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Madolina, musa del sufrimiento (1)

en Sadomaso

En un mundo paralelo basado en el sadomasoquismo, vive Madolina. Es, como la mayoría de las mujeres de ese universo aparte, una esclava. Podría decirse que es concretamente una "funcionaria", pues pertenece al estado. Periódicamente éste subasta su excedente de mano de obra. Particulares adquieren ese excedente, generalmente como servicio doméstico o "maquinaria" de trabajo humana.

El caso de Madolina es especial. La ha comprado un rico aristócrata idealista, paladín de la causa contraria al sistema esclavista. Lord Greenhill siente que hace una buena obra cuando rescata a una de esas "muchachas perdidas" de las garras del gobierno.

No obstante, hasta que se haga efectiva la compra, a Madolina le espera un largo viaje repleto de vejaciones y severa disciplina.

¡Lote 214: una puerca que responde al nombre de... Madolina! –

Aquí estoy. –

Madolina esperaba, paciente, que dijeran su número. En la cola de la estación varias esclavas aguardan ser "embaladas" rumbo a sus nuevos hogares o mazmorras. Algunas están desconcertadas: son novatas. Otras en cambio ya han padecido este trance en anteriores ocasiones.

El látigo chasquea sobre una chica que llora.

Calla, zorra. – exige el encargado de vigilar la fila.

Muchas observan la angustiada expresión de su compañera, que suplica piedad al hombre. Pero ninguna está dispuesta a ayudarla. Es más, están expectantes, deseando ver como la recién esclavizada chica es castigada.

El temible látigo, ajado por el uso, se alza sobre la chica una vez más para caer con violencia. Hay un chillido, un nuevo chasquido y la víctima queda inconsciente.

Lleváosla y amordazadla. – ordena a sus ayudantes.

Madolina no siente compasión de su compañera cuando la ve arrastrada por el suelo por los fornidos secuaces del encargado. Tiene otras cosas en que pensar. Se acerca hasta los dos mozos que distribuyen la mercancía en el vagón del tren.

214, soy yo. –

Bien, demuéstranos qué sabes hacer, preciosa... –

Es normal que las esclavas hagan unos servicios a los encargados. Equivale a una propina y determina muchas veces la comodidad del sitio destinado a acoger durante el trayecto a la esclava. Madolina conoce bien el oficio y toma las pollas de los dos muchachos.

Mmmm... Como las de un elefante. –

Les empieza a hacer un manual. Los mozos sonríen, contentos. Cuando se corren, deciden dar a Madolina un trato especial.

La atan con un cabo de cuerda las muñecas. Otro cabo separa sus piernas y se clava en su trasero, en una doble vuelta alrededor de sus ingles.

Esto para que te acuerdes de nosotros. –

El encargado más mayor toma un consolador de una caja y lo mete con firmeza en el ano de Madolina.

¡Gracias! – dice ella, mirando la pluma amarilla que corona el instrumento sobresalir de entre sus nalgas.

La introducen en un cajón de minúsculas dimensiones, boca arriba. Tiene que arquear la espalda para entrar. Aseguran su incomoda postura, impidiendo que se mueva, uniendo cuello y tobillos con otra cuerda sujeta a un gancho de la pared del vagón.

¡Eh, chicos! No me habéis amordazado. ¿No es eso irregular! –

Buen viaje, preciosa. – le responden los mozos, cerrando la puerta del cajón.

El viaje duró algo más de tres horas. Madolina empezó a oír las quejas de sus compañeras, amordazadas, a la hora de partir. El traqueteo se hace insufrible en esa forzada postura. Ella puede quejarse, pero no lo hace. No serviría de nada.

En Townpass se han reunido el tratante de esclavas, un contratista llamado Oaks, y el representante del comprador, es decir, de Lord Greenhill.

Ya ha llegado la mercancía. – le informa Oaks.

La estación es un ir y venir continuo de gentes. Pero no es un lugar habitual de descarga de ganado. De hecho Madolina es la única esclava que baja en esa estación.

¿214? –

Sí. –

Ven conmigo. –

Liberada momentáneamente de algunas de sus ataduras, Madolina observa el espectáculo. En ese mismo momento un carromato cruza las vías. Lo tiran dos chicas. ¡Las reconoce! Son antiguas compañeras de su orfanato.

