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El último juego de Belle

en Dominación

Estaba locamente enamorada. No "encoñada", aunque literalmente así era: conocía muy bien aquel coño y ya era parte esencial de su vida. Era el objetivo final, más allá del cual las cosas no tenían sentido. Se ofrecía a él, ofrecía su cuerpo, su lengua, sus dedos, su nariz, a ese coño, a esa entrada al templo de su única diosa: Ivy.

El nombre de ella, la sumisa, era Belle, y realmente le hacía honor. Entre todas las chicas de pelo castaño largo y liso, de ojos negros ligeramente almendrados, de pechos voluminosos hasta la exhuberancia, nalgas apretadas como masa de panadero, piel dorada y voz dulce como el almíbar, Belle se destacaba por su hermosura. Pero el amor hace estragos, y en el espejo se veía infinitamente más fea que Ivy.

Ivy sabía de sobra que Belle era una preciosidad, pero la miraba con otros ojos. ¿Amor? Lo tenía hacia lo que hacía, pero no hacia el objeto de sus perversiones. Belle era sólo la sumisa más guapa que había tenido, y según una ecuación bien simple, la excitaba más torturar a esclavas hermosas. Pero lo que de verdad la apasionaba era el aplicar el suplicio a chicas que se habían enamorado de ella, romperlas en mil pedazos y observar en sus ojos el sufrimiento de sus almas al descubrir que su amada Ivy es una ama sádica de la cual sólo pueden esperar, con suerte, clemencia.

Su sofisticación, aura de misterio, y el hecho de que es también una preciosidad, con enormes ojos negros a juego con su cabello, largas piernas, caderas de venus y cuidadas manos, han logrado que incluso mujeres heterosexuales se replanteen su orientación sexual... claro que se arrepintieron largamente después, cuando ya era tarde.

Lo que hace con ellas es espantoso: las emputece y las regala a amigas casi tan desviadas como ella, pero que al menos observan la posibilidad de quedarse indefinidamente a la pobre sumisa de turno.

Con Belle no fue fácil. Tuvo que vencer la represión de la chica, que se atormentaba al desear a una mujer en vez de a un hombre, a uno de los muchos que la cortejaban. Pero una vez conquistada, todo fue muy sencillo. La introdujo poco a poco en las prácticas sadomasoquistas, en lugar de abducirla de golpe. Belle era la mejor y quería que se sometiera primero, para que fuera mayor su sufrimiento cuando viera a los extremos de perversión donde pensaba llevarla y ya no pudiera escapar: se culparía de haberse entregado. La idea excitaba a Ivy tanto que adelantó la Última Sesión una semana.

Belle estaba algo triste aquel día. No le gustaba que Ivy le "pidiera" que se vistiera con el mono de cuero negro, del que sólo se escapaban la cabeza, las manos y los pies. Descalza, penetró en el gabinete, y tras un vistazo, se calmó: no había fustas ni látigos, ni, extrañamente, vibradores o juguetes sexuales. Sólo un gran baúl con un enorme candado echado. Lo empujó y le pareció que estuviera casi vacío.

-Ajá, ya está mi Belle, y lista como le pedí.-

Ivy estaba en la puerta. Un precioso vestido violeta ceñía su talle, realzaba su escote y dejaba entrever la mitad de los muslos. Al verla Ivy sintió un nudo en la garganta y pensó: "La quiero, la quiero, la quiero, ¡la quiero!" hasta que tuvo ganas de llorar. Para evitarlo, simulando tranquilidad, preguntó:

-¿Vamos a jugar, Ivy? Perdón, ama Ivy.-

-No hace falta que me llames ama hoy. Sí, si quieres jugaremos.-

-Quiero.-se apresuró a decir Belle, ansiosa por postrarse ante el aún oculto coño de su amada.

Ivy sonrió: iba a ser pan comido. Notaba la ansiedad de Belle y su estado de inquietud, ideal.

-Siéntate entonces en el baúl, encima quiero decir.-

Belle obedeció, aunque no le gustaba ser la pasiva. Se hubiera lanzado a lamer la entrepierna de Ivy con una sola palabra de ésta. La lamería con devoción y violencia hasta lograr llevar a su amada al cielo de varios orgasmos. Entonces la querría, se querrían. En el fondo de su subconsciente, Belle sabía que Ivy no la amaba con la misma fuerza que ella, y alejaba ese triste pensamiento obligándose a si misma a ser más complaciente, más sumisa, más puta esclava si era necesario.

