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El dolor, medio y fin

en Sadomaso

El aire estaba enrarecido en el sótano, reconvertido en calabozo para prácticas sadomasoquistas unos meses antes.

Siguiente. – ordenó una voz masculina, del otro lado de la puerta que daba acceso a la sala principal de torturas.

Ada se estremeció, pero no tanto por la humedad reinante como por el hecho inexorable de que después le tocaba a ella. Miró a su amo, intentando transmitirle sus temores y a la vez ser consolada.

Tranquila. Después de este trámite todo será mucho más sencillo. –

Sí amo. –

A partir del momento en que salgamos de esa habitación, todo dependerá de mí. ¿De acuerdo? –

Ada había respondido más de una decena de veces a esa pregunta. Al principio contestaba que sí sólo por complacer a su Único Dueño, pero con el tiempo, tras reflexionar sobre el significado del evento que estaba a punto de producirse, comprendió que ella deseaba aquello por propia voluntad.

Siguiente. –

Nos toca.-

Ada espero a que su amo se levantara para seguirle. Pero tuvo una duda. Cuando él iba a franquear la puerta, se volvió y la miró. Se hizo después a un lado, invitándola a entrar primero. Entendió en la situación un simbólico ultimátum. Se le ofrecía la libertad, el renunciar a la esclavitud permanente y escapar a la sociedad mundana.

Suspiró, recordando todos los momentos, los buenos y los difíciles, que había experimentado desde que era una sumisa. Calibró los pros, los contras y todos los detalles relevantes que pudieran ayudarla a tomar la decisión. Pero lo único quela espoleó hacia delante fue la sonrisa de su amo. Una sonrisa de amor, de felicidad. No podía defraudarle a él. Ni podía defraudarse a ella misma.

Bienvenida. –

La sala era pequeña, y la iluminación estaba pensada para que sólo destacara de entre las sombras el potro. Los ojos de Ada se posaron en él, hipnotizados por el objeto. Allí iba a ser escrito su destino.

Desnúdate. –

La orden provenía de un varón fornido que emergió de entre la penumbra. Ada contuvo el aliento mientras aquel hombre le ayudaba a despojarse de la gabardina. Fue la única prenda que se quitó. Debajo del abrigo iba por completo desnuda.

Sólo un reflejo blanco particularmente intenso indicaba la presencia de un anillo de plata en el dedo anular de la mano izquierda. Su anillo de compromiso con el mundo de la sumisión.

Súbete. – dijo el hombre después de examinarla, señalando el potro. Ada obedeció.

El travesaño central del caballete estaba cortado con forma de triángulo. La vagina de Ada se abrió y los labios reposaron en caras diferentes del prisma. No era un lugar cómodo. Estaba húmedo del sudor y jugos de las que la habían precedido.

El hombre tomó una mordaza, pero cuando iba a colocarla, el amo le disuadió.

Ada ha sido bien entrenada. Aguantará sin gritar. –

Ada se asustó, aunque sólo se dio cuenta de ello cuando el sudor hizo resbalar más de lo acostumbrado las correas que la ligaron al potro en una incómoda postura. Gimió.

Preparada. – informó el encargado.

Las muñecas de Ada estaban atenazadas por muñequeras negras unidas entre sí, pero los brazos habían sido inmovilizados con varias vueltas de cuerda y dos firmes nudos. Ambos muslos estaban adornados con unas bandas cerradas con hebillas, pero su función no era puramente ornamental, pues de ellas partían dos delgadas cadenitas, muy tensas, que terminaban en dos tobilleras de diseño mas bien simple.

Ada se dio cuenta de lo excitado que estaba el Amo. Su pene era más que un bulto una amenaza velada bajo el pantalón.

Termine cuanto antes, que esta cerda ya va a recibir su merecido. –

Sí. – se limitó a contestar el otro hombre.

Un soplete se encendió y Ada vio por fin el hierro con que iba a ser marcada. Una filigrana forjada específicamente para ella. No sabía que unas semanas antes su Señor la había encargado a un artesano.

El hierro fue puesto sobre la azulada llama. Ada, fascinada, sentía el calor del fuego, casi como si ya estuviera invadiendo su piel. El metal se puso incandescente pronto. Era el momento.

El Amo sabía la tensión que en ese mismo momento pasaba su sumisa y la reconfortó. La acarició el cuello, retirando el pelo, rojo, casi tanto como el fuego.

La primera sensación fue un pinchazo, pero pronto el dolor de la quemadura se extendió. Ada contrajo los músculos y apretó los dientes. El sufrimiento no cesó, sino que aumentó. La letra de fuego se aplastó contra la nalga pálida y la marcó con la firma, indeleble, permanente.

Ada, buscando dejar atrás un pasado de mediocridad, encontró en la esclavitud de por vida todo lo que el sexo, el amor y la felicidad pueden ofrecer. El precio fue una minúscula letra, la H, la inicial de su Amo, de todo su universo.

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