Vaya... Cómo han cambiado. –

Las dos chicas sudan a mares. Completamente desnudas, son obligadas a tirar del pesado carromato. Gruesas correas de cuero oprimen sus pechos y caderas, mientras que frenos y bocados adaptados martirizan sus labios resecos. Sobre el pescante un obeso conductor las jalea.

¡Venga, perezosas! Os quedaréis sin cenar si no llegamos a tiempo. –

El acompañante y responsable de la entrega de Mandolina le informa de la condición de sus antiguas compañeras:

Ponygirls... Podría haber sido peor. –

Por fin llegan a su destino: las oficinas de Oaks. Éste continua discutiendo los últimos detalles con el representante de Lord Greenhill.

Entonces, ¿qué piensa hacer para evitar el recargo? –

El señor me ha informado que, si no queda más remedio, acepta contraer matrimonio con la esclava. –

Sí, esa es la mejor opción. Así evitaríamos el papeleo posterior. –

De acuerdo, ¿algo más? –

Madolina ha sido colocada en una estancia de espera. Una pequeña cadena unida a su collar de perra la obliga a mantenerse a cuatro patas.

Lo último. Es sólo un requisito administrativo. Debe sufrir 20 azotes con un látigo de nervios de buey. –

Conforme. –

A través de un cristal los dos hombres observan cómo el encargado prepara a Madolina para la azotaina.

Las manos en la nuca y en cuclillas. –

Ufff... – gime Madolina. Tiene ganas de orinar, y los azotes tal vez le impidan contenerse.

El encargado se remanga, tensa el duro látigo y calcula, observando meticuloso la espalda de su víctima, la potencia que deberá imprimir a los golpes. Luego empieza a sacudir el lomo de la chica.

Madolina ha sido azotada en otras ocasiones. No recuerda ningún día en que no le propinen una buena zurra. Y ha alcanzado un cierto grado de tolerancia al dolor. Deja que el instrumento de tortura "acaricie" su piel sin moverse. Pero, tal y como pensaba, no es capaz de contener por más tiempo la vejiga. A través de sus labios vaginales, sellados por un pequeño candado, se filtra la orina, que gotea hasta el suelo formando un charco amarillento.

El encargado se percata de lo ocurrido y pregunta a su jefe a través del cristal qué debe hacer. Oaks le indica, abriendo la mano por completo, que debe añadir otros cinco azotes por incontinencia.

¡Ay! – termina por quejarse, al decimonoveno azote. La textura de los nervios de buey no es tan "delicada" como la del cuero vulgar que suele calentar su piel.

Ya está lista para ser enviada a la mansión del amo-esposo. La ponen una diminuta camiseta que tapa sus pechos hasta medio pezón exacto, y sobre ella pegan la nota que indica su destino:

"Mansión Greenhill, Badford"

¡Hasta la vista! – se despide de la chica el representante del Lord.

Esta última etapa del viaje la hace en camión. Va acompañada de dos personas, una esclava y su vigilante. Oaks ha sido muy amable con Madolina al no amordazarla y tan sólo ligar sus muñecas. Hará el viaje mucho más cómodo que el del tren. La desventurada esclava que la acompaña no tiene tanta suerte. Va empaquetada en una caja de la que sólo sobresalen la cabeza y las piernas, unidas con firmeza por alambre en los tobillos.

Madolina se atreve a preguntar:

¿Es una disidente? –

La chica amordazada la mira con los ojos llenos de lágrimas. Está amordazada a conciencia, con un anillo de metal sujeto por correas a su cuello aplastándole la lengua. Debe dolerle una barbaridad. ¿Por qué tanto cuidado?

El vigilante, vestido de uniforme, con barba ya canosa y voz grave, responde amablemente a Madolina:

¡Qué va! Es una mentirosa, la esposa de un cornudo. Ahora va destinada a Inferna. Allí le darán su merecido. –

Madolina siente un escalofrío al oír el nombre de la temida institución penitenciaria. Es algo así como Alcatraz: si entras allí es porque has hecho algo realmente imperdonable. Las prisioneras de Infierna saben que nunca saldrán de allí.

