio en mis piernas, Zorah se retiró. dejando instrucciones a sus cortesanas. Éstas, divertidas, se acercaron a mí y me las dijeron:

-Nuestra princesa nos deja jugar contigo, cristiano, pero con una regla: no debes descargar tu semilla.-

Fue horrible. Me tocaron, me acariciaron, me golpearon y humillaron a su antojo. Me provocaban mostrándome sus sexos y pechos, pero en cuanto yo me excitaba, me abofeteaban en la cara o en mi miembro viril sin pudor hasta que volvía a su estado normal. Les fascinaba sobre todo el que no estuviera circuncidado, y sus uñas se clavaron no pocas veces en mi prepucio para estirarlo, retirarlo, pellizcarlo... Me estaba volviendo loco en su compañía, pero no podía hacer nada, sólo suplicar por que me dejaran eyacular.

-¡Basta, basta! ¡Dejadlo en paz ya, vampiresas!-

Era mi acompañante, que había regresado.

-Siempre terminas fastidiándonos, Layla.-comentó una de mis torturadoras, dándome a conocer el nombre de la única persona en quien podía confiar dadas las circunstancias.

-Sí, sólo porque eres la favorita. Pero cuando una de nosotras de sustituya...-

-¿Quieres que le pida a la princesa que te haga lamer sal hasta que esa lengua venenosa se te caiga?- amenazó Layla a la que había hablado la última. -Todas fuera.-

Amedrentadas y guardando un poderoso rencor hacia mi benefactora, las mujeres se retiraron por donde habían entrado. Layla suspiró y me miró:

-Gracias, pero por favor, necesito acabar.-

Dije eso transido de lujuria, estado al que me habían llevado sus compañeras. Mi pene palpitaba, pero sin ayuda, no expulsaría su carga.

-Ni hablar, cristiano. Zorah me castigaría por esa desobediencia.-

-Te lo... suplico. Me someteré a ti en todo, pero por favor...-

Mi propuesta pareció sorprenderla, y me observó con renovado interés. Luego extrajo de entre sus velos una botellita con un líquido de color turquesa que me hizo tragar.

-Así te estarás callado.-

Al instante me entró un profundo sopor y me quedé dormido. Lo último que recuerdo es mi tremenda erección y dos guardias desencadenándome para llevarme a algún lado...

continuará

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