Ivy dejó su bolso en una mesa detrás del baúl, de modo que Belle no pudiera ver lo que iba sacando de dentro. No es que desdeñara el morbo intrínseco a aplicar sus trastos a la esclava sin que ésta hubiera tenido tiempo de hacerse una idea de lo que iba a pasar; pero era prudente y así contaba con unos segundos más de sorpresa para doblegar, por la fuerza, la voluntad de la sumisa si al ver alguno de sus artilugios le entraba el pánico e intentaba escapar.

Lo primero que extrajo fueron unos tapones para los oídos. Tomó con la mano derecha el mentón de Belle y presionó para hacerla inclinar la cabeza a un lado. La oreja, sin pendientes (se los había prohibido para aquella ocasión) recibió el pequeño cilindro de goma, que fue acomodado bien hondo por los dedos de largas uñas de Ivy. Luego procedió a girar la cabeza de la esclava al otro lado e insertó el otro.

-¿Me oyes?-dijo Ivy, no bien hubo colocado ambos tapones. Belle, de espaldas, no reaccionó. Se sentía agredida, aquello de privarla del sentido del oído era nuevo, y ya creía, más bien deseaba, no "probar" más cosas nuevas. Empezó a forjarse la decisión de cortar con el juego si Ivy pretendía cegarla. Se sentiría demasiado indefensa. Pero no lo hubiera hecho: rezaba para que no le vendara los ojos, porque se habría dejado al final, y sería una dolorosa derrota más, otra cesión a algo que era extraño a su concepto del amor entre las dos. Casi se echa a llorar cuando vio que el siguiente ítem que traía Ivy era una máscara de cuero. Por suerte, no tenía cremalleras en los agujeros de los ojos, ni en el de la boca, y tenía dos orificios para respirar a la altura de la nariz.

Ivy separó las solapas de la máscara para colocarla. Se había planteado antes de la sesión rapar la cabeza de Belle al cero para facilitar la colocación de la máscara, pero entre que la esclava sin duda se habría resistido, arruinando la fantasía de sumisión, y que esa decisión correspondía a la dueña final de Belle, no lo hizo. No se andó con miramientos, tiró de la máscara hacia abajo una vez estuvo sobre el precioso rostro, ajustándola por la fuerza. Belle notó la tirantez del material, pero la ligera base de maquillaje que llevaba y su fino cutis ayudaron a que el proceso se llevara a cabo sin necesidad de una segunda tentativa. Gimió, dejando liberar así la tensión que acumulaba, y volvió a hacerlo mientras Ivy, muy laboriosamente, procuraba cerrar la cremallera posterior de la máscara sin atrapar la cabellera castaña, pero no la hizo ni el más mínimo caso. Eso la dolió: el juego dejaba de ser compartido, si es que aguna vez lo fue. Y el instante simbólico de la colocaión del collar rígido que tantas otras veces había ensalzado Ivy como momento cumbre de la relación entre ama y esclava, pasó sin pena ni gloria.

Lo siguiente fueron las muñecas. Ivy mostró a Belle un par de correas anchas con dos argollas de acero cada una. Queriendo mostrar algo de interés, la sumisa extendió su brazo izquierdo. Ivy la sonrió, como si apreciara el gesto, y enseguida la correa fue asegurada sobre la muñeca de modo que no pudiera quitarse sin abrir el candado. Antes de que terminara, ya Belle ofrecía su otro brazo, tímidamente, para que padeciera el mismo proceso. Sin embargo Ivy no prestaba atención y colocó la muñequera sin más.

Llegaba el momento de la verdad: la mordaza. Ivy había elegido una pelota de goma junto a un pequeño panel de cuero del que salían dos correas laterales y adheridas a ellas por remaches, otras dos que se cruzaban. Un perfecto diseño para enmudecer a las esclavas protestonas. Belle no lo era, pero eso daba igual. Tirando de las anillas laterales del collar, Ivy la hizo mirar hacia arriba.

-Abre.-

Sus ojos reflejaban confusión, aún no había visto la mordaza, ni oído la orden de Ivy por los tapones y la máscara. Ignorando esos detalles, Ivy acercó la bola hasta la boca entreabierta de Belle, y presionó, para repetir de nuevo.