¿Asustada? –

Un poco... Pero a la vez excitada. –

Ver el pánico en los ojos de su compañera de viaje la ha puesto cachonda. Desea ser penetrada de inmediato, delante de la ya condenada mujer. Mira al vigilante: es un hombre maduro, pero se le ve fuerte y apetecible. Incluso adivina un inicio de erección debajo de su pantalón. Su coño está vedado, pero no es el único agujero de su cuerpo que puede hacerle disfrutar del sexo. Le pregunta, melosa:

El viaje es largo. Concedámonos un poco de placer. –

El vigilante comprende enseguida la intención libidinosa de las palabras de Madolina. Se baja los pantalones y aguarda a que la chica le ofrezca el culo. Sin perder de vista a la otra mujer, sodomiza a nuestra heroína. Madolina jadea y siente alivio con las embestidas de su compañero. El morbo de montárselo delante de una víctima de Inferna añade un aliciente a la situación. Siente las manos del hombre apretar sus pechos, hasta llevarlos al delirio del placer-dolor.

En la mansión Greenhill todo está preparado para recibir a la nueva señora de la casa.

El camión debe estar a punto de llegar al pueblo, Leroy. Prepara el carruaje. –

Diez minutos más tarde un nervioso Lord Greenhill parte al encuentro de su esposa-esclava. Todavía no la ha visto, ni siquiera sabe si le gustará. Pero piensa que, suceda lo que suceda, al liberarla, ha hecho una obra de caridad.

Ya en el pueblo, Madolina es recluida en un calabozo a la espera de que vengan a recogerla. Es un sitio nauseabundo, pero para ella, que no ha conocido el lujo, es casi un sitio agradable. Amarrada por dos argollas a la pared, se entretiene en pensar cómo será su marido.

¿Me hará mucho el amor? – se pregunta, y ríe. Está feliz.

Lord Greenhill recorre los pasillos de la cárcel. ¡Está a punto de encontrarla!

Ha llegado un envío para mí, ¿cierto? –

Sí señor Greenhill. Permítame que le acompañe. –

No, no se moleste. Quiero darle una sorpresa. –

Bien señor. La segunda celda, la que está junto al servicio de caballeros. –

Gracias. –

Madolina oye pasos acercarse. ¿Será él? De pronto se abre la puerta y la luz de la bombilla ilumina una figura alta y delgada. Es un caballero, de unos treinta años, guapo, rubio, de ojos claros. Parece triste. Tiene un porte noble, orgulloso, pero a la vez hay ternura en su mirada. Sí, tiene que ser él.

Mmm... ¿Madolina? –

Sí señor. –

Lord Greenhill se ha quedado sin habla. Esa chiquilla, atada a la pared, indefensa, y con el rostro resplandeciente, le parece el ser más hermoso de la tierra. Ha sido un flechazo. Le habían dicho que era morena, alta y algo regordeta, pero no le habían advertido del hechizo de su rostro. Rompiendo cualquier protocolo existente en las relaciones amo-esclava, la abraza y la besa.

Para Madolina todo es un torbellino de sensaciones. Se siente deseada como nunca lo ha sido. Ese hombre tan bello la ha poseído con sólo abrazarla. Quiere llorar, pero el recuerdo del dolor pasado se lo impide. No, no volverá a derramar lágrimas. Ni siquiera de felicidad.

Sobran las palabras en su idilio. Tan emocionado está el noble que se olvida de desatar y vestir a su amada, y su amada se olvida de que está atada y desnuda. Sólo tienen ojos el uno para el otro. Suben al carruaje y allí Madolina saborea su primer triunfo como mujer libre: poder hacerle una felación a su esposo.

La polla aparece, pequeña, delicada, como una filigrana, y bella. Madolina no necesita pedir permiso para lanzarse sobre ella y chuparla, besarla, succionar como mejor le parezca, jugar con la lengua sobre ella. Se siente niña otra vez, una niña con su juguete favorito.

Cariño... – musita el encandilado Lord Greenhill – Ya eres libre. En cuanto lleguemos a casa te darás un baño, te quitaremos el candado de tu intimidad y el anillo de esclava. –

Lo había olvidado. El anillado de la aleta izquierda de su nariz marcó el inicio de su esclavitud. Ahora no necesitaba llevar ese ornamento. Sonrío y agradecida dijo:

Sí, mi amor. –

Continuará...

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