-Abre.-

La sumisa sintió en su convulso mundo que tenía que reaccionar rápido, y el acto reflejo fue abrir la boca, lo cual aprovechó Ivy para introducir la gran bola entre los labios y dientes. Mientras Belle pensaba que no quería, que no le convenía quedar muda, aunque sólo pretendiese gimotear para dejar translucir su disgusto con todo lo que estaba pasando, los diestros dedos de Ivy iban cerrando las correas tras la nuca de la sumisa, a los lados de su oculta nariz, por entre los ojos y unos centímetros más arriba de las sienes. Ajustó las hebillas al máximo, para sellar perfectamente el panel de cuero al cual estaba acoplada la bola de goma, de modo que apenas sobresaliera de la lisa superficie de la máscara.

Belle estaba, lógicamente, muy agitada. Todo iba muy rápido y se daba cuenta de que Ivy tenía muy claros todos los pasos de ese juego. La sensación de no poder hablar, de ahogo al tener una de sus vías aéreas taponadas, hizo que aumentara el ritmo de su corazón y de su respiración. Necesitaba tiempo para adaptarse, y para que se le ocurriera un modo de parar todo aquello, pero sólo podría encontrar tiempo, todo lo más, para lo primero, mientras Ivy colocaba con mucho cariño unos brillantes zapatos de ballet con un tacón que igualaba la longitud del empeine. Cuando los hubo acordonado, aseguró otro par de correas como las de las muñecas en los tobillos, asegurándose así de que no podría descalzarse.

Belle cayó en la cuenta de sus muchos errores y de lo estúpida que había sido apenas unos segundos después de que su ama terminara de inmovilizarla asegurando con pequeños candados las argollas de las correas que aún estaban libres en las 4 extremidades de la sumisa: el tobillo derecho fue asegurado a la muñeca izquierda y el izquierdo a la derecha. Si unos segundos antes escapar con aquellos zapatos hubiera resultado casi imposible, y muy cómico, al menos para Ivy, ahora era absurdo.

El ama estaba completamente extasiada. Ya cuando examinó el efecto visual de la mordaza había notado que sus pezones se marcaban, duros como piedras, en su escote. Pero ahora, al tener a su esclava prisionera y acercarse a la consecución de su objetivo, un manantial de humedad empapaba sus muslos. Con un sólo roce se hubiera corrido, pero su autodisciplina era inmensa y no iba a echar a perder el plan original.

Con un cinturón juntó los muslos de la sumisa. La idea de que se pudiera masturbar, estando a disgusto como estaba y teniendo en cuenta que el mono no contaba, en contra de lo habitual, con una ranura para acceder al coño de la sumisa, era irrisoria, pero Ivy la había contemplado. Una vez hecho eso, se fijó en algo que la lleno de satisfacción y colmó la lujuria que la embargaba: Belle lloraba y en sus pupilas brillaba la súplica. No podía oírla pero le dijo:

-Tú te lo has buscado.-

La hizo levantar del baúl y lo abrió tras recostarla en el suelo. Era grande, pero dentro sólo había dos cosas: una bolsa llena de virutas de espuma para embalar, y una escafandra unida a un tubo de respiración. La escafandra, obviamente, era para Belle, y se la colocó sobre la máscara. Pronto el llanto y la apresurada respiración de la sumisa empañaron los cristales, hasta que Ivy abrió el extremo del tubo. Se podían escuchar los gemidos velados por la mordaza, y aunque apenas eran un murmullo, el ama dedujo de ellos los terribles gritos que su mascota daba al verse dominada por completo. Antes de levantarla por última vez para introducirla en el baúl, abrió la bolsa de las virutas y esparció una capa de éstas por el fondo del contenedor. Dentro no había más que unos milímetros entre las rodillas, la cabeza y los tacones de Belle, y las paredes del baúl: era la medida justa.

-Has sido la mejor. Adiós.-

Belle gritó de puro pánico cuando su amada y malévola ama conectó el tubo de respiración a un dispositivo, cuyo funcionamiento desconocía, que acababa en una bolsa de látex donde pronto se iría enrareciendo el único aire de que disponía. siguió chillando y agitándose todo lo que podía su flexionado cuerpo, lo cual era apenas nada, mientras Ivy vertía sobre ella el resto de las virutas de gomaespuma, hasta sepultarla por completo. Y ya debía tener la garganta seriamente dañada en el momento en que el ama inmisericorde cerró la tapa del baúl, empujando sus rodillas hacia abajo y comprimiéndola un poco más.

-¡Buen viaje!-le deseó Ivy, que en cuanto oyó el clic del gran candado asegurar el baúl, sintió como las piernas le fallaban al venirle el más bestial orgasmo de su vida.

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